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Authors: Ellen Kushner

A punta de espada (5 page)

BOOK: A punta de espada
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Ahora las espadas chocaban cada vez más deprisa. Era el tipo de duelo que más agradaba a los espectadores: rápidas sucesiones de golpes, sin mucha deliberación antes de la siguiente serie de movimientos. La mujer que había retenido Brent observaba, maldiciendo lenta y metódicamente entre dientes, con los dedos enlazados. Otros eran más estruendosos, profiriendo voces de aliento, apuestas y comentarios de experto, con sus explicaciones sirviendo de telón de fondo al combate.

A través de su escudo de concentración Richard oía las voces, aunque no las palabras que pronunciaban. Conforme se prolongaba la pelea y absorbía las manías de Brent, empezó a ver no una personalidad sino un conjunto de obstáculos a eliminar. Sus acciones se volvieron menos ociosas, más comprometidas. Era lo único que le echaban en cara los espectadores expertos: una vez conocía a un hombre, rara vez se divertía con él en un alarde de técnica, sino que prefería rematarlo cuanto antes.

En dos ocasiones dejó escapar Richard la oportunidad de tocar el brazo izquierdo de Brent. Ya no estaba interesado en las heridas. Otros espadachines habrían practicado el corte para beneficiarse de cualquier ventana que les pudiera reportar; pero la marca de la casa que daba reputación a De Vier era su habilidad para matar con una sola herida limpia. Brent sabía que estaba luchando por su vida. Aun los espectadores guardaban silencio ahora, escuchando los jadeos de los dos hombres, el raspar de sus bolas y el repicar de sus espadas. Por encima del pesado silencio, la voz de Alec se arrastró de forma audible:

—No has tardado nada en asustarlo, ¿eh? Ya te dije que sabía reconocerlos.

Brent se quedó helado. Richard aporreó su hoja, para recordarle dónde estaba. La parada de Brent fue feroz; a punto estuvo de tocar el muslo de De Vier con su contraataque, y Richard tuvo que retroceder. Golpeó la roca con su talón. Descubrió que tenía a su espalda una de las piedras que rodeaban el fuego. No era su intención ceder tanto terreno; Alec lo había distraído también a él. Ya estaba tan acalorado que no sentía las llamas; pero estaba decidido a conservar sus botas. Clavó el talón e intercambió una serie de estocadas con Brent valiéndose únicamente de su brazo. Aplicó la fuerza y a punto estuvo de liberar la espada del otro de su presa. Brent hizo una pausa, preparando otro ataque, vigilando el suyo con atención. Richard se agachó abiertamente hacia la izquierda, y cuando Brent acometió la defensa De Vier subió siguiendo su brazo y le atravesó la garganta.

Se produjo un destello azul cuando la espada salió de la herida. Brent se había quedado con el cuerpo crispado; se inclinó ahora hacia delante, con la tráquea hendida silbando a causa del torrente de sangre y aire. Alec tenía la cara pálida, sin expresión. Se quedó mirando fijamente al hombre moribundo, largo rato, como si quisiera imprimir la escena en sus ojos.

En medio de la algarabía de la consumación del combate, Richard se hizo a un lado para limpiar su espada, haciéndola girar rápidamente en el aire para que la sangre saliera despedida de su superficie y aterrizara en la nieve.

Un hombre se acercó a Alec.

—Menuda pelea —dijo en tono amigable—. ¿La causaste tú?

—Sí.

El hombre señaló al espadachín que estaba en la calle.

—¿Me vas a decir que ese joven de ahí es realmente De Vier?

—Sí.

Alec parecía atontado por el combate, aplacada la fiebre que lo había impulsado por la muerte de su oponente, embotado ahora en una lánguida paz. Pero cuando regresó De Vier habló en su acostumbrado tono irónico.

—Enhorabuena. Te pagaré cuando sea rico.

Todavía faltaba una cosa por hacer, y Richard la hizo.

—Olvídalo —dijo en voz alta, para que lo oyeran quienes estaban más cerca—. Que aprendan a dejarte tranquilo.

Cruzó en dirección a Alec junto a la chimenea, pero una mujer diminuta, la que había retenido Brent, se plantó delante de él. Tenía los ojos enrojecidos, el semblante pálido y lleno de manchas. Miró fijamente al espadachín y empezó a tartamudear furiosamente.

—¿Qué sucede? —preguntó él.

—¡Me debes una! —explotó la mujer al fin—. Eee-ese hombre está mmm-muerto, ¿y dónde voy a encontrar a otro?

—En el mismo sitio donde lo encontraste a él, supongo.

—¿Cómo voy a conseguir el ddd-dinero?

Richard la miró de arriba a abajo, de sus ojos pintados a sus medias chabacanas, y se encogió de hombros. La mujer giró el hombro en dirección a su pecho y le guiñó el ojo.

—Soy buena —grajeó—. Podría trabajar para ti.

Alec dedicó una sonrisa burlona a la joven.

—Tropezaría contigo. Me pasaría todo el rato pisándote sin querer en la oscuridad.

—Lárgate —dijo Richard—. No soy ningún chulo.

La mujer pisoteó el suelo.

—¡Bastardo! ¡Aunque estemos en la Ribera, te echaré encima a la Guardia!

—Ni loca te acercarías a la Guardia —dijo Richard, aburrido—. Te llevarían al Tajo antes de que pudieras abrir la boca. —Se volvió hacia su amigo—. Dios, qué sed tengo. Vamos.

Esta vez llegaron hasta el umbral antes de que otra mujer parara a Richard. Era una brillante pelirroja de alarmante belleza, con el maquillaje expertamente aplicado. Su capa era de terciopelo burdeos, envuelta con gracia para disimular el punto donde estaba raída. Apoyó las yemas de los dedos en el brazo de Richard, acercándose a él más de lo que éste solía permitir.

—Ha sido prodigioso —dijo con gutural confianza—. Cuánto me alegro de haber visto el final.

—Gracias —respondió él cortésmente—. Te lo agradezco.

—Me parece muy bien —dijo ella—. Le diste una buena oportunidad, no jugaste con él mucho tiempo.

—He aprendido varios trucos dejando que primero me enseñen lo que saben.

La mujer le dedicó una cálida sonrisa.

—No eres tonto. Mejoras cada año. Nadie puede impedir que consigas lo que quieres. Yo podría...

—Perdón —interrumpió Alec desde las profundidades de un tedio insondable—, pero, ¿ésta quién es?

La mujer se giró y le dirigió una mirada rodeada de largas pestañas.

—Me llamo Ginnie Vandall —dijo con brusquedad—. ¿Y tú?

—Mi nombre es Alec. —Se fijó en las borlas de su dobladillo—. ¿Quién es tu chulo?

Los labios formaron una delgada línea de carmín, y el momento de las respuestas mordaces vino y se fue. Sabedora de que había pasado, volvió a dirigirse a Richard y dijo solícita:

—Cielo, debes de estar muerto de hambre.

De Vier se encogió de hombros educadamente.

—Ginnie —preguntó—, ¿está trabajando Hugo?

Ella hizo un mohín ensayado y lo miró ;i los ojos.

—Hugo siempre está trabajando. Pasa tanto tiempo fuera que me pregunto por qué sigo con él. En la Colina lo adoran... a veces pienso que demasiado.

—A Richard nadie lo adora —dijo Alec con voz cansina—. Siempre están intentando matarlo.

—Hugo es espadachín —le dijo Richard—. Muy bueno. Ginnie, cuando lo veas dile que tenía toda la razón acerca del tajo derecho de Lynch. Anoche me fue sumamente útil.

—Ojalá pudiera haberlo visto.

—Sí, lástima. La mayoría no supo qué ocurría hasta que acabó todo. Alec, ¿no quieres comer algo? En marcha. —Con paso firme volvió a la calle, en medio de la nieve salpicada de sangre. Sam Bonner se cruzó con ellos, completamente ebrio, y se olvidó de su objetivo a la vista de la mujer vestida de terciopelo que se había quedado abandonada en el portal.

—¡Ginnie, moza! ¿Cómo está el culo más bonito de toda la Ribera?

—Aterido —repuso Ginnie Vandall—, borrachín estúpido.

Capítulo 4

Lord Michael Godwin nunca hubiera imaginado que llegaría a tener que escapar realmente algún día descolgándose por una tubería, pero aquí estaba, como el protagonista de una mala comedia, aferrándose con las manos heladas. De hecho, todo él estaba helado: la astuta e improvisadora Olivia, sin un momento que perder, había arrojado toda prueba de su presencia —lo que equivalía a decir su ropa—por la ventana, con instrucciones de que él fuera detrás. Vestía tan sólo su larga camisa blanca y, ridículamente, su sombrero de terciopelo, enjoyado y emplumado, que de alguna manera había logrado descolgar del poste de la cama al primer golpe en la puerta de la cámara.

Se propuso no mirar abajo. Sobre su cabeza, las estrellas rutilaban escarchadas y remotas en el cielo raso. No se atreverían a parpadear en su dirección, no en la situación en que se encontraba. Se le estaban congelando las manos sobre la tubería de plomo de la residencia urbana de los Kossillion. La recordaba cubierta de hiedra, pero la última moda clamaba por la austeridad y la pureza de líneas, de suerte que las enredaderas habían sido arrancadas el otoño pasado. Justo por encima de sus manos la ventana de Olivia brillaba tentadoramente dorada. Michael exhaló un desolado penacho de vaho helado y empezó a dejarse caer.

Debería dar gracias por esta escapatoria, lo sabía, gruñendo mientras recogía sus prendas del suelo congelado, resistiendo el deseo de dar saltitos de un pie a otro. Hundió los pies en las botas, arrugando el suave ante, mientras escudriñaba en busca de sus medias. El temblor de sus manos dificultaba sobremanera el abrochar y anudar las diversas hebillas y cordones del traje de noche de un caballero. Debería acordarse de traer a un criado a estas expediciones, pensó caprichosamente; ¡y hacer que lo esperara bajo la ventana adecuada con una petaca de vino caliente y unos guantes!

La ventana de Olivia seguía encendida, así que Bertram seguía allí, y sin duda se quedaría durante horas. ¡Bendita Olivia! Lord Michael consiguió escupir al fin la bendición entre el castañeteo de sus dientes. Bertram podría haber intentado matarlo si llega a encontrarlo allí. Bertram era celoso, y Michael se había pasado toda la noche escatimándole un baile. Experimentó un momento de pánico cuando descubrió que le faltaba uno de los guantes con sus iniciales bordadas; se imaginó la escena al día siguiente, cuando Bertram lo encontrara vistosamente enganchado en las ramas de ailanto bajo la ventana:
Vaya, ángel mío, ¿qué hace esto aquí? Oh, cielos, se me debe de haber caído mientras comprobaba la dirección del viento...
Entonces lo descubrió, metido en una de sus voluminosas mangas, sabe Dios cómo había llegado hasta allí.

Todo lo vestido que podía, Michael se dispuso a desaparecer. Pese a toda la lana y los brocados, seguía tiritando; había conseguido empaparse de sudor en la habitación de arriba, y la brusca inmersión en una noche invernal lo había convertido en hielo sobre su piel. Maldijo rotundamente a Bertram, deseando que su estancia en el infierno fuera una larga caída por un perpetuo tobogán de hielo. Una sombra repentina cayó sobre Michael cuando se corrieron las cortinas de Olivia. Ahora tan sólo una fina flecha de luz bañaba el césped espolvoreado, allí donde una cortina se mantenía apartada de la ventana. Quizá Bertram se hubiera marchado... o quizá siguiera allí. Michael sonrió tristemente ante su locura, pero ahí estaba: de un modo u otro, tenía que volver a trepar por la tubería y averiguar qué estaba ocurriendo en el dormitorio de Olivia.

Resultaba mucho más fácil escalar con los guantes puestos, y las suelas de sus suaves botas se adherían estupendamente a la cañería. Incluso había entrado en calor cuando llegó al diminuto balcón que había frente a la ventana. Descansó allí, sonriendo extenuado, intentando acompasar su respiración. Oyó un murmullo de voces en el interior, de modo que Bertram aún no se había ido. Michael se acercó un poco más a la ventana, ladeó su gorro de terciopelo y una de las voces ganó en nitidez:

—... así que me pregunté, ¿para qué soñamos? ¿O es que hay alguna manera de controlarlo? Quizá si consiguiéramos que alguien nos repitiera lo mismo una y otra vez, mientras nos quedamos dormidos...

La voz, baja y apasionada con un tenue dejo de lamento, pertenecía a Bertram. Una voz más delicada respondió, pero Michael no pudo entender las palabras de Olivia; debía de estar de espaldas a la ventana. Bertram dijo:

—¡No seas ridícula! La comida no tiene nada que ver, eso es un rumor que han propagado los médicos para asustarnos. Además, sé que tuviste una cena ligera. ¿Has pasado una velada agradable? —La respuesta de Olivia acabó con una entonación elevada—. No —dijo Bertram, con violencia—. No, no estaba ahí. La verdad, estoy asqueado; me he pasado horas en una sala cavernosa que parecía una cueva de hielo y olía igual que un granero, porque pensaba que estaría. Él me dijo que estaría.

Olivia emitió unos ruiditos conciliadores. Los agrietados labios de Michael dibujaron una sonrisa sin poderlo evitar. ¡Pobre Bertram! Se tapó la goteante nariz con el dorso de la mano. Seguramente iba a pescar un resfriado con todo esto, lo que no sólo le estaría bien empleado, sino que además le proporcionaría la excusa perfecta para explicar su ausencia de sus lugares predilectos esa noche. Proféticamente, Bertram estaba diciendo:

—Claro que tendrá alguna excusa, siempre la tiene. A veces me pregunto si no estará con otra persona. —Más sonidos conciliadores—. Bueno, ya sabes la fama que tiene. No sé por qué me molesto, a veces...

De pronto, la voz de Olivia se hizo perfectamente audible.

—Te molestas porque es atractivo, y porque te aprecia como no lo ha hecho ningún otro.

—Es listo —refunfuñó Bertram—. No estoy seguro de que sea la misma cosa. Y tú, querida —dijo con galantería, ambos cerca de la ventana ahora, dos siluetas alargadas y oscuras que manchaban las cortinas—, eres al mismo tiempo lista y atractiva.

—Apreciativa —corrigió Olivia. Y luego, más bajo, por lo que Michael hubo de intuir todas las palabras—, y no lo bastante atractiva.

La voz de Bertram se tornó de inmediato menos clara y audible; debía de haberse girado, pero prácticamente estaba gritando.

—¡No toleraré que te culpes de eso! Ya hemos pasado antes por esto, Olivia; ¡no es culpa tuya y no quiero oírte hablar así!

Tenía todas las trazas de ser una vieja discusión.

—¡No me lo digas a mí, díselo a tu padre! —La educada voz de la mujer conservaba sus tonos redondeados, pero el timbre era más alto, más rápida la cadencia, traspasando el cristal sin dificultad—. ¡Hace seis años que esperara un heredero! ¡Te habría obligado a divorciarte de mí si no fuera por la dote!

—Olivia...

—¡Lucy tiene cinco hijos! ¡Cinco! Davenant puede tener el dormitorio lleno de chicos, a nadie le importa, porque cumple con su deber para con ella... pero tú...

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