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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (10 page)

BOOK: Ala de dragón
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—Adiós —dijo a Hugh mientras guardaba la llave en el bolsillo de su casaca.

—¿No entras conmigo para presentarme, para explicarle qué sucede?

Triano movió la cabeza al tiempo que musitaba una negativa. Hugh advirtió que el mago se esforzaba en mantener la mirada al frente y que evitaba dirigirla al interior de la estancia.

—Ahora está en tus manos —lo oyó murmurar—. Te dejaré el candil.

El hechicero dio media vuelta sobre sus talones y prácticamente huyó a la carrera por el pasadizo. Pronto se perdió en las sombras. El agudo oído de Hugh captó el chasquido de una cerradura, seguido de una comente de aire fresco que cesó al poco rato. El mago se había marchado.

Hugh se encogió de hombros, acarició las dos monedas del bolsillo con los dedos de una mano y cerró la otra en torno a la empuñadura de la espada en un gesto que lo tranquilizó. Después, sosteniendo en alto el candil, penetró en la estancia e iluminó al pequeño.

A
la Mano
no le gustaban los niños, ni sabía nada acerca de ellos. No guardaba ningún recuerdo de su infancia, lo cual no era de extrañar pues había sido muy breve. Los monjes kir no encontraban ninguna utilidad en la inocencia infantil, feliz y despreocupada. Desde muy pequeños, los niños a su cuidado eran expuestos a las crudas realidades de la vida. En un mundo donde no existían dioses, los kir veneraban la única certeza de la vida: la muerte. La vida llegaba a la humanidad al azar, de manera fortuita. No había opción ni remedio para ella y demostrar alegría ante tan dudoso don era considerado un pecado. La muerte, en cambio, era la radiante promesa, la feliz liberación.

Como parte esencial de sus creencias, los kir llevaban a cabo las tareas que las mayorías de los humanos consideraban más ofensivas o peligrosas, y eran conocidos por ello como los Hermanos de la Muerte.

Los monjes no tenían piedad para con los vivos. A ellos les incumbían los muertos. No practicaban las artes curativas pero, cuando los cuerpos de las víctimas de una peste eran arrojados a las calles, eran ellos quienes se encargaban de recogerlos, de realizar los solemnes rituales y de incinerarlos. Los pobres a quienes los kir cerraban las puertas mientras estaban vivos eran admitidos una vez muertos. Los suicidas, malditos por los antepasados y considerados como una deshonra por sus familiares, eran acogidos por los kir y sus cuerpos, tratados con respeto. Los cadáveres de asesinos, prostitutas y ladrones..., todos eran recibidos por los kir. Después de una batalla, eran ellos quienes se ocupaban de aquellos que habían sacrificado su vida por la causa que estuviera en juego en ese momento.

Los únicos seres vivos a quienes extendían su caridad los monjes kir eran los hijos varones de los fallecidos, los huérfanos que carecían de cobijo. Los kir les proporcionaban techo y educación. Allí donde ellos iban —siempre algún escenario de miseria y sufrimiento— llevaban consigo a los niños, a quienes utilizaban como criados al tiempo que les enseñaban los hechos de la vida, ensalzando las piadosas ventajas de la muerte. Educando a tales muchachos según sus costumbres y sus lúgubres creencias, los monjes podían mantener el número de miembros de su negra orden. Algunos niños, como Hugh, conseguían escapar, pero ni siquiera él había conseguido huir de la sombra de las capuchas negras bajo cuya tutela había crecido.

Así pues, cuando
la Mano
contempló el rostro dormido del chiquillo, no sintió lástima ni indignación. Matar al pequeño era sólo un trabajo más para él, aunque podía resultar más difícil y peligroso que la mayoría. Hugh sabía que el mago le había mentido; ahora, sólo le quedaba averiguar la razón.

Dejó caer la alforja en el suelo y utilizó la punta de la bota para despertar al príncipe.

—Chiquillo, despierta.

El niño dio un respingo, abrió los ojos con un destello de cólera y permaneció sentado, en actitud reflexiva, hasta estar completamente despierto.

—¿Qué es esto? —Preguntó, mirando al desconocido a través de una maraña de rizos dorados—. ¿Quién eres?

—Mi nombre es Hugh, maese Hugh de Ke'lith, Alteza —respondió
la Mano,
recordando a tiempo que debía hacerse pasar por noble y mencionando el primer lugar que le vino a la mente—. Corréis peligro y vuestro padre me ha contratado para llevaros a un lugar donde estéis a salvo. Levantaos. El tiempo apremia. Debemos emprender la marcha mientras aún sea de noche.

Al observar el rostro impasible del hombre, con sus pómulos altos, la nariz aguileña y las trenzas negras colgando del mentón hendido, el chiquillo se echó hacia atrás en el jergón.

—¡Vete! ¡No me gustas! ¿Dónde está Triano? ¡Quiero a Triano!

—Yo no soy guapo como el mago, pero tu padre no me ha contratado por mi aspecto. Si tú te espantas al verme, imagina lo que pensarán tus enemigos.

Hugh dijo estas frases en son de burla, sólo por decir algo. Estaba dispuesto a coger al chiquillo, por mucho que pataleara y chillara, y llevárselo por la fuerza. Por eso le sorprendió observar que el pequeño meditaba sus palabras con una expresión seria y de profunda inteligencia.

—Lo que dices tiene sentido, maese Hugh —dijo el muchacho, poniéndose en pie—. Te acompañaré. Recoge mis cosas —añadió, señalando con su mano menuda un fardo colocado junto a él sobre el camastro.

Hugh hubo de morderse la lengua para no decirle al mocoso que cargara con ellas él mismo, pero logró reprimirse.

—Sí, Alteza —dijo humildemente, con una reverencia. Estudió al muchacho con detenimiento. El príncipe era pequeño para su edad y tenía unos ojos grandes de color azul claro, unos labios dulces y llenos y las facciones, blancas como la porcelana, de quien pasa la vida protegido bajo techo. La luz iluminaba una pluma de halcón colgada de una cadena de plata que rodeaba su cuello.

—Ya que vamos a ser compañeros de viaje, apéame el tratamiento y llámame por mi nombre —propuso el chiquillo algo vacilante.

—¿Y cuál es vuestra gracia, Alteza? —preguntó Hugh, cargando con el fardo.

El niño lo miró y
la Mano
se apresuró a añadir:

—He pasado muchos años fuera del país, Alteza.

—Bane —dijo el pequeño—. Soy el príncipe Bane.

Hugh se quedó inmóvil, helado. ¡Bane! Aquélla era la palabra que usaban los monjes kir para designar la mala suerte, la causa de la ruina de los hombres. El asesino no era supersticioso, pero ¿por qué había de poner nadie a un niño un nombre de tan mal agüero? Hugh notó el hilo invisible de la telaraña del destino enroscándose a su cuello. Evocó la imagen del tajo de mármol, aquella piedra fría, pacífica y serena. Molesto consigo mismo, sacudió la cabeza. La sensación paralizante se desvaneció y la imagen de su propia muerte desapareció. Hugh cargó al hombro el fardo del príncipe y sus propias alforjas.

Para su sorpresa, el príncipe le rodeó el cuello con los brazos.

—Me alegro de que seas mi guardián —declaró, con su suave mejilla contra la de Hugh.

La Mano
se quedó rígido, impertérrito. Bane se apartó por fin.

—Ya estoy preparado —anunció con excitación—. ¿Viajaremos en dragón? Esta noche ha sido la primera vez que he montado en uno. Supongo que tú debes de montarlos continuamente.

—Sí —consiguió decir Hugh—. Tengo un dragón en el patio. Si Su Alteza me sigue... —Cargado con los dos bultos, tomó en la mano la lámpara de la piedra luminosa.

—Conozco el camino —respondió el príncipe, abandonando la estancia.

Hugh lo siguió, y notó el contacto de las manos del chiquillo, suave y cálido contra su piel.

CAPÍTULO 7

MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN,

REINO MEDIO

Tres personas reunidas en una habitación ubicada en los pisos superiores del monasterio. La estancia había sido la celda de uno de los monjes y, por tanto, era fría, austera, pequeña y carente de ventanas. El trío —dos hombres y una mujer— se hallaba en el centro mismo de la reducida habitación. Uno de los hombres tenía un brazo en torno a los hombros de la mujer y ésta lo enlazaba por la cintura; los dos parecían sostenerse mutuamente, como si fueran a caerse de no apoyarse el uno en el otro. El tercero de los presentes se encontraba muy cerca de la pareja.

—Están preparándose para la marcha.

El mago tenía la cabeza ladeada, aunque no era su oído físico el que captaba el batir de las alas del dragón a través de los gruesos muros del monasterio.

—¡Se marcha! —comenzó a gemir la mujer, dando un paso adelante—. ¡Quiero volver a verlo! ¡Hijo mío! ¡Sólo una vez más!

—¡No, Ana! —La voz de Triano era severa; su mano asió la de la mujer y la apretó con fuerza—. Fueron precisos largos meses para romper el hechizo. ¡De esta manera es más sencillo! ¡Tienes que ser fuerte!

—¡Ojalá hayamos obrado bien! —sollozó la mujer, volviendo el rostro contra el hombro de su esposo.

—Deberías haberlos acompañado, Triano —dijo Stephen con voz áspera, aunque la mano con que acariciaba el cabello de su esposa era suave y cariñosa—. Aún estamos a tiempo.

—No, Majestad. Hemos estudiado este asunto largo y tendido. Nuestros planes están bien urdidos. Ahora, debemos llevarlos a cabo y rogar que los antepasados estén con nosotros y que todo salga como esperamos.

—¿Has advertido a ese..., Hugh?

—Un tipo duro como ese asesino a sueldo no me habría creído. No habría servido de nada y podría haber causado mucho daño. Ese hombre es el mejor. Es frío y despiadado. Debemos confiar en su habilidad y en su modo de ser.

—¿Y si fracasa?

—En ese caso, Majestad —respondió Triano con un leve suspiro—, deberemos prepararnos para afrontar el final.

CAPÍTULO 8

HET, DREVLIN,

REINO INFERIOR

Casi en el mismo instante en que Hugh colocaba su cabeza sobre el tajo en el patio de Ke'lith, otra ejecución —la del tristemente famoso Limbeck Aprietatuercas— se desarrollaba a miles de menkas
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por debajo de las Volkaran, en la isla de Drevlin. En un principio, cualquiera habría pensado que ambas ejecuciones no tenían otra cosa en común que la coincidencia en el tiempo. Sin embargo, los hilos invisibles tejidos por la araña inmortal del destino se habían enroscado en torno al alma de aquellos dos reos extrañamente dispares y, de forma lenta e inexorable, iban a propiciar su encuentro.

La noche en que fue asesinado Rogar de Ke'lith, Limbeck Aprietatuercas se hallaba en su acogedora y desordenada vivienda de Het, la ciudad más antigua de Drevlin, preparando un discurso.

Limbeck era un geg, como éstos se denominaban a sí mismos. En los demás idiomas de Ariano, igual que en el mundo antiguo previo a la Separación, Limbeck y sus compatriotas recibían el nombre genérico de enanos. Limbeck levantaba del suelo unos respetables seis palmos (sin zapatos). Una barba abundante y despeinada adornaba su rostro, alegre y franco. Empezaba a tener un poco de barriga, algo inhabitual en un joven adulto geg pero que se debía al hecho de pasar gran parte de su tiempo sentado. Sus ojos eran brillantes, inquisitivos y terriblemente miopes.

Limbeck vivía en una pequeña caverna entre cientos de otras cavidades que formaban una especie de panal en un gran montículo de coralita situada en las afueras de Het. La caverna de Limbeck tenía ciertas diferencias con las de sus vecinos, lo cual parecía muy apropiado ya que el propio Limbeck era, sin duda, un geg fuera de lo corriente. Su caverna era más alta que las demás (el techo estaba casi al doble de la altura de un geg). Una plataforma especial, construida con planchas de madera nudosa, le permitía acceder al techo de la vivienda y disfrutar de otra de las rarezas de la caverna: las ventanas.

La mayoría de los gegs no precisaba ventanas pues las tormentas que azotaban la isla las hacían poco prácticas y, en general, los gegs se preocupaban más de lo que sucedía dentro que en el exterior. Con todo, algunos de los edificios originales de la ciudad —los construidos hacía tantísimo tiempo por los venerados y reverenciados dictores— contaban con ellas. Sus pequeños paneles de grueso cristal lleno de burbujas, colocados en los huecos abiertos en las sólidas paredes, estaban perfectamente adaptados a la exposición permanente al viento, la lluvia y el granizo. Limbeck había requisado algunos de tales paneles de un edificio abandonado del centro de la ciudad y los había trasladado a su caverna. Con unas cuantas vueltas de un taladro que había pedido prestado, había procedido entonces a crear dos aberturas perfectas para sendas ventanas al nivel del suelo y otras cuatro cerca del techo.

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