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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Ala de dragón (66 page)

BOOK: Ala de dragón
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CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

Los efectos del hechizo tardaron en disiparse. Hugh no podía distinguir entre sueño y realidad. En cierto momento, vio al monje negro de pie a su lado, burlándose de él.

—¿Amo de la muerte? No, nosotros somos tus amos. Toda tu vida nos has servido.

Y, luego, el monje negro era Sinistrad.

—¿Por qué no te pones a mi servicio? Me conviene un hombre de tus facultades. Es preciso que me deshaga de Stephen y Ana. Mi hijo tiene que sentarse en el trono de Ulyandia y las Volkaran, y esa pareja se interpone en su camino. Un hombre listo como tú puede encontrar el modo de darles muerte. Ahora tengo cosas que hacer, pero regresaré más tarde. Quédate aquí y piénsalo.

«Aquí» era una húmeda mazmorra creada de la nada. Sinistrad había conducido a Hugh a aquel lugar, fuera el que fuese. El asesino se había resistido, pero no mucho. Era difícil hacerlo, cuando uno apenas podía distinguir el techo del suelo, los pies se le multiplicaban y las piernas parecían haber perdido los huesos.

Por supuesto, era Sinistrad quien lo había hechizado.

Hugh tenía un vago recuerdo de haber intentado decirle a Haplo que no estaba ebrio, que aquello era producto de alguna magia terrible, pero Haplo sólo había hecho aquella irritante sonrisilla y le había dicho que se sentiría mejor cuando hubiera dormido la borrachera.

Cuando Haplo despertara y viera que había desaparecido, tal vez acudiera a rescatarlo.

Hugh se llevó las manos a la cabeza, que le latía dolorosamente, y maldijo su estupidez. «Aunque Haplo decida buscarme —se dijo—, no me encontrará nunca. Esta celda no se encuentra en las entrañas del castillo, debidamente situada al pie de una escalera larga y retorcida. Yo vi el vacío del cual surgieron las paredes. La mazmorra está en mitad de ninguna parte, al pie de la noche. Nadie me encontrará jamás. Me quedaré aquí hasta que muera...

»... o hasta que acepte por amo a Sinistrad.

»¿Y por qué no? He servido a muchos hombres; ¿qué es uno más? O, mejor aún, puede que me quede donde estoy. Esta celda no es muy diferente de mi vida: una cárcel fría, vacía y desolada. Yo mismo construí sus paredes..., las levanté con dinero. Me recluí en ellas y cerré la puerta. Yo era mi propio guardián, mi propio carcelero. Y dio resultado. Nada me ha afectado. El dolor, la compasión, la pena, el remordimiento: ninguno de ellos podía pasar los muros. Incluso decidí matar a un niño por el dinero.

»Y
ese niño se apoderó de la llave.

»Pero eso fue cosa del encantamiento. Fue la magia lo que me hizo apiadarme de él. ¿O ésa era mi excusa? Una cosa es segura: el encantamiento no conjuró esos recuerdos..., recuerdos de mí mismo antes de esta celda.»

«El hechizo sólo actúa porque tú quieres que lo haga. Tu voluntad lo refuerza. Si lo hubieras deseado de verdad, lo habrías roto hace mucho. Tú te preocupas por el muchacho, ¿entiendes? Y esa preocupación es una prisión invisible.»

Tal vez no. Tal vez era la libertad.

Confuso, medio despierto y medio en sueños, Hugh se levantó del suelo de piedra donde estaba sentado y se acercó a la puerta de la celda. Extendió el brazo..., y detuvo el gesto. Tenía la mano cubierta de sangre, y la muñeca, el antebrazo... Estaba empapado hasta el codo.

Y, tal como él se veía, también debía verlo ella.

—Maese Hugh...

La Mano
dio un respingo y volvió la cabeza. ¿Era real, aquella presencia, o sólo un truco de su mente dolorida que se había puesto a pensar en ella? Parpadeó, pero la figura no desapareció.

—¿Iridal?

Cuando advirtió en sus ojos que ella sabía la verdad acerca de él, Hugh bajó la vista a sus manos, cohibido.

—De modo que Sinistrad tenía razón —musitó ella—. Eres un asesino.

Los ojos irisados estaban descoloridos, grises. En ellos no brillaba luz alguna.

¿Qué podía decir? Lo que acababa de oír era la verdad. Podría haberse disculpado, haberle hablado de Nick
el Tres Golpes.
Podía explicarle que había decidido que no haría daño al niño, que había proyectado devolvérselo a la reina Ana, pero nada de aquello cambiaría un ápice el hecho de que había cerrado el contrato, de que había aceptado el dinero; de que, en el fondo de su corazón, había sabido que era capaz de matar a un niño.

Por eso se limitó a decir simple y llanamente:

—Sí.

—¡No lo entiendo! ¡Es una cosa perversa y monstruosa! ¿Cómo puedes emplear tu vida matando gente?

Hugh habría podido decir que la mayoría de hombres a los que había matado merecían morir. Podría haberle dicho que, probablemente, había salvado la vida de los que se habrían convertido en sus siguientes víctimas.

Pero Iridal le preguntaría: ¿Quién eres tú para juzgar?

Y él contestaría: ¿Quién lo es? ¿Quién es el rey Stephen, que puede proclamar, «ese hombre es un elfo y, por tanto, debe morir»? ¿Quiénes son los nobles, que pueden decir, «ese hombre tiene unas tierras que quiero y que no me quiere dar; por tanto, debe morir»?

Buenos argumentos, se dijo, pero había accedido. Había aceptado el dinero. Había sabido, en el fondo de su corazón, que era capaz de matar a un niño. Por eso respondió:

—Ahora ya no tiene importancia.

—No, excepto que vuelvo a estar sola. Otra vez.

Iridal musitó esas palabras en voz muy baja. Hugh comprendió que no las había dicho para que él las oyera. La mujer estaba en el centro de la celda con la cabeza inclinada y sus largos cabellos blancos caídos hacia adelante, cubriéndole el rostro. Iridal se había preocupado por él. Había confiado en él. Tal vez había acudido a él con la intención de pedirle ayuda. La puerta de su celda interior se abrió lentamente y bañó su alma con la luz del sol.

—No estás sola, Iridal. Hay alguien en quien puedes confiar. Alfred es un buen hombre, y está consagrado a tu hijo. —«Mucho más de lo que Bane se merece», pensó, pero no lo dijo. En voz alta, añadió—: Le salvó la vida al muchacho en una ocasión, cuando le cayó encima un árbol. Si quieres escapar, si tú y tu hijo queréis hacerlo, Alfred podría ayudaros. Podría llevaros a la nave elfa. El capitán de la nave necesita dinero. A cambio de eso y de una ruta segura para escapar del Firmamento, os dará pasaje.

—¿Escapar? —Iridal dirigió una mirada desesperada en torno a los muros de la celda y hundió el rostro entre las manos. Pero no eran las paredes de la celda de Hugh lo que veía, sino las suyas.

«También ella está prisionera», se dijo Hugh. «Yo le he abierto la puerta de la celda, le he ofrecido una visión fugaz de la luz y el aire libre. Y ahora ve cómo esa puerta vuelve a cerrarse.»

—Es cierto, Iridal, soy un asesino. Peor aún, he matado por dinero. No pretendo disculparme. ¡Pero lo que he hecho no es nada comparado con lo que trama tu esposo!

—¡Te equivocas! Él no ha dado muerte a nadie. Sería incapaz de una cosa así.

—¡Sinistrad habla de una guerra en todo el mundo! ¡De sacrificar miles de vidas para instalarse en el poder!

—No lo has entendido. Es nuestra vida lo que intenta salvar. La vida de su pueblo.

Al advertir su expresión de desconcierto, Iridal hizo un gesto de impaciencia, irritada por verse obligada a explicar lo que había considerado evidente.

—Sin duda, te habrás preguntado por qué los misteriarcas abandonaron el Reino Medio, una tierra donde tenían de todo: poder, riqueza... ¡Ah, ya sé lo que se cuenta de nosotros! Lo sé porque fuimos nosotros mismos quienes hicimos correr la voz de que nos habíamos hartado de aquella vida bárbara y de las guerras constantes contra los elfos. Lo cierto es que nos marchamos porque nos vimos obligados a ello, porque no teníamos otra posibilidad. Nuestra magia estaba decayendo. Los matrimonios con humanos normales la habían diluido. Por eso existen tantos hechiceros en tu reino. Muchos, pero débiles. Los que quedábamos de sangre pura éramos pocos, pero poderosos. Para asegurar la continuidad de nuestra raza, huimos a algún lugar donde no pudiéramos ser...

—¿Contaminados? —sugirió Hugh.

Iridal se sonrojó y se mordió el labio. Luego, alzando la cabeza, lo miró con orgullo.

—Sé que lo dices con desprecio, pero sí, es cierto. ¿Acaso puedes culparnos por ello?

—Pero no dio resultado, ¿verdad?

—El viaje fue difícil y muchos murieron. Otros sucumbieron antes de que pudiéramos estabilizar la cúpula mágica que nos protege del frío y nos proporciona el aire que respiramos. Por fin, todo parecía estar bien y nos nacieron hijos, pero no en abundancia y la mayoría de ellos murió. —La mirada altanera desapareció de sus facciones y hundió de nuevo la cabeza—. Bane es el único de su generación que queda con vida. Y ahora, la cúpula se derrumba. Ese leve resplandor del cielo que encuentras tan hermoso es mortal para nosotros.

»Los edificios no son reales y nuestra gente finge ser una población numerosa para que no adivinéis la verdad.

—Es decir, que estáis obligados a regresar al mundo de abajo pero tenéis miedo de volver y revelar la debilidad en que os halláis —dijo Hugh—. El suplantador se convirtió en príncipe de las Volkaran, ¡y ahora va a volver como rey!

—¿Rey? Imposible. Ya tienen un rey.

—No tan imposible. Tu esposo proyecta contratarme para librarse del rey y de la reina; entonces Bane, su hijo, heredará el trono.

—¡No te creo! ¡Mientes!

—Sí que me crees. Lo veo en tu rostro. No es a tu marido a quien defiendes, sino a ti misma. Sabes muy bien de lo que es capaz Sinistrad. ¡Sabes muy bien lo que ha hecho y lo que tú dejaste de hacer! Tal vez no fuera un asesinato, pero les habría causado menos dolor a esos padres del Reino Medio si los hubieran apuñalado que llevándose a su hijo.

Los ojos sombríos, descoloridos, trataron de sostener su mirada, pero titubearon y volvieron a clavarse en el suelo.

—Lloré por ellos. Intenté salvar a su niño... Habría dado mi vida para que el pequeño viviera, pero... Y también están las vidas de tantos otros...

—Yo he obrado mal, pero me parece, Iridal, que el mismo mal puede haber en abstenerse de actuar. Sinistrad va a volver para cerrar el trato conmigo. Escucha lo que he planeado y juzga por ti misma.

Iridal lo miró y empezó a decir algo. Luego sacudió la cabeza, cerró los ojos y, en un instante, desapareció. Las cadenas eran demasiado pesadas e Iridal no podía liberarse de ellas.

Hugh se dejó caer al suelo, de nuevo solo en la celda dentro de otra celda. Sacó la pipa, apretó la boquilla entre los dientes y miró con rabia los muros de su prisión.

Paseando por el ala del dragón.

Si Sinistrad pretendía sobresaltarlo con su repentina aparición, debió de llevarse una decepción. Hugh alzó la vista hacia él, pero no se movió ni dijo nada.

—Bien, Hugh
la Mano,
¿te has decidido?

—No hay mucho que decidir. —Hugh se incorporó con esfuerzo, envolvió cuidadosamente la pipa en el paño y la guardó en el bolsillo del pecho—. No quiero pasarme el resto de la vida en este lugar, así que trabajaré para ti. He trabajado para otros peores. Al fin y al cabo, una vez acepté dinero para matar a un niño.

CAPÍTULO 54

CASTILLO SINIESTRO,

REINO SUPERIOR

Haplo vagaba por los pasadizos del castillo, perdiendo el tiempo ociosamente —o así parecía cuando alguien le prestaba alguna atención—. Cuando no tenía a nadie cerca, continuaba buscando, siguiendo el rastro de todos los demás lo mejor que podía.

El perro estaba con Bane. Haplo había escuchado hasta la última palabra de la conversación entre padre e hijo. La extraña pregunta sobre el signo mágico había pillado desprevenido al patryn. Rascándose la piel bajo las vendas, Haplo se preguntó si el chiquillo habría visto sus runas tatuadas y trató de recordar algún momento en que hubiera cometido un desliz, un error. Al fin, decidió que no había sufrido ninguno. Habría sido imposible. Entonces, ¿de qué estaba hablando el muchacho? Desde luego, no de un hechicero mensch probando a jugar con las runas. Ni siquiera un mensch sería tan estúpido.

Bueno, no merecía la pena perder el tiempo en conjeturas. Pronto lo descubriría. Bane —con el perro trotando fielmente a su lado— se había cruzado con él por el pasillo hacía un rato, en busca de Alfred. Tal vez esa conversación le diera la clave. Mientras, tenía que espiar a Limbeck.

Se detuvo ante la puerta de la habitación del geg y miró a un lado y a otro del pasillo. No había nadie a la vista. Haplo trazó un signo mágico sobre la puerta y la madera desapareció..., al menos a sus ojos. Para el geg, sentado con aire desconsolado ante un escritorio, la puerta seguía tan sólida como siempre. Limbeck había pedido instrumentos de escritura a su anfitrión y parecía absorto en su pasatiempo favorito: redactar discursos. Sin embargo, Haplo comprobó que no escribía gran cosa. Con las gafas levantadas sobre la frente, el geg permanecía con la cara apoyada en la mano y la vista fija en una pared de piedra cubierta de tapices que, para él, era una masa confusa multicolor.

—«Colegas míos de la Unión...» No, eso es demasiado restrictivo. «Compañeros de la UAPP y demás gegs...» Pero tal vez esté presente el survisor jefe. «Survisor jefe, ofinista jefe, compañeros de la UAPP, hermanos gegs... hermanos y hermanas gegs, he visto el mundo superior y es hermoso» —la voz de Limbeck se suavizó—, «más hermoso y maravilloso de lo que podáis imaginar. Y yo..., yo...» ¡No! —Se dio un enérgico tirón de la barba—. Así —añadió, encogiéndose de dolor y parpadeando para que no le saltaran las lágrimas—. Como diría Jarre, divago demasiado. A ver si ahora puedo pensar mejor. «Mis queridos miembros de la Unión...» No. Ya estamos otra vez. Me he dejado al survisor jefe...

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