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Authors: Ken Follett

Alto Riesgo (8 page)

BOOK: Alto Riesgo
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─Siéntese, Franck ─dijo Rommel con viveza─. ¿Qué le preocupa? Diether se lo había aprendido de memoria.

─Según sus instrucciones, estoy visitando instalaciones clave que podrían ser objetivos de la Resistencia, para reforzar su seguridad. 

─Bien.

─También estoy intentando evaluar la capacidad de la Resistencia para infligirnos serios daños. La pregunta es: ¿pueden dificultar sustancialmente nuestra respuesta a una invasión?

─¿Y su conclusión?

─La situación es más grave de lo que suponíamos.

Rommel soltó un gruñido, como si acabaran de confirmarle una sospecha preocupante.

─¿Razones?

Rommel no se lo iba a comer. Diether se relajó. Relató el ataque de la víspera a la central telefónica de Sainte-Cécile poniendo especial énfasis en la astucia del plan, la abundancia de armas y el arrojo de los guerrilleros. Sólo le faltó aludir a la impresión que le había causado la chica rubia.

Rommel se puso en pie y caminó hacia el tapiz. Clavó la vista en él, pero Diether estaba seguro de que no lo veía.

─Me lo temía ─dijo Rommel en voz baja, como si hablara consigo mismo─. Puedo rechazar una invasión, incluso con los escasos efectivos de que dispongo, con tal de conservar la movilidad y la flexibilidad... Pero si fallan mis comunicaciones, estoy perdido.

Godel asintió

─Creo que podríamos sacar mucho partido del ataque contra la central ─dijo Diether.

Rommel se volvió hacia él y esbozó una sonrisa irónica.

─Por Dios santo, ojalá todos mis oficiales fueran como usted. Adelante, explíquese.

Diether comprendió que la conversación tomaba un derrotero favorable.

─Si pudiera interrogar a los prisioneros, tal vez obtuviera información que nos condujera a otros grupos. Con suerte, podríamos infligir un daño irreparable a la Resistencia antes de que se produjera la invasión.

Rommel no parecía muy convencido.

─Eso suena a fanfarronada ─replicó. Diether tragó saliva. Pero Rommel no había acabado─. Si me lo dijera otro, puede que lo mandara a paseo. Pero recuerdo su trabajo en el desierto. Obtuvo información que ni los mismos prisioneros creían tener.

Diether, encantado, no dejó pasar la oportunidad. 

─ Desgraciadamente, la Gestapo me ha denegado el acceso a los prisioneros.

─¡Qué atajo de imbéciles!

─Necesito su intervención.

─Por supuesto. ─Rommel miró a Godel─. Llame a la avenida Foch. ─La Gestapo tenía su cuartel general en el 84 de la avenida Foch, en París─. Dígales que el mayor Franck interrogará a los prisioneros hoy, o la próxima llamada telefónica que reciban procederá de Berchtesgaden.

Se refería a la fortaleza bávara de Hitler. Rommel nunca vacilaba en utilizar el privilegio que, como mariscal de campo, le permitía acceder directamente al führer.

─Muy bien ─dijo Godel.

Rommel rodeó el escritorio del siglo XVII y volvió a sentarse. ─ Por favor, Franck, manténgame informado ─dijo, y volvió a abstraerse en sus papeles.

Diether y Godel abandonaron el despacho.

El ayudante de campo acompañó a Diether hasta la puerta principal del castillo.

Fuera, aún era de noche.

Flick aterrizó en Tempsford, un aeródromo de la RAF a ochenta kilómetros al norte de Londres, cerca del pueblo de Sandy, en el condado de Bedford. Le habría bastado el fresco y húmedo contacto del aire nocturno para saber que estaba en Inglaterra. Le gustaba Francia, pero aquélla era su tierra.

Mientras cruzaba la pista de aterrizaje, recordó los regresos de vacaciones de su infancia. En cuanto veía la casa, su madre siempre decía lo mismo: «Está bien irse, pero lo mejor es volver». Las cosas que solía decir su madre le acudían a la mente en los momentos más extraños.

Una chica con uniforme de cabo del FANY la esperaba con un potente jaguar para llevarla a Londres.

─Menudo lujo ─dijo Flick ocupando el asiento de cuero del acompañante.

─Tengo instrucciones de llevarla directamente a Orchard Court ─le informó la cabo─. Están impacientes por oír su informe.

─Dios ─murmuró Flick frotándose los párpados─. ¿Piensan que no necesitamos dormir?

La conductora no hizo ningún comentario al respecto. ─Espero que la misión fuera un éxito, mayor ─se limitó a decir. ─Fue un jotapeuve.

─¿Perdón?

─Un jotapeuve ─repitió Flick─. Son siglas. «La jodimos, para variar.»

La cabo se quedó muda. Flick comprendió que estaba apurada. Era estupendo que siguiera habiendo chicas que se escandalizaban del lenguaje cuartelero.

El alba despuntó mientras el veloz automóvil atravesaba los pueblos de Stevenage y Knebworth, en el condado de Hertford. Contemplando las humildes casas con pequeños huertos en la parte delantera, las oficinas de correos rurales, donde malhumoradas carteras distribuían sellos de a penique a regañadientes, y los variopintos pubs, con su cerveza tibia y sus pianos desvencijados, Flick no pudo por menos de agradecer a Dios que los nazis no hubieran llegado a aquellos contornos.

Aquel sentimiento no hizo más que aumentar su deseo de regresar a Francia. Quería tener otra oportunidad de atacar el palacio. Recordó a los amigos que había dejado en Sainte-Cécile: Albert, el joven Bertrand, la guapa Genevieve y los demás, muertos o capturados. Pensó en sus familias, atenazadas por la angustia o el dolor, y se prometió que su sacrificio no sería en vano.

Tendría que empezar desde el principio. Era una suerte que tuviera que presentar su informe de inmediato: tenía la oportunidad de proponer su nuevo plan ese mismo día. Los hombres que dirigían el Ejecutivo se mostrarían reacios al principio, porque nunca se había organizado una operación en la que todos los agentes fueran mujeres. Podían ponerle todo tipo de pegas. Pero siempre ponían pegas.

Cuando llegaron a los suburbios del norte de Londres se había hecho de día, y la fauna de los madrugadores estaba despierta y en movimiento: carteros y lecheros, en pleno reparto; maquinistas y conductores de autobús, camino del trabajo. Por todas partes se veían signos de la guerra: un cartel que animaba a la austeridad, un letrero en el escaparate de una carnicería que comunicaba la falta de género, una mujer conduciendo un carro de basura, toda una hilera de casitas reducidas a escombros por los bombardeos... Pero allí no la detendrían para pedirle la documentación, arrojarla a un calabozo y torturarla para obtener información, antes de meterla en un vagón para ganado y enviarla a un campo de concentración, donde el hambre daría buena cuenta de ella. Flick sintió que la enorme tensión de la vida clandestina que llevaba en Francia abandonaba lentamente su cuerpo y, arrellanándose en el asiento, cerró lo ojos.

Se despertó cuando el jaguar enfilaba Baker Street. Pasaron de largo ante el número 64: los agentes no pisaban el edificio del cuartel general, para evitar que revelaran sus secretos en caso de ser sometidos a tortura. De hecho, muchos ni siquiera sabían la dirección. El coche giró hacia Portman Square y se detuvo ante Orchard Court, un edificio de pisos. La conductora se apeó de inmediato para abrir la puerta del acompañante.

Flick entró en el edificio y subió a la planta del Ejecutivo. Se sintió más animada en cuanto entró al despacho de Percy Thwaite, un cincuentón con grandes entradas y bigote de cepillo, que siempre le había mostrado un afecto paternal. Vestía de paisano, y ambos prescindieron del saludo, pues los miembros del Ejecutivo eran poco dados a las formalidades militares.

─Se te nota en la cara que ha ido mal ─dijo el hombre.

El tono afectuoso de su voz fue la gota que colmó el vaso. El recuerdo de la tragedia abrumó a Flick, que no pudo contener las lágrimas. Percy la rodeó con el brazo, le dio unas palmaditas en el hombro y dejó que ocultara el rostro en su vieja chaqueta de tweed.

─Vamos, vamos ─murmuró Thwaite─. Estoy seguro de que hiciste todo lo que estuvo en tu mano.

─Oh, Dios, siento ser tan tonta.

─Ojalá todos mis hombres fueran tan tontos como tú ─dijo Percy con un temblor en la voz.

Flick se separó de él y se enjugó los ojos en la manga de la chaqueta. ─Ya me siento mejor.

El hombre volvió la cabeza y se sonó la nariz. ─¿Té o whisky? ─ preguntó.

─Mejor té. ─Flick miró a su alrededor. La habitación estaba atestada de muebles viejos, instalados en 1940 y a la espera de ser renovados: un escritorio barato, una alfombra raída y sillas de distintos juegos. Flick se dejó caer en un sillón desvencijado. Si me tomo un trago, me quedaré frita.

Observó a Thwaite mientras preparaba el té. Podía ser tan duro como comprensivo. Repetidamente condecorado durante la Primera Guerra Mundial, se había convertido en un efectivo agitador sindical en los años veinte, y era un veterano de la Batalla de Cable Street de 1936, durante la que los obreros plantaron cara a los fascistas que pretendían marchar contra el barrio judío del East End. La sometería a un interrogatorio implacable sobre el plan, pero se mostraría receptivo.

─Tengo una reunión esta misma mañana ─dijo Percy tendiéndole una taza de té con leche y azúcar─. Debo informar al jefe a las nueve. De ahí las prisas.

Flick le dio un sorbo al té dulce y sintió un calorcillo reconfortante. Contó a su superior lo ocurrido en la plaza de Sainte-Cécile. Thwaite la escuchó sentado al escritorio y tomando notas a lápiz.

─Debí suspenderlo ─concluyó Flick─.Teniendo en cuenta la contradicción entre el testimonio de Antoinette y los datos del M16, debí posponer la operación y enviarte un mensaje por radio informándote de que nos superaban en número.

Percy meneó la cabeza con pesar.

─No tenemos tiempo para aplazamientos. Deben de faltar días para la invasión. Si nos hubieras consultado, te habríamos ordenado atacar. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? No hubiéramos podido mandarte más hombres. Me temo que te habríamos ordenado que siguieras adelante a pesar de todo. Había que intentarlo. La central telefónica es un objetivo crucial.

─Bueno, eso me consuela un poco ─dijo Flick.

La aliviaba saber que Albert no había muerto porque ella había cometido un error táctico, aunque eso no le devolvería la vida.

─¿Y Michel? ¿Está bien? ─le preguntó Percy. 

─Mortificado, pero se recuperará.

Al ingresar en el Ejecutivo, Flick no mencionó que su marido pertenecía a la Resistencia. De haberlo hecho, sus superiores la habrían dedicado a otros menesteres. Más que saberlo, lo intuyó. En mayo de 1940 estaba en Inglaterra, visitando a su madre, y Michel, en el ejército, como la mayoría de los franceses jóvenes y sanos, de modo que la caída de Francia los dejó atrapados en sus respectivos países. Cuando Flick regresó como agente secreto y supo con certeza el papel que desempeñaba su marido en la Resistencia, el tiempo y el esfuerzo empleados en su entrenamiento y su efectividad al servicio del Ejecutivo impidieron que la trasladaran para evitar hipotéticos conflictos emocionales.

─A nadie le gusta que le peguen un tiro en el trasero ─ reflexionó Percy─. Lo primero que piensa la gente es que estabas huyendo ─añadió poniéndose en pie─. Bueno, más vale que te vayas a casa y duermas un poco.

─No hay prisa ─dijo Flick─. Antes me gustaría saber qué vas a hacer ahora.

─Escribir el informe...

─No, quiero decir respecto a la central telefónica. Si es un objetivo tan crucial, tenemos que inutilizarla.

Thwaite volvió a sentarse y la miró con curiosidad. 

─¿Qué te ronda por la cabeza?

Flick sacó el pase de Antoinette de su bolso y lo arrojó sobre el escritorio.

─Ahí tienes un modo mejor de entrar. Lo usan las mujeres que hacen la limpieza a diario, a partir de las siete de la tarde. Percy cogió el documento y lo examinó.

─Buena chica ─murmuró asombrado─.Te escucho.

─Quiero volver. ─Una expresión preocupada tensó brevemente el rostro del hombre, y Flick comprendió que temía que volviera a jugarse la vida. Pero Percy no dijo nada─. Esta vez necesito todo un equipo de agentes. Con pases como ése. Entraremos en el palacio haciéndonos pasar por el personal de limpieza.

─¿Lo he entendido mal, o todos los que limpian son mujeres? 

─Sí. Necesitaría un equipo exclusivamente femenino. Thwaite asintió.

─Pocos de nosotros nos atreveríamos a poner objeciones a eso. Todas habéis demostrado de lo que sois capaces. Pero, ¿dónde esperas encontrar a esas mujeres? Prácticamente todas las que han recibido entrenamiento están en el Continente.

─Consigue que aprueben mi plan, y yo encontraré a las mujeres. Reclutaré a las rechazadas por el Ejecutivo, a las que no superaron las pruebas, a quien sea. Seguro que tenemos el fichero lleno de chicas que lo han dejado por un motivo u otro.

─Sí, porque no eran aptas físicamente, o porque no sabían tener la boca cerrada, o eran demasiado violentas, o les entró el pánico en los saltos con paracaídas y se negaron a saltar del avión.

─Me da igual que no sean de primera ─replicó Flick con vehemencia─. Me las apañaré. ─En el fondo de su mente, una voz le preguntó: «¿Seguro?». Pero Flick hizo oídos sordos─. Si la invasión fracasa, habremos perdido Europa. No podremos volver a intentarlo en años. Es el momento decisivo, tenemos que echar toda la carne en el asador.

─¿No podrías utilizar a francesas? ¿Mujeres que ya estén allí, combatientes de la Resistencia?

Flick ya había considerado y desechado esa posibilidad.

─Si dispusiera de unas semanas, podría reunir un equipo de mujeres de media docena de circuitos de la Resistencia distintos; pero tardaría demasiado en encontrarlas a todas y juntarlas en Reims.

─Tal vez fuera posible.

─Además, habría que falsificar un pase con una foto para cada mujer. Eso allí es poco menos que imposible, mientras que aquí los tendremos en uno o dos días.

─No es tan fácil como crees ─murmuró Percy examinando el pase de Antoinette a contraluz de la bombilla desnuda del techo─. Pero es cierto, los de ese departamento hacen maravillas ─admitió dejando el pase sobre el escritorio─. De acuerdo. Tendrán que ser candidatas rechazadas por el Ejecutivo. ─Flick se sintió invadida por un sentimiento de triunfo. Percy apoyaría su plan─. Pero ─siguió diciendo Thwaite─, en caso de que encuentres suficientes mujeres que hablen francés, ¿funcionará? ¿Qué me dices de los centinelas alemanes? ¿No conocen a las limpiadoras?

─Probablemente no son las mismas mujeres todas las noches. Tendrán días libres. Y los hombres nunca se fijan en quién limpia lo que ellos ensucian.

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