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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico

Ámbar y Sangre (32 page)

BOOK: Ámbar y Sangre
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—¡Mina! —llamó Rhys en voz alta.

Parecía que la niña no lo oyera. Estaba mirando fijamente la piedra, como si estuviera hipnotizada. Rhys aminoró el paso. No quería asustarla o que se sobresaltarla si se acercaba a ella de repente, sin que lo esperara.

Mientras tanto, Beleño seguía dándole vueltas al asunto.

—Neraka también tenía algo que ver con la Guerra de las Almas. La guerra estalló cuando Takhisis se convirtió en el Unico y tenía la intención de dejar todas las almas aquí prisioneras. Pobres almas. Sabes, Rhys, yo hablé con unas cuantas. Me alegré mucho por ellas cuando la guerra terminó y por fin fueron libres para partir, aunque después el cementerio se quedó desoladoramente vacío...

—Mina —repitió Rhys en voz baja.

Hizo un gesto a Beleño para que se quedara atrás y Rhys avanzó lentamente hacia la niña. El kender sujetó a Atta y los dos se quedaron quietos, jadeando en aquel ambiente irrespirable.

—Neraka. Guerra de las Almas. Neraka —murmuraba Beleño—. ¡Sí, ahora lo recuerdo todo! Neraka fue donde empezó la Guerra de las Almas y... ¡oh dios mío! ¡Rhys! -gritó-. ¡Aquí fue a donde vino Mina para empezar la Guerra de las Almas! Takhisis la envió con la tormenta...

Rhys hizo un gesto brusco, cargado de significado. Beleño tragó saliva y se quedó callado.

—Parece que Rhys ya sabía todo eso —dijo el kender, abrazándose al cuello de Atta con fuerza, no fuera a ser que la perra tuviera miedo.

Rhys se quedó detrás de Mina.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Mina, asustada. Señalaba su propio reflejo en el cristal negro.

Rhys contuvo el aliento. No podía articular palabra. La Mina que estaba a su lado era la niña, Mina, con sus largas trenzas pelirrojas, la naricilla cubierta de pecas y los inocentes ojos ambarinos. La Mina que se reflejaba en el cristal negro era la mujer de los ojos ambarinos llenos de almas atrapadas, la mujer guerrera que había nacido en aquel valle, la mujer que había adorado al Unico, al Dios Oscuro, a Takhisis.

Mina se lanzó contra la roca negra, empujada por una furia repentina, y empezó a darle patadas y golpes con los puños.

Rhys la sujetó. La afilada piedra ya le había hecho un corte en la mano y la sangre le bajaba por el brazo. El monje la alejó a rastras del cristal. La niña se zafó de él y se quedó jadeando y mirando hoscamente la piedra, mientras se limpiaba la sangre en el vestido.

-¿Por qué me mira así esa mujer? ¡No me gusta! ¿Qué ha hecho conmigo? -gritaba Mina angustiada.

Rhys trató de calmarla, pero él mismo se sentía desazonado al ver a aquella mujer de expresión dura y ojos ambarinos devolviéndoles la mirada desde el cristal negro.

—¡Vaya! —exclamó Beleño.

El kender se acercó a Rhys, miró fijamente a Mina, después miró fijamente el reflejo del monolito de cristal, se frotó los ojos y se rascó la cabeza.

—¡Vaya! —repitió Beleño.

Meneando la cabeza, perplejo, se volvió hacia Rhys.

-Siento mucho sumar más problemas a los que ya tenemos, sobre todo dado que parecen problemas de los buenos, pero seguramente quieras saber que hay un grupo grande de minotauros en lo alto de la cordillera.

El kender miró de soslayo e hizo visera sobre los ojos con la mano.

—Y ya sé que esto puede sonar muy raro, Rhys, pero creo que hay un elfo con ellos.

5

A Galdar lo atormentaban los fantasmas. No los fantasmas de los muertos, como durante la Guerra de las Almas, sino sus propios fantasmas, fantasmas de su pasado muerto. Allí, en Neraka, Mina había entrado en ese valle y en su vida, y lo había cambiado para siempre. No había vuelto al valle desde aquella noche, aterradora y maravillosa al mismo tiempo. No había regresado a Neraka hasta aquel momento, y no se alegraba de volver. El tiempo había curado la herida. La cicatriz había cubierto el muñón. Pero sus recuerdos seguían palpitando, doliendo y atormentándolo como el dolor del brazo perdido.

—Los enanos llaman a este lugar Gamashinoch —dijo Galdar—, Significa «canto de muerte». Supongo que ya no lo llamarán así, porque el canto ha desaparecido, gracias a Sargas —añadió.

Estaba hablando a la única persona que lo acompañaba, Valthonis, y Gal- dar no le hablaba porque disfrutara especialmente de la conversación con el elfo. El odio entre las razas de los elfos y los minotauros se remontaba muchos siglos atrás y Galdar no veía ninguna razón por la que no pudiera seguir existiendo unos cuantos siglos más. En cuanto a que aquel elfo fuera el Dios Caminante, Galdar en persona había sido testigo de la transformación, así que sabía que la historia era cierta. Lo que no entendía era a qué se debía tanto alboroto. ¿Así que en el pasado había sido un dios? ¿Y qué? Ahora era un mortal y tenía que cagar entre los árboles igual que todo del mundo.

La principal razón de que Galdar hablara era que podía elegir entre hablar o escuchar el silencio sobrecogedor de aquel valle inhóspito. Aunque la verdad era que Galdar tenía que admitir que el silencio era mejor que el espeluznante canto que habían oído la última vez que habían estado allí. Las almas implorantes de los muertos por fin habían partido.

Galdar y Valthonis entraron solos en el valle, pues el minotauro había ordenado a sus soldados que se quedaran en la cordillera. Los guerreros protestaron ante tal decisión. Incluso se atrevieron a discutírsela, y un minotauro jamás discute con su oficial al mando. Ya que Galdar insistía en penetrar en aquel valle maldito, sus hombres querían acompañarlo.

Los soldados minotauro admiraban a Galdar. Hablaba sin rodeos y con franqueza, cualidades que apreciaban en un oficial. Sufría sus mismas privaciones y no disimulaba el hecho de que aquella misión le gustaba tan poco como a ellos, sobre todo porque implicaba entrar en el valle maldito de Neraka.

Takhisis había sido consorte de Sargas, pero no podía decirse que quedara amor entre ellos. La raza favorita de la diosa, los ogros, había sido enemiga de los minotauros durante mucho tiempo, e incluso en una época los había esclavizado y brutalizado. Sargas había intercedido por ellos, pero la diosa se había reído de él y se había burlado del dios y de su raza de minotauros. Ya estaba muerta y desaparecida para siempre, o eso era lo que decía la gente. Sin embargo, los minotauros no confiaban en Takhisis. Ya la había desterrado una vez Huma Dragonbane y había regresado. Podía volver a alzarse y nadie quería recorrer el valle tenebroso donde una vez había reinado.

—Si no ha vuelto al mediodía, iremos a buscarlo, señor —anunció el segundo al mando, y los demás minotauros gritaron para demostrar que estaban de acuerdo.

—No -ordenó Galdar, mirándolos ferozmente-. Si no he vuelto al atardecer, volved a Jarek. Presentad vuestro informe a los sacerdotes de Sargas.

—¿Y qué les decimos, señor? —quiso saber su segundo.

-Que hice lo que Sargas ordenó —respondió Galdar con orgullo.

Sus soldados lo comprendieron y, aunque no les gustara, no siguieron discutiendo. Abandonaron la cadena de montañas y volvieron a las estribaciones. Se pusieron a jugar para matar el tiempo, pero ninguno se divertía demasiado.

Galdar y el elfo continuaron descendiendo por lo que quedaba de un antiguo camino. El minotauro se preguntó si aquél sería el camino que había recorrido aquella noche, la noche de la tormenta, la noche de Mina. No lo reconocía, pero eso no debía extrañarle. Había intentado olvidar aquella marcha pavorosa con tanto ahínco que estuvo a punto de volverse loco.

-La primera vez que vine aquí fue con una patrulla, la noche de la gran tormenta —explicó Galdar, mientras dejaban el camino y se internaban en el valle—. Entonces no lo sabíamos, pero la tormenta era Takhisis anunciando al mundo que el Unico había regresado y que aquella vez iba en

serio. Estábamos a las órdenes del jefe de garra Maggit, un pendenciero y un cobarde, la clase de oficial que siempre huye de una batalla, y que comete alguna tontería peligrosa para intentar demostrar lo valiente que es, y lo único que consigue es que la mitad de sus hombres muera en el proceso.

El jefe de garra Magitt desmontó de su caballo.

—Aquí levantaremos el campamento. Montad mi tienda de mando junto al monolito más alto. Galdar, quedas al cargo de levantar el campamento. Supongo que podrás encargarte de algo tan fácil.

Sus palabras sonaban extrañamente altas, su voz estridente y chillona. Una bocanada de aire, frío y cortante, silbó en el valle y echó arena a los demonios de polvo que giraban sobre aquella tierra inhóspita, antes de alejarse en un susurro.

—Comete un error, señor —dijo Galdar en voz baja, para perturbar el silencio lo menos posible—. No nos quieren aquí.

—¿Quién no nos quiere, Galdar? —El jefe de garra Magitt resopló—. ¿Estas piedras? —Golpeó con la mano abierta un monolito de cristal negro— ¡Ja!¡Menuda vaca supersticiosa y estúpida estás hecho!

—Acampamos -dijo Galdar en voz baja y seria—. En este valle. Entre las ruinas quemadas de su templo.

Se podía ver el reflejo de uno mismo en esas paredes negras y brillantes, un reflejo distorsionado, deformado, pero al mismo tiempo reconocible como el reflejo de uno mismo...

Esos hombres, curtidos mucho tiempo atrás contra cualquier buen sentimiento, miraron las caras negras y relucientes del cristal, y se quedaron espantados al ver los rostros que les devolvían la mirada. Pues en aquellos rostros veían sus bocas abiertas para cantar el espeluznante canto.

Galdar miró los monolitos de cristal negro que salpicaban el valle y no puedo evitar estremecerse.

-Vamos, mírate en uno -le dijo a Valthonis-, No te gustará lo que vas a ver. La piedra deforma tu reflejo, de forma que te ves como una especie de monstruo.

Valthonis se detuvo para contemplar una de las rocas. Galdar también se paró, pensando que sería divertido ver la reacción del elfo. Valthonis miró su reflejo y después miró a Galdar. El minotauro se puso detrás del elfo para ver lo mismo que él veía. El reflejo del elfo relucía sobre la superficie. El reflejo era idéntico a la realidad: un elfo con el rostro curtido y ojos de anciano.

-Vaya -gruñó Galdar-. Quizá la maldición del valle ya no exista. No había estado aquí desde el final de la guerra.

Apartó a Valthonis con un codazo y se plantó frente a la roca con audacia, para mirarse.

El Galdar que se reflejaba en la superficie tenía dos brazos.

—Dame la mano, Galdar —le dijo Mina.

Junto con el sonido de su voz, ronco y suave, Galdar volvió a oír el canto entre las rocas. Sintió que se le erizaba el pelo de la nuca. Un escalofrío le recorrió la espalda y se estremeció. Quería apartarse de ella, pero se encontró a sí mismo levantando la mano izquierda.

—No, Galdar —dijo Mina—, La mano derecha. Dame la mano derecha.

—¡No tengo mano derecha! —gritó Galdar, furioso y angustiado.

Vio cómo se levantaba su brazo, su brazo derecho; vio cómo se alargaba su mano, su mano derecha, con dedos temblorosos.

Mina extendió la mano y tocó la mano espectral del minotauro.

—El brazo de la espada te ha sido devuelto...

Galdar se quedó mirando su propio reflejo. Dobló los dedos de la mano izquierda, la única mano que tenía. Su reflejo flexionó las dos manos. En los ojos empezó a picarle un líquido abrasador y se dio la vuelta rápido y enfadado, dispuesto a empezar a explorar el valle y buscar alguna señal de Mina. Ya que se hallaba allí, estaba impaciente por librarse de aquella misión cuanto antes. Quería pasar el momento incómodo del primer encuentro, soportar el dolor de la decepción, dejarla con el elfo y seguir adelante con su vida.

-Recuerdo cuando perdiste el brazo que Mina te había dado -dijo Valthonis, pronunciando las primeras palabras desde que lo habían tomado cautivo—. Caíste defendiendo a Mina de Takhisis, quien la acusaba de haber conspirado contra ella y quería matarla de pura rabia. Tú protegiste a Mina con tu propio cuerpo y la Reina Oscura te cercenó el brazo. Sargas te ofreció devolvértelo, pero te negaste...

—¿Quién te ha dado permiso para hablar, elfo? —preguntó Galdar malhumorado, sin saber por qué se había permitido la flaqueza de quejarse durante tanto tiempo.

—Nadie —repuso Valthonis con una media sonrisa—. Me quedaré callado, si es lo que quieres.

Galdar no estaba dispuesto a admitirlo, pero el sonido de otra voz resultaba tranquilizador en aquel lugar donde, antes, sólo los muertos hablaban.

—Desperdicia tu último aliento si quieres. Tu palabrería no servirá de nada conmigo.

Galdar se detuvo para estudiar el valle con los ojos entrecerrados. Le parecía haber visto algo que se movía, un grupo de personas allá abajo. Parecía que los pálidos rayos de sol estuvieran burlándose de él y no podía decir con seguridad si realmente había visto seres vivos caminando, si eran fantasmas o sólo las extrañas sombras de aquellos odiosos monolitos.

Llegó a la conclusión de que no eran sombras. Ni fantasmas. Allí abajo había gente y debían de ser aquellos con los que tenía que encontrarse.

Allí estaba el monje de la túnica naranja, del que se decía que era la escolta de Mina. Pero entonces, ¿dónde estaba Mina?

—¡Maldito sea este condenado valle! —exclamó Galdar en un repentino ataque de furia.

Le habían asegurado que Mina estaría con el monje, pero no la veía por ninguna parte. La verdad es que nunca había entendido qué hacía viajando con un monje. Aquello no le gustaba desde el principio y cada vez le gustaba menos.

Galdar cogió un trozo de cuerda que llevaba en el cinturón y ordenó a Valthonis que extendiera las manos.

—Te di mi palabra de que no intentaría escapar —dijo Valthonis con voz tranquila.

Galdar gruñó y ató con fuerza las delgadas muñecas del elfo. Hacer un nudo no era tarea fácil para un minotauro manco. Galdar tuvo que utilizar los dientes para terminar el trabajo.

—Atado o no, no puedo escapar de ella —añadió Valthonis—. Y tampoco tú, Galdar. Siempre has sabido que Mina era una diosa, ¿verdad?

—Cállate —ordenó Galdar con aspereza.

Cogió al elfo del brazo con brusquedad y lo empujó para que caminara.

El siguiente resplandor no fue un rayo, sino un estallido de fuego que iluminó el cielo y la tierra y las montañas con una luz blanca violácea. Recortada sobre aquel resplandor espeluznante, una figura avanzó hacia ellos. Caminaba sosegadamente en medio del caos de la tormenta, como si el viento no la tocara, el relámpago no la sobresaltara, el trueno no la ensordeciera.

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