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Authors: Javier Cercas

Anatomía de un instante (30 page)

BOOK: Anatomía de un instante
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CAPÍTULO 5

Recapitulo: el golpe del 23 de febrero fue un golpe exclusivamente militar, liderado por el general Armada, tramado por el propio general Armada, por el general Milans y por el teniente coronel Tejero, alentado por la ultraderecha franquista y facilitado por una serie de maniobras políticas mediante las cuales gran parte de la clase dirigente del país pretendía terminar con la presidencia de Adolfo Suárez. Ahora bien: ¿cuándo empezó todo? ¿Dónde empezó todo? ¿Quién lo empezó todo? ¿Cómo empezó todo? No hay protagonista, testigo o investigador del golpe que no tenga respuestas a esas preguntas, pero apenas hay dos respuestas que sean idénticas. Pese a ser contradictorias, muchas de ellas son válidas; o pueden serlo: segmentar la historia es realizar un ejercicio arbitrario; en rigor, es imposible precisar el origen exacto de un acontecimiento histórico, igual que es imposible precisar su exacto final: todo acontecimiento tiene su origen en un acontecimiento anterior, y éste en otro anterior, y éste en otro anterior, y así hasta el infinito, porque la historia es como la materia y en ella nada se crea ni se destruye: sólo se transforma. El general Gutiérrez Mellado dijo más de una vez que el golpe del 23 de febrero nació en noviembre de 1975, en el mismo momento en que, después de ser proclamado Rey ante las Cortes franquistas, el monarca declaró que su propósito consistía en ser el Rey de todos los españoles, lo que significaba que su propósito consistía en terminar con las dos Españas irreconciliables que perpetuó el franquismo. Es una opinión aceptada por muchos que el golpe empezó el 9 de abril de 1977, cuando el ejército sintió que Suárez lo había engañado legalizando el partido comunista y que había traicionado a España dando carta de naturaleza en el país a la Antiespaña. No faltará quien elija situar el inicio de la trama en el mismo palacio de la Zarzuela, algunos meses después, el día en que Armada supo que debía abandonar la secretaría de la Casa del Rey, o, mejor aún, algunos años después, cuando el monarca empezó a favorecer con sus palabras y sus silencios las maniobras políticas contra Adolfo Suárez y cuando consideró o permitió creer que consideraba la posibilidad de sustituir el gobierno presidido por Suárez por un gobierno de coalición o concentración o unidad presidido por un militar. Quizá lo más sencillo o lo menos inexacto sería remontarse un poco más atrás, justo hasta el día de finales del verano de 1978 en que todas las portadas de los periódicos le brindaron al teniente coronel Tejero la fórmula del golpe que desde hacía tiempo rumiaba y que en los meses siguientes creció como una tenia en su cerebro: el 22 de agosto de ese año, el comandante sandinista Edén Pastora tomó al asalto el Palacio Nacional de Managua y, después de mantener secuestrados durante varios días a más de un millar de políticos afines al dictador Anastasia Somoza, consiguió liberar a un grupo numeroso de presos políticos del Frente Sandinista de Liberación Nacional; la audacia del guerrillero nicaragüense deslumbró al teniente coronel y, superpuesta al recuerdo decimonónico de los guardias civiles del general Pavía disolviendo por la fuerza el Parlamento de la primera república, catalizó su obsesión golpista e inspiró primero la llamada Operación Galaxia, que apenas unas semanas más tarde intentó ejecutar sin éxito, y finalmente el golpe del 23 de febrero. Tal vez si se exceptúa la primera de ellas —demasiado vaga, demasiado imprecisa—, cualquiera de las conjeturas mencionadas podría valer como origen del golpe, o al menos como punto de partida para explicarlo. Yo me atrevo a elegir otro, no menos arbitrario pero quizá más apto para hacer lo que me propongo hacer en las páginas que siguen: describir la trama del golpe, un tejido casi inconsútil de conversaciones privadas, confidencias y sobrentendidos que a menudo sólo puede intentar reconstruirse a partir de testimonios indirectos, forzando los límites de lo posible hasta tocar lo probable y tratando de recortar con el patrón de lo verosímil la forma de la verdad. Naturalmente, no puedo asegurar que todo lo que cuento a continuación sea verdad; pero puedo asegurar que está amasado con la verdad y sobre todo que es lo más cerca que yo puedo llegar de la verdad, o de imaginarla.

>Madrid, julio de 1980. A principios de ese mes ocurrieron en la capital dos hechos que podemos suponer simultáneos o casi simultáneos: el primero fue un almuerzo del teniente coronel Tejero con un emisario del general Milans; el segundo fue la llegada a la Zarzuela de un informe enviado por el general Armada. Conocemos el contexto en que ocurrieron: en el verano de aquel año ETA mataba a mansalva, la segunda crisis del petróleo desarbolaba la economía española y, tras ser barrido en varias elecciones autonómicas y sufrir una humillante moción de censura socialista, Adolfo Suárez parecía negado para gobernar mientras perdía de forma acelerada la confianza del Parlamento, la confianza de su partido, la confianza del Rey y la confianza de un país que a su vez parecía perder de forma también acelerada la confianza en la democracia o en el funcionamiento de la democracia. El almuerzo golpista se celebró en un mesón del centro de la capital y a él asistieron, además de Tejero, el teniente coronel Mas Oliver, ayudante de campo del general Milans, Juan García Carrés, amigo personal de Tejero y enlace entre ambos, y tal vez el general en la reserva Carlos Iniesta Cano. Aunque fuera a través de un intermediario, era el primer contacto entre Milans y Tejero, y en él se habló de política pero sobre todo se habló del proyecto de asalto al Congreso concebido por Tejero, y días o semanas más tarde, en otro almuerzo similar, siempre a través de su ayudante de campo Milans le encargó al teniente coronel que estudiara la idea y le informara de sus progresos; a pesar de que estaba a la espera de que el Consejo de Justicia Militar ratificara la sentencia que un consejo de guerra había dictado contra él en el mes de mayo por su implicación en la Operación Galaxia, y a pesar de que sospechaba que estaba siendo vigilado, Tejero empezó de inmediato los preparativos del golpe y durante los meses siguientes, mientras seguía en contacto con Milans a través de Mas Oliver, tomó fotografías del edificio del Congreso, se informó de las medidas de seguridad que lo protegían y alquiló una nave industrial en la ciudad de Fuenlabrada donde guardó prendas de vestir y seis autobuses que había comprado con la intención de camuflar y transportar a su tropa el día del golpe.

Así arrancó la conjura capitaneada por Milans, una operación militar que permaneció en secreto hasta que estalló el 23 de febrero. La llegada a la Zarzuela del informe del antiguo secretario del Rey marca por otra parte el inicio de una serie de movimientos más o menos públicos bautizados después con el nombre de Operación Armada y destinados a llevar al general a la presidencia del gobierno, una operación política en principio independiente de la anterior pero a la larga confluyente con ella, lo que convertiría a Armada en el líder de ambas: la operación militar acabó siendo el ariete de la operación política y la operación política acabó siendo la coartada de la operación militar. El texto del informe recibido en la Zarzuela había sido entregado por Armada al secretario del Rey, Sabino Fernández Campo, y era obra de un catedrático de derecho cuya identidad desconocemos; constaba de sólo unos pocos folios, y en ellos, tras realizar una descripción del deterioro que padecía el país, su autor proponía como remedio al caos político la salida del poder de Adolfo Suárez a través de una moción de censura respaldada por el PSOE, por la derecha de Manuel Fraga y por sectores disidentes de UCD; la maniobra debía concluir con la formación de un gobierno unitario presidido por una personalidad independiente, tal vez un militar.

Ése era el contenido del informe. No sabemos si el Rey lo leyó, aunque sí sabemos que lo leyó Fernández Campo y que nadie en la Zarzuela lo comentó de momento con Armada, pero en las semanas siguientes, mientras corría el rumor de que el PSOE preparaba una nueva moción de censura contra Adolfo Suárez, el texto circuló por despachos, redacciones de periódicos y agencias de noticias, y en muy poco tiempo la hipótesis de un gobierno de unidad presidido por un militar como salvavidas contra el hundimiento del país había llegado a todos los rincones del pequeño Madrid del poder. «Sé que el PSOE está barajando la posibilidad de llevar a un militar a la presidencia del gobierno —declaró Suárez a la prensa en algún momento del mes de julio; y añadió—: Me parece descabellado». Pero muchos no lo consideraban descabellado; es más: durante los meses de julio, agosto y septiembre la idea pareció permear la vida política española como un murmullo ubicuo, transformada en una opción plausible. Se buscaba a un general: había un acuerdo unánime en que debía tratarse de un militar prestigioso, liberal, con experiencia política, bien relacionado con el Rey y capaz de concitar la aprobación de partidos políticos de derecha, de centro y de izquierda y de reunirlos en un gobierno que contagiara optimismo, impusiera orden, atajara la crisis económica y terminara con ETA y con el peligro de un golpe de estado; se hacían quinielas: dado que el retrato robot del general redentor cuadraba en apariencia con sus facciones políticas y personales, en todas ellas figuraba el nombre de Alfonso Armada. Es muy posible que gente próxima a él, como Antonio Cortina —hermano del jefe de la AOME y miembro destacado de la Alianza Popular de Manuel Fraga—, promocionara su candidatura, pero es indudable que nadie hizo tanto por ella como el propio Armada. Aprovechando sus frecuentes viajes desde Lérida a Madrid, donde conservaba el domicilio familiar, y aprovechando sobre todo las vacaciones veraniegas, Armada multiplicó su presencia en cenas y comidas de políticos, militares, empresarios y financieros; a pesar de que desde su salida de la Zarzuela sus encuentros con el monarca habían sido sólo esporádicos, en esas reuniones Armada se investía de su antigua autoridad de secretario real para presentarse como intérprete no sólo del pensamiento del Rey, sino también de sus deseos, de tal modo que, en un ir y venir de dobles sentidos, insinuaciones y medias palabras que décadas de astucias palaciegas le habían enseñado a manejar con destreza, quien hablaba con Armada terminaba convencido de que era el Rey quien hablaba por su boca y de que todo cuanto Armada decía lo decía también el Rey. Por supuesto, era falso, pero, como toda buena mentira, contenía una parte de verdad, porque lo que Armada decía (y lo que todo el mundo pensaba que el Rey decía por boca de Armada) era una combinación sabiamente equilibrada de lo que pensaba el Rey y de lo que a Armada le hubiera gustado que pensase el Rey: Armada aseguraba que el Rey estaba muy inquieto, que la mala situación del país le preocupaba mucho, que el permanente desasosiego del ejército le preocupaba mucho, que sus relaciones con Suárez eras malas, que Suárez ya no le hacía caso y que su torpeza y su negligencia y su irresponsabilidad y su apego insensato al poder estaban poniendo en riesgo al país y a la Corona, y que ésta vería en definitiva con muy buenos ojos un cambio de presidente (lo cual traducía con exactitud lo que en aquel momento pensaba el Rey); pero Armada también decía (y todo el mundo pensaba que el Rey lo decía por boca de Armada) que aquélla era una circunstancia excepcional que exigía soluciones excepcionales y que un gobierno de unidad compuesto por líderes de los principales partidos políticos y presidido por un militar era una buena solución, y dejaba entender que él mismo, Armada, era el mejor candidato posible a encabezarla (todo lo cual traducía con exactitud lo que a Armada le hubiera gustado que pensase el Rey y quizá lo que en parte por influencia de Armada llegó en algún momento a pensar, pero no lo que en aquel momento pensaba). Hacia mediados o finales de septiembre, mientras el antiguo secretario del monarca regresaba a su destino en Lérida y su presencia escaseaba en Madrid y se reanudaba el curso político tras las vacaciones, la Operación Armada pareció perder fuelle en los mentideros de la capital, como si hubiera sido apenas una excusa para entretener el ocio sin noticias del sopor veraniego; pero lo que en realidad ocurrió fue otra cosa, y es que, aunque en los mentideros de la capital quedó enterrada por la descomposición del gobierno y el partido de Suárez y por el alud de operaciones contra el presidente que empezaba a modelar la placenta del golpe, la Operación Armada seguía vivísima en la mente de su protagonista y de quienes a su alrededor continuaban considerándola la forma idónea de dar el golpe de timón o bisturí que para tantos necesitaba el país. Armada mantenía buenas relaciones con políticos del gobierno, del partido que lo apoyaba y de la derecha —incluido su líder: Manuel Fraga—, y durante sus encuentros del verano todos habían acogido sus perífrasis promocionales con interés suficiente para autorizarle a confiar en que llegado el momento todos lo aceptarían como sustituto de Suárez; Armada no conocía en cambio a los dirigentes socialistas, cuyo concurso era necesario para su operación, y en las primeras semanas del otoño se le presentó la posibilidad de entrevistarse con ellos. No pudo hacerlo con Felipe González (como quizá era su propósito), pero sí con Enrique Múgica, número tres del PSOE Y encargado de asuntos militares del partido; páginas atrás he descrito la entrevista: se celebró el 22 de octubre en Lérida y fue un éxito para Armada, quien salió de ella con la certeza de que los socialistas no sólo comulgaban con la idea de un gobierno de unidad presidido por un militar, sino también con la idea de que ese militar fuera él. No obstante, igual que el informe del constitucionalista que había remitido a la Zarzuela en julio y que su campaña de propaganda veraniega en los salones del pequeño Madrid del poder, la entrevista con el PSOE fue para Armada una simple maniobra preparatoria de la maniobra central: ganar al Rey para la Operación Armada:

El 12 de noviembre el Rey y Armada se entrevistaron en La Pleta, un refugio de montaña situado en el valle de Arán que la familia real usaba para practicar el esquí. El encuentro formaba parte de las obligaciones o cortesías protocolarias del gobernador militar de Lérida, pero el Rey y su antiguo secretario no se habían visto en mucho tiempo —probablemente desde la primavera anterior—, y la conversación se prolongó más allá de los límites del protocolo. Los dos hombres hablaron de política: como para entonces ya hacía con tanta gente, es muy posible que el Rey despotricara de Suárez y expresase su alarma por la marcha del país; como era una hipótesis que estaba en la calle y que había llegado a la Zarzuela por diversas vías, es posible que el Rey y el general hablaran del gobierno de unidad presidido por un militar: en tal caso, es seguro que Armada se mostró favorable a él, aunque ninguno de los dos mencionara su candidatura a la presidencia; pero de lo que sin duda hablaron sobre todo fue del descontento militar, que el Rey temía y que Armada exageró, lo que quizá explica que el Rey pidiera al general que se informara y le informase. Esta solicitud fue la razón o la excusa del siguiente movimiento de Armada. Apenas cinco días más tarde el antiguo secretario real viajó a Valencia para entrevistarse con Milans, consciente de que no había en el ejército un militar más descontento que Milans y de que cualquier intriga golpista partía o desembocaba en Milans, o lindaba con él. Los dos generales se conocían desde los años cuarenta, cuando ambos habían combatido en Rusia con la División Azul; su amistad nunca había sido íntima, pero su antigua adhesión monárquica los distinguía de sus compañeros de armas y representaba un nexo añadido que aquella tarde y a solas —tras un almuerzo en capitanía acompañados de sus mujeres y del teniente coronel Mas Oliver, ayudante de campo de Milans, y el coronel Ibáñez Inglés, segundo jefe de su Estado Mayor-les permitió exponerse a las claras sus proyectos, o por lo menos se lo permitió a Milans. Ambos coincidían en el calamitoso diagnóstico de la situación del país, un diagnóstico compartido por medios de comunicación, partidos políticos y organizaciones sociales nada sospechosas de simpatías ultraderechistas; también coincidían en la conveniencia de que el ejército tomara cartas en el asunto, aunque discrepaban en el modo de hacerlo: con su acostumbrada franqueza, Milans se declaró dispuesto a encabezar un golpe monárquico, habló de remotas reuniones de generales en Játiva, o tal vez en Jávea, y de reuniones recientes en Madrid y en Valencia, y es probable incluso que ya en aquel primer encuentro se refiriera a la operación planeada por Tejero, de quien continuaba recibiendo noticias gracias a su ayudante de campo. Por su parte, Armada habló de su conversación con el Rey o inventó varias conversaciones con el Rey y una intimidad con el monarca que ya no existía o que no existía como antes —el Rey estaba angustiado, dijo; el Rey estaba harto de Suárez, dijo; el Rey pensaba que era necesario hacer algo, dijo—, y habló de sus sondeos políticos del verano y el otoño y del proyecto de formar un gobierno de unidad bajo su presidencia que lo nombraría a él, Milans, jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor del ejército; también contó que el Rey aprobaba ese recurso de emergencia, y razonó que sus dos proyectos eran complementarios porque su proyecto político podía necesitar la ayuda de un empujón militar, y que en cualquier caso ambos perseguían objetivos comunes y que por el bien de España y de la Corona debían actuar de forma coordinada y mantenerse en contacto.

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