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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (43 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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con valvulina, cha-cha-chá,

y con los codos, cha-cha-chá,

llevo el volante, cha-cha-chá,

y aunque me canto el cha-cha-cháaa,

pero es el choootis lo que a mí me vaaaa.

 

Con cada «cha-cha-chá», el Malvaloca había dado un golpe de cadera y había desanudado las distintas cintas que mantenían la parte delantera y la trasera del pantalón unidas. Sólo las de la cintura permanecían atadas.

El Malvaloca se plantó en medio del escenario y colocó su voz sobre la del cantante para recitar con la misma voz de chulo, aunque mucho más aflautada:

 

Aparta, nene, que te pilla el trolebuse.

Oléeeee.

Vas a pisar los cartones.

Échate pa'trás.

 

El público gritó el «échate pa'trás» al tiempo que lo hacía el Malvaloca.

 

Y cuando alguuuna me dice: Pepe...

 

El público rugía de emoción. Aullaban todos a una:

—¡Fuera el pantalón, fuera el pantalón!

El Malvaloca se sujetaba el pantalón con una mano, mientras con la otra abría y cerraba el abanico, ¡ras y ras!, paseándolo por su cuerpo con coquetería.

 

... ¿está usted liiiibre por un casual?

Bajo la bandera ...

 

En ese momento, el Malvaloca empezó a desanudar su pantalón.

 

... y la digo: guapa,

suba, usteeed, que estamos libres...

 

El pantalón negro resbaló hasta el suelo.

 

... y el servicio es regalao, pagao.

 

Pero antes de que Mari Loli pudiera ver qué había bajo el pantalón, el Malvaloca había abierto el abanico sobre la entrepierna.

Chin, pon, terminó aquel chotis-cha-cha-chá.

El pluma saludaba tocándose las rodillas con la frente, sin dejar de sujetar el abanico. Luego los focos se apagaron para darle tiempo a salir de allí. Las luces rojas y azules se encendieron de nuevo.

¡Qué desilusión! Una había imaginado los estriptises con mucho más morbo... El Malvaloca tenía poco descaro para gusto de una. Y no enseñaba nada.

Después del espectáculo, Mari Loli sintió la boca amarga. El Malvaloca le daba pena. Casi tanta como las esclavas sexuales. Era un pobre desgraciado.

El local se había llenado mucho. Las chicas de alterne tenían un trabajo loco con los hombres.

—Anda, vamos, que eso no hay quien lo aguante —dijo Estrella, que ya había apurado su whisky—. Además, será mejor que no nos pesquen o tendremos que pagar las entradas.

Subieron a la planta baja y, al llegar junto al mostrador de conglomerado, un hombre de bigotito corto y estrecho las detuvo.

—Pero, bueno, ¿cuándo habéis llegado? No os he visto.

Mari Loli y Estrella no estaban muy seguras de ser las mujeres que él esperaba, aunque no lo interrumpieron.

—Pues tú estás bastante gorda... pero, vaya, siempre los hay que piden un cubano. Aunque vestida así... No sé...

—Tenemos la ropa de trabajo en el coche —improvisó Estrella—. Vamos a buscarla. Ahora volvemos.

Fuera del local, las dos se partían de risa, aunque con la boca pequeña y el alma encogida.

 

 

Se las vio y se las deseó para llegar a Cadena Dos media hora antes que cada día. Una era como esos perritos de peluche, que, al darles cuerda, saltaban, ladraban y corrían un buen rato, hasta de pronto quedarse parados en mitad de una voltereta. Ella era igual. Programada para hacer su montonazo de obligaciones en un tiempo determinado. ¡Menudo follón si disponía de menos tiempo...!

Pese a las dificultades, a las ocho y media estaba en Cadena Dos, frente a la puerta metálica apenas alzada. Resoplaba y jadeaba por el esfuerzo. Había sudado tanto que el flequillo se le pegaba en la frente y tenía el labio superior cubierto de gotitas, como si fuera el rocío. ¡Uf!, sólo era mayo y ya se les había echado el calor encima. Si fuera por ella, las temperaturas altas no estarían permitidas.

Bueno, pero aún faltaba para el agobio del verano. De momento, era el mes de mayo y, para más señas, el día de su cumpleaños.

—Menos mal, cielo. Ya creía que no te acordabas —la saludó Florita junto a la puerta abierta de su taquilla, donde estaba terminando de fumarse un cigarrillo rubio; el último hasta el cuarto de hora de descanso—. ¡Ah! ¡Felicidades!, porque hoy es tu cumple, ¿no?

Caray! ¡Qué memoria, la suya! Mari Loli notó su pecho bañado por un calorcillo dulce. Se sintió tan agradecida a Florita por felicitarla... En cambio, en su casa, nadie le había dicho ni ahítepudras. Claro que tampoco había estado esperando felicitaciones o regalos. No, si una ya estaba hecha a eso...

Se besaron.

Florita bebió un trago de una lata de coca-cola, dio la última calada al pitillo y apagó la colilla en el bote de refresco. Se acercó al espejo para comprobar que la pintura de labios, efectivamente, no había resistido el paso del desayuno ni del cigarrillo. Sacó una bolsita de maquillaje de su taquilla y se retocó la boca con una barra labial de color berenjena, tan oscura que casi parecía negra.

Sentada en el banquillo que dividía el vestuario en dos mitades y separaba los lavabos de las taquillas, Mari Loli la observaba.

—¡Vamos! —dijo Florita volviéndose hacia ella—. Nos ponemos el uniforme y te doy el masaje en los pies. ¿Vale?

¡Vale! Si para eso habían quedado media hora antes en Cadena Dos... Para que Florita le sobara los pies, a ver si le arreglaba el inaguantable dolor del cogote. Cada vez lo tenía peor. Cuando se acostaba y apoyaba la cabeza en la almohada, sentía como si una barra de hierro le creciera desde la nuca hasta el trasero, pasando por toda la columna. Como si su espalda y su cabeza se hubiesen soldado en una sola pieza, sin posibilidades de doblarse. Igual que un poste.

—Anda, ponte a caballo —dijo Florita señalando el banquillo—. Ahora, sube los pies. ¡Y quítate los calcetines!

Florita echó mano a su bolso y sacó de él un frasco de aceite corporal y una toalla. A horcajadas en el banco, cogió un pie de Mari Loli, se lo embadurnó de aceite y empezó a masajearlo para darle calor. Luego le fue palpando el arco plantar, ejerciendo presión en distintos puntos.

—¡Aaaay! ¡Hija! ¡Me haces daño!

—Claro. Ahí, donde aprieto ahora, es donde se refleja la nuca. Por eso te duele cuando lo toco. Bueno, anda, relájate. Apretaré menos.

Mari Loli trató de ponerse cómoda, pero no era fácil. La postura era forzada y encima sin un maldito apoyo para la espalda. Se pasaría el rato haciendo equilibrios.

—¿Te han dicho algo los de la tele?

—Nada. Ni mu. ¿Estás segura de que les diste bien mis señas?

—Pues claro, mujer. Será que tienen un atasco. Que les habrá llamado mucha gente y se les habrá formado una cola muy larga.

—Sí...

—¿Te acompañará tu amiga?

¿Su amiga? ¡La traidora de Angelines! Apañada estaba si tenía que contar con ella... Iba a tener que pedírselo a Estrella, pero seguro que lo consideraría una burrada de las suyas. ¡Ay! Bueno, ya vería cómo lo solucionaba el día que llegase la respuesta de la televisión...

—Ya veremos.

Miró el reloj sobre la puerta de los vestuarios. Todavía faltaban veinte minutos para empezar la jornada. En fin, todo fuera por ver qué sacaba de las friegas.

Durante un ratito ninguna de las dos habló excepto para explicarles el objetivo del masaje a las compañeras que iban llegando y se cambiaban.

—¿Qué tal? —preguntó Florita dejando el pie de Mari Loli sobre el banco, al terminar.

—Pues..., pues los pies estupendos, pero el cogote —Mari Loli hizo rotar la cabeza sobre su cuello—... el cogote como siempre.

—¡Claro! Con una sesión no hay ni para empezar... Tendrías que hacértelo por lo menos tres veces a la semana.

—¡Anda, tres veces! ¿Y de dónde saco yo el tiempo? —preguntó Mari Loli, que ya se había puesto los calcetines de media color carne y se había calzado los zuecos.

—Yo no sé, hija, pero algo tendrás que hacer, ¿no?

—Sí... —Mari Loli se quedó pensativa.

Florita guardó la toalla y el aceite corporal en el bolso. Luego dijo:

—Oye, ¿por qué no vas al médico de cabecera? A lo mejor, te da algo.

—Creo que tienes razón. Iré.

El reloj de los vestuarios marcaba las nueve en punto.

—En marcha, tú, que es la hora, no vayamos a empezar el día con una bronca del agonías de Jooose.

La mañana fue transcurriendo igual a todas las demás. Para una vez al año que era el aniversario de una, ya hubiera podido distinguirse del resto de días, ¿o no? Con lo que a una le hubiera gustado zafarse de la maldita rutina. Cada día lo mismo y en el mismo orden. ¡Menudo aburrimiento!

—¿Pastas El Conejo, reina? —le susurraron al oído.

El aire cálido de aquella boca le humedeció el cuello, le puso la piel de gallina.

—¡Huy, Toni! ¡Vaya susto me has dado!

—Otra cosa te daría, si tú quisieras...

—Anda, no empieces.

—Vale. No me digas lo de siempre para que me largue, que tienes trabajo. Si ya lo sé que tienes. Pero ¿y el cuarto de hora de descanso?, ¿te lo has gastado?

Mari Loli negó con la cabeza. Vio acercarse a una mujer con un carrito cargado hasta los topes.

—Anda —le susurró Toni Delirio—, dile a ésa que vaya a otra caja, pídele a Luis Miguel que se ponga en la tuya y vamos al bar de la esquina, que te invito a un café. O a lo que tú digas.

¿Y por qué no? Total, no le hacía mal a nadie yéndose a tomar un café con el Delirio. Siempre estaba pensando en sus días tediosos e iguales, uno detrás de otro, como la sucesión de cuentas de un collar y, cuando se presentaba la oportunidad, ¿no iba a tener valor para romper el maleficio? Además, era su cumpleaños y bien merecía un pequeño premio.

—Bueno, pues, vamos. Señora, pase usted a otra caja; ésta se cierra un momento.

Después de desviar a la mujer, levantó la mano para llamar la atención de Luis Miguel. Florita la observaba desde su puesto con un gesto extraño en la cara, mezcla de sorpresa y reproche. Parecía decir: Anda, hija, ¿con ese fantasma vas a tomar algo?

Mari Loli hizo una ademán, como de disculpa, hacia su compañera. Bueno, vale que el tipo a Florita le parecía un callo y un rijoso, pero a una, no, ¡caray! Además, que sólo iban a tomarse un cortadito o así. Y, para terminar, si ella hubiese tenido la edad de Florita, y el cuerpazo de Florita y la marcha de Florita, pues quizás hubiese tenido mucho dónde elegir. Pero tal como pintaban las cosas, sólo tenía al Delirio, que, en su opinión, no estaba mal. Nada mal.

—Voy a tomar un café —le dijo. El Delirio le lanzó a Florita una mirada de triunfo, que ella devolvió, cargada de explosivos—. Anda, Luis Miguel, ponte quince minutos en mi sitio.

Salieron a la calle. Ella tal como iba: con el uniforme y sin echarse nada sobre los hombros, que el calor apretaba ya sin misericordia. Sin embargo, en cuanto dieron unos pasos, el Delirio le puso sobre los hombros... ¡su brazo! ¡Qué atrevido, aquel hombre! ¡Menos mal que habían sobrepasado la carnicería, cuando el Delirio la cogió como si fueran novios, o por lo menos amigos! Si no, a saber qué hubiera podido pensar Luis de ella... ¡Anda!, ¿y a una qué más le daba? ¡Ay!, pese a ese mordisquillo en la conciencia, era tan grato sentir la presión de otro cuerpo sobre el suyo, otro calor confundiéndose con el de ella y, sobre todo, tan estupendo notar su olor. Porque ahora sí, y por primera vez, olía al Delirio. Dilatando las ventanas de su nariz, aspirando con fuerza, Mari Loli se llenó de ese aroma. ¡Cómo le gustaba! ¿Era colonia o aftercheif? ¡Olía a pinos, a resina...! Con razón se estaba extraviando en aquel perfume.

A Mari Loli, la resina podía enloquecerla por completo: era el olor de su primer revolcón con Manolo. Un domingo por la tarde, a los pocos días de haberse conocido en Dinámica 2000, Manolo la había llamado para proponerle un paseo por el campo. ¡Menudo paseo! La llevó en metro hasta la plaza Cataluña y allí cogieron el tren. ¿Adónde vamos?, quiso saber ella. Fuera de la ciudad, explicó Manolo. Como hacía sol, a ella le pareció de perlas ir al campo. Se bajaron del tren en una estación que tenía unos merenderos cerca. ¿Vamos a sentarnos ahí?, preguntó Mari Loli. Manolo dijo que no, que para eso no se habrían movido de la ciudad, que iban a andar un poco y luego a buscar un sitio donde pudieran tumbarse y estar solos. A Mari Loli, el corazón le dio un brinco y algo parecido a un escalofrío le estremeció el cuerpo. No había estado a solas con él desde su baile en la discoteca. Y allí, muy solos tampoco se podía decir que hubieran estado, ¿no? Anduvieron por entre pinos, matorrales y piñas caídas. Las piñas, muy preñadas de frutos, habían reventado y el suelo estaba sembrado de piñones. Mari Loli se agachó para coger un puñado y se lo metió en el bolsillo a toda prisa porque ya Manolo tiraba de ella y le decía que se dejase de niñerías. Al fin, dieron con un pequeño claro, ciertamente algo inclinado y húmedo, pero el único sitio libre de zarzas altas y matas de retama. Estaba rodeado por cinco pinos. Mari Loli se sentó, recostándose en uno de ellos. Manolo se acuclilló a su lado. Sin que ella supiera cómo, sin darse cuenta siquiera, se encontró la lengua de Manolo en su boca y las manos de Manolo sobre sus tetas. Sólo tuvo tiempo de pensar: ¡Qué rápido! Luego, ya no le dio tiempo a más, porque la lengua de Manolo bailaba enlazada con la suya y sus dedos le acariciaban suavemente el pecho, y Mari Loli se vació de cavilaciones y se llenó de estremecimientos. Sin saber cómo, ya no llevaba camisa, ni falda, ni sujetador..., ni nada. En realidad, le daba igual saber cómo se habían desnudado sus cuerpos. Lo único verdaderamente importante era que, en aquel preciso instante, no le interesaba nada más. ¿Que se apagaba el sol? Pues, como si era para toda la eternidad. ¿Que la tierra temblaba y se abría a causa de un terremoto espeluznante? A ella, ¡plin!, con tal de que respetase su trocito de hierba con ellos encima. ¿Que sonaban las trompetas del Juicio Final con el que los curas amenazaban? Pues, por lo menos, que le diera tiempo a probarlo con Manolo. No quería morir sin saber qué era eso.

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