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Authors: Anne Rice

Armand el vampiro (10 page)

BOOK: Armand el vampiro
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—Observa la dulzura de su rostro, la naturalidad de su expresión —murmuró el maestro—. Aparece sentada en esta iglesia una mujer corriente y vulgar. Observa a los ángeles, esos niños alegres agrupados alrededor de las columnas debajo de la virgen. Fíjate en la serenidad y dulzura de sus sonrisas. Esto es el cielo, Amadeo. Es la bondad.

Medio dormido, contemplé la pintura sobre el altar.

—Observa al apóstol que murmura unas palabras al oído de la figura que está a su lado, con la naturalidad de cualquier asistente a una ceremonia. Mira, arriba está Dios Padre, contemplando la escena con satisfacción.

Traté de formular unas preguntas, protestar que esa combinación de lo carnal y lo beatífico era inverosímil, pero no hallé unas palabras elocuentes para expresarlo. La desnudez de los ángeles resultaba encantadora e inocente, pero no creía en ella. Era una mentira urdida por Venecia, por Occidente, una mentira urdida por el mismo diablo. —Amadeo —continuó el maestro—, no existe la bondad en el sufrimiento y la crueldad; no existe una bondad que arraigue en el dolor de niños inocentes. Del amor de Dios brota siempre la belleza. Mira esos colores, Amadeo, son los colores creados por Dios.

A salvo en sus brazos, con los pies colgando en el aire y los brazos en torno a su cuello, dejé que los detalles del inmenso altar se grabaran en mi memoria. Repasé una y otra vez todos los pequeños toques que me deleitaban.

Señalé con el dedo el león, sentado apaciblemente a los pies de san Marcos. Fíjate, las páginas del libro de san Marcos se mueven a medida que las pasa. Y el león se ve tan pacífico, domesticado y simpático como un perro instalado junto al fuego.

—Esto es el cielo, Amadeo —dijo él—. Cualquiera que sea el pasado que llevas clavado en el alma, olvídalo.

Yo sonreí y, lentamente, mientras observaba los santos, hilera tras hilera de santos, empecé a reírme suavemente al oído del maestro, como si le hiciera una confidencia.

—Todos están hablando, murmurando, charlando entre sí como si fueran unos senadores venecianos.

El maestro respondió con una breve y tenue carcajada.

—Yo creo que los senadores son más decorosos, Amadeo. Nunca los he visto en una actitud tan desenvuelta, pero, como he dicho, esto es el cielo.

—Ah, maestro, mira a ese santo que sostiene un icono, un precioso icono. Debo decirte, maestro... —Pero no terminé la frase. La fiebre había aumentado y estaba empapado en sudor. Los ojos me escocían y no veía con claridad—. Estoy en unas tierras extrañas, maestro. Echo a correr. Tengo que depositarlo entre los árboles.

¿Cómo iba a saber él a lo que yo me refería, la desesperada huida a través de los desolados páramos con el sagrado fardo que me habían encomendado, un fardo que debía desenvolver y depositar entre los árboles?

—Mira, el icono.

Me sentía repleto de una miel dulce y espesa. Provenía de un frío manantial, pero no me importó. Yo conocía ese manantial. Mi cuerpo era como una copa que se agitaba, disolviendo todo lo amargo en su contenido, disolviéndose en un remolino y dejando sólo la miel y un calor de ensueño.

Cuando abrí los ojos me hallaba acostado en nuestro lecho. Todo estaba fresco. La fiebre había bajado. Me volví y me incorporé.

El maestro estaba sentado a su escritorio, leyendo lo que acababa de escribir. Llevaba el pelo rubio sujeto con una cinta. Me pareció contemplar su rostro por primera vez, su hermoso rostro de pronunciados pómulos y una nariz fina y estrecha. En éstas me miró y sus labios esbozaron una prodigiosa sonrisa.

—No persigas esos recuerdos —comentó. Lo dijo como si yo hubiera hablado en sueños—. No vayas a la iglesia de Torcello en busca de ellos. No vayas a contemplar los mosaicos de San Marcos. Con el tiempo recordarás todos esos episodios que te hieren.

—Temo recordar —contesté. —Lo sé —dijo mi maestro.

—¿Cómo puedes saberlo? —le pregunté—. Lo tengo clavado en el corazón. Ese dolor es sólo mío. —No pretendía ser descarado, pero el caso es que, al margen de mis pocas o muchas faltas, a menudo replicaba con descaro.

—¿Dudas de mí? —preguntó mi maestro.

—Tus dotes son inconmensurables. Todos lo sabemos, aunque no hablamos de ello; tú y yo nunca hablamos de ello.

—Entonces ¿por qué no confías en mí en lugar de las cosas que sólo recuerdas a medias?

El maestro se levantó del escritorio y se acercó al lecho.

—¡Acompáñame! —me pidió—. Ya no tienes fiebre. Ven conmigo.

El maestro me llevó a una de las numerosas bibliotecas del palacio, una estancia en la que los manuscritos yacían desordenados sobre las mesas y los libros en unas pilas. Marius trabajaba rara vez en estas salas. Dejaba sus adquisiciones allí, para que los chicos las catalogaran, y llevaba lo que precisaba para trabajar en el escritorio instalado en nuestra habitación.

El maestro se movió entre los estantes hasta hallar un gran portafolio con tapas de cuero amarillo, gastadas en los bordes. Acarició con sus dedos largos y blancos un enorme pergamino. Luego lo depositó en la mesa de estudio para que yo lo examinara. Era una pintura antigua.

Vi una inmensa iglesia con cúpulas doradas, de gran belleza y majestuosidad. Sobre ella aparecían inscritas unas letras, que yo conocía. Pero por más que me esforcé no logré que su significado acudiera a mi mente ni a mis labios.

—Rus de Kíev —dijo el maestro. Rus de Kíev.

Un insoportable horror hizo presa en mí. Sin poder contenerme, respondí:

—Está en ruinas, se ha quemado. Ese lugar no existe. No está vivo como Venecia. Es un lugar en ruinas, frío, sucio y desolado. Sí, ésa es la palabra. —Estaba mareado. Creí distinguir una ruta de escape de aquella desolación, pero era fría y oscura, una ruta tortuosa que conducía a un mundo de eternas tinieblas donde el único olor que emanaba de las manos, la piel y la ropa era el olor a tierra.

Me aparté de la mesa y salí precipitadamente de la habitación. Atravesé todo el palacio a la carrera. Bajé la escalera corriendo y crucé las estancias inferiores que daban acceso al canal. Cuando regresé, hallé al maestro solo en la alcoba. Estaba leyendo, como de costumbre. Leía el libro que le había impresionado más recientemente, Consolación de la filosofía, de Boecio. Cuando entré, alzó la vista del libro.

Me detuve en el umbral, pensando en mis recuerdos dolorosos. No conseguía atraparlos. ¡Paciencia! Se desvanecían en la nada como hojas en un callejón, las hojas que el viento acumula sobre los tejados y a veces se deslizan por las tapias verdes de los jardines.

—No quiero —dije de nuevo.

—Algún día lo recordarás con claridad, cuando tengas la fuerza suficiente para sacar provecho de ello —repuso él, cerrando el libro—. Pero ahora deja que yo te consuele. Sí, eso era justamente lo que yo deseaba.

3

¡Qué largos se me hacían los días sin él! Al anochecer, cuando los sirvientes encendían las velas, yo crispaba los puños de impaciencia.

Algunas noches no aparecía por el palacio. Los chicos decían que tenía asuntos importantes que atender, que todo debía proseguir como si él estuviera en casa.

Me acostaba solo en nuestro lecho; nadie hacía ningún comentario al respecto. Yo buscaba por la casa algún rastro personal de él. Me atormentaba un cúmulo de preguntas. Temía que no regresara jamás, pero él volvía siempre.

Cuando subía la escalera, yo corría a su encuentro y me arrojaba en sus brazos. Él me abrazaba y besaba, y dejaba que me apoyara suavemente sobre su pecho. Mi peso no le incomodaba, aunque yo había crecido y me había desarrollado mucho.

Yo siempre sería el joven de diecisiete años que ves ante ti, pero me asombraba que un hombre tan delgado como él me levantara en el aire con aquella facilidad. No soy un chico enclenque, jamás lo he sido. Soy fuerte.

Me encantaba cuando el maestro, en los momentos que yo tenía que compartirlo con mis compañeros, nos leía en voz alta.

Rodeado de candelabros, el maestro se expresaba con voz tenue y amable. Leía la Divina comedia de Dante, el Decamerón de Boccaccio, o El romance de la rosa o los poemas de François Villon en francés. Nos dijo que debíamos aprender a hablar las nuevas lenguas con la fluidez con que hablábamos en griego y latín. Nos advirtió que la literatura ya no se reducía a las obras clásicas.

Mis compañeros y yo nos sentábamos en silencio a su alrededor, sobre unos cojines, o sobre las frías baldosas del suelo. Algunos se colocaban de pie junto a él, mientras que otros permanecían de cuclillas.

A veces Riccardo tocaba el laúd y cantaba las melodías que le había enseñado su tutor, o las canciones lascivas que había oído por la calle. Cantaba al amor con tono melancólico y nos hacía llorar. El maestro le miraba arrobado.

Yo no estaba celoso, ya que era el único que compartía el lecho del maestro.

En ocasiones, el maestro ordenaba a Riccardo que se sentara junto a la puerta de nuestra alcoba y tocara el laúd. Riccardo obedecía sin pedirle jamás que le dejara entrar en la habitación.

Mi corazón palpitaba agitadamente cuando el maestro corría las cortinas que rodeaban el lecho. Luego me abría la túnica, o la desgarraba en un gesto retozón, como si fuera una prenda vieja e inútil.

Yo me hundía en la colcha de raso debajo de su peso; separaba las piernas y le acariciaba con mis rodillas, aturdido y excitado al sentir el roce de sus nudillos sobre mis labios.

En una ocasión me quedé semidormido. El aire tenía una tonalidad rosácea y dorada. Me envolvía un dulce calor. Sentí sus labios sobre los míos, su lengua moviéndose como una serpiente en mi boca. Un líquido, un delicioso y ardiente néctar me llenaba la boca, una poción exquisita que se deslizó a través de mi cuerpo hasta alcanzar las yemas de mis dedos. Sentí cómo descendía a través de mi torso hasta mis partes íntimas. Me abrasaba. Estaba ardiendo.

—Maestro —murmuré—, ¿qué es este líquido, más dulce que los besos?

Él apoyó la cabeza en la almohada y volvió la cabeza.

—Dámelo otra vez, maestro —dije.

El maestro me complació. Pero sólo me lo daba cuando lo deseaba él, a gotas, con los ojos inundados de unas lágrimas rojas que a veces permitía que yo lamiera.

Creo que transcurrió un año entero antes de que yo regresara a casa una noche, tintando debido al aire invernal, ataviado con mi mejor traje azul, unas medias azules y los zapatos azules lacados en oro más costosos que pude hallar, un año, digo, antes de que regresara aquella noche, arrojara mi libro en un rincón de la alcoba con gesto cansino, me plantara en jarras y observara al maestro sentado en una silla de elevado respaldo y los ojos fijos en el carbón que ardía en el brasero, con las manos extendidas sobre él, contemplando las llamas.

—Bien —espeté con tono impertinente, echando la cabeza hacia atrás, con el desparpajo de un hombre de mundo, un sofisticado veneciano, un príncipe del mercado rodeado por una corte de mercaderes pendiente de sus menores caprichos, un erudito que había leído muchísimos libros.

»Bien —repetí—. Aquí hay un misterio y tú lo sabes. Creo que ya va siendo hora de que me lo expliques.

—¿Cómo dices? —preguntó él con tono afable.

—¿Por qué nunca...? ¡Eres insensible, nada te afecta! —le espeté—. ¿Por qué me tratas como si fuera un muñeco? ¿Por qué nunca...?

Por primera vez le vi sonrojarse; sus ojos se humedecieron y achicaron y por su rostro rodaron unas lágrimas rojizas.

—Me asustas, maestro —musité.

—¿Qué pretendes que sienta, Amadeo? —preguntó.

—Pareces un ángel, una estatua —repuse, contrito y temblando—. Juegas conmigo, maestro, soy el muñeco que siente y padece. —Me acerqué a él. Le toqué la camisa, tratando de desabrocharla—. Deja que...

Él me tomó la mano. Se llevó mis dedos a los labios, los introdujo en su boca y los acarició con la lengua. Sus ojos se clavaron en los míos.

Siento lo suficiente, decían sus ojos.

—Yo te daría lo que tú quisieras —afirmó con tono implorante. Introduje la mano entre sus piernas. Tenía el miembro duro, lo cual no era inusual, pero debía dejar que yo le llevara más lejos, debía confiar en mí. —Amadeo —dijo.

Me abrazó y, con su extraordinaria fuerza, me arrastró hasta el lecho. Fue un gesto tan súbito que no parecía que se hubiera levantado siquiera de la silla. Caímos sobre los almohadones de raso. Yo no salía de mi asombro. El maestro corrió las cortinas del lecho sin apenas tocarlas, como si se tratara de un truco de la brisa que penetraba por las ventanas. Sí, escucha las voces que brotan del canal. Las voces que cantan y trepan por los muros de Venecia, la ciudad de los palacios.

—Amadeo —repitió el maestro, besándome en el cuello como había hecho en mil ocasiones, pero esta vez noté un pellizco breve e intenso. De pronto noté como si alguien hubiera tirado de un hilo que me atravesaba el corazón. Me había convertido en el miembro que tenía entre las piernas; no era sino eso. Él volvió a besarme, y sentí de nuevo aquel extraño tirón.

Soñé. Creo que vi otro lugar. Creo que vi las revelaciones de mis sueños, que una vez despierto jamás lograba recordar. Creo que recorrí un camino en esas increíbles fantasías que sólo experimentaba en sueños.

Esto es lo que quiero de ti.

—Y yo te lo daré —dije.

Las palabras brotaron atropelladamente hacia el presente casi olvidado mientras sentí que flotaba junto a él, sintiéndole temblar estremecido de placer, sintiéndole tirar de aquel hilo que me atravesaba el corazón, haciendo casi que rompiera a llorar, sintiéndole regocijarse con mi turbación, sintiéndole enarcar la espalda y dejar que sus dedos temblaran y danzaran mientras se estremecía sobre mí. Bébelo, bébelo.

Al cabo de unos instantes se separó y se tumbó junto a mí.

Yo sonreí mientras yacía con los ojos cerrados. Me toqué los labios. Tenía una gota de aquel néctar en mi labio inferior, que lamí con la lengua. Me parecía estar sumido en un ensueño.

Él respiraba trabajosamente y estaba taciturno. Se estremeció un par de veces, y al asir mi mano, noté que la suya le temblaba.

—¡Ah! —exclamé, sonriendo y besándole en el hombro.

—Te he lastimado —se lamentó él.

—No no, mi dulce maestro —respondí—. ¡Soy yo quien te ha lastimado a ti! ¡Pero te tengo en mi poder!

—Te comportas como el mismo diablo, Amadeo —protestó él.

—¿No quieres que lo haga, maestro? ¿Acaso no te gusta? ¡Has tomado mi sangre y me has convertido en tu esclavo!

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