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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (10 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Finn intuía adónde lo quería llevar aquella singular subinspectora. La incertidumbre seguía molestándolo, pero había algo en su desmesurado interés, en sus ojos, en los gestos que producía con todo el cuerpo para subrayar sus puntos de vista, que le decía que esa mujer nunca le haría daño. Era su manera de prevenirlo contra lo que estaba a punto de iniciar. Advertencia, desde luego, pero una advertencia compasiva y bienintencionada.

—Pero ¿sabe, usted?, las cosas aquí no funcionan de esta manera. El caso es que las personas no resuelven los delitos por su cuenta y no llevan a cabo sus venganzas en las noches oscuras y tenebrosas, para el regocijo secreto del público. Eso sucede en las películas y tal vez en Estados Unidos.

Llamaron a la puerta y una figura imponente entró sin esperar respuesta. Medía al menos dos metros, la cabeza pelada con un bigote abultado y rojo sin arreglar y una cruz invertida de pendiente.

—Ah, perdona —exclamó al ver a Håverstad, aunque lo dijo sin sentirlo y miró a la subinspectora—. La cervecita de los viernes a las cuatro. ¿Te vienes?

—¡Si se permite participar con una cervecita del viernes «sin», a lo mejor!

—Entonces nos vemos a las cuatro —dijo el monstruo, y cerró la puerta con un estruendo.

—Es policía —aseguró, como queriendo disculparlo—. Es de Vigilancias, de Seguimientos. A veces son un poco raros.

El ambiente cambió, había acabado la conferencia. Posó las dos hojas mecanografiadas delante de él para que pudiera repasarlas. No tardó nada. No ponía nada de lo que habían hablado —de lo que ella había dicho— durante la última media hora. Hanne puso el dedo índice en la parte inferior del segundo folio y él firmó.

—Aquí también —añadió, y apuntó al margen del primer folio.

Indudablemente, ya se podía marchar. Se levantó, pero ella apartó la mano que el hombre le ofrecía para despedirse.

—Lo acompaño hasta la salida.

Cerró el despacho con llave y caminó a su lado por el pasillo de baldosas y puertas azules. Gente ajetreada subía y bajaba correteando por el corredor, ninguno llevaba uniforme. Ambos pararon cuando alcanzaron las escaleras. Ahora estaba dispuesta a aceptar el apretón de manos.

—Acepte un buen consejo de mi parte: no se mezcle en asuntos que le pueden venir muy grandes, dedíquese a otra cosa. Llévese a su hija de vacaciones, a la montaña, al sur de Europa, lo que sea. Pero deje que nosotros hagamos nuestro trabajo.

El hombre murmuró algunas palabras de despedida y bajó por las escaleras. Hanne lo siguió con la mirada hasta que él se acercó a las pesadas puertas metálicas que mantenían encerrado el sofocante calor. Luego se acercó a las ventanas que daban al oeste y, justo en ese momento, apareció en su campo de visión. Avanzaba pesadamente y cabizbajo, casi como un anciano. Se detuvo un instante para enderezar la espalda hasta que desapareció por las escaleras que daban al aparcamiento subterráneo.

En ese momento, Hanne sintió verdadera lástima por aquel hombre.

En otras circunstancias, Kristine habría disfrutado de estar en casa sola. Pero en aquel momento, no estaba en condiciones de disfrutar de nada. Estaba despierta cuando su padre se levantó, pero se quedó en la cama hasta las siete y media, cuando oyó la puerta de entrada cerrarse detrás de él. Luego agotó toda el agua caliente. Primero se duchó durante veinte minutos, frotándose hasta dejar la piel roja y dolorida, y después se tomó un largo y humeante baño de espuma. Se había convertido en una rutina, casi un ritual cada mañana.

Ahora vestía un chándal viejo y un par de zapatillas de piel de foca desgastadas y ojeaba su colección de CD. Cuando se fue de casa, hacía dos años, se llevó solo los más recientes, así como sus favoritos. El montón que había dejado atrás era bastante voluminoso. Sacó un viejo CD de A-ha:
Hunting High and Low
: el título era muy acertado. Tenía la impresión de estar buscando algo cuyo paradero desconocía, e ignoraba de qué se trataba. En el momento de abrir la funda, esta se cayó al suelo. Una de las fijaciones de plástico de la tapa se había partido y profirió juramentos en voz baja cuando las piezas no se dejaron armar. Enojada, intentó conseguir lo que ya sabía que era imposible, y la otra fijación también acabó rompiéndose. Furiosa, arrojó ambas partes al suelo y empezó a llorar. Vaya mierda de fábricas de CD. Estuvo llorando media hora.

Morten Harket, el vocalista de A-ha, no se dividió en dos. Sentado e inclinado hacia delante, con los brazos musculosos y rígidos, tenía los ojos fijos en un punto situado detrás de ella. La mirada en blanco y negro era impenetrable. Kristine había estudiado Medicina durante cuatro años y estaba muy familiarizada con la anatomía. Sacó la cartulina de la portada de entre los trozos rotos de la funda de plástico. Aquel músculo no era visible en personas normales, se necesitaba mucho entrenamiento para eso, muchas pesas. Se palpó sus propios brazos delgados. El tríceps estaba en su sitio, solo que no se notaba a la vista. El de Morten Harket era muy visible. Sobresalía en la parte inferior del brazo, potente y definido. Se quedó observándolo fijamente.

El hombre estaba en forma y se podían ver sus tríceps. Cuando intentaba retroceder a aquella terrible noche, le era imposible recordar en qué momento lo había vislumbrado. Quizá no lo viera, tal vez solo lo había sentido, pero estaba segura al cien por cien, el agresor tenía los tríceps abultados.

Algo que en teoría no tenía la menor importancia.

Se sobresaltó al oír ruidos en el pasillo, como si la fueran a pillar con las manos en la masa. La adrenalina corría impetuosamente por sus venas y recogió a toda velocidad los trocitos de plástico, intentando esconderlos entre el montón de CD tirados a sus pies. Acto seguido volvió el llanto.

Últimamente, todo la asustaba. Por la mañana, un pajarito se estampó contra el ventanal panorámico del salón, mientras ella intentaba ingerir algo de comida. El ruido la asustó y pegó un salto hasta el techo. Supo enseguida lo que era, pues aquellas pobres criaturas se estrellaban continuamente contra la ventana. Salían casi siempre indemnes y a veces se quedaban tiradas media hora hasta ponerse de pie titubeando y aleteando para despertar antes de salir volando dando tumbos. Esta vez salió a recoger el pajarillo y notó cómo latía su corazoncito, cosa que le produjo una profunda consternación. Al final, el pájaro murió, por miedo y porque ella lo había recogido. Se sintió culpable y avergonzada.

Su padre se inclinó sobre ella, la incorporó y ella se tambaleó como si no estuviese en condiciones físicas de mantener erguido su cuerpo enclenque. No recordaba que estuviera tan delgada y se estremeció al sujetarla por sus enjutas muñecas para evitar que se cayera. La llevó con cuidado hasta el sofá, y ella se dejó apoltronar entre los cojines profundos, apática y sin protestar. Él se sentó a su lado dejando un espacio entre ambos. Luego cambió de idea y se acercó más, pero se detuvo bruscamente cuando ella mostró signos de querer separarse. Dubitativo, cogió su mano. Ella se lo permitió.

No existía ningún otro contacto físico entre ellos, algo que Kristine agradeció. No era capaz de hacer el mínimo esfuerzo, lo deseaba tanto, al menos quería decir algo, cualquier cosa.

—Lo siento, papá, lo siento tanto.

Lo cierto es que él no oyó lo que dijo, además lloraba con tanta fuerza que no lograba pronunciar la mitad de las palabras, pero habló. Estuvo dudando un instante si debía contestarle algo. ¿Interpretaría ella su silencio como un signo de desánimo? ¿O tal vez era precisamente lo mejor, no decir nada, solo escuchar? Como solución intermedia, carraspeó.

Fue a todas luces lo correcto. Se deslizó mansamente hacia él, casi recelando, pero al final pegó el rostro contra su cuello y ahí permaneció quieta. Estaba muy incómodo, pero, como una columna de sal, con un brazo protegiéndola y con la otra mano cogiendo la suya, se quedó inmóvil durante media hora. En aquel preciso segundo comprendió que la decisión que había tomado cuando encontró a su hija en el suelo, hacía menos de una semana, deshecha y destrozada, una determinación que había puesto en tela de juicio durante su visita a la Policía aquella la mañana, había sido la correcta.

—¿Existe alguna posibilidad de encontrar algo sensato en todo esto?

Como todos los sumarios eran ya de cierta envergadura, nadie tenía el monopolio sobre la llamada sala de emergencias. En todo caso, no era como para tirar cohetes, pero, al fin y al cabo, era un cuarto tan útil como cualquier otro.

Erik Henriksen sudaba más de lo habitual y estaba rojo como un tomate, hasta tal punto que parecía un semáforo ambulante. Estaba sentado ante una mesa inclinada con un mar de informes y notificaciones encima. Eran pistas sobre el caso de Kristine Håverstad.

El oficial levantó la mirada y puso los ojos en Hanne.

—Aquí hay de todo —dijo, riéndose—. Escucha esto: «El retrato se parece sobremanera al juez de primera instancia Arne Høgtveit. Saludos de Ulf,
el Norteño
».

Hanne dibujó una sonrisa de oreja a oreja. Ulf,
el Norteño
, era un conocido criminal que pasaba más tiempo dentro que fuera de la cárcel. Era probable que el juez Høgtveit se hubiera encargado de sus últimas estancias.

—Tampoco es ninguna tontería, se parece un poquito —dijo, arrugando el papel y apuntando a la papelera junto a la puerta—. ¡Canasta!

—O este —prosiguió Erik Henriksen—: «El autor de los hechos debe de ser mi hijo, pues lleva desde 1991 poseído por espíritus del mal. Ha cerrado su puerta al Señor».

—Bueno, no está mal —dijo Hanne—. ¿Has indagado algo?

—Sí, el hombre es pastor en la iglesia de Drammen, y su mujer, o sea, la madre del chico, está internada en el psiquiátrico de Lier desde 1991.

Ahora soltó una tremenda carcajada.

—¿Son todos de esa índole?

Echó un vistazo a todos los montículos de papel esparcidos por la mesa de un modo, aparentemente, caótico, aunque respondía sin duda a un sistema concreto.

—Estos… —Henriksen dio una palmada sobre el montón situado arriba a la izquierda-… son auténticas chorradas.

Por desgracia, era la pila más voluminosa.

—Estos… —el puño golpeó el montón de menor tamaño situado debajo— son abogados, jueces y policías.

A continuación, recorrió con los dedos las pilas restantes.

—Aquí tenemos a antiguos violadores; aquí, a hombres normales aunque desconocidos para nosotros; aquí hay personas que, supuestamente, son demasiado mayores, y aquí… —recogió los cinco folios solitarios—, son mujeres.

—Mujeres —contestó Hanne, bromeando—. ¿Han entrado avisos sobre mujeres?

—Sí, ¿lo tiramos?

—Sin duda. Guarda el montón con los juristas y los policías, y tal vez el de los rarillos, pero no pierdas tiempo con ellos, de momento. Concéntrate en los agresores sexuales y en los hombres normales aunque desconocidos. Partiendo de la base de que los informadores son medianamente serios, ¿cuántos nos quedan?

El recuento fue expeditivo.

—Veintisiete hombres.

—Que a ciencia cierta no lo habrán hecho —suspiró Hanne—. Pero cítalos a todos lo antes posible y avísame si ves algo especialmente interesante. ¿Funciona este teléfono?

Sorprendido, el oficial contestó que suponía que sí. Levantó el auricular y se lo acercó al oído para probar.

—Al menos tiene tono de línea. ¿No se supone que debería funcionar?

—Siempre hay problemas con el equipo en esta sala, solo basura que nadie quiere.

Sacó un papelito del bolsillo de sus ajustados vaqueros y marcó un número de Oslo.

—Especialista jefe Bente Reistadvik, gracias —soltó a bocajarro, en cuanto alguien al otro lado le contestó.

Enseguida la especialista se puso al teléfono.

—Soy Wilhelmsen, de Homicidios, jefatura de Oslo. Tenéis un par de casos míos por ahí. Primero…

Volvió a leer el papel.

—Sumario 93-03541, la víctima es Kristine Håverstad. Hemos pedido un análisis de ADN y, además, hemos mandado algunas fibras, pelos y diferentes residuos.

Se hizo un silencio largo sin que Hanne anotara nada, la mirada perdida.

—Pues nada, ¿cuándo podrá estar, así, aproximadamente?… ¿Tanto?

Exhaló un lamento, se dio la vuelta y apoyó el trasero en el escritorio.

—¿Qué hay de nuestra masacre del sábado? ¿Tienes algo para mí?

A los diez segundos miró fijamente al oficial pelirrojo con una expresión de asombro.

—¡No me digas! Vale.

Hubo una pausa larga, luego se giró y empezó a buscar algo sobre lo que escribir hasta que el otro le alcanzó una hoja y un bolígrafo. Se llevó el cable esquivando la esquina de la mesa y se sentó a un lado de los dos escritorios colocados uno enfrente del otro.

—Interesante. ¿Cuándo podré tenerlo por escrito?

Nuevamente una pausa.

—¡Estupendo y gracias!

Hanne puso el auricular en su sitio y siguió anotando cosas durante minuto y medio. Luego releyó lo que había escrito sin decir ni media palabra. A continuación, plegó dos veces la hoja, se levantó de la silla, se metió el papel en el bolsillo trasero del pantalón y se marchó de la habitación sin siquiera despedirse de Erik, que se quedó allí, bastante decepcionado.

El bronceado era igual de artificial que la musculatura. Lo primero, como resultado de la cantidad ingente de rayos UVA absorbidos, suficientes como para producir un cáncer de piel incurable a toda una compañía. Los músculos inflados, por su parte, recibieron la inestimable ayuda de preparados artificiales, más concretamente de distintas formas de testosterona y, en su mayoría, de esteroides anabolizantes.

Adoraba su físico. Siempre quiso tener ese aspecto, sobre todo cuando bizco, delgado y con el pelo ralo entró en la pubertad a razón de una paliza diaria que le propinaban los demás chavales. Su madre no había podido evitarlo. Con un aliento que olía a pastillas y alcohol, había intentado en vano consolarlo cuando regresaba a casa con los ojos hinchados, las rodillas ensangrentadas y los labios rotos. Pero ella se escondía detrás de las cortinas sin intervenir cuando los palurdos de la vecindad los desafiaban a ella y a su hijo, trasladando las peleas cada vez más cerca del bloque donde vivían. Él lo sabía porque, cuando, al principio, había pedido auxilio mirando en dirección a las cortinas de la cocina de la primera planta, había divisado el movimiento en el momento en que ella había dado un paso hacia atrás para esconderse. Se escondía siempre. Lo que ignoraba es que era ella, más que la figura endeble de su hijo, lo que provocaba todas esas palizas. Los chavales de su calle tenían madres de verdad: mujeres sonrientes y desenvueltas que invitaban a bocatas y leche; algunas trabajaban, aunque no a tiempo completo. Los demás tenían hermanas o hermanitos pesados, además de padres. No todos vivían allí, ciertamente, pues, a principios de los setenta, la tendencia a divorciarse había alcanzado también el pequeño pueblo en el que creció. Aun así, los papás llegaban en coche los sábados por la mañana, con la camisa remangada, la sonrisa ancha y con cañas de pescar en el maletero. Todos menos el suyo.

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