Read Bienaventurados los sedientos Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (18 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¿Qué inducía a actuar al hombre de los sábados? Solo podía intentar adivinarlo. Había estudiado en la literatura especializada que los delincuentes podían, de hecho, abrigar un deseo oculto de ser cazados.

Pero no parecía el caso.

—Se regocija sabiendo que nos está tomando el pelo —se dijo a sí misma en voz baja.

—¿Estás aquí sentada hablando contigo misma?

Se sobresaltó. Delante desapareció la figura de Billy T.

Lo contempló asustada durante unos segundos y luego empezó a reírse.

—Creo que empiezo a hacerme vieja.

—Pues por mí envejece en paz —dijo Billy T. acomodándose en su moto, una enorme Honda Goldwing.

—No entiendo cómo puedes tener ganas de pasear con este autobús —le vaciló, antes de que él se pusiera el casco.

La miró haciéndole burla y no quiso contestar.

De repente se levantó y fue corriendo hasta él, mientras arrancaba la motocicleta. No oyó lo que dijo y se quitó el casco.

—¿Te vas a casa? —le preguntó, sin pensárselo mucho.

—Sí, tampoco hay muchas más cosas que hacer a estas horas de la noche —dijo, mirando el reloj.

—¿Damos una vuelta juntos?

—¿Y crees que tu Harley podrá soportar que la vean junto a una japonesa?

Estuvieron dando vueltas en la noche veraniega durante más de una hora: Hanne delante, haciendo un ruido ensordecedor; Billy T., detrás, con un murmullo sedoso y profundo entre las piernas. Fueron por la vieja carretera de Moss hasta Tyrigrava y de vuelta. Rondaron por las calles de la ciudad y levantaron la mano en forma de saludo, de obligado cumplimiento, al pasar por delante de todos los vaqueros vestidos de cuero, cerca de Tanum, en la avenida de Karl Johan; sus motos estaban aparcadas la una al lado de la otra, como caballos a la entrada de un viejo
saloon
.

Acabaron junto al lago de Tryvann, en una inmensa explanada de estacionamiento sin un solo coche. Pararon y aparcaron las motos.

—Se pueden decir muchas cosas sobre esta primavera —dijo Billy T.—. ¡Pero los moteros no nos podemos quejar del clima!

Oslo desplegaba ante ellos su mapa urbano. Sucia y polvorienta, con un sombrero de contaminación todavía visible, aunque la noche se había echado encima. El cielo no estaba del todo oscuro y tampoco lo estaría hasta finales de agosto. Aquí y allá, vislumbraban el débil resplandor de una estrella, el resto se había desplomado sobre la superficie terrestre. La ciudad entera era una manta de minúsculas fuentes luminosas, desde Gjelleråsen, al este, hasta Bærum, en el oeste. En el horizonte, el mar era negro.

Había barreras viales rojas y blancas en una esquina del aparcamiento, donde empezaba la cuesta que bajaba al sotobosque situado debajo de ellos. Billy T. se acercó y se sentó separando las piernas y llamándola para que se acercara.

—Ven aquí —le dijo, pegándola a su cuerpo.

Ella se quedó de pie entre sus piernas, la espalda pegada a su pecho.

Se dejó estrechar de mal grado. Era tan alto que su cabeza estaba a la altura de la suya, aunque permanecía sentado y ella estaba de pie. Él la arropó con sus enormes brazos y arrimó su cabeza a la suya. Sorprendida, ella comprobó que se sentía muy relajada.

—¿No estás hasta el gorro a veces, Hanne, de ser poli? —le preguntó en voz baja.

Asintió con un leve movimiento de la cabeza.

—Todos acaban hartos de vez en cuando, aunque, la verdad sea dicha, cada vez con más frecuencia. Mira esta ciudad —prosiguió—. ¿Cuántos delitos crees que se están cometiendo ahora, en este preciso instante?

Ninguno de los dos dijo nada.

—Y aquí estamos nosotros, y no podemos hacer más de lo que hacemos —añadió ella al cabo de un buen rato—. Es extraño que la gente no proteste.

—Claro que lo hacen —dijo Billy T.—. Protestan la hostia. En los periódicos, nos ponen a caldo todos los putos días; durante las pausas, cuando estamos almorzando, en todos los lados y en las fiestas y celebraciones. Te diré que nuestra reputación está por los suelos, y la verdad es que lo entiendo. Lo que temo es qué pasará cuando la gente ya no se conforme con protestar.

Era realmente agradable estar allí. Olía a chico y a cazadora de cuero, y su bigote le hacía cosquillas en la mejilla. Agarró sus brazos y los apretó aún más alrededor de la cintura.

—¿Por qué sigues con toda esta aura misteriosa, Hanne? —dijo Billy T. en voz baja, casi susurrando.

Estaba preparado para responder a su reacción, así que cuando notó que ella se crispaba y que quería liberarse, él la retuvo.

—Venga, déjate de chorradas y escúchame. Todo el mundo sabe que eres una agente de policía magnífica. Joder, si no existe un puto funcionario en todo el estamento con tu fama. Además, todo el mundo te quiere y se habla bien de ti en todos lados.

Ella seguía intentando soltarse. Pero se dio cuenta de que estando en esa posición evitaba tener que mirarlo a los ojos, así que cedió. Pero era todo menos grato.

—Me he preguntado muchas veces si estás al tanto de los rumores que circulan sobre ti. Porque corren, ¿sabes? Quizá con menos intensidad que antes, pero la gente se hace preguntas, claro está. Una mujer estupenda como tú y sin conocérsele ninguna historia con tíos.

Podía intuir que él sonreía aunque mirara fijamente a lo lejos, a la colina de Ekebergåsen.

—Debe de ser agotador, Hanne, muy agotador.

La boca estaba tan cerca de su oreja que sintió el movimiento de sus labios.

—Lo único que quería decirte es que la gente no es tan tonta como crees. Cuchichean un poco y luego lo olvidan. Cuando algo está confirmado, ya no es tan interesante. Eres una chica espléndida y nadie puede cambiar eso. Pienso que deberías olvidarte de todos estos secretismos.

La soltó, pero ella no se atrevió a moverse. Permaneció inmóvil, atenazada por un pánico profundo a que él pudiera ver su cara. Estaba sofocada y no se atrevía a respirar. Puesto que no hacía ademán de querer irse, él volvió a rodearla con los brazos y empezó a mecerla suavemente de un lado a otro. Permanecieron así durante interminables segundos, mientras las luces se iban apagando una a una en la ciudad, a sus pies.

Martes, 8 de junio

Y
a nadie bebía café, todo el mundo prefería Coca-Cola. La idea de dejar fluir un líquido caliente por la garganta seca era sencillamente repulsiva. Un puesto de cerveza en el vestíbulo se convertiría en una mina de oro. El pequeño frigorífico del comedor soltaba suspiros y quejidos de desánimo por la cantidad de botellas de plástico apiladas en su interior que no lograban enfriarse antes de que alguien las volviera a sacar.

Fue aquella mañana cuando Hanne introdujo el té helado ante sus compañeros del A 2.11. A las siete de la mañana y sin haber pegado ojo, daba vueltas frotando y limpiando las cafeteras mugrientas. A continuación, preparó catorce litros de té, fuerte como la pólvora. Lo mezcló todo con grandes cantidades de azúcar y dos botellas de esencia de limón en un bidón de acero, de esos que se utilizan para destilar. Lo «tomó prestado» del almacén de objetos incautados. Finalmente, llenó la cuba hasta el borde con hielo picado, que había mendigado en la cocina del comedor. Fue todo un éxito. El resto del día, todo el mundo transitaba con vasos repletos, sorbiendo té helado y extrañado de que no se le hubiera ocurrido esta idea antes a nadie.

—Menos mal que lo guardé todo —jadeó aliviado Erik, entregando a Hanne un montón de papeles con doce pistas del caso de Kristine Håverstad.

Era el papeleo de los juristas y de los policías, del que se habían reído juntos. El que «gracias a Dios» le había pedido que guardara. Tardó un cuarto de hora en repasarlo todo. Una de las pistas despuntaba más que las otras, además apareció anotada dos veces:

El retrato del diario
Dagbladet
, del 1 de junio, guarda cierto parecido con Cato Iversen. Aunque es verdad que tiene la cara más flaca, se ha comportado últimamente de un modo muy extraño. Ya que trabajo con él, prefiero seguir en el anonimato. Cursamos ambos en la UDI, le encontrarán ahí en jornada diurna normal (horario de oficina).

—Bull’s eye!
—murmuró Hanne, apropiándose enérgicamente de la segunda hoja que Erik le tendía con mucha expectación.

Me quedé pasmado al comprobar hasta qué punto se parece el dibujo a mi vecino Cato Iversen. Vive en Ulveveien 3, Kolsås, y tengo entendido que trabaja en la Dirección General de Extranjería. Ha estado ausente de su domicilio durante largos periodos y está soltero.

La carta estaba firmada con una súplica de permanecer en el anonimato.

Treinta segundos después, Hanne estaba en el despacho de Håkon.

—Necesito un papel azul.

—¿Para qué caso?

—¡Pues para «el caso»! Mira esto.

Le entregó las dos notas. La reacción fue muy distinta a lo que ella esperaba. Sosegado, el hombre leyó los documentos hasta dos veces y se los devolvió.

—Esta es mi teoría —empezó, un poco confundida por la pasmosa tranquilidad del fiscal adjunto—. ¿Has oído hablar de los delitos de «marca»?

Por supuesto que los conocía, él también leía libros.

—El criminal deja alguna marca, una señal, ¿no? Esa marca se hace notoria a través de los periódicos o del boca a oreja. Luego hay alguien que quiere hacer desaparecer a una persona y, por tanto, disfraza el «suyo»… —Movió los dedos para señalar las comillas—. Camufla «su propio» asesinato como si fuera uno de la serie de crímenes ya conocidos.

—Pero eso nunca sale bien —musitó Håkon.

—Eso mismo. Generalmente sale mal porque la Policía no ha revelado, claro está, todos los signos característicos del caso. Pero aquí, Håkon, aquí tenemos una situación completamente invertida.

—Una situación invertida, ah, sí. ¿De qué?

—Del homicidio que se intenta introducir furtivamente, que se intenta colar disfrazado como uno más de la serie.

Håkon carraspeó, poniendo el puño delante de la boca, esperando que ella profundizara un poco más sin tener que pedírselo.

—¡Aquí tenemos a un asesino de marca que comete un error! Va a llevar a cabo otro crimen en la cadena de asesinatos, pero algo sale mal. No, deja que concrete más.

Arrastró la silla, acercándola a su escritorio, y atrapó al vuelo un folio y un bolígrafo. Bosquejó rápidamente una réplica reducida de la línea cronológica de los acontecimientos, similar a la que había hecho sobre la pizarra blanca de la sala de emergencias.

—El 29 de mayo tenía previsto volver a violar y asesinar a una refugiada. Esta, demandante de asilo.

Soltó una carpeta encima de la mesa. Håkon no la tocó, pero torció la cabeza para poder leer el nombre inscrito en la cubierta. Era la mujer que vivía en la planta inferior, la que habían intentado localizar la pasada noche.

—Mira —dijo Hanne, frenética y hojeando los documentos—. Es perfecta. Llegó sola a Noruega para reunirse con su padre, o eso creía, porque murió unos días antes de que ella llegara. Luego heredó un piso y algo de dinero, y se ha mantenido en la sombra a la espera de que la gente de UDI mueva el culo. La víctima ideal, ni siquiera vive en el centro de acogida.

—Entonces, ¿por qué no se la cargó, no era tan perfecta?

—Eso no lo sabemos, claro está. Pero mi hipótesis es que se había ido fuera, de viaje, lo que sea. Lo cierto es que me contó que estuvo durmiendo y que no oyó nada, pero, por el pánico que esa gente tiene a la Policía, es posible que mintiera. Entonces tenemos a nuestro hombre allí, esperando, hasta que aparece Kristine Håverstad. Una monada de chica, atractiva. Y lo que hace es sencillamente un cambio.

Håkon tuvo que reconocer que la teoría tenía cierto fundamento.

—Entonces, ¿por qué no la mató?

—Es evidente —dijo Hanne, levantándose. Parecía cansada, a pesar de la excitación. Se agarró de las caderas y empezó a balancear el tronco repetidas veces de un lado a otro—. ¿Cuántos sumarios de violación sobreseemos, Håkon?

Abrió las manos en un gesto de desconocimiento.

—No tengo ni la menor idea, pero son un huevo. Demasiados.

Ella volvió a sentarse y se inclinó hacia él. Håkon observó que la cicatriz encima del ojo parecía ahora más marcada. ¿Estaba más flaca?

—Sobreseemos cada año más de cien violaciones, Håkon. ¡Más de cien! ¿Y cuántas de estas han sido objeto de una mínima investigación?

—No muchas —murmuró el hombre, no sin cierto sentimiento de culpabilidad. Inconscientemente, reposó la vista en un pequeño montón de papeles. Eran tres sumarios de violación que esperaban el sello de sobreseimiento. Abultaban muy poco; prácticamente, cero pesquisas.

—¿Cuántos homicidios sobreseemos cada año? —siguió preguntando, retóricamente.

—¡No sobreseemos casi nunca los homicidios!

—¡Precisamente! No «podía» matar a Kristine Håverstad. Lo habrían descubierto a las pocas horas y habríamos rondado por toda la ciudad como un enjambre de avispas. Este tío es listo. —Pegó con el puño en la mesa—. Condenadamente listo.

—Bueno, no ha sido tan jodidamente listo, al fin y al cabo. Dejó que Kristine viera su rostro.

—Sí, bueno, apenas diría yo. Mira qué retrato robot hemos conseguido. No es de los más sólidos que digamos.

Una oficial de la Fiscalía entró y le entregó a Håkon un proceso de encarcelamiento.

—Llegarán otros cinco del grupo de hurtos —dijo compadeciéndose y se esfumó.

—No obstante, hay un detalle que no encaja, que no me cuadra —dijo Håkon, reflexionando—. Si está en posesión del plan perfecto, ¿por qué no se ciñe a él? ¿No estaría tan cachondo como para «tener que pillar» aquella noche?

Claro que podía estarlo. Hanne y Håkon llegaron simultáneamente a la misma conclusión. El año anterior, una sucesión de violaciones castigó a Oslo y, también entonces, la mayor parte acaeció en el distrito de Homansbyen. Al final atraparon al culpable casi por casualidad. La explicación sobre cuál fue el motivo que empujó al criminal a cometer sus delitos se encendió como una luz para ambos.

—¡Pastillas! —dijo Håkon, mirando asustado a su compañera—. ¡Esteroides anabolizantes!

—Buscamos a un cachas —afirmó Hanne, en un tono seco—. Cada vez hallamos más pistas. Y ahora mismo, como te pedí, quiero un papel azul para este tío. Cumple todos los requisitos para ser el sospechoso perfecto.

Golpeó con la yema de los dedos la carpeta con los dos informes y dejó el impreso azul encima de la mesa delante de su compañero. Él no lo tocó.

BOOK: Bienaventurados los sedientos
11.54Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mercaderes del espacio by Frederik Pohl & Cyril M. Kornbluth
A Mad and Wonderful Thing by Mark Mulholland
The Martian War by Kevin J. Anderson
Catch My Fall by Wright, Michaela
Grains of Truth by Lydia Crichton
Blue Belle by Andrew Vachss
Split Second by Alex Kava
War Torn Love by Londo, Jay M.
The Jewels of Cyttorak by Unknown Author