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Authors: Alejandro Zambra

Tags: #Cuento,Relato

Bonsái (3 page)

BOOK: Bonsái
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Al principio Andrés se mostró reticente, pero terminó cediendo, al fin y al cabo podía llegar a ser divertido.

¿Sabes por qué al ron con cocacola lo llaman cuba libre?

No, respondió Emilia, un poco cansada y con muchas ganas de que la fiesta terminara.

¿De verdad no lo sabes? Es como obvio: el ron es Cuba y la cocacola los Estados Unidos, la libertad. ¿Cachái?

Yo me sabía otra historia.

¿Cuál historia?

Me la sabía, pero se me olvidó.

Andrés ya llevaba varias anécdotas por el estilo, lo que hacía difícil no considerarlo un insoportable. Se esforzaba tanto en lograr que los compañeros de Emilia no adivinaran la farsa, que hasta se había permitido hacerla callar. Se supone que un marido, se dijo entonces Emilia, hace callar a su esposa. Andrés hace callar a Anita cuando piensa que ella debe callarse. Entonces no está mal que Miguel haga callar a su esposa si piensa que debe callarse. Y como yo soy la esposa de Miguel debo callarme.

Así, en silencio, siguió Emilia durante el resto de la velada. Ahora no sólo nadie dudaría de que estaba casada con Miguel, sino que además a sus colegas no les sorprendería tanto una crisis conyugal de, digamos, un par de semanas y una repentina pero justificada separación. Nada más: ni llamadas, ni amigos en común, nada. Sería fácil matar a Miguel. Corté con él de raíz, se imaginaba diciéndoles.

Andrés detuvo el auto y consideró necesario redondear la noche comentándole a Emilia que había sido una fiesta muy entretenida y que de verdad no le importaría seguir asistiendo a esas reuniones. Es gente simpática y con ese vestido calipso te ves preciosa.

El vestido era turquesa, pero ella no quiso corregirlo. Estaban frente al departamento de Emilia y era temprano todavía. El venía muy borracho, ella también había bebido lo suyo, y tal vez por eso de pronto no le pareció tan horroroso que Andrés —que Miguel— se demorara un rato entre una y otra palabra. Pero esos pensamientos fueron violentamente interrumpidos en el momento en que se imaginó a su voluminoso compañero de auto penetrándola. Asqueroso, pensó, justo cuando Andrés se acercó más de la cuenta y apoyó su mano izquierda en el muslo derecho de Emilia.

Ella quiso bajarse del auto y él no estuvo de acuerdo. Le dijo estás borracho y él le respondió que no, que no era el alcohol, que desde hacía mucho tiempo la miraba con otros ojos. Es increíble, pero eso dijo: «Desde hace mucho tiempo que te miro con otros ojos.» Intentó besarla y ella le respondió con un puñetazo en la boca. De la boca de Andrés salió sangre, mucha sangre, una cantidad escandalosa de sangre.

Las dos amigas no volvieron a verse largo tiempo después de aquel incidente. Anita nunca se enteró con precisión de lo que había ocurrido, pero algo alcanzó a suponer, algo que en principio no le gustó y que luego le produjo indiferencia, puesto que Andrés le interesaba cada vez menos.

No hubo auto ni tercer hijo o hija, sino dos años de calculado silencio y una separación dentro de todo bastante amable, que con el tiempo condujo a que Andrés se conceptualizara a sí mismo como un excelente padre separado. Las niñas se alojaban en su casa cada dos semanas y pasaban, también, todo el mes de enero junto a él, en Maitencillo. Anita aprovechó uno de esos veranos para ir a visitar a Emilia. Su culposa madre le había ofrecido varias veces financiar el viaje, y aunque le costó aceptar que iba a estar tan lejos de las niñitas, se dejó vencer por la curiosidad.

Fue a Madrid, pero no fue a Madrid. Fue a buscar a Emilia, de quien había perdido completamente el rastro. Se le hizo muy difícil conseguir la dirección de la calle del Salitre y un número de teléfono que a Anita le pareció curiosamente largo. Una vez en Barajas estuvo a punto de discar aquel número, pero desistió, animada por un pueril atavismo a las sorpresas.

No era bello Madrid, al menos para Anita, para la Anita que aquella mañana debió sortear a la salida del metro a un grupo de marroquíes que tramaban algo. En realidad eran ecuatorianos y colombianos, pero ella, que nunca en su vida había conocido a un marroquí, los pensó como marroquíes, pues recordaba que un señor había dicho hacía poco en la tele que los marroquíes eran el gran problema de España. Madrid le pareció una ciudad intimidante, hostil, de hecho le costó seleccionar a alguien confiable a quien preguntarle por la dirección que traía anotada. Hubo varios diálogos ambiguos desde que salió del metro hasta que por fin tuvo a Emilia frente a frente.

Has vuelto a usar ropa negra, fue lo primero que le dijo. Pero lo primero que le dijo no fue lo primero que pensó. Y es que pensó muchas cosas al ver a Emilia: pensó estás fea, estás deprimida, pareces drogadicta. Comprendió que quizás no debería haber viajado. Observó con atención las cejas de Emilia, los ojos de Emilia. Ponderó, con desdén, el lugar: un piso muy pequeño, en franco desorden, absurdo, sobrepoblado. Pensó, o más bien sintió, que no quería escuchar lo que Emilia iba a contarle, que no deseaba saber lo que de todos modos parecía condenada a saber. No quiero saber por qué hay tanta mierda en este barrio, por qué te viniste a vivir a este barrio lleno de caca, repleto de miradas capciosas, de jóvenes raros, de señoras gordas que arrastran bolsas, y de señoras gordas que no arrastran bolsas pero caminan muy lento. Observó, de nuevo, con atención, las cejas de Emilia. Decidió que era mejor guardar silencio respecto a las cejas de Emilia.

Has vuelto a usar ropa negra, Emilia.

Anita, tú estás igual.

Emilia sí dijo lo primero que pensó: estás igual. Estás igual, sigues siendo así, así como eres. Y yo sigo siendo asá, siempre he sido asá, y quizás ahora voy a contarte que en Madrid he llegado a ser aún más asá, completamente asá.

Consciente de los recelos de su amiga, Emilia le aseguró a Anita que los dos hombres con los que vivía eran maricones pobres. Aquí los maricones se visten muy bien, le dijo, pero estos dos que viven conmigo, por desgracia, son más pobres que una rata. Anita no quiso quedarse a alojar. Buscaron juntas un hostal barato, y se podría decir que conversaron largo y tendido, aunque tal vez no; sería impropio decir que conversaron como antes, porque antes había confianza y ahora lo que las unía era más bien un sentimiento de incomodidad, de familiaridad culpable, de vergüenza, de vacío. Casi al finalizar la tarde, después de realizar algunos urgentes cálculos mentales, Anita tomó cuarenta mil pesetas, que era casi todo el dinero que llevaba consigo. Se las dio a Emilia, que lejos de resistirse sonrió con verdadera gratitud. Anita conocía de antes aquella sonrisa, que por dos segundos las reunió y luego las dejó solas, de nuevo, frente a frente, deseando, una, que durante el resto de la semana la turista se dedicara a los museos, a las tiendas Zara y a las tortitas con sirope, y prometiéndose, la otra, que no iba a pensar más en el uso que Emilia daría a sus cuarenta mil pesetas.

IV. Sobras

Gazmuri no importa, el que importa es Julio. Gazmuri ha publicado seis o siete novelas que en conjunto forman una serie sobre la historia chilena reciente. Casi nadie las ha comprendido bien, salvo quizás Julio, que las ha leído y releído varias veces.

¿Cómo es que Gazmuri y Julio llegan a juntarse?

Sería excesivo decir que se juntan.

Pero sí: un sábado de enero Gazmuri espera a Julio en un café de Providencia. Acaba de poner el punto final a una nueva novela: cinco cuadernos Colón enteramente manuscritos. Tradicionalmente es su esposa la encargada de transcribir sus cuadernos, pero esta vez ella no quiere, está cansada. Está cansada de Gazmuri, lleva semanas sin hablarle, por eso Gazmuri se ve agotado y descuidado. Pero la esposa de Gazmuri no importa, Gazmuri mismo importa muy poco. El viejo llama, entonces, a su amiga Natalia y su amiga Natalia le dice que está muy ocupada como para transcribir la novela, pero le recomienda a Julio.

¿Escribes a mano? Nadie escribe a mano hoy en día, observa Gazmuri, que no espera la respuesta de Julio. Pero Julio responde, responde que no, que casi siempre usa el computador.

Gazmuri: Entonces no sabes de qué hablo, no conoces la pulsión. Hay una pulsión cuando escribes en papel, un ruido del lápiz. Un equilibrio raro entre el codo, la mano y el lápiz.

Julio habla, pero no se escucha lo que habla. Alguien debería subirle el volumen. La voz carraspeada e intensa de Gazmuri, en cambio, retumba, funciona:

¿Tú escribes novelas, esas novelas de capítulos cortos, de cuarenta páginas, que están de moda?

Julio: No. Y agrega, por decir algo: ¿Usted me recomienda escribir novelas?

Mira las preguntas que haces. No te recomiendo nada, no le recomiendo nada a nadie. ¿Crees que te cité en este café para darte consejos?

Es difícil conversar con Gazmuri, piensa Julio. Difícil pero agradable. Enseguida Gazmuri comienza a hablar derechamente solo. Habla sobre diversas conspiraciones políticas y literarias, y enfatiza, en especial, una idea: hay que cuidarse de los maquillado res de muertos. Estoy seguro de que a ti te gustaría maquillarme. Los jóvenes como tú se acercan a los viejos porque les gusta que seamos viejos. Ser joven es una desventaja, no una cualidad. Eso deberías saberlo. Cuando yo era joven me sentía en desventaja, y ahora también. Ser viejo también es una desventaja. Porque los viejos somos débiles y necesitamos no sólo de los halagos de los jóvenes, necesitamos, en el fondo, de su sangre. Un viejo necesita mucha sangre, escriba o no escriba novelas. Y tú tienes mucha sangre. Tal vez lo único que te sobra, ahora que te miro bien, es sangre.

Julio no sabe qué responder. Lo salva una risa larga de Gazmuri, una risa que da a entender que al menos algo de lo que acaba de decir va en broma. Y Julio ríe con él; le hace gracia estar ahí, trabajando de personaje secundario. Quiere, en lo posible, mantenerse en ese rol, pero para mantenerse en ese rol de seguro debe decir algo, algo que lo haga cobrar relevancia. Un chiste, por ejemplo. Pero no le sale el chiste. No dice nada. Es Gazmuri quien dice:

En esta esquina ocurre algo muy importante para la novela que vas a transcribir. Por eso te cité aquí. Hacia el final de la novela, justo en esta esquina ocurre algo importante, ésta es una esquina importante. A todo esto, ¿cuánto piensas cobrarme?

Julio: ¿Cien mil pesos?

En realidad Julio está dispuesto, incluso, a trabajar gratis, aunque, por cierto, no le sobra el dinero. Le parece un privilegio tomar café y fumar cigarros negros con Gazmuri. Ha dicho cien mil como antes ha dicho buenos días, maquinalmente. Y sigue escuchando, se queda un poco atrás de Gazmuri, le lleva el amén, aunque quisiera más bien escucharlo todo, absorber información, quedar, ahora, lleno de información:

Digamos que ésta será mi novela más personal. Es bien distinta de las anteriores. Te la resumo un poco: él se entera de que una polola de juventud ha muerto. Como todas las mañanas, enciende la radio y escucha que en el obituario dicen el nombre de la mujer. Dos nombres y dos apellidos. Así empieza todo.

¿Todo qué?

Todo, absolutamente todo. Te llamo, entonces, tan pronto como tome una decisión.

¿Y qué más pasa?

Nada, lo de siempre. Que todo se va a la mierda. Te llamo, entonces, en cuanto tome una decisión.

Julio camina hacia su departamento visiblemente confundido. Quizás ha sido un error pedir cien mil pesos, aunque tampoco está seguro de que esa suma sea una cantidad importante para un sujeto como Gazmuri. Necesita el dinero, desde luego. Dos veces a la semana imparte clases de latín a la hija de un intelectual de derecha. Eso y el remanente de una tarjeta de crédito que le ha dado su padre constituye todo su salario.

Vive en el piso subterráneo de un edificio en Plaza Italia. Cuando el calor lo atolondra, pasa el rato mirando por la ventana los zapatos de las personas. Aquella tarde, justo antes de girar la llave, se da cuenta de que viene llegando María, su vecina lesbiana. Ve sus zapatos, sus sandalias. Y espera, calcula las pisadas y el saludo al conserje, hasta que la siente venir y entonces se concentra en abrir la puerta: finge que no da con la llave, aunque en su llavero sólo hay dos llaves. Parece que ninguna calza, dice en voz muy alta, mientras mira de reojo, y algo alcanza a ver. Ve el pelo largo y blanco de ella, que hace que su rostro parezca más oscuro de lo que es en realidad. Alguna vez han conversado sobre Severo Sarduy. Ella no es especialmente lectora, pero conoce muy bien la obra de Severo Sarduy. Tiene cuarenta o cuarenta y cinco años, vive sola, lee a Severo Sarduy: por eso, porque dos más dos son cuatro, Julio piensa que María es lesbiana. A Julio también le gusta Sarduy, en especial sus ensayos, por lo que siempre tiene tema de conversación con homosexuales y lesbianas.

Esa tarde María luce menos sobria que de costumbre, con un vestido que raramente usa. Julio está a punto de hacérselo notar, pero se contiene, piensa que quizás a ella le desagradan ese tipo de comentarios. Para olvidar su entrevista con Gazmuri, la invita a tomar un café. Hablan de Sarduy, de
Cobra
, de
Cocuyo
, de
Big Bang
, de
Escrito sobre un cuerpo
. Pero también, y esto es nuevo, hablan de otros vecinos, y de política, de ensaladas extrañas, de blanqueadores de dientes, de complementos vitamínicos, y de una salsa de nueces que ella quiere que Julio pruebe algún día. Llega el momento en que se quedan sin tema y parece inevitable que cada uno vuelva a sus ocupaciones. María es profesora de inglés, pero trabaja en casa traduciendo manuales de software y equipos de sonido. El le cuenta que acaba de conseguir un buen trabajo, un trabajo interesante, con Gazmuri, el novelista.

Nunca lo he leído, pero dicen que es bueno. Tengo un hermano en Barcelona que lo conoce. Compartieron el exilio, creo.

Y Julio: Mañana comienzo a trabajar con Gazmuri. Necesita a alguien que le transcriba su nueva novela, porque escribe en papel, y no le gustan los computadores.

¿Y cómo se llama la novela?

El quiere que conversemos el título, que lo discutamos. Un hombre se entera por la radio de que un amor de juventud ha muerto. Ahí empieza todo, absolutamente todo.

¿Y cómo sigue?

El nunca la olvidó, fue su gran amor. Cuando jóvenes cuidaban una plantita.

¿Una plantita? ¿Un bonsái?

Eso, un bonsái. Decidieron comprar un bonsái para simbolizar en él el amor inmenso que los unía. Después todo se va a la mierda, pero él nunca la olvida. Hizo su vida, tuvo hijos, se separó, pero nunca la olvidó. Un día se entera de que ella ha muerto. Entonces decide rendirle un homenaje. Todavía no sé en qué consiste ese homenaje.

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