Caballeros de la Veracruz (6 page)

BOOK: Caballeros de la Veracruz
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Al ver que las carretas no dejaban de llegar, alimentando el fuego de las hogueras, haciendo crecer las pilas de objetos, Morgennes se sintió invadido por una especie de embriaguez. El pulso le martilleó en las sienes hasta aturdido, le dio vueltas la cabeza, le flaquearon las piernas. Estaba a punto de desmayarse cuando un mameluco lo sujetó por el brazo. La presión de su mano había sido más amistosa que hostil; Morgennes se lo agradeció con una ligera inclinación de cabeza, pero el mameluco permaneció impasible.

Un movimiento en la llanura atrajo su atención. Un hombre vestido enteramente de negro, montado sobre un caballo del mismo color, arrastraba tras de sí a una treintena de pobres diablos atados que lo seguían con grandes dificultades. El jinete iba al paso, pero los cautivos estaban tan cansados que Morgennes podía ver cómo sufrían, agotándose en el intento de mantener la marcha.

Uno de ellos se derrumbó.

Dos de los prisioneros trataron de levantar al desgraciado, que se desplomó de nuevo. Entonces el jinete descendió del caballo, cogió un odre que llevaba atado a la silla, se acercó al hombre tendido en el suelo y le dio de beber, a él y a sus dos compañeros. Luego el jinete volvió a su montura, y la pequeña caravana continuó su camino.

Un clamor ascendió hacia el cielo. Venía de la parte baja de la colina, no lejos de la imponente tienda que Morgennes suponía que era la de Saladino. Una sesentena de nobles, oficiales y esclavos estaba saliendo al exterior. A su cabeza marchaba la Espada del Islam, seguido de su escolta y de Sohrawardi, al-Afdal, Abu Shama y algunos prisioneros francos. A su vista, el clamor ganó fuerza. Se escucharon aclamaciones, aullidos de alegría, que eran para Morgennes como sablazos que descargaran sobre él. Las exclamaciones atronaban; los sonidos reventaban como gotas enormes; se ahogaba en aquella marea de palabras, se asfixiaba, no podía respirar. Morgennes ya no oía nada. Bruscamente todo se volvió negro. En su cabeza solo resonaba una palabra. No, no una palabra, sino una necesidad: «¡Beber!».

Sus labios, secos y agrietados, parecidos a esa tierra que el sol poniente pronto bañaría con su luz, se torcieron para pedir agua. Pero de ellos no salió ningún sonido. Pronto haría dos días que no bebía nada, dos días durante los cuales había visto cómo algunos compañeros se volvían locos y otros se tragaban su orina o la de su caballo, y luego morían, riendo y llorando a la vez. Morgennes era solo aridez. El calor no le arrancaba ya ni una gota de sudor; el dolor, ni una lágrima.

La presión del mameluco sobre su brazo se acentuó, y Morgennes se incorporó, dispuesto a librar el que tal vez sería su último combate: su encuentro con Saladino.

El sultán avanzaba entre los lienzos de su vida, esas páginas de seda en las que sería envuelto cuando muriera y que constituirían el epílogo, la última puntada. Por el momento pasaba revista a los guerreros que se habían distinguido en Hattin. Saladino se acercaba a cada uno de sus bravos, los abrazaba y hacía que les entre-garan un certificado que les permitiría ascender de grado, o recibir unas tierras o una renta si el soldado ya era viejo.

A veces el hombre recompensado se arrojaba a los pies del sultán y, deshaciéndose en lágrimas, se abrazaba a sus botas y las besaba con fervor. Enseguida un mameluco sujetaba al adorador para empujarlo violentamente hacia atrás: en 1176, un asesino había surgido de entre la multitud para asestar a Saladino un golpe en la cabeza con su daga. Por suerte, el sultán iba equipado con una cofia de mallas colocada bajo el fez, una protección que desde aquel día llevaría siempre. Hacía más de diez años que los ismailíes nizaritas multiplicaban las tentativas de asesinato. Los miembros de esta secta odiaban a Saladino, culpable a sus ojos de haber hecho caer el califato fatimí de Egipto, chií como ellos. Saladino era peor que aquellos perros cristianos. Era un traidor al que había que castigar a cualquier precio. El sultán, por su parte, les devolvía con creces ese odio, asediando una a una sus fortalezas en Siria. Un rumor afirmaba que se disponía a atacar la más poderosa en-tre ellas, situada en Persia: Alamut («el nido del águila»). Los mamelucos mantenían la mano en el pomo de la espada y Tughril examinaba a la multitud con la mirada; pero Saladino, por su parte, resplandecía. El sultán abrazó al último de sus hombres y se volvió hacia Morgennes con una mirada en la que brillaban la inteligencia y la curiosidad.

La luz era suave. El día se extinguía lentamente y en el cielo brillaban ya las primeras estrellas. Detrás de Saladino, antorchas blandidas por esclavos proyectaban sombras móviles sobre los rostros.

—De modo que... —empezó Saladino.

Pero apenas había abierto la boca cuando el resonar de unos cascos, acompañado de quejas y gritos, se dejó oír muy cerca. Los mamelucos desenvainaron sus sables y rodearon a Saladino, apartando a la multitud a empellones y golpeando a la gente con la hoja plana de la espada. Un jinete, con la cara sucia de hollín, se acercaba al galope.

El jinete saltó de su montura antes incluso de que el animal se hubiera detenido y se dirigió a grandes zancadas hacia Saladino. Un murmullo recorrió la multitud, que —temiendo que fuera un asesino— retrocedió asustada; entonces al-Afdal, el hijo menor de Saladino, exclamó:

—¡Primo Taqi!

A pesar de su vestimenta, al-Afdal había reconocido a su primo: Taqi ad-Din, el sobrino preferido de Saladino. Taqi era un hombre de carácter fuerte, un original al que nunca faltaban recursos ni argumentos, y el sultán tenía una confianza ciega en él. Saladino le había confiado el gobierno de Egipto, e incluso lo había colocado al frente del Yazak al-Dá'im, una unidad especial formada por los mejores jinetes del ejército sarraceno que oficialmente no existía. Las misiones del Yazak eran tan importantes como variadas: preparar el terreno cavando pozos en los puntos avanzados de los futuros bivaques del ejército; envenenarlos o inutilizarlos si caían en manos del enemigo; vigilar al adversario para prever sus movimientos y cortarle el acceso a sus fuentes de aprovisionamiento y de información; lanzar contra él ataques sorpresa con objeto de evaluar sus fuerzas; infiltrar a un agente en sus filas y sacarlo luego; tenderle emboscadas; destruir sus víveres, dañar su material, robar sus caballos, secuestrar a sus oficiales...

Taqi ad-Din hincó la rodilla ante Saladino, le besó la mano, balbuceó una excusa, y luego se volvió hacia Morgennes, quien reconoció enseguida al hombre que le había salvado la vida, y que también, hacía un momento, había conducido a treinta prisioneros él solo y les había dado de beber.

Morgennes siguió observando a Taqi mientras este se lavaba la cara con un trapo blanco. El sobrino de Saladino vestía un brial de paño negro y, extrañamente, no llevaba armadura. En cuanto a su arma, era fácil de reconocer: era la suya,
Crucífera
, la espada que le había dado Balduino IV y que había sido antes del buen rey Amaury. Una hoja que había vertido mucha sangre y que Taqi, al parecer, encontraba de su gusto.

La montura de Taqi era la misma con que había combatido la víspera en Hattin: simplemente, la había embadurnado también de negro. Como el animal había transpirado mucho, en algunos lugares el hollín se había corrido, revelando una soberbia yegua blanca. Unas hermosas orejas salían oblicuamente de su cabeza nerviosa, rematada por un tupé de crines blancas. Solo su dueño podía cogerla de la brida sin que coceara. Taqi le susurró unas palabras al oído, y la yegua se alejó dócilmente hacia la llanura.

Luego Taqi se alisó el bigote y se giró hacia su tío.

—De modo —dijo Saladino— que este es el hombre cuyo coraje me alabaste tanto...

—Sí, es él —respondió Taqi.

—¿Y quién es exactamente?

—Un valiente.

—¿Es todo lo que puedes decirme de este individuo que me has pedido que separara de los suyos?

—Perdonadme, tío, pero no sois vos quien lo ha separado: él mismo lo ha hecho. Ha dado pruebas de mayor valor y tenacidad que ningún otro cristiano. Además, seguía queriendo batirse cuando la batalla hacía tiempo ya que había terminado.

—Sin embargo, se rindió.

—Yo lo convencí para que lo hiciera. Alegrémonos de tener vivo, por una vez, a uno de esos valientes que la muerte nos arrebata con tanta frecuencia.

—Mmm... —murmuró Saladino, indeciso—. ¿Quieres que lo honre porque sigue con vida?

—Mi muy querido tío, esplendor del islam, por desgracia somos incapaces de honrarlo como merece. Este hombre se ha honrado a sí mismo al mostrarse a la altura de sus ideales. Rindiéndole homenaje, nos honraremos a nosotros mismos.

—Basta —cortó Saladino, que empezaba a encontrar irritante a Taqi—. Ha llegado el momento de pedir su opinión a aquel de quien acabamos de hablar—concluyó, poniendo la mano en el hombro a Morgennes, que, vencido por la sed, se había derrumbado de nuevo.

—¡Agua! —gimió.

—¡Tu nombre! —ordenó Saladino.

—Se muere —se interpuso Taqi—. Hay que darle de beber.

—Que diga primero su nombre —bufó Sohrawardi frotándose las manos.

En torno a ellos el silencio era total. Todos aguzaban el oído. Conocer el nombre de aquel caballero franco se había convertido en algo tan importante para ellos como saber el nombre secreto de los yinn, el nombre que tendrían en el paraíso, aquel con que las huríes los invitarían a unirse a ellas en el lecho.

—¡Agua! —repitió Morgennes con voz ronca.

—¡Dinos tu nombre! ¡Si no, te corto las orejas y la lengua y se las doy a Majnun! —tronó Saladino.

El sultán sacó de su vaina una hoja larga y la sostuvo ante los ojos de Morgennes. En su mente atormentada, este había comprendido que alguien le preguntaba su nombre. Pero ¿qué era un nombre? No tenía ni idea. Le parecía que oía aquella palabra por primera vez. No recordaba siquiera que algún día hubieran podido darle un nombre

—Se llama Morgennes —dijo entonces una voz.

Saladino volvió su espada hacia el que había hablado: Guillermo de Montferrat. El viejo caballero arrugaba nerviosamente entre sus manos un pañuelo negro y lanzaba miradas inquietas alrededor. Nunca en su vida había suscitado semejante atención. «Nunca en mi vida —pensó entonces— he pronunciado una frase tan grave...» Lo que acababa de hacer podía condenar a Morgennes a muerte. Montferrat ya se arrepentía de su acción.

—¿De modo que lo conoces? —siguió Saladino, acentuando la presión de los dedos en el hombro de Morgennes, en el lugar donde la víspera había penetrado una flecha.

—Es uno de nuestros caballeros, un pequeño noble, venido aquí hace más de veinte años... —respondió Montferrat, evasivo, con la cabeza inclinada en señal de deferencia.

Cada vez lamentaba más sus palabras.

—¿Y vosotros? —preguntó Saladino a los otros francos—. ¿Lo conocéis?

—Es del Hospital —dijo Gerardo de Ridefort con una sonrisa cruel.

Un murmullo de cólera se elevó de la multitud.

—¡Cómo! —se indignó Saladino, retirando bruscamente la mano del hombro de Morgennes—. ¡Quieres que recompense a un demonio!

—Tío... —dijo Taqi.

—¡Estabas al corriente! ¡Además, es a ti a quien debe el estar con vida! ¡Mataste incluso a uno de los nuestros para salvarlo! ¡Mira su tonsura! ¡Y su barba! Hubiera debido adivinarlo: ¡todo en su porte revela al monje caballero!

—¡Hay demonio en ti, lo sabía! —escupió Sohrawardi, pasando su mano arrugada sobre los párpados de Morgennes—. ¿De qué color era tu caballo?

—¿Por qué esta pregunta? —inquirió Saladino.

—Invoqué a los yinn poco antes del inicio del combate. «San Jorge participará», me dijeron, los yinn no siempre dicen la verdad, pero la presencia del obispo de Lydda en el campo de batalla me incita a creerlo, pues en esta ciudad precisamente nació el culto a este santo. Allí descansa, allí le rezan con el máximo fervor:..

—¿Es todo?

—Este Morgennes tiene el valor de san Jorge... Y, si tuviera su montura, no habría duda: este hombre y san Jorge serían una única persona.

—Si no puede ni decir su nombre, ¿por qué habría de decirnos el color de su caballo?

—Para salvar su vida...

—Respondería cualquier cosa. Por otra parte, es imposible verificarlo. Dime más bien por qué es tan importante para ti saber si Morgennes es san Jorge.

—Su sangre es poderosa —musitó Sohrawardi—. El que se baña en ella se hace invencible.

—¡No os dejéis engañar por estas palabras! —intervino Taqi—. ¡Ya podéis ver que está herido! ¡Tiene una herida en el costado y otra en el hombro! —Se acercó a Saladino y le cogió la mano—. ¡Vuestra mano, tío, está cubierta de sangre! Al apoyaros sobre él, habéis vuelto a abrir la herida causada por la flecha... ¿Es esto un signo de invulnerabilidad?

—No recompensaré a este hombre —decretó Saladino, retirando su mano—. No sé si es o no san Jorge. En cambio, es un hecho incontestable que es del Hospital. Tengo un trato que proponer a estos caballeros, igual que a los del Temple, cuyos términos expondré mañana por la mañana, al salir el sol.

El sultán esperó un instante, y luego, viendo que Taqi se disponía a responderle, lo conminó a guardar silencio y, mirando a Morgennes, dijo:

—No tendrás recompensa, pero, de todos modos, tengo algo que darte. No es dinero, pues pronto no tendrás ya necesidad de él; no son tierras, de las que no podrías disponer; no es un título, pues ningún título tiene valor para quien cree en Dios; pero te concedo mi estima, ya que me pareces digno de ella —dijo mirando al rey de Jerusalén y a Gerardo de Ridefort—. Que lo lleven con los suyos. ¡Dadle de comer, pero, sobre todo, no de beber!

Saladino había hablado.

El sultán continuaba ya su camino hacia el terraplén situado en la cima de la colina de Hattin, donde había ordenado qué se construyera una pequeña estela conmemorativa, cuando la voz de Sohrawardi se elevó de nuevo tras él:

—¡Pido ver la espada de este caballero!

—¿Por qué? —tronó Saladino, visiblemente irritado.

—Si este hombre es san Jorge, la hoja de su arma estará hecha de un acero especial, particularmente ligero y resistente. O bien ocultará una reliquia en la empuñadura... En cualquier caso, hay que examinarla.

Una chispa de interés brilló en la mirada de Saladino.

—¿Alguien sabe dónde se encuentra su espada?

Nadie respondió.

Taqi no decía nada, esperando que nadie se fijara en el arma que llevaba al cinto. El sobrino de Saladino contaba con el hecho de que la mayoría de las armas tomadas al enemigo se encontraban amontonadas al pie de la colina, a la espera de ser repartidas entre las tropas del sultán.

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