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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (113 page)

BOOK: Casa desolada
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Esas últimas palabras se las dirigió a Ada, que estaba sentada a su lado. Como ella tenía la cara vuelta hacia él, y no hacia mí, yo no podía verla.

—Nos va muy bien —prosiguió Richard—. Ya os lo dirá Vholes. La verdad es que las cosas marchan. No paramos un minuto. Vholes conoce todos los giros y los recovecos, y atacamos en todos los terrenos. Ya los tenemos asombrados. ¡Os aseguro que vamos a despertar a esa banda de dormilones!

Desde hacía mucho tiempo, su optimismo me causaba más dolor que su melancolía; era algo tan distinto del verdadero optimismo, contenía algo tan feroz en su determinación de ser optimista, era tan hambriento y tan ansioso, y sin embargo tan consciente de ser forzado e insostenible, que desde hacía tiempo me había tocado el corazón. Pero el comentario que aquel optimismo le había dejado impreso indeleblemente en su atractivo rostro hacía que resultara todavía más preocupante que de costumbre. Digo indeleblemente, pues me sentía persuadida de que si jamás se pudiera terminar la famosa causa, conforme a sus mejores esperanzas, aquella misma hora, las huellas de la ansiedad prematura, del autorreproche y de la desilusión que le había dejado quedarían impresas en sus rasgos hasta la hora de su muerte.

—La visión de nuestra querida mujercita —dijo Richard, mientras Ada permanecía en silencio e inmóvil— me resulta algo tan natural, y su rostro compasivo es tan igual al de los viejos tiempos…

—¡Ah! No, no. —Sonreí y negué con la cabeza.

—… tan exactamente igual al de los viejos tiempos —continuó Richard con su tono más cordial, y tomándome la mano con aquella mirada fraternal que nada hizo cambiar jamás—, que con ella no puedo andarme con engaños. Es verdad que yo fluctúo un poco. A veces tengo esperanzas, querida mía, y a veces… no es que desespere, pero casi. ¡Es que me canso mucho! —dijo Richard soltándome suavemente la mano y poniéndose a dar vueltas por la habitación.

Siguió dando vueltas un rato y después se dejó caer en el sofá, repitiendo sombrío:

—Me canso mucho, mucho. ¡Es un trabajo tan fatigoso!

Se apoyaba en un brazo al decir aquellas palabras en voz baja y meditabunda, y miraba al suelo, cuando se levantó mi niña, que se quitó el sombrero, se arrodilló a su lado con sus cabellos dorados caídos como rayos de sol sobre la cabeza de él, le echó los brazos al cuello y volvió la cara hacia mí. ¡Y qué cara tan amante y abnegada vi entonces!

—Esther, querida mía —me dijo con gran calma—, no voy a volver a casa.

De pronto se me hizo la luz.

—Nunca más. Voy a quedarme con mi bienamado marido. Hace más de dos meses que nos casamos. Vete a casa sin mí, mi querida Esther; ¡yo no vuelvo más a casa! —y con aquellas palabras mi niña dejó caer la cabeza sobre el pecho y la dejó así. Y si alguna vez en mi vida he visto un amor que no pudiera cambiar nada más que la muerte, lo vi entonces ante mí.

—Díselo a Esther, querida mía —dijo Richard, rompiendo el silencio al cabo de un rato—. Cuéntale lo que pasó.

Fui hacia ella antes de que ella viniera hacia mí y la acogí en mis brazos. No hablamos ninguna de las dos, pero con su mejilla al lado de la mía, no quería oír nada.

—Cariño mío —le dije—. Amor mío, pobrecita mía—, pues la compadecía mucho. Yo le tenía mucho cariño a Richard, pero el impulso que me vino fue el de compadecerla a ella.

—Esther, ¿me podrás perdonar? ¿Me podrá perdonar mi primo John?

—Querida mía —le contesté—, el sólo dudarlo ya es hacerle una grave injusticia. ¡Y en cuanto a mí!… En cuanto a mí, ¿qué es lo que tengo que perdonar yo?

Le sequé los ojos a mi pobrecita niña y me senté a su lado en el sofá, con Richard a mi otro lado, mientras yo recordaba aquella otra noche tan diferente cuando habían confiado en mí por primera vez y me habían dicho a su estilo propio y despreocupado cómo iban las cosas entre ellos.

—Todo lo mío era de Richard —dijo Ada—, y Richard no quería tomarlo, Esther, y, ¿qué iba yo a hacer más que ser su esposa cuando lo quiero tanto?

—Y tú estabas tan ocupada en algo tan meritorio, querida señora Durden, excelente señora Durden —dijo Richard—, que, ¿cómo íbamos a hablarte en aquellos momentos? Y, además, no era nada que no viniéramos pensando desde hacía mucho tiempo. Salimos una mañana y nos casamos.

—Y cuando estuvo hecho, querida mía —siguió diciendo Ada—, yo no pensaba más que en cómo decírtelo y en qué sería lo mejor. Y a veces me parecía que lo mejor sería decirte las cosas inmediatamente, y otras que no tenías por qué saberlo, y que había que mantenerlo oculto a mi primo John, y no sabía qué hacer y estaba muy preocupada.

¡Qué egoísta debía de haber sido yo para que no se me hubiera ocurrido antes! No sé qué dije entonces. ¡Lo lamentaba tanto, y al mismo tiempo les tenía tanto cariño, y estaba tan contenta de que ellos me tuvieran cariño, me daban tanta pena, y al mismo tiempo sentía una especie de orgullo de que se quisieran tanto! Nunca había experimentado una emoción tan dolorosa y tan placentera al mismo tiempo, y en el fondo de mi corazón no sabía qué era lo que predominaba. Pero no era función mía el oscurecer su camino, así que no lo hice.

Cuando me sentí menos estupefacta y más compuesta, mi niña se sacó del seno su anillo de bodas, lo besó y se lo puso. Entonces me acordé de la noche anterior y le dije a Richard que desde que se habían casado ella siempre se lo ponía por la noche cuando no se lo podía ver nadie. Ada, entonces, me preguntó ruborizada cómo lo sabía yo. Y yo le dije a Ada que había visto que escondía la mano bajo la almohada y no se me había ocurrido el motivo. Todo con expresiones de cariño mutuas. Entonces empezaron a contarme otra vez lo que había ocurrido, y yo empecé otra vez a sentir pesar y alegría al mismo tiempo, y a esconder mi cara de vieja desfigurada todo lo que podía, para no desanimarlos.

Así fue pasando el tiempo, hasta que fue necesario pensar en volver a casa. Cuando llegó aquel momento, fue el peor de todos, porque fue entonces cuando mi niña se deshizo totalmente. Se me colgó al cuello, diciéndome todas las cosas cariñosas que se podían imaginar, y que qué iba a hacer sin mí. Tampoco Richard se portó mucho mejor, y en cuanto a mí, hubiera sido la peor de los tres de no haberme dicho severamente: «¡Vamos, Esther, si te portas así, no te vuelvo a dirigir la palabra en la vida!».

—Bueno, la verdad —dije— es que nunca he visto a una recién casada así. No creo que quiera a su marido en absoluto. Vamos, Richard, quédate con esta niña, por el amor del cielo —pero mientras lo decía la tenía abrazada, y hubiera podido seguir llorando no sé cuánto tiempo—. Advierto a los recién casados —continué diciendo— que me voy, pero volveré mañana, y que me voy a pasar la vida yendo y viniendo, hasta que Symond's Inn ya no me pueda soportar. Por eso no te digo adiós, Richard. ¡No valdría de nada cuando sabes que vas a volver a verme dentro de muy poco!

Ya le había entregado a mi niña y quería irme, pero me quedé un momento más para mirar aquella cara tan bonita, que parecía romperme el corazón al marcharme.

Así que dije (con tono alegre y activísimo) que si no me alentaban más a volver, no estaba segura de quererme tomar esa libertad, ante lo cual mi niña levantó la vista, con una débil sonrisa entre lágrimas, y tomé su encantadora cara entre mis manos, le di un último beso, me reí y me marché.

Y cuando llegué abajo, ¡ay, cuánto lloré! Casi me pareció que había perdido para siempre a mi Ada. Me sentía tan sola y tan vacía sin ella, y me resultaba tan triste el irme a casa sin esperanzas de volver a verla en ella, que tardé un rato en tranquilizarme y tuve que pasearme un rato en torno a una esquina sombría mientras gemía y lloraba.

Por fin me fui calmando, tras reñirme a mí misma, y tomé un coche para ir a casa. El pobre muchacho que había encontrado yo en St. Albans había reaparecido hacía poco tiempo y estaba al borde de la muerte; de hecho, ya había muerto, aunque yo no lo sabía. Mi Tutor había salido a preguntar cómo estaba, y no había vuelto a cenar. Como yo estaba completamente sola, volví a llorar un poquito, aunque en general creo que no me porté tan mal.

Era perfectamente natural que todavía no me acostumbrase a la pérdida de mi niña. Tres o cuatro horas no eran demasiado tiempo, al cabo de los años. Pero no podía dejar de pensar en el escenario inhóspito en el que la había dejado, y me parecía algo tan hosco, y sentía tantos deseos de hallarme a su lado y de cuidar de ella de una forma u otra, que decidí volver aquella noche, aunque sólo fuera para mirar a sus ventanas.

Era una locura, no cabe duda, pero entonces no me lo pareció, y todavía ahora no me lo acaba de parecer. Se lo confié a Charley, y salimos al caer la tarde. Ya era de noche cuando llegamos al extraño nuevo hogar de mi niña, y se veía una luz tras las persianas amarillas. Pasamos por allí en silencio tres o cuatro veces, mirando hacia ellas, y casi nos tropezamos con el señor Vholes, que salió de su bufete mientras estábamos nosotras allí y también miró hacia arriba antes de irse a su casa. La visión de aquella figura negra y flaca, y el aire solitario de aquel rincón en la oscuridad coincidían con mi estado de ánimo. Pensé en la juventud, en el amor y en la belleza de mi querida niña, metida en tan impropio refugio, casi como si fuera un lugar de encierro.

Todo estaba solitario y silencioso, y no dudé de que podría subir a salvo las escaleras. Dejé a Charley abajo y subí con pasos cautelosos, sin que me molestara el leve resplandor de las débiles lámparas de petróleo que había por el camino. Escuché un momento, y en medio del silencio decadente del edificio, creí oír el murmullo de sus voces juveniles. Posé los labios sobre el panel funerario de la puerta, como si besara a mi tesoro, y volví a bajar calladamente, pensando que algún día confesaría mi visita.

Y verdaderamente me sentó bien, pues aunque nadie más que Charley y yo se enteró de aquello, pensé que en cierto sentido había reducido la distancia entre Ada y yo y nos habíamos vuelto a reunir durante aquel instante. Volví a casa, no del todo acostumbrada al cambio, pero sintiéndome mejor por haberme cernido en las cercanías de mi tesoro.

Mi Tutor había vuelto, y estaba pensativo junto a la ventana oscura. Cuando entré yo se le iluminó la cara y fue a sentarse, pero advirtió mi expresión cuando me senté yo.

—Mujercita —me dijo—, has estado llorando.

—Pues sí, Tutor —contesté—, me temo que sí he llorado un poco. Ada ha estado pasando por un mal trance y está muy triste, Tutor.

Apoyé el brazo en el respaldo de su silla, y vi en su mirada que mis palabras, y mi vistazo a la silla vacía de ella lo habían preparado.

—¿Se ha casado, hija mía?

Se lo conté todo, y cómo lo primero que había rogado ella era que la perdonase.

—No necesita mi perdón —dijo—. ¡Que Dios la bendiga, a ella y a su marido! —Pero al igual que mi primer impulso había sido compadecerla, lo mismo le pasó a él—: ¡Pobrecita, pobrecita! ¡Pobre Rick! ¡Pobre Ada!

Después de eso ninguno de los dos dijimos nada, y al cabo de un instante continuó él con un suspiro:

—¡Bueno, bueno, hija mía! Casa Desolada se va despoblando a toda velocidad.

—Pero allí sigue su señora, Tutor —aunque me daba apuro decirlo, lo aventuré ante el tono triste con que había hablado él—, y hará todo lo posible para que reine la felicidad en ella.

—¡Y lo logrará, amor mío!

La carta no había producido ninguna diferencia entre nosotros, salvo que el asiento a su lado había pasado a ser el mío, y ahora tampoco la producía. Volvió a mí su antigua mirada luminosa y paternal, tomó una de mis manos en las suyas, a su viejo estilo, y volvió a decir:

—Y lo logrará, querida mía. Sin embargo, Casa Desolada se está despoblando a toda prisa, ¡ay, mujercita!

Poco después hube de lamentar que en aquel momento no habláramos más del asunto. Me sentí un tanto desilusionada. Temí no haber sido todo lo que quería ser, desde la carta y la respuesta.

52. Obstinación

Pero llegó otro día cuando a primera hora de la mañana, cuando íbamos a desayunar, llegó corriendo el señor Woodcourt con la asombrosa noticia de que se había cometido un horrible asesinato por el cual habían detenido al señor George. Cuando nos dijo que Sir Leicester Dedlock había ofrecido una gran recompensa por la captura del asesino, no comprendí, en mi consternación inicial, por qué, pero unas palabras más me revelaron que el muerto era el abogado de Sir Leicester, e inmediatamente llegó a mi recuerdo el horror que le tenía mi madre.

La desaparición imprevista y violenta de alguien a quien ella vigilaba y de quien desconfiaba desde hacía mucho tiempo, y que durante mucho tiempo la había vigilado a ella y desconfiado de ella; de alguien por quien ella podía haber sentido pocos instantes de benevolencia, por temer siempre en él a un enemigo secreto y peligroso, me pareció tan terrible que en quien primero pensé fue en ella. ¡Qué horrible enterarse de una muerte así y no poder sentir pena! ¡Qué horrible recordar, quizá, que a veces había incluso deseado que desapareciera aquel anciano al que tan repentinamente habían quitado la vida!

Tal cúmulo de reflexiones, que aumentaban el apuro y el temor que sentía yo siempre que se mencionaba el nombre, me causó tal agitación que apenas si pude seguir a la mesa. No pude seguir en absoluto la conversación hasta que tuve algún tiempo para recuperarme. Pero cuando volví en mí y vi lo impresionado que estaba mi Tutor y observé que estaban hablando muy en serio del sospechoso, y recordando todas las opiniones favorables que nos habíamos formado de él, de lo bueno que sabíamos que era, mi interés y mis temores por él fueron tan fuertes que recuperé todas mis fuerzas:

—Tutor, ¿no creerá usted posible que esa acusación sea justa?

—Querida mía, no
puedo
creerlo. Este hombre a quien hemos visto tan sincero y compasivo, que aúna la fuerza de un gigante con la dulzura de un niño, que parece ser uno de los hombres más valerosos de este mundo, y es tan sencillo y tan discreto al respecto, ¿este hombre acusado justamente de tamaño crimen? No puedo creerlo. No es que no lo crea o no lo quiera creer. ¡Es que no puedo!

—Ni yo tampoco —dijo el señor Woodcourt—. Pero, independientemente de lo que creamos y de lo que sabemos de él, más vale no olvidar que algunas de las apariencias están en contra suya. Sentía animosidad contra el muerto. La ha mencionado abiertamente en varios sitios. Se dice que se ha expresado violentamente en contra suya, y, desde luego, que yo sepa, es cierto. Reconoce que estaba solo, en la escena del crimen, en los minutos inmediatos a que éste se cometiera. Yo creo sinceramente que es inocente de toda participación en él, tanto como yo mismo, pero todas ésas son razones para que recaigan en él las sospechas.

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