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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

Casa desolada (140 page)

BOOK: Casa desolada
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—No hemos entrado en eso —repitió el señor Vholes, como si su voz baja y dirigida hacia sí mismo fuera un eco.

—Ha de reflexionar usted, señor Woodcourt —observó el señor Kenge, utilizando su espátula de plata de forma tranquilizadora y persuasiva—, que ésta ha sido una gran causa, que ésta ha sido una larga causa, y que ésta ha sido una compleja causa. Se ha calificado a Jarndyce y Jarndyce, no sin razón, de Monumento a la Práctica de la Cancillería.

—Y la Paciencia ha intervenido mucho en ella —dijo Allan.

—¡Muy bien, sí, señor! —contestó el señor Kenge, con aquella risa suya condescendiente— ¡Muy bien! Debe usted, además, reflexionar, señor Woodcourt —con un tono tan digno que se aproximaba a la severidad—, que en las múltiples dificultades, contingencias, ficciones magistrales y formas de procedimiento de esta gran causa se han invertido estudio, elocuencia, conocimiento, intelecto, señor Woodcourt, intelecto de gran nivel. Durante años y años, ah… diría yo que la flor del Colegio y los… ah… frutos maduros de otoño del Canciller… se han dedicado a Jarndyce y Jarndyce. Si el público se ha beneficiado, y si el país se ha visto adornado, por esta magnífica Erudición, de alguna forma hay que pagar todo esto, señor mío.

—Señor Kenge —intervino Allan, que pareció comprenderlo de golpe—, mil perdones. Tenemos prisa. ¿He de entender que toda la herencia queda absorbida por las costas?

—¡Jem! Eso creo —respondió el señor Kenge—. Señor Vholes, ¿qué dice usted?

—Eso creo —dijo el señor Vholes.

—¿De modo que el pleito desaparece y se desvanece?

—Probablemente —dijo el señor Kenge—. ¿Señor Vholes?

—Probablemente —dijo el señor Vholes.

—Alma mía —susurró Allan—, ¡esto va a destrozarle el corazón a Richard!

Tenía tal gesto de aprensión, y conocía tan bien a Richard, y también yo había advertido hasta tal punto el declive gradual de éste, que ahora lo que me había dicho mi niña en la plenitud de su amor y sus presentimientos me sonó como un toque a muerto.

—Si busca usted al señor C, señor mío —dijo el Vholes, viniendo tras nosotros—, lo encontrará usted en el Tribunal. Ahí lo dejé descansando un poco. Buenos días, señor mío; buenos días, señorita Summerson —y al dedicarme una de aquellas miradas devoradoras suyas, mientras retorcía los cordones de su saca, antes de correr con ella tras el señor Kenge, la benigna sombra de cuya presencia y conversación parecía temeroso de abandonar, exhaló un pequeño jadeo como si se hubiera tragado el último trozo de su cliente, y su silueta negra, abotonada y lustrosa se fue deslizando hacia la puerta baja que había al final del Hall.

—Amor mío —me dijo Richard—, déjame por un momento, que me haga cargo de lo que me has confiado. Ve a casa con esta información y después ven a casa de Ada.

No le permití que fuera a buscarme un coche, sino que le rogué que fuera en busca de Richard sin perder un momento y que me dejara hacer lo que me había dicho. Llegué corriendo a casa, vi a mi Tutor y le fui contando gradualmente las noticias que le traía.

—Mujercita —me dijo, muy tranquilo por lo que a él respectaba—, el haber terminado con el pleito es una bendición más grande que lo que hubiera podido yo esperar. ¡Pero mis pobres jóvenes primos!

Estuvimos hablando de ellos toda la mañana y comentando lo que se podría hacer. Por la tarde, mi Tutor me acompañó a Symond's Inn y me dejó a la puerta. Subí las escaleras. Cuando mi niña oyó mis pasos salió al descansillo y me echó los brazos al cuello, pero pronto se recompuso y me dijo que Richard había preguntado por mí varias veces. Allan lo había encontrado sentado en un rincón del Tribunal, según me dijo Ada, como una estatua de piedra. Al llamarlo se despertó, e hizo como si se dispusiera a hablar en voz feroz con el Juez. Se detuvo porque se le llenó la boca de sangre, y Allan lo había traído a casa.

Estaba tumbado en un sofá con los ojos cerrados cuando entré yo. En la mesa había unos reconstituyentes; la habitación estaba todo lo ventilada que era posible, con las luces apagadas y en silencio. Allan estaba a su lado y lo contemplaba con gesto grave. Me dio la sensación de que estaba muy pálido, y ahora que yo lo veía sin que él me viera a mí, advertí cabalmente, por primera vez, lo demacrado que estaba. Pero tenía mejor aspecto que desde hacía muchos días.

Me senté a su lado en silencio. Al cabo de un rato abrió los ojos y dijo con voz débil, pero con su antigua sonrisa:

—Señora Durden, ¡dame un beso, querida mía!

A mí me reconfortó y me sorprendió mucho el ver que en su mal estado estaba animado y miraba hacia el futuro. Me comentó que en su matrimonio se sentía más feliz de lo que pudiera decirme con palabras. Mi marido había sido un ángel de la guardia para él y para Ada, y nos bendecía a ambos y nos deseaba toda la felicidad que nos pudiera traer la vida. Casi me pareció que se me destrozaba el corazón cuando vi que tomaba la mano de mi marido y se la llevaba al pecho.

Hablamos del futuro todo el tiempo posible, y dijo varias veces que tenía que venir a nuestra boda si para entonces podía tenerse en pie. Dijo que ya lograría Ada llevarlo como fuese. Pero cuando mi niña le dijo: «¡Sí, claro, mi querido Richard!», y le habló con tanta serenidad y esperanza, con tanta belleza, de la ayuda que iba a llegarle tan pronto, … ¡lo supe…, lo supe!

No le convenía hablar demasiado, y cuando él se callaba también callábamos los demás. Yo seguía sentada a su lado y haciendo como que bordaba algo para mi niña, dado que él siempre bromeaba diciéndome que no era capaz de estar quieta. Ada se inclinó sobre su almohada y le puso el brazo bajo la cabeza. El se quedaba dormido a ratos, y cuando se despertaba sin verlo, lo primero que preguntaba era: «¿Dónde está Woodcourt?».

Había llegado la tarde cuando levanté la vista y vi que en el corredor estaba mi Tutor. «¿Quién es, señora Durden?», me preguntó Richard. Tenía la puerta a sus espaldas, pero había visto por mi gesto que había alguien. Miré a Allan para pedirle consejo y cuando él asintió para decir que «sí», me incliné hacia él y se lo dije. Mi Tutor vio lo que pasaba, se acercó en silencio a mí en un instante y puso una mano sobre las de Richard.

—¡Ay, señor —dijo Richard—, es usted muy bueno, muy bueno! —y rompió a llorar por primera vez.

Mi Tutor, imagen pura de bondad, se sentó en mi lugar y mantuvo su mano en las de Richard.

—Mi querido Rick —le dijo—, ya se han disipado las nubes y ha salido el sol. Ya podemos ver. Rick, todos estábamos más o menos engañados. ¡Qué importa! Y, ¿cómo estás, mi querido muchacho?

—Estoy muy débil, primo, pero espero recuperarme. Tengo que empezar el mundo.

—Eso es, ¡muy bien! —exclamó mi Tutor.

—Pero ahora no voy a empezarlo como antes —dijo Richard con una sonrisa triste—. Ya he aprendido una lección, primo. Ha sido duro, pero puede usted tener la seguridad de que la he aprendido.

—Muy bien, muy bien —dijo mi Tutor, reconfortándolo—, muy bien, muy bien, hijo mío!

—Estaba pensando, primo —siguió diciendo Richard—, que lo que más me gustaría ver en el mundo es ver la casa de ellos: la casa de la señora Durden y del señor Woodcourt. Si pudieran sacarme de aquí en cuanto esté más fuerte, creo que allí empezaría a recuperarme mejor que en ninguna otra parte.

—Pues eso mismo pensaba yo, Richard —comentó mi Tutor—, y lo mismo nuestra mujercita, y de eso estábamos hablando hoy mismo. Estoy seguro de que su marido no tendrá ninguna objeción. ¿Qué te parece?

Richard sonrió y levantó el brazo para tocarlo a él, que permanecía a su lado, a la cabecera del sofá.

—No digo nada de Ada —dijo Richard—, pero pienso en ella y he estado pensando mucho en ella. ¡Mírela! ¡Mírela aquí, primo, inclinada sobre esta almohada cuando es ella quien tanto necesita descansar, mi gran amor, mi pobrecita!

La tomó en sus brazos y ninguno de nosotros habló. Fue soltándola gradualmente, y ella nos miró a nosotros, miró al cielo y movió los labios.

—Cuando llegue a Casa Desolada —siguió diciendo Richard—, tendré muchas cosas que decirle a usted, primo, y usted tendrá muchas cosas que enseñarme. Vendrá usted, ¿verdad?

—Sin duda, mi querido Rick.

—Gracias; es digno de usted, digno de usted —dijo Richard—. Pero todo es digno de usted. Ya me han contado cómo lo planeó usted todo, y cómo recordó usted los gustos y las pequeñas manías de Esther. Será como volver otra vez a la vieja Casa Desolada.

—Y espero que también a ésa vuelvas, Richard. Ya sabes que ahora vivo solo, y si vienes a verme será un acto de caridad. Un acto de caridad el que volváis, amor mío —repitió a Ada, mientras le pasaba la mano blandamente por el dorado cabello y se llevaba un rizo de éste a los labios (y yo creo que se prometió en su fuero interno el protegerla si se quedaba sola).

—¿Ha sido una pesadilla? —preguntó Richard, apretando angustiado las manos de mi Tutor.

—Nada más que eso, Rick. Nada más.

—Y como usted es tan bueno, ¿podrá perdonarla como tal y compadecerse del que la tuvo, y ser paciente y amable cuando se despierte?

—Claro que sí. ¿Qué soy yo más que otro soñador, Rick?

—¡Voy a empezar el mundo! —dijo Richard con una luz en la mirada.

Mi marido se acercó un poco más a Ada, y vi que levantaba solemnemente la mano para advertir a mi Tutor.

—Cuando me vaya de aquí a ese país amable donde se encuentran los viejos tiempos, ¿dónde hallaré las fuerzas para decir todo lo que ha sido Ada para mí, dónde podré recordar mis múltiples errores y cegueras, dónde me voy a preparar para guiar a mi hijo que va a nacer? —preguntó Richard—. ¿Cuándo me voy?

—Mi querido Rick, en cuanto tengas las fuerzas suficientes —respondió mi Tutor.

—¡Ada, amor mío!

Trató de levantarse algo. Allan lo recostó para que ella pudiera abrazarlo contra su seno, que era lo que quería él.

—Te he hecho mucho daño, cariño. He caído en tu camino como una pobre sombra perdida, te has casado conmigo en la pobreza y los problemas, he tirado tu herencia a los vientos. ¿Me podrás perdonar todo eso, Ada mía, antes de que empiece yo el mundo?

Cuando Ada se inclinó a besarlo, una sonrisa iluminó la faz de Rick. Lentamente fue apoyándose en el seno de ella, fue apretándole más los brazos al cuello y con un último gemido empezó el mundo. No este mundo, ¡Ay, no, no éste! El mundo que corrige a éste.

Cuando todo estaba en silencio, muy tarde, la pobre loca de la señorita Flite llegó llorando a verlo y me dijo que había puesto en libertad a todos sus pajaritos.

66. Allá en Lincolnshire

En estos días alterados ha caído un silencio sobre Chesney Wold, al igual que sobre una parte de la historia de la familia. Se dice que Sir Leicester ha pagado a algunos que podrían contar historias para que mantengan el silencio, pero no hay mucha gente que se lo crea y todo va desvaneciéndose en susurros y murmullos débiles, y en cuanto cae sobre ello una chispa caliente de la vida, en seguida desaparece. Se sabe con seguridad que la bella Lady Dedlock yace en el mausoleo del parque, donde los árboles forman una bóveda y por las noches se oye al búho que pulula en el bosque, pero lo que es un misterio es cuándo la han traído a casa para yacer bajo los ecos de ese lugar solitario, y cómo murió. Algunas de sus amistades más antiguas, que se encuentran sobre todo entre las damiselas de mejillas de melocotón y gargantas de esqueleto, se han preguntado alguna vez como si fueran bellezas reducidas a flirtear con la lúgubre muerte, después de haber perdido a todos sus pretendientes, que se extrañaban de que cuando se reunía todo el Wold, cómo era que las cenizas de los Dedlock, enterradas en el mausoleo, nunca se erguían en contra de aquella profanación de su compañía. Pero los Dedlock, muertos hace tanto tiempo, se lo toman con mucha calma, y que se sepa nunca han formulado objeciones.

Desde los helechos del fondo del valle, y por el camino de los jinetes que serpentea entre los árboles, a veces llega a este lugar solitario el sonido de los cascos de caballos. Entonces se puede ver a Sir Leicester, inválido, encorvado y casi ciego, pero todavía de buena presencia, que cabalga con un hombre fornido a su lado, siempre atento a sus bridas. Cuando llegan a un cierto punto junto a la puerta del mausoleo, el caballo de Sir Leicester, que ya está acostumbrado, se detiene solo, y Sir Leicester se quita el sombrero y se queda inmóvil unos momentos antes de volver a partir.

El audaz Boythorn sigue en guerra, aunque a intervalos inciertos, a veces más caliente y otras más fría, pues arde como un fuego irregular. Según se dice, cuando Sir Leicester vino a quedarse en Lincolnshire para siempre, el señor Boythorn mostró un deseo manifiesto de abandonar su servidumbre de paso y hacer lo que Sir Leicester quisiera, pero como Sir Leicester creyó que aquello era una condescendencia a su enfermedad o a su mala fortuna, montó en cólera, y se sintió tan magníficamente ofendido que el señor Boythorn se consideró obligado a cometer una infracción flagrante a fin de que su vecino volviera en sí. Análogamente, el señor Boythorn sigue colocando carteles tremendos en el camino y (siempre con su pájaro posado en la cabeza) manifestándose vehemente contra Sir Leicester desde el santuario de su propia casa, y análogamente también sigue desafiándolo como siempre en la iglesita, haciendo como si sencillamente no creyera en su existencia. Pero, según se murmura, si bien sigue manifestando ferocidad contra su viejo enemigo, en realidad es de lo más considerado, y Sir Leicester, en la dignidad de su implacabilidad, no se da cuenta de hasta qué punto le están siguiendo el apunte. Igual que no se da cuenta de hasta qué punto él y su antagonista han sufrido con los destinos de las dos hermanas, y su antagonista, que ya sí lo sabe, no es persona que vaya a decírselo. Y así continúa la disputa, para satisfacción de ambos.

En uno de los pabellones del parque, el pabellón que no se puede ver desde la casa, en el que, hace tiempo, cuando se desencadenaban las aguas sobre Lincolnshire, Milady iba a ver a la niña del guarda, es donde está alojado el hombre fornido, el soldado: En las paredes cuelgan algunas reliquias de su antigua vocación, y el mantenerlas brillantes constituye el recreo escogido de un hombrecillo cojo que recorre los establos. Y es un hombrecillo que siempre está ocupado, sea en limpiar las puertas del armario de los jaeces, las espuelas, los palafrenes, las sillas, todo lo que hace falta limpiar en un establo; es una vida de constante fricción. Es un hombrecillo peludo, inválido, como un perro viejo sin raza determinada, que ha sufrido muchos golpes. Responde al nombre de Phil.

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