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Authors: Patricia Cornwell

Causa de muerte (11 page)

BOOK: Causa de muerte
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—Pues porque en la universidad y en el MIT no dan clases sobre ese tipo de gente —fue su respuesta.

5

A
l amanecer, acostada en la cama, eché un vistazo por la ventana al patio trasero de la casa de Mant. La nieve formaba un manto muy grueso y se apilaba contra la pared. Más allá de la duna, el sol se reflejaba en el mar bruñido. Cerré un instante los ojos y pensé en Benton Wesley. Me pregunté qué diría del lugar donde vivía en aquel momento y qué nos diríamos cuando nos encontráramos, dentro de unas horas. No habíamos hablado desde la segunda semana de diciembre, cuando acordamos poner fin a nuestra relación.

Me volví de lado al oír unas cautas pisadas y me envolví con la ropa de cama hasta las orejas. Noté que Lucy se inclinaba sobre mí desde el borde de la cama.

—Buenos días, mi sobrina favorita del mundo —murmuré.

—Soy tu única sobrina en el mundo. —Era su eterna respuesta—. ¿Y cómo has sabido que era yo?

—Mejor que lo fueras. Cualquier otro habría podido resultar malparado.

—Te he traído café.

—Eres un ángel.

—Ya. Es lo que todo el mundo dice de mí.

—Sólo pretendía ser amable —dije con un bostezo.

Lucy se inclinó más para abrazarme y capté el olor del jabón inglés que le había dejado en el cuarto de baño. Noté su fuerza física, la firmeza de su cuerpo, y me sentí vieja.

—Me haces sentir fatal. —Me coloqué boca arriba, con las manos detrás de la cabeza.

—¿Por qué dices eso? —Lucy llevaba uno de mis holgados pijamas de franela y tenía una expresión de desconcierto.

—Porque creo que yo ni siquiera podría terminar el Camino de Adoquines Amarillos —respondí, en referencia a la pista de obstáculos de la Academia.

—No he conocido a nadie que lo considerase fácil.

—Para ti lo es.

—Bueno..., ahora sí —dijo ella, titubeante—. Pero tampoco se trata de que tú estés a la altura de los miembros del Grupo de Rescate..

—Es un alivio...

Lucy guardó silencio unos instantes, y luego añadió con un suspiro:

—¿Sabes una cosa, tía? Me mosqueé un montón cuando la Academia decidió enviarme otra vez a la Universidad de Virginia durante un mes, pero quizá termine por agradecerlo. Allí puedo trabajar en el laboratorio, montar en bici y mantenerme en forma corriendo por el campus como una persona corriente.

Lucy no era una persona corriente y nunca lo sería. Yo había llegado a la conclusión de que, por desgracia, las personas con cocientes de inteligencia tan altos como el suyo son tan distintas de los demás como los retrasados mentales. La observé mientras miraba por la ventana. La nieve empezaba a brillar. Las primeras luces de la mañana iluminaban los cabellos de mi sobrina con un tono entre rosa y dorado y me maravillé de estar emparentada con una muchacha tan hermosa.

—Quizá también sea un alivio no estar en Quantico en estos momentos. —Hizo una pausa y, cuando se volvió a mirarme, tenía una expresión muy seria—. Tía Kay, tengo que contarte una cosa. No estoy segura de que te guste, y quizá sería más sencillo si no te enterases. Te lo habría contado ayer si no fuera porque estaba Marino y...

—Te escucho. —Al instante me puse en tensión. Lucy hizo otra pausa.

—Pero creo que debes saberlo —continuó por fin—. Sobre todo si vas a ver a Wesley dentro de unas horas. Corre el rumor de que él y Connie se han separado.

No supe qué decir.

—Naturalmente, no tengo la seguridad de que el rumor sea cierto —prosiguió—, pero he oído bastante de lo que se cuenta y parte de ello se refiere a ti.

—¿Por qué ha de hablarse de mí? —exclamé con demasiada precipitación.

—¡Oh, vamos! —Lucy me miró a los ojos—. Ha habido sospechas desde que empezaste a colaborar con él en tantos casos. Algunos agentes opinan que ésa ha sido la única razón de que accedieras a trabajar como asesora. Así podías estar con él, viajar con él... Ya sabes.

—¡Eso es rotundamente falso! —repliqué irritada mientras me incorporaba en la cama—. Accedí a ser asesora en patología forense porque el director se lo pidió a Benton y éste me lo propuso a mí, no a la inversa. Asesoro en algunos casos como servicio al FBI y...

—Tía Kay —me interrumpió Lucy—, no tienes que defenderte de nada.

Pero sus palabras no me tranquilizaron.

—Es una verdadera vergüenza que alguien diga una cosa así. Nunca he permitido que una amistad interfiera en mi actividad profesional.

Tras un breve silencio, mi sobrina insistió:

—No hablamos de una mera amistad.

—Benton y yo somos buenos amigos.

—Sois más que amigos.

—En este momento, no. Y esto no es asunto tuyo.

Lucy se apartó de la cama con expresión impaciente.

—¡No es justo que te enfades conmigo! —Me miró, pero no podía decirle nada porque estaban a punto de saltarme las lágrimas—. Lo único que hago es informarte de lo que he oído para que no te enteres por otros.

Seguí sin decir nada y ella se dispuso a marcharse. Alargué el brazo y la cogí de la mano.

—No estoy enfadada contigo. Compréndelo, por favor.

Es inevitable que reaccione cuando oigo esas cosas. Estoy segura de que tú también lo harías.

—¿Y qué te hace pensar que yo no reaccioné cuando lo oí? —replicó ella, al tiempo que se soltaba de la mano.

La vi salir de la habitación, decepcionada y frustrada, y pensé que era la persona más difícil que conocía. Cuando vivíamos juntas, nos peleábamos continuamente. Ella no aflojaba hasta que consideraba que me había hecho sufrir lo suficiente, pese a que sabía cuánto me importaba. Era muy injusto, me dije mientras posaba los pies en el suelo.

Me pasé los dedos por el pelo y me hice a la idea de levantarme y afrontar la jornada. Me encontraba triste y desanimada por unos sueños que ya no recordaba con claridad pero que tenía la sensación de que habían sido muy extraños. En los sueños aparecía agua y gente cruel, y yo me mostraba asustada e incapaz. Me di una ducha, descolgué un albornoz de un gancho de la puerta y me calcé las zapatillas. Cuando por fin hice acto de presencia en la cocina, Marino y mi sobrina ya me estaban esperando.

—Buenos días —saludé, como si Lucy y yo no nos hubiéramos visto todavía.

—Sí, hace un día estupendo.

Marino tenía aspecto de no haber dormido en toda la noche y estaba de pésimo humor.

Me senté con ellos en torno a la mesilla del desayuno. El sol ya estaba alto, y parecía que la nieve ardía bajo su luz.

—¿Qué sucede? —pregunté, con los nervios más tensos todavía.

—¿Recuerdas las pisadas de anoche junto a la pared? —Pete tenía el rostro encendido de cólera.

—Por supuesto.

—Pues ahora hay más —dejó el tazón de café sobre la mesa—, pero esta vez están junto a los coches y son de unas botas Vibrara con suela de goma. ¿Y sabes una cosa, doctora? —Temí lo que me iba a decir—. Hoy ninguno de los tres irá a ninguna parte hasta que llegue una grúa.

Permanecí muda.

—Alguien ha pinchado los neumáticos de los coches —explicó Lucy con una expresión pétrea—. Todos, tal vez con un cuchillo grande o un machete. Algo con una hoja muy ancha.

—La conclusión de esta historia es que el tipo de anoche no era un vecino despistado ni un buceador nocturno, eso está claro —añadió Marino—. Creo que se trata de alguien que tenía una misión. Y aunque lo ahuyentamos una vez, volvió más tarde o vino otro.

Me levanté y me serví café.

—¿Cuánto tardaremos en tener reparados los coches?

—Me temo que el tuyo y el de Lucy no tendrán arreglo hasta mañana —dijo Marino.

—¡Pues han de tenerlo! —exclamé—. Tenemos que salir de aquí, Marino. Tenemos que registrar la casa de Eddings. Y en este momento parece que en ésta no estamos demasiado seguros...

—A eso se llama una buena valoración de la situación —comentó Lucy.

Me acerqué a la ventana del fregadero y distinguí claramente nuestros vehículos. Los neumáticos eran como charcos de goma negra en la nieve.

—Están pinchados en los laterales, contra la llanta, y no hay modo de repararlos —indicó Marino.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer?

—Richmond tiene acuerdos de reciprocidad con otros departamentos de policía y he hablado con Virginia Beach. Ya vienen hacia aquí.

El coche de Marino llevaba ruedas y neumáticos como los que usaba la policía, mientras que el de Lucy y el mío necesitaban Goodyear y Michelin porque, a diferencia de Pete, nosotras habíamos traído nuestros coches privados. Así lo hice constar.

—También hay un camión grúa en camino para recogerlos —explicó Marino mientras yo tomaba asiento de nuevo—. A primera hora cargarán tu Mercedes y el cacharro de Lucy y los llevarán al servicio de neumáticos Bell de Virginia Beach Boulevard.

—¡No es ningún cacharro! —protestó Lucy.

—¿Por qué compraste un trasto de color mierda de loro? ¿Algún impulso atávico de tus raíces de Miami?

—No. Fue un impulso de mi presupuesto: costó novecientos dólares.

—Y mientras tanto, ¿qué? —intervine—. Seguro que nadie se da mucha prisa en solucionar el asunto. Hoy es Año Nuevo.

—Tienes razón. Muy sencillo, doctora. Si vais a Richmond, yo os llevaré.

—Bien —asentí. No iba a discutir—. Entonces démonos prisa para marcharnos enseguida.

—Empecemos por los equipajes —asintió Pete—. En mi opinión, tienes que desocupar la casa inmediatamente.

—Imposible. No tengo más remedio que quedarme hasta que el doctor Mant regrese de Londres.

Pese a ello hice la maleta como si no fuera a volver a aquella casa nunca más. Después llevamos a cabo la investigación forense más completa que podíamos realizar con nuestros medios, pues pinchar neumáticos era un delito menor y sabíamos que la policía local no pondría especial interés en el asunto. Mal equipados para sacar moldes de las huellas, nos limitamos a tomar fotografías a escala de las pisadas en torno a los coches, aunque imaginé que lo máximo que conseguiríamos deducir de ellas sería que el sospechoso era corpulento y llevaba unas botas o zapatos corrientes con la marca Vibram en el arco de la suela.

Cuando a última hora de la mañana llegó un joven policía llamado Sanders en su coche patrulla precediendo a un camión grúa rojo, cogí dos neumáticos radiales destrozados y los guardé en el portaequipajes del coche de Marino. Durante unos minutos, me dediqué a observar a los hombres que, vestidos con monos de trabajo y chaquetas aislantes, manipulaban sus herramientas con sorprendente rapidez mientras un cabestrante sostenía en alto la parte delantera del coche de Marino, como si el Ford estuviera a punto de despegar. Sanders, el agente de Virginia Beach, me preguntó si mi cargo de forense jefe podía tener alguna relación con lo que habían hecho a nuestros vehículos. Le dije que no lo creía.

—Quien vive aquí es mi ayudante jefe, el doctor Phillip Mant —seguí explicándole—. El doctor estará un mes ausente, en Londres, y yo sólo cubro su puesto.

—¿Y nadie sabe que se aloja aquí? —insistió Sanders, que no era tonto.

—Algunos sí lo saben, por supuesto. He atendido varias llamadas para él.

—Entonces no cree que esto pueda tener relación con usted y con su trabajo, ¿no es eso, señora? —El agente tomó nota.

—Hasta ahora, no hay ninguna señal de que exista tal relación —asentí—. A lo mejor se trata simplemente del desahogo de Nochevieja de algún joven gamberro.

Sanders se quedó mirando a Lucy, quien estaba comentando algo con Marino junto a los coches.

—¿Quién es la chica? —preguntó el agente.

—Mi sobrina. Está en el FBI —respondí. Sanders anotó su nombre.

Mientras el joven policía iba a hablar con Lucy, hice una última incursión en la casa. Entré por la sencilla puerta delantera. El sol que penetraba a través de los cristales caldeaba el ambiente y blanqueaba el mobiliario de color. Aún llegó hasta mí el olor a ajo de la cena. Pasé al dormitorio y eché un nuevo vistazo a mi alrededor, abriendo cajones y repasando la ropa que colgaba en el armario. Me embargaba el desencanto. Al principio había creído que me sentiría a gusto en aquella casa.

Miré también en la habitación donde había dormido Lucy, al fondo del pasillo, y me dirigí al salón donde habíamos estado hasta la madrugada, enfrascadas en la lectura de
El libro de Hand.
El recuerdo de éste me inquietó tanto como los sueños de aquella noche y se me puso la piel de gallina. Tenía la sangre saturada de miedo, y de pronto me resultó insoportable la idea de quedarme un segundo más en la sencilla vivienda de mi colega. Corrí al porche cubierto y gané la puerta que daba al patio de atrás. Ya al aire libre me fui tranquilizando, y cuando dirigí una mirada al océano volví a interesarme en la pared del fondo.

Cuando me acerqué, con la nieve hasta la puntera de las botas, me di cuenta de que habían desaparecido las huellas de pisadas de la noche anterior. El intruso, del que Lucy sólo había visto la linterna, había saltado la tapia y había escapado a toda prisa. Sin embargo era posible que hubiera vuelto más tarde, o que lo hubiera hecho otro merodeador, pues era evidente que las huellas en torno a los coches habían quedado marcadas después de que cesara la nevada y que no correspondían a botas de buceo ni de surf. Me asomé por encima de la pared y contemplé la playa, más allá de la duna. La nieve era algodón de azúcar apilado en ventisqueros, con unos sargazos sobresaliendo de la masa como plumas desordenadas. El agua era una mancha ondulada azul oscuro y no hallé rastro de persona alguna aunque mi mirada siguió la orilla hasta donde alcanzaba.

Permanecí un buen rato contemplando el paisaje, preocupada y totalmente absorta en especulaciones. Cuando me di la vuelta para volver sobre mis pasos, me encontré al detective Roche tan cerca de mí que podría haberme agarrado con sólo alargar las manos.

—¡No vuelva a acercarse a mí de esta manera! —exclamé.

—He venido pisando en sus huellas, doctora. Por eso no me ha oído. —El detective hablaba con un chicle entre los dientes y las manos en los bolsillos de un abrigo de cuero—. Cuando me lo propongo, puedo ser muy silencioso.

Lo miré fijamente y la repulsión que me inspiraba alcanzó nuevas cotas. Roche llevaba pantalones oscuros y botas y ocultaba sus ojos tras unas gafas de aviador, pero esto último no tenía importancia. Ya conocía a los tipos como él y sabía qué se proponía.

—Me he enterado del acto de vandalismo que han sufrido y he acudido a ver si necesitaban ayuda —dijo Roche.

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