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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Ciudad Zombie (9 page)

BOOK: Ciudad Zombie
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—Hay un supermercado en aquella esquina de allí —jadeó Bernard, aún en proceso de recuperar el aliento después del esfuerzo físico de bajar corriendo la escalera.

Desde las sombras de una joyería sin escaparate que se encontraba a su espalda se abalanzó sobre él un cuerpo y lo derribó. Bernard chilló de sorpresa y asco, e intentó alejar de un empujón a la repugnante criatura. El cuerpo se aferró a él con los tiesos dedos enganchados en su ropa, y lo hizo caer. Nathan apartó el cuerpo de un tirón y lo lanzó al suelo. Le golpeó en un lado de la cabeza y después le pisoteó la cara, sintiendo cierta satisfacción irracional cuando se quedó tendido a sus pies ensangrentado y maltrecho, dando espasmos.

Los dos hombres corrieron hacia el supermercado. Detrás de ellos, el cuerpo roto intentaba levantarse del suelo y seguirles.

—Tienen que estar en algún sitio ahí dentro —susurró Jack mientras avanzaba sigilosamente hacia el centro comercial con Clare a su lado.

Habían perdido de vista el coche en cuanto salieron de los grandes almacenes. Afortunadamente, el reguero de destrucción y la gran masa de cuerpos desesperados que se alejaba tambaleándose en la misma dirección les ayudó a deducir la ruta que habían tomado. Incluso alejados unos pocos centenares de metros de la calle, podían ver que un número enorme de cadáveres apestados se estaban apelotonando en la entrada de un edificio de aparcamientos de varias plantas.

—Han debido de entrar en el centro comercial —sugirió Clare en voz baja.

En silencio, los dos supervivientes se abrieron camino hacia la multitud de cuerpos, inmensa y aún en crecimiento, haciendo todo lo posible por actuar como ellos y no levantar sospechas. Los acontecimientos de la mañana les habían permitido deducir con rapidez que las criaturas reaccionaban sobre todo ante el sonido. Después de prepararse para una especie de lucha sangrienta en cuanto salieran a la calle, descubrieron que siempre que permanecieran en silencio e imitasen el paso dolorosamente lento de los muertos, no parecía que atrajeran ninguna atención indeseada. Rodear lentamente los cadáveres en descomposición y pasar por encima de los restos de aquellos que habían sido golpeados por el coche les obligó a desplegar un mayor autocontrol y determinación de los que Jack o Clare se creían capaces. El paso tortuoso les hacía sentir constantemente expuestos y vulnerables. Un movimiento en falso, seguía pensando Jack, sólo un movimiento en falso...

Un trayecto que les habría llevado treinta segundos se extendió durante más de quince minutos. Aún en silencio, y atreviéndose sólo a comunicarse con movimientos sutiles de la cabeza y miradas fugaces, llegaron finalmente al centro comercial. Su asco y su miedo aumentaba a medida que la multitud a su alrededor se volvía cada vez más densa, pero se abrieron paso a través de la muchedumbre y empezaron a subir por el camino de entrada que conducía al aparcamiento.

—¿De qué color era? —preguntó Jack, permitiéndose el lujo de un susurro, ya que se habían alejado de la mayoría de los muertos.

—¿Qué?

—El coche. ¿De qué color era el coche que hemos visto?

—Creo que rojo oscuro —respondió Clare en voz baja—. No lo pude ver bien.

Sólo habían conseguido vislumbrar el vehículo durante unos segundos, y únicamente habían conseguido ver bien el techo. Había estado rodeado por una masa de cuerpos que hacía que fuera casi imposible ver nada con claridad. No sabían las dimensiones, la forma, la marca, el modelo o el estilo del automóvil, y había cientos de coches en el aparcamiento.

—Esto no tiene sentido —gimió Clare—. Ya se habrán ido.

Jack negó con la cabeza.

—No, los habríamos oído.

—No me gusta estar aquí fuera, Jack. ¿Qué ocurrirá si esas cosas en la calle empiezan a...?

—¡Silencio! —la interrumpió; se volvió y se llevó un dedo a los labios—. Tienen que estar por aquí, en alguna parte. Tienen que estar.

Jack siguió adelante. La misma lógica que lo había guiado la noche pasada hasta el piso superior de los grandes almacenes hacía que se dirigiese hacia el piso superior del aparcamiento. Le parecía sensato suponer que los supervivientes habrían subido lo más alto que pudiesen, sabiendo que los cuerpos de más abajo les iban a seguir con dificultad.

—Ese es —exclamó de repente cuando dieron la vuelta a una esquina y alcanzaron el piso superior del aparcamiento.

Se acercó a un coche aparcado al lado de la escalera. Resultaba evidente que era el que habían visto en la calle. Además de que el motor seguía caliente y que estaba aparcado junto a la puerta, la sufrida carrocería estaba cubierta de pequeñas abolladuras, y salpicada de sangre y restos.

—¿Qué hacemos ahora?

—Esperaremos a que regresen.

Se acuclillaron juntos en las sombras, escondidos detrás de un gran todoterreno.

—Ya es suficiente —protestó Bernard—. Vamos, Nathan, nunca vamos a conseguir subir tantas cosas por la escalera.

Nathan no le estaba escuchando. Estaba muy ocupado cargando más comida y bebida en cajas y bolsas, que después colocaban en numerosos carritos de la compra. Moviendo la cabeza con desesperación, Bernard siguió vaciando en una caja de cartón el contenido de una estantería de alimentos deshidratados. Acercó la carga a Nathan y se detuvo para quejarse de nuevo cuando se dio cuenta de que el otro había llenado la mayor parte de las cajas con latas de cerveza.

—¡Anda ya!, hemos venido a coger comida. Podemos llevarnos algo de bebida si hay espacio suficiente, pero...

Holmes se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara a unos pocos centímetros de la de Bernard, intimidándolo y silenciándolo de inmediato.

—Cierra el pico —siseó—. Soy yo el que se está jugando el cuello para conseguir esto. Si quiero cerveza, me llevaré cerveza. Y si me olvido algo que quiera cualquiera de los otros gilipollas, bueno, se pueden subir al coche y venir aquí a cogerlo en persona, ¿o no?

Le dio la espalda a Bernard y empezó a empujar el primer carrito fuera del supermercado y de regreso a la escalera. Bernard lo siguió, empujando un carrito delante de él y tirando de otro por detrás. Se quedó mirando la gran pila de suministros que habían reunido e intentó deducir qué parte podrían meter realmente en el coche y cómo iban a poder subirlos por la escalera.

—Vamos —le gritó Nathan mientras cogía en cada mano varias bolsas muy cargadas y empezaba a subir la escalera de cemento gris de regreso al piso superior del aparcamiento. Holmes estaba justo detrás de él, en apariencia disfrutando de obligarlo a moverse—. Muévete de una jodida vez.

Con las piernas y los brazos doloridos por el esfuerzo, Bernard trató de subir por las escaleras la mitad de la carga en el doble de tiempo. Finalmente pasó a través de la puerta, desembocó en el aparcamiento y dejó caer las bolsas al suelo al lado del coche. Nathan hizo lo mismo y empezaron a meter los suministros en el maletero y en el asiento trasero. Escondida detrás del todoterreno, Clare se empezó a levantar.

—Espera —le advirtió Jack, contemplando como Holmes desaparecía de nuevo escaleras abajo para subir más. Bernard le siguió, pero muy pronto estuvieron de regreso.

—Va, Jack —susurró Clare, empujándolo hacia delante.

Jack se levantó nervioso y se dejó ver.

—Eh —dijo, aclarándose la garganta—. ¿Estáis...?

Nathan reaccionó al instante ante la inesperada presencia; se movió antes incluso de que Jack pudiera acabar la frase. Que ese cuerpo le estuviera hablando no le penetró en el cerebro. Bajó el hombro y cargó contra Jack, derribándolo sobre el sucio suelo del aparcamiento.

—¡Idiota! —gritó Clare; se levantó de un salto, empujando a Nathan y se colocó entre él y Jack—. ¿Por qué has hecho eso?

Finalmente, Nathan se dio cuenta; se quedó mirando a Jack mientras éste se revolvía en el suelo, gimiendo y retorciéndose a causa del dolor. Bernard pasó a su lado y ayudó a Jack a levantarse.

—Subid al coche —le ordenó a Clare.

Ella hizo lo que le habían dicho. Aún muy dolorido, pero demasiado aliviado para preocuparse por ello, Jack se derrumbó pesadamente en el asiento al lado de ella, apretándose el pecho.

Bernard paseaba ansioso de arriba abajo por delante del coche. Nathan había vuelto a desaparecer. Muy pronto volvió a surgir de la escalera, llevando más provisiones, incluidas, como se dio cuenta Bernard, su preciosa cerveza. Cargaron el maletero hasta que ya no cupo nada más, después Nathan le pasó más bolsas a Clare para que colocara todas las que pudiera a su alrededor. Le colocó dos cajas de cerveza sobre su regazo, y el peso le aplastaba las piernas.

Bernard se sentó en el asiento delantero y metió más suministros a sus pies; se agarró con fuerza cuando Nathan cerró su puerta de golpe y arrancó el motor. Mientras Nathan daba marcha atrás en una curva rápida y cerrada para encarar de nuevo la rampa, Bernard intentó mirar por encima del hombro para hablar con Jack y Clare.

—Me llamo Bernard Heath —se presentó.

—Jack Baxter —contestó Jack, respirando aún con dificultad— y ésta es Clare. Gracias por...

—¿Sólo vosotros dos? —interrumpió Nathan.

—Sólo nosotros. ¿Y vosotros?

—Somos unos cuarenta —contestó Bernard con rapidez.

—¿Sabe alguien lo que ha pasado? —preguntó Jack esperanzado.

Bernard negó con la cabeza.

—Ni la más mínima idea —replicó, y terminó abruptamente la breve conversación.

Todos se agarraron a los bordes de los asientos cuando Nathan aceleró a lo largo de la última parte de la rampa de entrada y salió a la calle a toda velocidad, penetrando en la multitud de cuerpos y golpeando a todos los que podía.

11

Nathan condujo el coche en dirección contraria por el cinturón de circunvalación, evitando más cuerpos y los restos abandonados de incontables vehículos accidentados. Frenó de repente, giró bruscamente hacia la derecha y siguió por una estrecha vía de servicio que penetraba entre dos imponentes edificios universitarios hasta alcanzar la parte trasera del bloque de alojamientos de ladrillos rojos. Allí el número de cuerpos era considerablemente menor. Clare levantó la mirada y vio a personas que contemplaban su llegada desde las ventanas de la primera planta del enorme edificio.

Nathan detuvo el vehículo en un arcén de hierba arrancada a corta distancia del edificio, junto a un campo de fútbol de hierba artificial vallado. En silencio y con rapidez, los cuatro supervivientes bajaron del coche y cogieron del maletero cubierto de sangre todas las bolsas y cajas que podían cargar. Peleándose con lo que llevaban, siguieron a Bernard hacia una discreta puerta azul, que otro hombre sostenía abierta. Nathan corrió de regreso al coche una vez dejados los suministros, sin intención de dejar atrás su preciosa cerveza después de haber corrido tantos riesgos para conseguirla. Cerró de golpe la puerta del coche, corrió de regreso al edificio, entró y cerró la puerta justo unos segundos antes de que lo alcanzaran los cinco cuerpos que se estaban acercando.

—Más tarde vendremos a buscar todo esto —comentó Bernard mientras dejaba caer al suelo otra bolsa.

Jack le siguió de cerca mientras penetraban en las entrañas del edificio. Dentro estaba oscuro, frío y en silencio, pero aun así parecía seguro y extrañamente acogedor en comparación con los otros lugares en los que habían estado recientemente. El entorno era lo de menos, decidió, lo que le importaba era estar de nuevo con otras personas.

—¿Cuánta gente has dicho que hay aquí? —preguntó Jack.

Ya se lo habían dicho, pero habían ocurrido tantas cosas y tan deprisa que no había sido capaz de retenerlo todo. Menos de una hora antes estaba sentado en los grandes almacenes con Clare, demasiado asustado para moverse. Hasta entonces, ella había sido la única persona viva que había visto.

—Unos cuarenta, creo —contestó Bernard—. No estoy totalmente seguro. La mayor parte de esta zona del campus era alojamientos de estudiantes. Aquí hay un centenar de habitaciones individuales, y hasta el momento parece que la mayoría de la gente quiere mantenerse aislada. Muchos de ellos simplemente encontraron una habitación, cerraron la puerta a su espalda y nadie los ha visto desde entonces. Unos cuantos de nosotros hemos empezado a trabajar juntos para organizar un poco las cosas, pero somos una minoría.

—Todos estamos en esa minoría —replicó Jack.

Un hombre alto y esbelto, llamado Keith Peterson, conducía al grupo por el edificio. Con el cabello largo atado en una coleta suelta y sucia, y vistiendo muchas capas de ropa holgada, parecía tan desaliñado y despeinado como cualquiera de los cadáveres que rondaban por las calles. Tenía la cara pálida y no reflejaba ninguna emoción. No los había saludado, ni había mostrado ningún interés o sorpresa cuando el coche regresó con dos pasajeros adicionales. Jack intentó captar su mirada para tratar de establecer al menos algún tipo de contacto, pero resultaba evidente que Peterson no estaba interesado. Como todos los demás, estaba preocupado: seguían intentando encontrar algún sentido al infierno en que se había convertido de repente su vida, con anterioridad organizada y normal.

Subieron un corto tramo de escalera que conducía a la parte principal de la planta baja. Jack y Clare miraban ansiosos de un lado a otro mientras los conducían por una amplia zona de recepción, con un lado cerrado por puertas de vidrio. Una apretada multitud de cuerpos se aplastaba contra todos los centímetros cuadrados de vidrio disponibles. No podían escapar, porque los empujaban desde atrás más y más criaturas deformes, que lentamente seguían arrastrándose desde el centro de la ciudad y acercándose a la universidad. El resto del mundo se había vuelto casi silencioso, y el ruido que emitía el grupo de supervivientes, por muy leve e insignificante que les pudiera parecer, era suficiente para atraer la atención indeseada de las hordas de no vivos. A lo largo de las últimas veinticuatro horas, poco más o menos, Bernard había observado cómo se desarrollaba una preocupante reacción en cadena. A medida que los cuerpos habían reaccionado ante los supervivientes, más cadáveres habían acudido ante su reacción, y así habían continuado. Las implicaciones resultaban terroríficas. Corrían el riesgo de convertirse en un imán para los muertos.

—Ves a ese montón —indicó Bernard en voz baja, gesticulando hacia los cuerpos detrás de los vidrios—, se empezaron a reunir aquí ayer por la noche. Ya deben de ser más de un centenar. Creo que las malditas cosas nos pueden oír.

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