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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

Conjuro de dragones (13 page)

BOOK: Conjuro de dragones
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De la boca de Ferno surgió una llamarada, una crepitante bola de fuego que salió disparada para envolver al otro. Las traslúcidas escamas negras chisporrotearon y reventaron, mientras el calor y las llamas amenazaban con arrollar al Dragón de las Tinieblas.

La oscura criatura agitó las alas con más fuerza y velocidad, para elevarse por encima de las llamas y del aire abrasador. El Rojo estiró las zarpas y las hincó con fuerza en la negrura que era el pecho de su oponente, arrojando una lluvia de escamas al aire.

El Dragón de las Tinieblas aulló, aspiró con fuerza, y soltó su propio aliento letal, una nube de oscuridad que se ensanchó para envolver al Rojo. Negra como la tinta, la nube se dobló sobre sí misma, cubriendo al otro y absorbiendo su energía.

—¿Cómo te atreves? —siseó Ferno; sacudió las alas, aleteando para mantenerse en el aire, y volvió a atacar con las garras—. ¡Malystryx me recompensará por matarte!

Pero el otro se había escabullido, y se cernía ahora por encima del Rojo y de la negrura. Con su adversario temporalmente cegado, escuchó las pullas que éste le dedicaba sin dejar de vigilar y aguardar; luego lanzó una segunda nube de oscuridad, justo cuando la primera empezaba a disiparse, y se abalanzó al interior de las tinieblas que envolvían a su víctima, con las garras bien extendidas. Sus ojos atravesaron las sombras con la misma facilidad con que otros veían bajo la luz. Con las zarpas rebanó las alas del Rojo, rasgándolas y llenando el aire con ardiente sangre de dragón.

—¡Por esta afrenta, morirás de forma horrible! —rugió Ferno. Aunque virtualmente ciego, el Dragón Rojo no estaba en absoluto indefenso; giró la cabeza sobre el hombro, y su aliento abrasador salió como una exhalación para incendiar el aire.

Escamas de un negro traslúcido se fundieron bajo el intenso calor, y una oleada tras otra de un dolor abrasador recorrieron el cuerpo del Dragón de las Tinieblas. Una nueva llamarada lo envolvió, y sólo pudo hundir las garras con más fuerza en el lomo del Rojo, al tiempo que bajaba la dolorida cabeza para acercarla al cuello de su adversario. Unos dientes parecidos a cuarzo humeante se hincaron con fuerza hasta abrirse paso por entre las escamas y llegar a la carne oculta debajo. El oscuro reptil cerró los dientes como una tenaza y le hundió las garras en los costados; luego soltó a su presa y se apartó violentamente de su lomo para alzar el vuelo y huir del calor y el dolor.

El Rojo lanzó un juramento y batió alas enfurecido. Por fin consiguió liberarse de la nube de oscuridad que había seguido absorbiendo sus fuerzas.

—¡Malystryx! —chilló—. ¡Escúchame, Malystryx! —Cegado todavía, se esforzó por poner en funcionamiento sus otros sentidos.

El Dragón de las Tinieblas se deslizó en lo alto, silencioso, sin dejar ningún olor, mientras recuperaba fuerzas y absorbía la energía perdida por el otro. Mientras lo seguía, se dio cuenta de que sus heridas no eran mortales.

—¡Maldita seas, criatura de Tinieblas! —rugió el Rojo—. ¿Dónde estás? ¡Enfréntate a mí!

Por encima de él, silencioso aún, el Dragón de las Tinieblas abrió las fauces, reunió toda la energía que le quedaba, y lanzó una nueva nube de oscuridad.

—¡Malystryx! —Una vez más Ferno se sintió engullido por la negrura. Era como una manta fría y húmeda, que sofocaba sus llamas y absorbía su energía y su voluntad—. ¡Malystryx!

—Tu señora suprema se encuentra demasiado lejos para poder ayudarte. —El Dragón de las Tinieblas se dignó hablar por fin, la voz chirriante. Se sentía débil, había sufrido quemaduras horribles, y sin duda quedaría desfigurado para siempre. Consideró la posibilidad de escapar mientras el Rojo seguía aturdido. En las sombras podría curarse, y sin duda el Rojo lo dejaría marcharse ahora.

—¡No necesito que me salve nadie! —replicó el otro. Ferno había escuchado con atención las palabras de su oponente y podía determinar con precisión el lugar donde éste se encontraba. Aspiró con fuerza, torció la testa y proyectó otra ráfaga de fuego.

El Dragón de las Tinieblas había descendido en picado en el mismo instante en que el Rojo abría las fauces, y se retorció sobre el lomo de éste justo mientras las crepitantes llamas pasaban sobre su cabeza. Escaldado, luchó por hacerse con el control de la situación y mantener inmovilizado al Rojo. Clavó las garras, al tiempo que sus mandíbulas volvían a encontrar el cuello de la presa. Sangre ardiente fluyó por sus dientes de cuarzo y descendió sobre las montañas del suelo.

Con su última bocanada de fuego, Ferno había agotado las pocas energías que le quedaban, y ahora apenas si podía mantenerse en el aire, en especial con el peso del otro dragón sobre él.

—Malystryx... —Tan agotadas estaban sus fuerzas, que el nombre surgió como una fuga de vapor—. Malystryx, ayúdame —rogó.

Las negras garras se hincaron con más fuerza, dientes humeantes desgarraron la carne; y el Dragón de las Tinieblas sintió que lo invadía un torrente de energía cuando empezó a absorber la energía vital del Rojo.

* * *

Malystryx observó el cielo, estudiando la figura cada vez más lejana de Khellendros. El Dragón Azul, al que había dado permiso para retirarse y así poder ella dedicarse a otros asuntos, regresaba a los Eriales del Septentrión. Tormenta informaría a Ciclón, su lugarteniente, de los planes de la señora suprema Roja.

En las profundidades de su mente, Malystryx escuchó una vocecita ahogada de cierta importancia.

—Ferno —dijo en voz alta. Cerró los rojos labios, dirigió los sentidos hacia lo más recóndito de su mente, y envolvió sus pensamientos alrededor del que susurraba. Se obligó a localizar a su rojo lugarteniente.

* * *

Dhamon Fierolobo avanzó en dirección al indefenso espía solámnico, alzó la alabarda para acabar con él, y entonces notó cómo la presión de la señora suprema perdía fuerza. La Roja se retiró un poco más, y él pudo detener la mano.

A su espalda, en el gran edificio provisional, la comandante Jalan se acercó un poco más.

—El solámnico... —empezó—. Acaba con él; si no puedes hacerlo, me veré obligada a hacerlo por ti.

* * *

—¡Malystryx! —llamó Ferno con desesperación.

El Dragón de las Tinieblas no cedía.

Perdidas las fuerzas, las alas incapaces de soportar el peso, Ferno se precipitaba al vacío. Montado sobre él, su oscuro adversario persistía en su salvaje ataque, que acababa con la energía del Rojo.

Ferno sintió el cálido contacto de su sangre en el cuello y el lomo. Las zarpas se agitaron en el aire inútilmente, y notó cómo el viento le agitaba las alas. Entonces, afortunadamente, advirtió que las garras de Tinieblas lo soltaban y las atroces mandíbulas se abrían; se percató de que su adversario abandonaba su lomo y agradeció librarse de su peso.

Sobresaltado, se dio cuenta entonces de lo cerca que debía de estar del suelo. Seguía sin ver otra cosa que oscuridad; pero percibía la tierra, ahora cerca debajo de él, y realizó un último esfuerzo encarnizado por hacer funcionar las alas.

Demasiado tarde. Ferno percibió la caricia de la mente de Malystryx. Luego sintió cómo una lanza de roca se hundía en su vientre, empalándolo en la cima de una montaña. Después de esto ya no sintió nada.

El Dragón de las Tinieblas revoloteó sobre las corrientes ascendentes varios minutos, contemplando los ríos rojos que brotaban del dragón muerto. Luego descendió para absorber la energía que aún quedaba en el Dragón Rojo.

* * *

—¡Ferno! —El grito de Malystryx resonó en los volcanes que circundaban su pico. La atronadora palabra sacudió la meseta, y, como en respuesta, los conos enrojecieron y enviaron a lo alto volutas de humo sulfuroso, mientras ríos de lava descendían por las laderas de los volcanes. Cintas rojas y naranjas, que relucían con fuerza bajo el sol de la mañana.

La enorme señora suprema estaba enfurecida. Los planes compartidos se habían ido al traste. Las intrigas a medio tramar entre los dos quedaban ahora desbaratadas.

Pero, más que la pérdida de su lugarteniente, la encolerizaba la falta de respeto demostrada por el Dragón de las Tinieblas. La Purga de Dragones había finalizado a una orden suya; los dragones dejarían de extraer poder de los infortunados espíritus de aquellos que vencían. ¡Nunca se volvería a hacer!

Se podía reemplazar a Ferno —de hecho lo reemplazaría— en pocas semanas. Pero el otro dragón...

Un retumbo se inició en las profundidades de su ser, y fue creciendo hasta que el ruido inundó la meseta. Fuertes llamaradas surgieron de sus fauces para ir a lamer las bases de los volcanes, y su cólera creció.

* * *

Con las fuerzas renovadas por la energía del Rojo, el Dragón de las Tinieblas reanudó su marcha. A medida que transcurrían los minutos, las montañas parecían encogerse, y a lo lejos divisó el verde invernadero que era el pantano de Onysablet. Y allí, prácticamente entre las montañas y las estribaciones, donde las humeantes brumas de la jungla se pegaban al suelo, un afilado colmillo se alzaba desafiante al cielo. Estaba rodeado de cobertizos y toscas chozas: hormigueros llenos dé vida.

Los saqueadores se arremolinaban en el lugar, confiados. Cubiertos con las negras cotas de malla a pesar del calor, los Caballeros de Takhisis estaban reunidos en el exterior de una construcción de gran tamaño. El chasquido del metal, evidencia de una pelea en curso, hendía el aire. Había hombres y mujeres situados detrás de los caballeros, curiosos por lo que acontecía en el interior del edificio, deseosos de echar una ojeada a los combatientes. Un enano y un kender estaban arrodillados y atisbaban por entre las piernas de los caballeros de armadura.

Demasiado cerca. Era culpa suya. No se podía evitar.

El dragón pegó las alas a los costados y se lanzó en picado, y la sombra que proyectaba en el suelo fue creciendo a medida que se acercaba.

—¡Ya me has oído, Fierolobo! ¡Acaba con él! —gritó una voz autoritaria desde el interior del edificio. Los sentidos del Dragón de las Tinieblas percibieron claramente aquella voz dictatorial ya que nadie más hablaba en ese momento—. Acaba con él!

El dragón abrió la boca y soltó una nube de oscuridad sobre los caballeros de negro. La nube descendió sobre ellos, los sofocó —como sofocó a los inocentes espectadores— y les robó la vista y la energía.

El aire se inundó de gritos de sorpresa, terror, incredulidad. El Dragón de las Tinieblas observó cómo caballeros y plebeyos por igual intentaban escabullirse alocadamente del frío manto de aire sofocante que él creaba. Chocaban entre ellos y corrían hacia sus toscos hogares. Unos cuantos fueron a parar directamente al pantano de Onysablet. Hormigas estúpidas.

El reptil descendió más para distinguir a los que vestían armaduras, y por lo tanto eran su objetivo. Sus garras atraparon a los caballeros uno a uno.

En el interior del edificio, la comandante Jalan oyó los primeros gritos y giró en redondo, para encontrarse con la impenetrable negrura que caía en aquellos instantes al otro lado del umbral. Retrocedió, desenvainó la espada, y llamó a los hombres que se hallaban más cerca.

Detrás de ella, Dhamon Fierolobo sintió el peso de la abrasadora alabarda en las manos. El omnipresente dragón de su mente se había desvanecido, y clavó los ojos en el hombre que tenía delante.

—¡Huye! —le gritó. El espía solámnico se oprimió el muñón con gesto aturdido—. ¡Huye!

El espía permaneció inmóvil sólo un momento más. Luego, encontrándose con la mirada desorbitada de Dhamon, se encaminó tambaleante hacia el fondo del edificio. Habían arrancado apresuradamente algunas tablas para crear una salida, y el sol penetraba a raudales por la abertura. El hombre dedicó una última mirada a su adversario por encima del hombro y se introdujo por el agujero.

Dhamon dejó escapar un suspiro de alivio. A su espalda, la comandante Jalan lanzó un juramento. El antiguo caballero escudriñó su mente en busca del dragón y no encontró ningún rastro, así que dio un paso indeciso hacia la parte trasera de la construcción.

Siguió sin recibir contraorden por parte del dragón y se preguntó si sería un truco para hacerle creer que era libre. Comprendió que la salvación estaba fuera de su alcance, ahora que había derramado sangre solámnica. Se había condenado para toda la eternidad. Pero ¿dónde se encontraba la presencia del dragón? Dio otro paso vacilante. ¿Era esto un juego más que el reptil finalizaría con un tirón de los hilos de su marioneta?

Consideró la posibilidad de arrojar la alabarda al suelo y salir huyendo. Tal vez el dragón quisiera que la comandante Jalan se hiciera cargo de ella ahora. Percibió entonces los gritos del exterior y vio cómo la comandante erguía la espalda y penetraba en las siniestras tinieblas.

Dhamon Fierolobo se echó el arma al hombro y sin hacer ruido se escabulló hacia la parte posterior, pasó al otro lado de la abertura, y emergió a la luz.

Había unas colinas al este, y no muy lejos distinguió un paso entre las montañas. El paso no, decidió; podían seguirlo con demasiada facilidad. Miró en derredor en busca de aldeanos o simpatizantes solámnicos; había sangre en el suelo, un rastro. Dhamon hizo caso omiso, y decidió correr en dirección a las colinas. Mientras ascendía gateando sobre rocas cubiertas de musgo, dedicó una última mirada al poblado y contempló la oscura nube. Distinguió lo que parecía una larga cola sobresaliendo de ella y escuchó los horrorosos alaridos y el entrechocar del acero. Los Caballeros de Takhisis combatían contra algo que se encontraba dentro de las tinieblas; la nube era demasiado pequeña para cubrir a Onysablet, por lo que supuso que tal vez envolvía a uno de sus esbirros.

Ascendió penosamente por el escarpado terreno de las estribaciones de Blode y se encaminó a las montañas. La voz del dragón había desaparecido.

* * *

El Dragón de las Tinieblas se había atiborrado. Había acabado con todos los Caballeros de Takhisis excepto uno; la comandante Jalan era la única superviviente. El dragón sólo sabía que era una cabecilla importante, a juzgar por las condecoraciones de su armadura. Aparte de ello, también debía de poseer un valor poco corriente al atreverse a presentarle batalla.

La comandante avanzó, cegada por la nube, tropezando con los pocos cadáveres que el dragón no se había tragado todavía. Balanceaba la espada ante ella, despacio, en busca del enemigo que no podía ver.

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