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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

Conjuro de dragones (37 page)

BOOK: Conjuro de dragones
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Un nuevo lugarteniente, una enorme hembra llamada Hollintress, se encontraba a la derecha de Malys. A la izquierda de la señora suprema Roja estaba Khellendros, su consorte, cuyas escamas brillaban violetas y regias a la luz del crepúsculo, la testa sólo ligeramente por debajo de la de ella. Ciclón se encontraba a la sombra de Tormenta, una posición que lo marcaba como sumiso y respetuoso ante el Azul. Malystryx había dejado muy claro que se había concedido un gran honor a Ciclón al permitirle participar en la ceremonia... y un honor aún mayor le aguardaba cuando, esa misma noche, heredara los Eriales del Septentrión y Palanthas.

Los otros lugartenientes, así como unos cuantos Rojos a los que había decidido honrar, esperaban al pie de la meseta con tropas de bárbaros, hobgoblins, goblins, ogros, draconianos y Caballeros de Takhisis.

Gellidus el Blanco soportaba el calor en silencio, colocado justo frente a Malystryx. Sus ojos azul hielo estaban clavados en los de ella, observando cada uno de sus movimientos y estudiando sus expresiones.

Onysablet contemplaba a la Roja con atención, aunque los ojos de la gran Negra no perdían de vista tampoco a los otros señores supremos y calibraban sus estados de ánimo.

Beryllinthranox evitaba encontrarse con la mirada de Malystryx.

Frente a cada dragón había una pila de tesoros, relucientes joyas que en una ocasión habían llenado los cofres de las familias más ricas de Ansalon, objetos mágicos que vibraban llenos de poder, y artilugios obtenidos tras sacrificar valiosos peones.

El principal trofeo de Gellidus descansaba en lo alto de su montón: un escudo de platino en forma de media luna que, según se decía, había salido de las manos de la mismísima Lunitari para ser entregado a un sacerdote que gozaba de su predilección. El borde, que brillaba como estrellas centelleantes, estaba hecho supuestamente de pedazos de la luna de la diosa que habían sido capturados y retenidos dentro del metal.

El regalo de Beryl era un auténtico sacrificio. Incluía un almirez del tamaño de una fuente con su maja, hechos de amatista tallada y con poderes mágicos concedidos, al parecer, por Chislev. La leyenda explicaba que, en una época muy lejana, la diosa había entregado la gema tallada a un irda altruista. Usada de forma adecuada podía crear un remedio para cualquier enfermedad, incluida la vejez. El almirez y la maja descansaban encima de un escudo centelleante: el Escudo de los Reyes Enanos, lo llamaban.

Onysablet sólo había conseguido obtener un objeto con magia arcana, un hermosa espada larga conocida como la Espada de la Gloria Elfa. A ésta, la gran Negra había añadido un considerable número de objetos mágicos de menor importancia. Lo cierto era que había ofrecido todos los objetos mágicos que poseía, junto con artículos hechizados arrebatados a dragones menores de su tenebroso reino. Sabía que, bajo el emblema de una nueva diosa dragón, podría reunir más magia.

La ofrenda de Khellendros, no obstante, era la más propicia; una que, según dijo, tenía como intención honrar a la reina de su corazón. Dos Medallones de la Fe coronaban la pila, lucidos en el pasado por la famosa sanadora, Goldmoon. Llaves de cristal, capaces de forzar cualquier cerradura, relucían anaranjadas bajo la puesta de sol. El principal trofeo, la Dragonlance, era el situado más cerca del enorme Dragón Azul. Tormenta sobre Krynn había sufrido mucho para llevarla hasta allí, y su zarpa aún seguía enrojecida y desfigurada.

—Cuando el cielo esté oscuro y la luna llena y en lo alto, envuelta en una aureola de nubes de tormenta, ascenderé a la categoría de diosa —empezó Malystryx—. La noche anunciará que una nueva diosa ha nacido en Krynn, la única diosa que conocerá el mundo. Os llevaré a una grandeza que sólo os habéis atrevido a soñar. Y nadie impedirá que nos apoderemos de todo Krynn.

—Malystryx —dijo Gellidus, contemplando con fijeza a Malys. El Blanco inclinó la cabeza.

—La Reina de la Oscuridad —corearon los otros.

—Las estrellas presenciarán mi renacimiento —continuó ella—. Las estrellas serán testigos de una nueva era. ¡La Era de los Dragones! ¡La muerte de los hombres!

* * *

En las estribaciones situadas más allá de la meseta, Gilthanas alargó la alabarda.

—Creo que tú puedes empuñar esta arma mucho mejor que yo, Dhamon.

Rig frunció el entrecejo. El marinero abrió la boca para decir algo, pero se detuvo cuando vio que Dhamon negaba con la cabeza.

—Preferiría no tener nada que ver con esa arma —respondió el caballero. Palmeó la larga espada que pendía de su costado—. Me contentaré con ésta.

—Yo también prefiero una espada —añadió Gilthanas.

El marinero aceptó inmediatamente la alabarda. Un alfanje pendía ya de su costado izquierdo, y al menos una docena de dagas resultaban visibles sobresaliendo de las fundas de piel que entrecruzaban su pecho. Unas cuantas empuñaduras más emergían por encima de las negras botas.

—Preferiría usar la Dragonlance de Sturm —dijo, mirando a Dhamon—. Desgraciadamente, descansa junto al
Yunque. -
-En voz baja, añadió:— Y pienso recuperar esa lanza, si conseguimos sobrevivir a esta experiencia.

—Las hondas no sirven contra los dragones —manifestó Ampolla, al tiempo que tomaba un par de las dagas de Rig—. Pero no creo que estas armas sirvan de mucho tampoco.

Fiona, Groller, Veylona y Usha sostenían espadas y escudos. Todas las armas las había facilitado Palin, que las había tomado prestadas del tesoro mágico de la Torre de Wayreth. Existía magia residual en todas las hojas, aunque no tanta como la que emanaba de la alabarda. No obstante, tal vez podrían atravesar el grueso pellejo de un dragón.

El hechicero estaba cubierto de cicatrices de los pies a la cabeza, sin pelo, y con un aspecto mucho más envejecido del que correspondía a sus algo más de cincuenta años. Pero sus ojos brillaban decididos, y el anillo de Dalamar centelleaba en su dedo. Había tenido la intención de enviar a Usha de vuelta a la torre, pues sabía que éste no era lugar para alguien sin preparación para el combate e incapaz de lanzar conjuros. Pero, tras mirar sus dorados ojos y contemplar la firme mandíbula —y tras explicar lo sucedido en el Reposo de Ariakan—, supo que no podría alejarla de allí. Vivirían o morirían juntos en este día. Ella se había enfrentado a Caos en el Abismo, y ¿cómo podía no ser parte ahora de esta batalla que tendría un papel tan esencial en la configuración de lo que iba ser el futuro de Krynn?

Palin sólo deseaba que Ulin se hubiera unido a ellos. No había tenido contacto con su hijo desde el día en que éste abandonó la torre con el Dragón Dorado. Sin embargo, sabía que un ejército de Dragones del Bien se encaminaba hacia allí y cubriría pronto el cielo, Caballeros de Solamnia sobre Plateados sin duda alguna. Tal vez Ulin estaría entre ellos.

Feril llevaba puesta la Corona de las Mareas, tras decir a Palin que no necesitaba ninguna otra arma. La había usado para hundir varias naves de los Caballeros de Takhisis que intentaban impedir que desembarcaran cerca de Port Balifor, y seguiría utilizándola para aumentar el poder de sus conjuros.

Jaspe sostenía el Puño de E'li. Nadie le había discutido al enano el derecho a empuñarlo.

Silvara y Gilthanas habían facilitado información sobre los dragones reunidos, y sobre los ejércitos acampados alrededor de la base de la meseta. Silvara les aseguró que había muchos Dragones del Bien en camino, criaturas a las que ella conocía personalmente que ofrecerían sus vidas para impedir que Takhisis regresara a Krynn.

—Esto es un suicidio —murmuró Gilthanas a Palin, llevándose al hechicero aparte—. Sólo los ejércitos reunidos aquí son demasiados para que podamos ocuparnos de ellos, y eso sin contar cinco señores supremos dragones y dos lugartenientes... y con Takhisis de camino. Es un suicidio, amigo mío.

Palin asintió y señaló en dirección a los otros. Su mirada se cruzó con la de su esposa.

—Ellos también lo saben —repuso—. Pero no intentarlo...

—... significa entregar voluntariamente Krynn a los dragones. Lo sé. Y eso también sería un suicidio —continuó el elfo—. Silvara y yo aguardaremos hasta que el sol se haya puesto y luego alzaremos el vuelo. Esperaremos a que alcancéis la meseta.

—Y si no lo conseguimos...

Gilthanas acarició la empuñadura de su espada.

—Entonces Silvara y yo iniciaremos la batalla. —En voz mucho más baja, añadió:— Y nos reuniremos con el espíritu de Goldmoon mucho antes de lo que habíamos planeado. —Hechicero y elfo se estrecharon la mano. Minutos después, Silvara y Gilthanas habían desaparecido.

El pequeño grupo inició el recorrido de un sendero que atravesaba las estribaciones y conducía a la meseta situada en lo alto de la montaña. Ampolla empezó a mostrarse nerviosa a medida que se acercaban al lugar.

—Los Caballeros de Takhisis —masculló—. Un mar de color negro. Me provocan comezón en los dedos. Aún no veo goblins, ni hobgoblins, ni ogros o draconianos como los que descubrieron Silvara y Gilthanas cuando exploraban. ¿Y quién sabe qué otra cosa hay también ahí? ¿Cómo vamos a pasar junto a ellos? ¿Andando?

—Desde luego —replicó Palin. Su pulgar jugueteó con el anillo de Dalamar.

En cuestión de segundos, todos ellos adoptaron el aspecto de Caballeros de Takhisis. Todos altos y humanos, incluso
Furia;
aunque este caballero en concreto no podía evitar andar un poco raro y olfatear el aire, iba cubierto también con una armadura negra. La única forma de conocer quién era quién estaba en el color de los cabellos que sobresalían de debajo de los yelmos.

—Esto me pone la carne de gallina —dijo Rig a Fiona, mientras bajaba la mirada hacia el emblema de la calavera de su peto negro. Recorrió con los dedos el dibujo, y ladeó la cabeza en dirección a Palin. No había notado el contacto con el metal, sino la suave piel de su pecho y las dagas sujetas a éste.

—Es un camuflaje —dijo el hechicero a modo de explicación—. Uno muy complicado, que será mejor que recemos para que esos ejércitos no puedan penetrar.

—¡Vaya! —chilló Ampolla, que estaba admirando su reluciente armadura y guanteletes—. ¡Tengo un aspecto fantástico! —Pero inmediatamente frunció el entrecejo. El hechizo desde luego le daba un aire imponente, pero su voz sonaba igual.

—El disfraz es sólo para cubrir las apariencias —explicó Palin—. Ten cuidado de no hablar. Eso nos delataría.

Ampolla asintió. El caballero de cabellos rojos gruñó por lo bajo y dejó de escarbar el suelo.

Dhamon encabezó la marcha a través del primer campamento. Varias docenas de caballeros estaban estacionados en el perímetro exterior, pero ninguno prestó atención al enmascarado grupo, pues se hallaban ocupados en el banquete que se preparaba. Varios cerdos de gran tamaño se estaban asando ensartados en espetones, y bárbaros procedentes de algunos de los poblados cercanos de Khur se dedicaban a repartir pan y queso.

No fue más que el primero de varios campamentos que atravesaron, cada uno aproximadamente del mismo tamaño y todos caracterizados por la misma atmósfera de fiesta. No obstante, no había ni cerveza ni aguamiel, observó Dhamon, nada que pudiera embotar los sentidos de los caballeros.

Los ejércitos de goblins era otra cuestión. Los tambores retumbaban con un ritmo desigual, y los guerreros goblins más jóvenes danzaban alrededor de mesas cargadas de comida. Barriles de algo acre y fermentado resultaban bien visibles. Dhamon escogió los senderos menos concurridos para atravesar estos campamentos y apresuró el paso en dirección a la cima, seguido por los otros. No quería arriesgarse a que un goblin borracho tropezara con Ampolla o Jaspe y viera a través del camuflaje creado por Palin. Esquivó también los campamentos de ogros y draconianos que descubrieron.

Los hobgoblins y los bárbaros parecían ser los más disciplinados del grupo, y no había sustancias embriagantes en estos campamentos. Sin embargo, el aire estaba inundado de gritos de guerra y discursos victoriosos, en los que sargentos y capitanes fanfarrones se jactaban de cómo su suerte en esta vida mejoraría cuando la diosa dragón regresara a Ansalon.

En la base de la meseta, un grupo de élite de los caballeros de la Reina de la Oscuridad se encontraba acampado a la sombra de cuatro Dragones Rojos, un pequeño Negro y un pequeño Verde.

Dhamon reconoció a Jalan Telith-Moor, y rápidamente hizo girar a sus acompañantes por el sendero más largo que rodeaba el campamento para esquivarlo. La comandante tal vez estaba ciega, pero Dhamon lo dudaba. Sabía que la mujer tenía acceso a un grupo de Caballeros de la Calavera que probablemente sabían cómo curar su dolencia. Por el rabillo del ojo distinguió a varios hombres y mujeres con túnicas negras: miembros de la Orden de la Espina. Tampoco quiso arriesgarse a que unos hechiceros penetraran su disfraz.

—Por aquí —indicó, mientras dejaba atrás a un par de oficiales e iniciaba el ascenso por un sendero sinuoso.

—Hay tantos —musitó Usha a Palin—. Muchos más tal vez que los que había en el Abismo.

—Fue más fácil llegar aquí que al Abismo —respondió él.

—¡Deteneos! —Un comandante de los caballeros apareció ante Dhamon, en un punto donde el sendero giraba alrededor de un saliente rocoso y ascendía una ladera más empinada aun. Sólo Dhamon, Rig y Feril habían doblado la esquina. Los restantes no podían ver al hombre que los había detenido. El hombre volvió a hablar:— ¡Malystryx la Roja no permite que nadie se acerque! Regresad a vuestros puestos inmediatamente.

—Las órdenes de Malystryx fueron que me dirigiera a la cima —replicó Dhamon irguiendo los hombros—. Debía llevar a estos hombres hasta ella.

El comandante estrechó los ojos.

—Dudo que el dragón haya...

—¿Dudáis del dragón, señor? Tengo a Palin Majere conmigo, un prisionero al que quiere. Tal vez piensa ofrecérselo a Takhisis. —Los ojos de Dhamon no parpadearon.

—Deja que vea a este Palin Majere.

Palin no podía ver al hombre, pero escuchó la tensa conversación entre él y Dhamon. Sintió cómo los dedos de Usha acariciaban nerviosamente los suyos.

—Todo irá bien —musitó—. Dhamon sabe lo que hace. —Dobló la esquina, abriéndose paso entre Rig y Fiona, al tiempo que cancelaba el hechizo que lo ocultaba.

El caballero contempló con atención al hechicero, y sus ojos examinaron las quemaduras y cicatrices de su rostro, cabeza y manos.

—Herirlo fue inevitable —dijo Dhamon, señalando a Palin y golpeando impaciente el suelo con el pie—. Si no permitís que escolte a Palin Majere y a estos hombres hasta lo alto de la meseta, entonces deberéis explicarle a ella vuestras razones. Espero que el Dragón Rojo sea comprensivo.

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