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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

Cortafuegos (77 page)

BOOK: Cortafuegos
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Wallander no respondió. El hombre volvió malhumorado a su coche y se marchó. El inspector era consciente de que aquello era lo único que podían hacer: remitir a un fallo técnico. Pero la sola idea de lo que sucedería cuando todo se descubriese lo atormentaba. ¿Cómo podría justificarlo? Lo más probable era que Lisa Holgersson detuviese aquella operación, pues sus argumentos eran más que endebles. En ese caso, él no podría hacer nada. Y Martinson añadiría, a los que ya esgrimía, otro argumento para descalificarle.

Transcurridos unos minutos, descubrió la figura de un hombre que, a pie, se aproximaba cruzando el aparcamiento. Era un hombre joven que había aparecido desde uno de los lados de! pequeño camión solitario. Caminaba despacio hacia Wallander, que tardó varios segundos en percatarse de quién era. En efecto, se trataba de Robert Modin. Wallander quedó petrificado, conteniendo la respiración. No comprendía nada. De improviso, Modín le dio la espalda y el inspector intuyó, más que supo, cuál debía ser su reacción y se arrojó a un lado. El hombre que había tras él se le había acercado desde la parte posterior del centro comercial. Era alto y delgado, estaba bronceado por el sol y llevaba un arma en la mano. Estaban a una distancia de diez metros aproximadamente. Y no había ningún lugar en el que Wallander pudiese buscar protección. Cerró los ojos presa de la misma sensación que lo había embargado en la plantación: la de tener los minutos contados; la de haber llegado hasta aquí, pero ni un metro más. El inspector aguardaba el disparo, pero éste no se produjo. Abrió los ojos y comprobó que el individuo lo apuntaba con su pistola. Pero, al mismo tiempo, miraba el reloj. «La hora», se dijo Wallander. «Ha llegado la hora. Yo tenía razón. No sé en qué, pero tenía razón».

El hombre le hizo señas a Wallander de que se acercase y levantase los brazos. Lo desarmó y arrojó la pistola reglamentaria a la papelera que había junto al cajero. Con la mano izquierda, le tendió una tarjeta al tiempo que, en un mal sueco, le decía unos números:

—Uno, cinco, cinco, uno.

Dejó caer la tarjeta sobre el asfalto y la señaló con la pistola. Wallander la recogió y el hombre se hizo a un lado mientras volvía a mirar el reloj. Entonces, señaló el cajero con un movimiento violento. El sujeto parecía nervioso. Wallander avanzó hasta el cajero. Cuando volvió la cabeza, vio a Robert Modin que observaba inmóvil. En aquellos momentos, no le importaba lo más mínimo qué sucedería cuando introdujese la tarjeta y teclease el código. Robert Modín estaba vivo. Aquello era lo más importante. Pero ¿cómo se las arreglaría para proteger su vida? Wallander buscaba ansioso una salida. Si intentaba atacar a aquel hombre, éste le dispararía en el acto. Y Robert Modin no tendría tiempo de ponerse a salvo. Wallander introdujo la tarjeta en la ranura. En ese preciso momento, sonó un disparo que dio en el asfalto y desapareció con un silbido. El hombre se dio la vuelta. Entonces Wallander vio a Martinson al otro lado del aparcamiento, a más de treinta metros de distancia. Wallander se echó a un lado y rebuscó en la papelera hasta que dio con su arma. El hombre le devolvió a Martinson un disparo que falló. Wallander disparó a su vez. Y alcanzó al hombre en medio del pecho. El individuo cayó sobre el asfalto y quedó allí tendido. Robert Modin seguía sin moverse.

—¿Qué ha pasado? —se oyó gritar a Martinson.

—Ya puedes venir —respondió Wallander también a gritos.

El hombre que yacía a sus pies estaba muerto.

—¿Qué haces tú aquí? —inquirió Wallander.

—Si tenías razón, tenía que ser este cajero —explicó Martinson—. Lo lógico es que Falk hubiese elegido el cajero que quedaba más cerca de su domicilio, aquel ante el que solía pasar cuando daba sus paseos nocturnos. Le pedí a Nyberg que se hiciese cargo del mío.

—Pero ¿él no iba a llamar a Lisa?

—¿Y para qué están los móviles?

—Bien, encárgate de esto —pidió Wallander—. Yo hablaré con Modin.

Martinson señaló el cadáver.

—¿Quién es?

—No lo sé. Pero creo que su nombre empieza por la letra ce.

—¿Crees que ya ha pasado todo?

—Tal vez. Aunque no tengo ni idea de qué es lo que ha pasado.

Wallander pensó que debería mostrarle a Martinson su agradecimiento, pero no dijo nada. Antes al contrario, se marchó en dirección a Robert Modin, que seguía tan estático como antes. Él y Martinson, se decía, se encontrarían en algún pasillo desierto llegado el momento y aclararían las cosas.

Robert Modin tenía lágrimas en los ojos.

—Me dijo que caminase hacia ti, que de lo contrario mataría a mis padres.

—No importa, ya hablaremos de ello más tarde —lo tranquilizó Wallander—. ¿Cómo estás?

—Él me ordenó que me quedase en Malmö y concluyese mi trabajo. Luego la mató. Y nos marchamos de allí. Me metió en el maletero, casi no podía respirar…, ¡pero teníamos razón!

—Así es —convino Wallander—. Teníamos razón.

—¿Encontraste mis notas?

—Sí, las encontré.

—Al final, empecé a tomarme en serio la idea de que pudiese ser un cajero de cualquier parte. Un lugar al que la gente acude, teclea sus códigos y saca dinero a todas horas.

—Tendrías que habérmelo dicho —advirtió Wallander—. Pero también yo debería haber caído en el detalle mucho antes. Desde un principio, estábamos convencidos de que todo esto tenía como trasfondo el dinero. Y yo tendría que haber pensado que un cajero es un escondite ideal.

—Una rampa de lanzamiento para un misil cargado de virus —sintetizó Modin—. No puede decirse que fueran unos necios.

Wallander observó al joven que tenía a su lado. ¿Aguantaría mucho más tiempo? De repente, lo invadió la sensación de que había estado así, con un muchacho de pie, a su lado, en otra ocasión anterior. Después cayó en la cuenta de que estaba pensando en Stefan Fredman, un niño que estaba muerto y enterrado.

—¿Qué pasó? ¿Tienes fuerzas para contármelo?

Modín asintió.

—Cuando ella me dejó entrar, él ya estaba en la casa. Empezó a amenazarme y me encerró en el cuarto de baño. De repente, oí cómo le gritaba a la señora Lindfeldt. Lo hacía en inglés, de modo que comprendía lo que decía, cuando podía oírlo.

—¿Qué era lo que le gritaba?

—Que había descuidado su cometido, que había dado muestras de debilidad.

—¿Oíste algo más?

—Sólo los disparos. Cuando abrió la puerta del baño, creí que iba a dispararme a mí también. Llevaba la pistola en la mano. Pero me dijo que yo era su rehén. Y que tenía que obedecer sus órdenes. De lo contrario, mataría a mis padres.

Wallander notó que al joven se le quebraba la voz.

—Bien, ya continuaremos después. Por ahora, es suficiente. Es más que suficiente —repitió el inspector.

—Aseguró que iban a sabotear el sistema financiero de todo el mundo. Y que empezarían desde este cajero.

—Lo sé, pero ya hablaremos de eso más tarde. Creo que ahora necesitas dormir. Te irás a casa y hablaremos más tarde.

—En realidad, es algo fantástico.

Wallander lo observó con curiosidad.

—¿A qué te refieres?

—Que se puedan hacer tantas cosas. Simplemente, instalando un pequeño misil de relojería en un cajero perdido.

Wallander no respondió. Los coches de la policía habían empezado a llegar con las sirenas a toda marcha. Cuando echó a andar, Wallander descubrió un pequeño Golf de color azul oscuro aparcado tras el camión que no había podido ver desde la posición anterior. El anuncio publicitario de las costillas giraba en torbellino a sus pies.

Tomó conciencia de lo cansado y aliviado que estaba.

En ese momento, vio que Martinson se acercaba caminando.

—Tú y yo tendríamos que hablar —propuso el colega.

—Sí —aceptó Wallander—. Pero no ahora.

Habían dado las seis menos diez del lunes 20 de octubre. Wallander se preguntó distraído cómo se presentaría el invierno.

40

El martes 11 de noviembre, y para sorpresa de todos, Wallander quedó libre de la acusación de haber agredido a Eva Persson durante un interrogatorio. Fue Ann-Britt quien le comunicó la noticia y quien había contribuido de un modo decisivo a que así fuese. Sin embargo, Wallander no supo cómo hasta mucho después.

Pocos días antes Ann-Britt había ido a visitar a Eva Persson y a su madre. Nunca se supo, no obstante, sobre qué versó aquella conversación. En efecto, no se redactó acta alguna ni se contó con la presencia de ningún testigo, según era preceptivo por tratarse de una menor. En cualquier caso, Ann-Britt le dio a entender a Wallander que había ejercido una «variante suave de chantaje sentimental». Sin embargo, jamás le explicó qué significaba aquello exactamente. Aunque, a raíz de otros comentarios de Ann-Britt, intuyó que Eva Persson había empezado a pensar en su futuro: si bien se vela ya libre de toda sospecha de haber participado activamente en el asesinato del taxista Lundberg, una falsa acusación contra un policía podía tener consecuencias funestas en el futuro. Los pormenores de la charla permanecieron en secreto para Wallander y para el resto de los colegas. Pero lo cierto fue que, al día siguiente de la misma, Eva Persson y su madre retiraron, a través de su abogado, la acusación contra Wallander. Reconocieron, finalmente, que la bofetada había respondido a los motivos aducidos por Wallander y que se había producido en las circunstancias que él expuso. Eva Persson reconoció haber atacado a su madre y, pese a que podría haberse dictado un auto de procesamiento contra Wallander por delitos perseguibles de oficio, el asunto se sobreseyó con premura, como si todos se sintiesen aliviados por ello. Ann-Britt había procurado además que una serie de periodistas por ella elegidos quedasen debidamente informados de todo. Sin embargo, la noticia de que Wallander hubiese sido declarado inocente al ser retirada la denuncia no obtuvo mención especial alguna en los periódicos, si es que llegó a mencionarse alguna vez.

Aquel martes fue, en cualquier caso, un día inesperadamente frío en Escania, que sufrió el azote de vientos del norte casi huracanados. Wallander se había despertado temprano tras una noche de inquieto sueño a causa de las malévolas ensoñaciones que habían visitado su subconsciente. En realidad, no fue capaz de rememorar con detalle qué había soñado. Pero sí sabía que había sido perseguido y había estado a punto de morir ahogado por las sombrías figuras y cuerpos extraños que intentaban aplastarlo.

Llegó a la comisaría hacia las ocho de la mañana, pero no se quedó allí más que unos minutos. El día anterior había tomado la decisión de obtener respuesta, de una vez por todas, a una pregunta que llevaba tiempo rondándole la cabeza. Tras haber revisado algunos documentos y haberse cerciorado de que a Marianne Falk le habían devuelto el álbum de fotos que ella le había cedido, salió de la comisaría y se dirigió al domicilio de la familia Hókberg, donde lo esperaban, pues había concertado la cita con Erik Hókberg el día anterior. Emil, el hermano de Sonja, estaba en el colegio y la esposa había ido a visitar, una vez más, a la hermana que tenía en Hoór. A Wallander no le pasó inadvertida la palidez de Erik Hókberg, que había adelgazado bastante desde la última vez que se vieron. Según los rumores que le habían llegado, el entierro de Sonja había sido desgarrador. Wallander entró en la casa no sin antes prometer que su visita no se prolongaría demasiado.

—Decías que querías ver la habitación de Sonja otra vez… —comentó Erik Hókberg—. Pero yo no alcanzo a comprender por qué.

—Ya te lo explicaré cuando estemos allí. Porque quiero que tú me acompañes, claro.

—No hemos cambiado nada. Aún no hemos tenido fuerzas.

Subieron al piso superior y entraron en la habitación rosa que, desde el primer momento, produjo en Wallander la extraña sensación de que allí había algo que no encajaba en absoluto.

—No creo que esta habitación haya tenido siempre el mismo aspecto. Lo cierto es que sospecho que Sonja la cambió en un momento determinado de su vida, ¿me equivoco?

Erik Hókberg lo observó atónito.

—¿Cómo lo sabías?

—No lo sabía. Te pregunto.

Erik Hókberg tragó saliva. Wallander aguardó.

—Sí, bueno, fue después de aquel Después de la violación. De repente, retiró cuantos adornos tenía en las paredes y sacó otros que había usado cuando era más pequeña que guardaba en el desván, en cajas de cartón. La verdad es que nosotros nunca comprendimos por qué lo hizo. Y ella tampoco nos explicó nada.

«Algo entrañable le fue arrebatado y ella decidió huir de dos formas: una, volviendo a su niñez, cuando todo estaba aún intacto; la otra, poniendo en práctica una venganza ejemplar», concluyó el inspector.

—Eso era lo que quería saber, nada más.

—¿Y por qué es tan importante saberlo ahora que ya nada importa? Sonja no volverá. Tanto para mí como para Ruth y Emil la vida será, en el mejor de los casos, una vida a medias.

—Bueno, hay ocasiones en que uno debe tener claro dónde poner el punto final. Las preguntas sin respuesta pueden convertirse en un tormento permanente. Pero, sin lugar a dudas, tienes razón. Por desgracia, nada cambiará.

Salieron de la habitación y bajaron las escaleras. Erik Hókberg le ofreció un café, pero Wallander rechazó la invitación, pues deseaba abandonar el luto de aquel hogar lo antes posible.

Se dirigió entonces al centro, donde aparcó el coche en la calle de Hamngatan y subió andando hasta la librería que estaba abriendo sus puertas en aquel momento, con la intención de recoger el libro sobre el tapizado de muebles que tanto tiempo llevaba esperando ser retirado. Quedó sorprendido ante el precio, pidió que se lo envolvieran para regalo y regresó al coche. Linda iría a verlo a Ystad al día siguiente y tenía pensado regalárselo.

Poco después de las nueve, estaba de vuelta en la comisaría. A las nueve y media había reunido sus papeles y carpetas y se dirigía a una de las salas de reuniones. Precisamente aquella mañana iban a revisar cuanto había acontecido desde la noche en que Tynnes Falk había caído muerto ante el cajero cercano al centro comercial. Repasarían todo el material una vez más antes de entregárselo al fiscal. Puesto que el asesinato de Elvira Lindfeldt era también asunto de los colegas de Malmo, el inspector Forsman, responsable de la investigación de dicho asesinato, también participaría en la reunión.

Ahora bien, a aquellas alturas, Wallander aún ignoraba que estuviese libre de las sospechas de agresión, pues Ann-Britt no lo informaría de ello hasta más tarde. Sin embargo, aquello no le causaba el menor desasosiego. Lo más importante para él seguía siendo que Robert Modín estuviese vivo. De hecho, suponía para él un consuelo ante la idea que aún lo asaltaba a veces de que tal vez también la muerte de Jonas Landahl hubiese podido evitarse si él hubiese llegado a las últimas consecuencias de sus razonamientos. Bien sabía él que, en el fondo, aquello era una carga desproporcionada para su conciencia, pues habría sido pedir lo imposible. Pero allí estaba la idea, pese a todo, yendo y viniendo sin dejarlo en paz de una vez por todas.

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