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Authors: Paul AUSTER

Diario de Invierno (8 page)

BOOK: Diario de Invierno
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21. En cierto lugar de Park Slope; Brooklyn. Una casa de piedra rojiza de cuatro plantas con un pequeño jardín en la parte de atrás, construida en 1892. Edad, 46 hasta el presente. Tu mujer dejó Minnesota en el otoño de 1978 para cursar el doctorado en literatura inglesa en Columbia. Escogió esa universidad porque quería estudiar en Nueva York, había rechazado becas más ventajosas, impresionantes, de Cornell y Michigan con el propósito de estar en Nueva York, y cuando la conociste en febrero de 1981, era una veterana habitante de Manhattan, una manhattanita entusiasta, una persona ya incapaz de imaginarse viviendo en otro sitio. Luego se unió a ti y acabasteis instalándoos en el interior de Brooklyn. No descontentos, quizá, pero Brooklyn nunca había entrado en vuestros planes, y ahora que los dos habíais decidido buscar otro sitio para vivir, le dijiste que estabas dispuesto a ir a donde ella quisiera, que no estabas tan vinculado a Brooklyn como para que salir de allí te produjera ningún pesar, y si deseaba volver a Manhattan, te encantaría empezar a buscar allí con ella. No, contestó, sin detenerse siquiera a pensarlo, sin tener que meditarlo, quedémonos en Brooklyn. No sólo no le apetecía volver a Manhattan, sino que quería seguir viviendo en el mismo barrio en que estabais ahora. Afortunadamente, el mercado inmobiliario se había derrumbado para entonces, y aunque tuvisteis que vender con pérdidas el apartamento, que habíais adquirido a un precio excesivo, la casa que comprasteis quedaba justo dentro de vuestros recursos; o un poco por encima, pero no tanto como para causaros problemas duraderos. Empleasteis un año de obstinada búsqueda antes de encontrarla, y después de formalizar la compra pasaron otros seis meses antes de que pudierais mudaros, pero luego fue vuestra, una casa finalmente lo bastante grande para todos, el número de habitaciones y estudios que necesitabais, todo el espacio en las paredes que os hacía falta para colocar en estanterías los miles de libros que poseíais, una cocina lo bastante espaciosa para moverse por ella, baños lo bastante grandes para respirar en ellos, una habitación de invitados para la familia y amigos que fueran a visitaros, una terraza frente a la cocina para comer y sentarse a beber algo en el buen tiempo, el pequeño jardín abajo, y poco a poco, en los dieciocho años que lleváis viviendo allí, que es mucho más tiempo de lo que has vivido en ninguna otra parte, un periodo tres veces superior al de tu estancia más prolongada en cualquier otro sitio, no habéis dejado de reparar y mejorar hasta el último centímetro de las habitaciones de cada piso, convirtiendo una casa vieja, un tanto desvencijada, desastrada, en algo bonito y lleno de vida, un lugar en donde siempre da gusto entrar, y al cabo de dieciocho años ya has dejado muy atrás la idea de buscar casa en otros barrios, otras ciudades, otros países. Ahí es donde vives, y ahí es donde quieres seguir viviendo hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras por tu propio pie. No, más aún: hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras
a gatas
, hasta que te saquen de ahí para meterte en la tumba.

Veintiún domicilios permanentes desde que naciste hasta ahora, aunque
permanente
no parece la palabra adecuada cuando consideras la frecuencia con que te has mudado de vivienda a lo largo de tu vida. Veinte sitios en donde has estado, pues, una serie de direcciones que ha conducido a la única que puede o no resultar permanente, y sin embargo, aunque hayas guardado tus pertenencias en esas veintiuna casas y apartamentos, hayas pagado los recibos del gas y la electricidad, te hayas registrado en ellas para votar, tu cuerpo rara vez se ha quedado quieto durante mucho tiempo seguido, y cuando abres un mapa de tu país y empiezas a contar, descubres que has puesto el pie en cuarenta de los cincuenta estados, a veces sólo de paso (como en Nebraska, en el viaje de 1976 a la Costa Oeste), pero más a menudo en visitas de varios días, semanas o incluso meses, como en Vermont, por ejemplo, o en California, en donde no sólo viviste medio año sino que también visitaste alguna que otra vez cuando tu madre y tu padrastro se mudaron allí en los primeros años setenta, por no hablar de los veinticinco o veintisiete viajes que has hecho a Nantucket, las visitas veraniegas de todos los años que haces a un amigo tuyo que tiene una casa en la isla, no menos de una semana cada año, que aproximadamente ascenderían a un total de seis meses, o los muchos meses que has estado en Minnesota con tu mujer, los dos veranos enteros que pasaste allí cuando sus padres se fueron a Noruega, las innumerables visitas de primavera e invierno a lo largo de los años ochenta, noventa y siguientes, quizá cincuenta veces en total, lo que supone más de un año de tu vida, junto con frecuentes viajes a Boston desde que eras adolescente, las prolongadas excursiones por el suroeste en 1985 y 1999, los diversos puertos en que atracaba tu petrolero a lo largo de la costa del Golfo de Texas y Florida cuando te enrolaste de marino en un buque mercante en 1970, los trabajos de escritor visitante que has tenido en sitios como Filadelfia, Cincinnati, Ann Arbor, Bowling Green, Durham y Normal (Illinois), los viajes en el Amtrak a Washington, D.C., cuando realizabas tu National Story Project para la National Public Radio, los cuatro meses de campamento de verano en New Hampshire cuando tenías ocho y diez años, las tres largas estancias en Maine (1967, 1983 y 1999), y, no hay que pasarlos por alto, tus regresos semanales a Nueva Jersey de 1986 a 1990 cuando dabas clases en Princeton. ¿Cuántos días pasados fuera de casa, cuántas noches durmiendo en camas distintas de la tuya? No sólo aquí, en Estados Unidos, sino en el extranjero también, porque cuando abres un mapamundi, ves que has estado en todos los continentes salvo en África y la Antártida, y aunque descontaras los tres años y medio que viviste en Francia (en donde, de manera temporal, tuviste varios domicilios permanentes), tus visitas a países extranjeros han sido frecuentes y a veces bastante prolongadas: un año adicional en Francia en numerosos viajes antes y después de la época en que viviste allí, cinco meses en Portugal (la mayoría de ellos en 2006, para el rodaje de tu última película), cuatro meses en el Reino Unido (Inglaterra, Escocia y Gales), tres meses en Canadá, tres meses en Italia, dos meses en España, dos meses en Irlanda, mes y medio en Alemania, mes y medio en México, mes y medio en la isla de Bequia (en las Granadinas), un mes en Noruega, un mes en Israel, tres semanas en Japón, dos semanas y media en Holanda, dos semanas en Dinamarca, dos semanas en Suecia, dos semanas en Australia, nueve días en Brasil, ocho días en Argentina, una semana en la isla de Guadalupe, una semana en Bélgica, seis días en la República Checa, cinco días en Islandia, cuatro días en Polonia y dos días en Austria. Te gustaría sumar las horas que has pasado viajando a esos sitios (es decir, cuántos días, semanas o meses), pero no sabrías cómo empezar, has perdido la pista de cuántos viajes has hecho por Estados Unidos, no tienes idea de cuántas veces has salido de Norteamérica para ir al extranjero, y por tanto jamás hallarás el número exacto ni aproximado de los miles de horas de tu vida que has pasado entre un sitio y otro, yendo y viniendo, las montañas de tiempo que has dedicado a ir en aviones, autobuses, trenes y coches, el tiempo desperdiciado en esforzarte por vencer los efectos del desfase horario, el aburrimiento de esperar a que anuncien tu vuelo en los aeropuertos, el tedio mortal de estar frente a la cinta de los equipajes mientras esperas a que tu maleta caiga por la rampa, pero nada te resulta más desconcertante que viajar en el avión mismo, esa extraña sensación de estar en ninguna parte que te envuelve cada vez que pones el pie en la cabina, la irrealidad de verte propulsado por el espacio a más de mil kilómetros por hora, tan lejos del suelo que empiezas a perder la impresión de tu misma realidad, como si el hecho de tu propia existencia se te fuera escapando poco a poco, pero tal es el precio que pagas por salir de casa, y mientras continúes viajando, esa ninguna parte que se encuentra entre el aquí de casa y el allí de algún sitio seguirá siendo uno de los lugares en donde vives.

T
e gustaría saber quién eres. Con poco o nada para orientarte, das por sentado que eres el producto de vastas migraciones prehistóricas, de conquistas, violaciones y secuestros, que los prolongados y tortuosos cruces de tu horda ancestral se han extendido por muchos territorios y reinos, porque tú no eres la única persona que ha viajado, después de todo tribus de seres humanos llevan miles de años desplazándose por el planeta, y ¿quién sabe quién engendró a quién que a su vez engendró a quién que engendró a quién para luego engendrar a quién hasta acabar con tus padres engendrándote en 1947? Sólo puedes remontarte a tus abuelos, con escasa información sobre tus bisabuelos por parte de tu madre, lo que significa que las generaciones que los precedieron no son más que un espacio en blanco, un vacío de conjeturas y ciegas suposiciones. Tus cuatro abuelos eran todos judíos de Europa del Este, los paternos nacidos a finales del decenio de 1870 en la ciudad de Stanislav en la atrasada provincia de Galitzia, entonces parte del Imperio Austrohúngaro y posteriormente de Polonia tras la Primera Guerra Mundial, integrada luego en la Unión Soviética a raíz de la Segunda Guerra Mundial y en la actualidad en Ucrania tras el fin de la Guerra Fría, mientras que tus dos abuelos maternos nacieron en 1893 y 1895, tu abuela en Minsk y tu abuelo en Toronto: un año después de que su familia emigrara de Varsovia. Tus dos abuelas eran pelirrojas, y en ambas ramas de tu familia hay una tumultuosa mezcla de rasgos físicos en la mucha descendencia que dejaron, que iban del cabello negro al rubio, del liso al ondulado, de la piel morena a la pálida con pecas, de campesinos robustos con piernas gruesas y dedos cortos y fuertes a otros cuerpos ágiles y estilizados. El fondo genético de Europa del Este, pero quién sabe por dónde deambularon esos espíritus anónimos antes de llegar a las ciudades de Rusia, Polonia y el Imperio Austrohúngaro, pues ¿cómo, si no, explicar el hecho de que tu hermana naciera con una mancha mongólica en la espalda, algo que sólo ocurre en niños asiáticos, y cómo justificar el hecho de que tú, con tu piel tirando a morena, pelo ondulado y ojos entre grises y verdes, hayas escapado a lo largo de tu vida a toda identificación étnica y diversos desconocidos te hayan asegurado que debes de ser y desde luego eres italiano, griego, español, libanés, egipcio e incluso paquistaní? Como no sabes nada de tus orígenes, hace mucho que decidiste presumir de que eres un compuesto de todas las razas del hemisferio oriental, en parte africano, árabe, chino, indio y caucasiano, el crisol de muchas civilizaciones enfrentadas en un solo cuerpo. Lo mismo que cualquier otra cosa, es una postura moral, una forma de eliminar el asunto de la raza, a tu juicio un falso problema que sólo puede traer deshonor a la persona que lo saque a relucir, y por tanto has decidido conscientemente ser todo el mundo, aceptar a todos los que llevas en tu interior con objeto de ser tú mismo de una forma más libre y plena, puesto que la cuestión de quién eres es un misterio y no albergas esperanzas de que algún día se resuelva.

Ya ha sido tu cumpleaños. Tienes sesenta y cuatro años, vas acercándote cada vez más a la tercera edad, la época de la asistencia sanitaria a las personas mayores y los subsidios de la Seguridad Social, una etapa en que cada vez más amigos tuyos ya no estarán. Tantos han muerto ya; pero espérate al diluvio que viene. Para gran consuelo tuyo, el acontecimiento se produjo sin incidentes ni conmoción alguna, te lo tomaste con calma, una pequeña cena con amigos en Brooklyn, y la increíble edad a que has llegado rara vez entra en tus pensamientos. El tres de febrero, justo un día después del aniversario de tu madre, que se puso de parto contigo durante la mañana del día que cumplía veintidós años, diecinueve días antes de lo previsto, y cuando el médico te extrajo de su anestesiado cuerpo con unos fórceps, pasaban veinte minutos de la medianoche, menos de media hora después de que hubiera transcurrido su cumpleaños. Por tanto siempre habíais celebrado los dos aniversarios a la vez, e incluso ahora, casi nueve años después de su muerte, inevitablemente piensas en ella cuando el reloj cambia del dos al tres de febrero. Qué increíble regalo debiste ser aquella noche de hace sesenta y cuatro años: un niño para su cumpleaños, un nacimiento para celebrar su nacimiento.

Mayo de 2002. Un sábado, la larga conversación, muy animada, con tu madre por teléfono, a cuyo término te volviste a tu mujer y dijiste: «Hace años que no estaba tan contenta.» El domingo, tu mujer se va a Minnesota. Han planeado una gran celebración con motivo del octogésimo aniversario de su padre para el próximo fin de semana, y se va a Northfield a fin de ayudar a su madre con los preparativos. Tú te quedas en Nueva York con tu hija, que tiene catorce años y debe asistir a clase, pero desde luego también os iréis los dos a Minnesota para la fiesta, y tenéis reservados billetes para el viernes. Anticipándote al acontecimiento, ya has escrito en honor de tu suegro un poema humorístico de versos pareados, que es la única clase de poemas que compones ahora: frívolas bagatelas para cumpleaños, bodas y otras celebraciones familiares. Llega el lunes, y todo lo ocurrido ese día se te ha borrado de la memoria. El martes, tienes una cita con una chica francesa de veintitantos que lleva varios años viviendo en Nueva York. La ha contratado una editorial de su país para escribir una guía de la ciudad, y como te cae simpática y presientes que es una escritora que promete, has accedido a hablar de Nueva York con ella, dudando que algo de lo que digas sea de mucha utilidad para su proyecto, pero de todas formas estás dispuesto a intentarlo. A mediodía, estás frente al espejo con crema de afeitar en la cara, a punto de coger la navaja y emprender la tarea de ponerte presentable para la entrevista, pero antes de que puedas atacar una sola patilla, suena el teléfono. Vas al dormitorio a contestar la llamada, cogiendo con cuidado el aparato para no cubrirlo de espuma, y quien te habla al otro lado de la línea está llorando, la persona que te ha llamado se encuentra en un estado de extrema aflicción, y poco a poco vas entendiendo que es Debbie, la joven que limpia el apartamento de tu madre una vez a la semana y la lleva de compras en coche de vez en cuando, y lo que te está diciendo Debbie es que acaba de entrar con su llave y se ha encontrado a tu madre en la cama, el cuerpo de tu madre en la cama, su cadáver en la cama, a tu madre muerta en la cama. Mientras asimilas la noticia tienes la impresión de que se te vacían las entrañas. Te sientes aturdido y hueco, incapaz de pensar, y aunque eso es lo último que esperas que ocurra ahora
(Hace años que no estaba tan contenta)
, no te sorprende lo que te está diciendo Debbie, no te horrorizas, no te quedas atónito, ni siquiera te disgustas. ¿Qué es lo que te pasa?, te preguntas. Tu madre acaba de morir, y te has convertido en un bloque de madera. Dices a Debbie que no se mueva de ahí, que irás lo más rápidamente que puedas (Verona, Nueva Jersey, junto a Montclair), y hora y media después estás en el apartamento de tu madre, mirando su cadáver tendido en la cama. Ya has visto antes algunos cadáveres, y estás familiarizado con la inmovilidad de los muertos, la inhumana quietud que envuelve el cuerpo de los que ya no viven, pero ninguno de aquellos cuerpos pertenecía a tu madre, ningún otro cadáver era el del cuerpo en donde empezó tu propia vida, y no puedes mirar más de unos segundos antes de desviar la cabeza. La azulada palidez de su piel, sus ojos entornados fijos en nada, un ser extinguido yaciendo encima de las mantas, en bata y camisón, el periódico del domingo desplegado a su alrededor, una pierna desnuda colgando sobre el borde de la cama, una mancha de baba blanca endurecida en la comisura de la boca. No puedes mirarla, no quieres mirarla, te resulta insoportable mirarla, y sin embargo cuando los técnicos sanitarios ya se la han llevado del apartamento en una especie de silla de ruedas metida en una bolsa negra, sigues sin sentir nada. Ni lágrimas, ni aullidos de angustia ni dolor: sólo una vaga sensación de horror creciendo en tu interior. Tu tía Regina está contigo ahora, la prima carnal de tu madre, que ha venido desde su casa en el cercano Glen Ridge para echarte una mano, la hija del único hermano de tu abuelo, cinco o seis años más joven que tu madre, tu tía segunda y una de las pocas personas de las dos ramas de tu familia con quien sientes algún vínculo, artista, viuda de otro artista, la joven bohemia que se marchó de Brooklyn a principios de los años cincuenta para vivir en el Village, y se queda contigo todo el día, ella y su hija mayor, Anna, las dos ayudándote a revisar las pertenencias y papeles de tu madre, dándote su opinión mientras te esfuerzas por decidir lo que hacer con una persona que no ha dejado testamento y nunca ha hablado de sus deseos para después de su muerte (enterramiento o cremación, funeral o no), haciendo listas contigo de todas las gestiones prácticas que deben realizarse cuanto antes, y al acabar la jornada, después de cenar en un restaurante, te llevan a su casa, donde te conducen a la habitación de invitados para que pases allí la noche. Tu hija se queda con unos amigos en Park Slope, tu mujer está con sus padres en Minnesota, y después de una larga charla con ella por teléfono, te sientes incapaz de dormir. Has comprado una botella de whisky para que te haga compañía, de modo que te sientas en una habitación de la planta baja hasta las tres o las cuatro de la madrugada, consumiendo media botella de Oban mientras intentas pensar en tu madre, pero sigues teniendo la mente demasiado entumecida para reflexionar sobre cualquier cosa. Pensamientos dispersos, intrascendentes, y sin sentir aún el menor impulso de llorar, de derrumbarte y lamentar la muerte de tu madre con un verdadero despliegue de tristeza y dolor. Quizá tengas miedo de lo que pueda pasarte si te dejas llevar, de que en cuanto te permitas llorar ya no logres detenerte, de que el dolor sea demasiado apabullante y te deshagas en pedazos, y como no quieres perder el dominio de ti mismo, te mantienes firme frente al dolor, te lo tragas, lo entierras en tu corazón. Echas de menos a tu mujer, la echas en falta más que nunca desde que estáis casados, porque es la única persona que te conoce lo bastante bien para hacerte las preguntas precisas, quien posee la firmeza y la comprensión necesarias para inducirte a revelar cosas sobre ti mismo que a menudo escapan a tu propia conciencia, y cuánto mejor sería si estuvieras acostado con ella en vez de ahí sentado, solo en una habitación a oscuras a las tres de la mañana. Al día siguiente, tu prima y tu tía continúan apoyándote y ayudándote con las gestiones, la visita a la funeraria y la elección de la urna (tras consultar con tu mujer, la hermana de tu madre y tu tía segunda, la decisión unánime es cremación sin funeral, con una ceremonia conmemorativa que deberá celebrarse después del verano), las llamadas a la inmobiliaria, al concesionario de automóviles, a la tienda de muebles, a la compañía de televisión por cable, a todos los establecimientos con los que debes ponerte en contacto para vender, desconectar y tirar, y luego, después de un largo día respirando los sombríos miasmas de la
nada
, te llevan en coche a Brooklyn, de vuelta a tu casa. Cenáis con tu hija comida para llevar, agradeces a Regina que te haya
salvado la vida
(tus palabras exactas, porque verdaderamente no sabes lo que hubieras hecho sin ella), y cuando se marchan, te quedas un rato hablando con tu hija, que acaba subiendo a acostarse, y ahora que estás solo de nuevo, te ves otra vez resistiéndote al reclamo del sueño. La segunda noche es una repetición de la primera: sentado a solas en una habitación a oscuras con la misma botella de whisky, que esta vez vacías hasta la última gota, y aún sin lágrimas, sin pensamientos propiamente dichos y sin deseos de dar el día por terminado y meterte en la cama. Al cabo de muchas horas, el agotamiento te vence al fin, y cuando te derrumbas en la cama a las cinco y media, afuera ya está amaneciendo y los pájaros ya han empezado a cantar. Piensas dormir todo lo posible, diez o doce horas si eres capaz, sabiendo que el olvido es la cura que ahora necesitas, pero justo después de dar las ocho, cuando has dormido aproximadamente dos horas y media, y de la forma en que sólo lo hace un borracho —
profondamente, stupidamente
—, suena el teléfono. De haber estado el aparato al otro lado de la habitación, dudo que hubieras llegado a oírlo, pero ahí está, en la mesilla, junto a tu almohada, a no más de treinta centímetros de tu cabeza, a veintiocho centímetros de tu oreja derecha, y al cabo de muchos timbrazos (nunca sabrás cuántos), se te abren involuntariamente los ojos. Durante esos primeros segundos en que no estás muy despierto, te das cuenta de que nunca te has sentido peor, de que tu cuerpo ya no es el mismo al que estabas acostumbrado, de que a ese otro yo nuevo y ajeno lo han machacado con cien mazos de madera, lo han arrastrado caballos a lo largo de cien kilómetros por un yermo de piedras y cactus, lo ha reducido a polvo un martinete de cien toneladas. Tu torrente sanguíneo está tan saturado de alcohol que puedes oler cómo te rezuma por los poros, y toda la habitación apesta a whisky y mal aliento: fétido, nocivo, repugnante. Si algo quieres ahora, si te pudieran conceder un deseo, aun a costa de entregar diez años de tu vida a cambio, es simplemente cerrar los ojos y volver a dormirte. Y sin embargo, por motivos que jamás entenderás (¿fuerza de la costumbre, sentido del deber, el convencimiento de que quien llama es tu mujer?), te das la vuelta, alargas el brazo y coges el teléfono. Es otra de tus tías segundas, una prima carnal de tu padre, diez años mayor que tú y autoerigida en juez moral, regañona, la última persona del mundo con quien querrías hablar, pero ahora que has cogido el teléfono, no puedes colgarle por las buenas, sobre todo si está hablando por los codos, si habla sin parar, sin apenas hacer una pausa lo bastante larga para que puedas decir una palabra, para darte ocasión de interrumpirla y cortar de una vez la comunicación. ¿Cómo es posible, te preguntas, que alguien parlotee tan deprisa como ella? Es como si se hubiera entrenado para no respirar mientras habla, soltando a borbotones párrafos enteros en una sola espiración ininterrumpida, largos y violentos flujos de verborrea sin puntuación ni necesidad de detenerse a tomar aire de vez en cuando. Debe de tener unos pulmones enormes, supones, los pulmones más grandes del mundo, y menuda tenacidad, qué obsesión tan vehemente por decir la última palabra sobre cada cuestión. Tu tía segunda y tú habéis librado numerosas batallas en el pasado, empezando por
La invención de la soledad
en 1982, que a sus ojos constituía una traición de los secretos de la familia Auster (tu abuela asesinó a tu abuelo en 1919), y en lo sucesivo te convertiste en un paria, igual que marginaron a tu madre cuando tu padre y ella se divorciaron (que es por lo que has decidido no celebrar funeral: con objeto de no invitar a la ceremonia a determinados miembros de ese clan), pero al mismo tiempo tu tía no es ninguna estúpida, sacó
summa cum laude
en su licenciatura, hace mucho que ejerce con éxito su profesión de psicóloga, es una persona enérgica, comunicativa, que siempre insiste en decirte cuántas amistades suyas leen tus novelas, y es cierto que a lo largo de los años ha hecho ciertos esfuerzos por arreglar las cosas entre ella y tú, de reparar el daño causado por su violento arrebato contra ti de hace dos décadas, pero aunque ahora declare que te admira, también hay en ella, a pesar de todo, un rencor pertinaz, una animosidad que continúa acechando en el interior de sus insinuaciones de amistad, en el fondo nada es ni una cosa ni otra, y la situación entre los dos está cargada de complicaciones, porque no está bien de salud, lleva un tiempo sometida a tratamientos contra el cáncer y no puedes evitar cierta compasión por ella, y como se ha tomado la molestia de llamar, quieres concederle el beneficio de la duda, permitirle esa breve y superficial conversación para luego darte la vuelta y a dormir otra vez. Empieza diciendo las cosas apropiadas para la ocasión. Qué repentino, qué inesperado, qué poco preparado debías de estar, y piensa en tu hermana, en tu pobre hermana esquizofrénica, ¿cómo va a arreglárselas ahora que tu madre ya no está? Ya basta, piensas, es más que suficiente para demostrar su compasión y buena voluntad, y esperas tener oportunidad de colgar después de otro par de frases, porque ya se te están cerrando los ojos, estás absolutamente machacado de agotamiento, y con que sólo deje de hablar dentro de unos segundos no tendrás problema alguno para sumirte de nuevo en el sueño más profundo. Pero tu tía no ha hecho más que empezar, remangarse y escupirse en las manos, por así decir, y durante los cinco minutos siguientes te hace partícipe de sus primeros recuerdos de tu madre contigo, de cuando la conoció a los nueve años, momento en el cual tu madre era muy joven, con veinte o veintiún años nada más, y qué emocionante era tener aquella nueva prima en la familia, tan cariñosa y llena de vida, de manera que sigues escuchándola, no tienes fuerzas para interrumpirla, y no tarda mucho en cambiar de tema, no sabes cómo lo ha hecho, pero de pronto la oyes hablar de que fumas mucho, su voz te implora que lo dejes, si no quieres ponerte enfermo y morirte, morirte antes de tiempo de una muerte horrible, lleno de remordimientos en tu agonía por haberte
suicidado
de forma tan insensata. En ese momento ya lleva nueve o diez minutos dale que dale, y la idea de que no puedas volverte a dormir empieza a preocuparte, porque cuanto más tiempo sigue ella, más arrastrado te sientes tú al estado de vigilia, y una vez cruzada esa línea ya no habrá vuelta atrás. No puedes sobrevivir con dos horas y media de sueño en las condiciones en que te encuentras, con tanto alcohol aún en el organismo, estarás destrozado el resto del día, pero aunque cada vez te sientes más tentado de colgar, te falta fuerza de voluntad para hacerlo. Entonces viene la arremetida, la andanada de cañonazos verbales que deberías haber esperado desde el momento en que descolgaste el teléfono. ¿Cómo puedes haber sido tan ingenuo para pensar que esas palabras amables y advertencias casi histéricas serían el final? Aún había que tratar la cuestión del carácter de tu madre, y aunque sólo haga dos días que hayan descubierto su cadáver, aunque el crematorio de Nueva Jersey tenga previsto quemar su cuerpo hasta reducirlo a cenizas esta misma tarde, eso no impide a tu tía ponerla verde. Treinta y ocho años después de que abandonara a tu padre, la familia ha codificado su letanía de quejas contra tu madre, ya es el tema de una historia ancestral, viejas habladurías convertidas en hechos fehacientes, ¿y por qué no repasar la lista de sus fechorías por última vez, con objeto de despedirla adecuadamente antes de irse al lugar adonde merece ir? Nunca satisfecha, dice tu tía, siempre buscando otra cosa, demasiado coqueta para su propio bien, una mujer que vivía y respiraba para llamar la atención de los hombres, obsesa sexual, algo puta, que se acostaba con cualquiera, una esposa infiel; una pena que alguien que por otra parte poseía tantas buenas cualidades haya sido semejante desastre. Siempre habías sospechado que los suegros de tu madre hablaban de ella de ese modo, pero hasta esta mañana nunca lo habías escuchado con tus propios oídos. Murmuras algo en el teléfono y cuelgas, jurando no volver a hablar con tu tía nunca más, no dirigirle jamás una sola palabra durante el resto de tu vida. Dormir era ya totalmente imposible. Pese al agotamiento sobrenatural que te ha pulverizado hasta dejarte casi sin sentido, se han revuelto muchas cosas en tu interior, tus pensamientos salen disparados en todas direcciones, la adrenalina se apodera de nuevo de tu organismo, y tus ojos se resisten a cerrarse. No hay nada que hacer sino levantarse de la cama y empezar la jornada. Bajas y te preparas café, una cafetera del brebaje más negro y fuerte que te has hecho en años, figurándote que si te inundas con titánicas dosis de cafeína, te elevarás a un estado parecido a la vigilia, a una vigilia parcial que te permita andar sonámbulo durante el resto de la mañana y primeras horas de la tarde. Te bebes la primera taza despacio. Está muy caliente y hay que tomarlo a pequeños sorbos, pero luego empieza a enfriarse, y bebes la segunda taza más deprisa que la primera, la tercera más rápidamente que la segunda, y trago a trago el líquido te salpica el estómago vacío como si fuera ácido. Notas cómo la cafeína te va acelerando el ritmo cardiaco, prendiendo en ti y excitándote los nervios. Ya estás despierto, completamente despierto y todavía cansado, exhausto pero más alerta aún, y en tu cabeza hay un zumbido que antes no estaba, un ruido grave y mecánico, un bisbiseo, un runrún, como procedente de una radio fuera de sintonía, y cuanto más café bebes, más percibes que te cambia el cuerpo, menos sientes que estás hecho de carne y hueso. Ahora te estás convirtiendo en algo metálico, en un cacharro oxidado que aparenta vida humana, un artefacto montado con cables y fusibles, vastos circuitos controlados por azarosos impulsos eléctricos, y ahora que has acabado la tercera taza, te pones otra: que resulta ser la última, la mortal. El ataque empieza simultáneamente por dentro y por fuera, una súbita sensación de presión procedente del aire que te rodea, como si una fuerza invisible intentara clavarte al suelo con silla y todo, pero al mismo tiempo una tremenda impresión de liviandad en la cabeza, un vertiginoso repiqueteo contra las paredes del cráneo, mientras el exterior continúa todo el tiempo presionando sobre ti, a pesar de que el interior se desocupa, haciéndose aún más oscuro y vacío, como si estuvieras a punto de desmayarte. Entonces se te acelera el pulso, sientes que el corazón te va a reventar en el pecho, y un momento después no te queda aire en los pulmones, ya no puedes respirar. Entonces es cuando el pánico se apodera de ti, cuando tu cuerpo se apaga y caes al suelo. Tendido de espaldas, sientes cómo la sangre deja de fluir por tus venas, y poco a poco tus brazos y piernas se vuelven de cemento. Entonces es cuando empiezas a aullar. Ahora eres de piedra, y mientras yaces en el suelo, rígido, la boca abierta, incapaz de moverte y pensar, gritas de terror mientras esperas que tu cuerpo se ahogue en las profundas y negras aguas de la muerte.

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