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Authors: Martín Lobo

Tags: #Gay, #Fiction

Diario De Martín Lobo (15 page)

BOOK: Diario De Martín Lobo
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El día de mi treinta cumpleaños amanecí en Madrid. Solo, con olor a tabaco, sabor a derrota y acorralado por el recuerdo de Sasha. Aún adormecido, estiré el brazo y tanteé el vacío de la otra mitad de mi cama.

—Joder... Ya estoy otra vez como siempre —me lamenté mientras dejaba caer una mano sobre mi entrepierna.

Agarré mi erección con rabia, y tras comprobar que mi virilidad estaba en buena forma empecé a agitar mi muñeca sin mucho entusiasmo. Las sacudidas encendieron la temperatura de las sábanas, que empezaban a acusar los primeros azotes del verano. Terminé rápido, sin perder el tiempo en demasiados trámites. Cuando intentaba recuperar el ritmo de mi respiración, sonó el teléfono.

—¿Sí? —pregunté.

—Martín. ¡Soy yo, Sibila!

—Hija de la gran puta... ¿Dónde estás?

—En Estambul —me dijo. Parecía afectada. Su voz sonaba a lágrimas—. Vuelvo a España, Martín. —Rompió a llorar.

—¿Estás bien? —me alarmé—. ¿Qué te ha pasado?

—Mi avión llega a Madrid a las siete y media. Ve a buscarme, por favor.

—Claro. No trabajo hasta la semana que viene, así que tengo todo el día libre. ¿Dónde está el kurdo?

—¡No me hables de ese hijo de puta! —Su llanto se descontroló.

—Bueno, tranquila. Esta tarde me cuentas todo, ¿vale?

Escuché un sonido incomprensible, algo así como un «de acuerdo» envuelto en hipo, mocos y suspiros, y la llamada se cortó. Mientras me duchaba recordé que hacía mucho que no desayunaba en el bar de la esquina. Como el fantasma de Sasha no me dejaba en paz, pensé que una ración de camarero noruego y tostadas me sentaría bien. Antes de salir a la calle, encendí el ordenador con la esperanza de leer algún correo electrónico con remite de Florida; en lugar de una felicitación escrita en ruso —y quizá adosada a una declaración de amor eterno— me encontré varios mensajes anónimos que me amenazaban de muerte: «Martín Lobo, te vamos a cortar el cuello hasta que te desangres»; «¿Sabes lo que hacemos con los maricones como tú? Les prendemos fuego»; «Me da asco compartir el planeta contigo». No seguí leyendo. En los últimos meses había notado más ruido que de costumbre entre los enemigos de mi blog; me enviaban cartas de protesta, me dejaban mensajes inflamables en la web, sacaban punta a su odio en algunas emisoras de radio ultracatólicas... Entendí estas protestas como ladridos inofensivos. «Es el precio que tienes que pagar por escribir un blog polémico que tiene cientos de miles de lectores», solía decirme Flora sin soltar la fregona. «Tú escribes y ellos te contestan.» Pero aquella vez era distinto: ¿y si era un psicópata que realmente quería acabar con mi vida? Me sentí como el autor de las caricaturas de Mahoma, y descolgué el teléfono para llamar a mi mayor consejera.

—Flora, ¿estás ahí?

—¿Qué te pasa, cariño?

—Me han amenazado con cortarme el cuello y con quemarme en una hoguera. Por maricón, Flora, por maricón.

—¿Cómo?

—Que he recibido varios correos electrónicos en los que alguien me amenaza con darme matarile.

—Cariño, no te preocupes. Ya sabes que la gente escribe cosas que no piensa y que se toma el blog como un juego, nada más.

—Esto se me está yendo de las manos, Flora. Cada vez recibo más visitas; ellos me conocen a mí y yo no tengo ni idea de quiénes son ellos. ¿Y si algún día me pasa algo?

—¿Qué te va a pasar?

—Que me maten, por ejemplo.

—Martín, no puedes acobardarte por lo que escriban cuatro descerebrados inofensivos. ¿A ti te gusta escribir lo que escribes?

—Claro. Pero no quiero que...

—Pues ya está. Olvídate de esos mensajes y sigue adelante.

—¿Seguro?

—Seguro, Martín, Seguro. Sólo quiero que me prometas una cosa.

—¿Qué?

—Que dejarás de escribir el blog cuando no te haga feliz.

—Te lo prometo.

Cuando colgué, sentí un remanso de paz adornado por un agujero de hambre en el estómago. Era el momento perfecto para desayunar en mi bar favorito. Atascado detrás de la barra, Bastian miraba la televisión. Aquella mañana de lunes, su única compañía era un canal de videoclips musicales que llenaba las horas con caderas hambrientas de rythm and blues.

—No hay mucha gente, ¿verdad? —pregunté mientras cruzaba la puerta y caminaba hacia él. Me miró sorprendido, y tardó unos segundos en reconocerme.

—Martín... ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!

—Tenía unos días de vacaciones y he estado fuera.

—¿Ah, sí? ¿Dónde has ido? —preguntó intrigado.

Su acento seguía allí. Y su mirada azul. Y su pelo rubio. Pero no sentí nada. Ni un pequeño acelerón en el pulso, ni un pellizco en el estómago... Sin rastro de emoción. La sombra de Sasha se había alargado demasiado.

—En Miami —respondí—. Visitando a un amigo.

—¡Vaya! Siempre he querido ir a Miami. Conozco Nueva York y Chicago, pero me falta Florida.

—Sí, la ciudad está bien. Bueno, a ver si desayuno algo, que tengo un hambre...

Mientras tomaba mi tostada, mi zumo y mi café con leche fría, Bastian me resumió su vida en un minuto: su madre, de nombre Katrina y de profesión asistente social, había viajado a Uruguay cuando tenía dieciocho años para escolarizar a los niños de una zona rural. Entre clase y clase intimó con uno de los jóvenes de la aldea; fruto de ese amor solidario nació él. Katrina volvió a Noruega, dejando al padre de la criatura en Uruguay, y crió a Bastian en solitario. La falta del referente masculino creó unos lazos muy intensos entre madre e hijo. Eran uña y carne, tal para cual, cara y cruz de una misma moneda... Hasta que unos meses atrás un tumor invisible y traidor había devorado el cerebro de Katrina. Bastian, que daba clases de música en un colegio, se vio superado por la muerte de su madre; cinco meses después guardó toda su vida en una maleta y se mudó a Madrid. Y ésa era su vida, anclada en ese instante en una ciudad de ojos oscuros, corridas de toros y sangrías a orillas de la plaza Mayor.

—Tu madre tenía un nombre muy bonito, como de huracán —le dije, tratando de inventar un consuelo que ya llegaba demasiado tarde.

—Gracias —respondió, seguramente sin haber entendido mi símil.

—¿Y dónde vives? —le pregunté.

—Ahora estoy en una pensión. Los primeros días me instalé en casa de un amigo, pero las cosas se torcieron y estoy buscando algo más estable.

—Vaya, ¿un amigo?

—Un chico español que conocí en Amsterdam hace tiempo.

—¿Un novio? —La duda no me dejó tragar el último trozo de tostada: ¿Bastian era homosexual o yo, un psicópata obsesivo, veía gays incluso debajo de las piedras?

—Bueno, algo así. Pero se ha portado muy mal conmigo y no quiero volver a verle.

Incluso en momentos como aquel, cuando se paseaba por los recuerdos más duros de su memoria, Bastian no dejaba de ensayar una sonrisa. Era su forma de darme las gracias por escuchar su historia. Secuestrado por la ternura, me abalancé sobre la barra y le di un beso en la mejilla. Y él, como buen noruego, entendió a medias aquel gesto de efusividad latina.

—¿A qué has dicho que te dedicabas en Noruega? ¿Dabas clases de solfeo a niños pequeños?

—Sí.

—Vaya. Debo confesarte que no me gustan mucho los músicos, pero aun así no quiero que te sientas solo. Toma mi teléfono y llámame cuando quieras. Para hablar, para tomar algo, para ir al cine... ¿Trato hecho? —Pensé en Sasha, y aunque sentí un pellizco de culpa en no sé qué esquina de mis entrañas, supe que estaba haciendo lo correcto.

—Trato hecho.

El aeropuerto de Madrid intentaba sin éxito tomar el pulso al verano. Tras una primavera de escasos sobresaltos, el calor empezaba a hacer estragos en el espacio aéreo internacional. Y mientras el personal se acostumbraba al nuevo ritmo, los aviones se atragantaban en las pistas de despegue y aterrizaje. Conclusión: el vuelo de Sibila llegó con dos horas y cuarenta y cinco minutos de retraso. Cuando el desánimo comenzaba a cundir en mi humor y mis piernas, la vi cruzar la puerta de salida sin equipaje. Su aspecto era desolador. Había adelgazado diez kilos, quizá quince, y sus pómulos rollizos se hundían bajo las cuencas de los ojos. La tristeza exprimía una mirada desencajada, y su nariz estaba en carne viva de tanto llorar. Sus labios, agrietados y teñidos de un desagradable color violáceo, parecían consumidos por los rigores del desierto. Sobrecogido, recordé los días en que me burlaba de su boca, cuando le decía que tenía «morros de cubana» mientras le daba una palmada en las caderas. Llevaba unos pantalones de lino negro, una camisa verde y desgastada cubierta por unos bordados de flores rojas y unas sandalias de cuero.

Sus pies estaban sucios. Algunas de sus uñas, rotas. Sibila ya no era Sibila; era media Sibila. La otra mitad se había perdido en alguna ciudad remota del Kurdistán.

Cuando me vio, se abalanzó sobre mí como una niña desorientada que acaba de encontrar a sus padres. Hundió su cara en mi hombro y empezó a sollozar. La abracé con cuidado, con miedo de no partir en dos aquel cuerpo consumido y tembloroso, y noté el latido de sus costillas, que se sucedían frágilmente debajo de la camisa. Permanecí en silencio, acariciando su espalda con los dedos y apretándola suavemente contra mí. Sin hacer ruido, sin hacer preguntas; me dediqué, simplemente, a escuchar su llanto desesperado y su respiración entrecortada.

Nunca he creído en el feng shui, el yin, el yang, en los polos opuestos y en toda esa pirotecnia de Confucio y sus secuaces, pero aquel abrazo en el puto aeropuerto fue una experiencia trascendental y sobrenatural, un cruce de energías que nos fusilaron sin piedad, una conexión física y química que nos partió en mil pedazos para recomponernos un instante después. El reloj volvió a ponerse en marcha pasados unos minutos, y sólo entonces, cuando las fuerzas tectónicas volvieron a su cauce, pudimos separar nuestros cuerpos.

—Como no me dediques una sonrisa te parto la cara —le dije, aún asustado por su nuevo
look.
Mi frase debió de hacerle gracia, y me dio un pequeño puñetazo en el omóplato.

—Vámonos, anda... Estoy cansada. —Su voz sonaba tan autoritaria, directa y firme como siempre.

Respiré hondo, le di un beso en la mejilla y agarré su cintura mientras caminábamos hacia la calle. Ya en el taxi, el silencio, ensuciado únicamente por el roce del coche contra la oscuridad, se volvió a colar por las ventanillas. Sibila no tenía ganas de hablar, y aquel juego de silencios empezaba a alterarme los nervios. Rompí el hielo de la peor forma posible:

—¿Qué tal ha ido el vuelo?

—Cojonudo. ¿Tú qué crees? —respondió, visiblemente irritada. Había recuperado la sutileza de su humor de juventud.

—Sibila, no sé. Sólo quería desdramatizar. ¿No me vas a contar qué te ha pasado?

—Ahora no me apetece, por favor. Respeta mi espacio.

—¿Y si llamamos a tu madre? Ha estado muy preocupada y le prometí que si me enteraba de algo se lo diría.

—Joder, la que faltaba —se quejó.

—¡Sibila, bonita, relájate un poco! Sea lo que sea lo que hayas hecho, nosotros no tenemos la culpa. No esperarás que te pidamos perdón por preocuparnos por ti, ¿no? Sólo queremos ayudarte.

—Tienes razón, Martín. Pero hoy no tengo fuerzas para hablar con mi madre. ¿Puedo dormir esta noche en tu casa? Te prometo que mañana, en cuanto me despierte, lo primero que haré será llamarla.

La noche se había abalanzado sobre mi calle, y el murmullo de coches y prisas se iba desvaneciendo poco a poco. Ayudé a Sibila a salir del taxi, y me asustó verla tan perdida. Miraba a ambos lados de la acera buscando algo, y se sobrecogió con el golpe seco de los sonidos más absurdos: cuando una moto impertinente rozó la acera demasiado rápido, cuando mi llave crujió en el interior de la cerradura, cuando se cerró la puerta del ascensor, cuando encendí la luz del hall de entrada... Con cada uno de estos sustos inocentes tuvo la misma reacción: primero tensaba los músculos, después emitía un ligero gemido, casi imperceptible, y por último cerraba los ojos presa de no sé qué pánico. Preparé algo de cenar mientras se daba una ducha. Tardó más de una hora en cerrar el grifo, así que supuse que se estaba enfrentando a un ritual de purificación, a una catarsis bajo el agua o algo así. Mientras aliñaba una ensalada improvisada en la cocina, me la imaginé frotando su piel y enjabonando su pena, su odio, su rabia, su dolor o lo que fuera que tuviese dentro. Cenamos, de nuevo en silencio, y fumamos un cigarrillo a medias recostados sobre el sofá. Cuando la última calada se perdió en la quietud del salón, Sibila apagó la colilla en el cenicero, aspiró aire y comenzó a hablar.

—El primer día en Estambul navegamos sobre el Bosforo. Era un barco para turistas, de esos que te arrastran por el mar para mostrarte la ciudad desde la orilla. Me dejó su cazadora para protegerme del frío, me cubrió los hombros con los brazos, unos brazos grandes que desprendían muchísimo calor... Me compró un pañuelo de seda en el Gran Bazar, y me invitó a cenar en un restaurante en el barrio de Taksim. Con velas, Martín. Y ya sabes lo que me gustan a mí las velas, que me transforman. Son mi debilidad. Y cómo disfruté con la comida.

—Que también es tu debilidad.

—Me dijo cosas tan bonitas... Nadie, jamás, me había hablado con esa dulzura. Era como una declaración de amor, como una poesía, pero sin caer en la bazofia cursi. Estábamos conectados, como unidos por una energía muy especial. Había chispas, Martín. Saltaban chispas cada vez que su piel me rozaba, cada vez que me decía algo al oído...

—¿Chispas? ¿El primer día? Sibila, por favor...

—Mientras me pasaba todo aquello, yo giraba la cabeza hacia un lado y veía la Mezquita Azul. La giraba hacia el otro y me encontraba con Santa Sofía. Callejeábamos y nos perdíamos en el mercado de las especias. Las mujeres con velo, los imanes llamando a la oración, los callejones sin salida... Estaba rodeada de belleza por todas partes, lejos de casa, sin horarios... y me vine arriba. Me sentí capaz de cualquier cosa, y hasta tuve miedo de mí misma. Y cuando me invitó a conocer su tierra no lo dudé. Me dije: «¿Por qué no? No tengo trabajo, no tengo responsabilidades, estoy en un país que ha revolucionado todos mis esquemas y con un hombre maravilloso. Me voy con él».

—Joder, Sibila, que no vives en una película. En la vida real el amor no funciona así.

—Después de dos días de travesía, llegamos a Urfa. Es una ciudad de medio millón de habitantes cuyos orígenes se remontan al siglo IV antes de Cristo. ¿Tú sabes lo que es el siglo IV antes de Cristo? La historia late debajo de tus pies. Su casco antiguo, situado en una llanura a ochenta kilómetros del río Éufrates, es increíble. Dicen que es uno de los más evocadores de Turquía gracias a su bazar de frutas y verduras, sus casas típicas de Oriente Próximo, construidas alrededor de patios laberínticos...

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