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Authors: Edgar Rice Burroughs

Dioses de Marte (5 page)

BOOK: Dioses de Marte
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Ignoro cuánto tardamos en atravesar el túnel de ese modo, pero al fin llegamos a un obstáculo que impidió que siguiéramos adelante. Parecía más un tabique que el repentino final de la cueva, porque estaba construido de una materia distinta a la de la montaña, ya que al tacto parecía ser una madera muy dura.

Silenciosamente palpé su superficie con cuidado y finalmente hallé recompensados mis esfuerzos con el hallazgo de un botón, que en Marte indicaba la existencia de una puerta como en la Tierra lo indica la existencia de un picaporte.

Lo apreté suavemente y tuve la satisfacción de sentir que la puerta cedía con lentitud delante de mi, y en el instante siguiente estábamos contemplando un aposento tenuemente iluminado que, por lo que pudimos vislumbrar, estaba desocupado.

Sin más demoras abrí por completo la puerta y, seguido por el enorme Thark, penetré en la estancia. Mientas permanecíamos mudos y algo perplejos, echando una ojeada en torno nuestro, un ligero ruido a mi espalda hizo que me volviese con rapidez, observando, en el colmo del asombro, que la puerta se cerraba con agudo chasquido como empujada por una mano invisible.

Instantáneamente me precipité a ella para abrirla otra vez, porque algo en aquel extraño incidente y en el intenso y casi palpable silencio del lugar, me daba a entender que un mal nos acechaba escondido en la rocosa cámara situada en las entrañas del Dorado Acantilado.

Mis dedos se clavaron en vano en el persistente portón, mientras mis ojos buscaban inútilmente un duplicado del botón que nos había dado acceso allí.

Y entonces, de unos labios invisibles, salió una macabra y burlona risotada que recorrió la abandonada cámara.

CAPÍTULO III

La Cámara del Misterio

La estridente carcajada dejó de resonar en los muros del pétreo aposento, y Tars Tarkas y yo guardamos un profundo y expectante silencio, pero ningún ruido volvió a romper la quietud del sitio, así como tampoco nada se movió al alcance de nuestras miradas.

Al fin Tars Tarkas se rió quedamente de la manera extraña que solía hacerlo cuando se hallaba en presencia de algo horrible o aterrador. No era una risa histérica, sino la genuina expresión del placer derivado de lo que en la Tierra mueve al hombre a odiar o llorar.

A menudo le había visto revolcarse en el suelo en locos accesos de irreprimible regocijo al presenciar las mortales agonías de las mujeres y los niños bajo la tortura de la infernal fiesta de los marcianos verdes, denominada los Grandes Juegos.

Miré al Thark, con una sonrisa en mis labios, porque allí, en verdad convenía más mostrar cara risueña que unas facciones temblorosas.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Dónde diablos estamos?

Me devolvió mi mirada, sorprendido.

—¿Que dónde estamos? —repitió—. ¿Me estás diciendo, John Carter, que no sabes dónde estamos?

—Que me hallo en Barsoom es todo lo que puedo adivinar, y eso gracias a tu presencia y a la de los grandes monos blancos, pues todo cuanto he presenciado hasta ahora, en nada me recuerda al amado Barsoom que conocí hace diez largos años y que tan distinto es del mundo donde nací. No, Tars Tarkas; no sé dónde estamos.

—¿Dónde has estado desde la fecha en que abriste las poderosas puertas de nuestra planta atmosférica, después de que muriera el guardián y se detuvieran las máquinas provocando la agonía de Barsoon por asfixia cuando aún no estaba muerto? Tu cuerpo no fue encontrado nunca, aunque los hombres de un mundo entero le buscasen años y años, y aunque el Jeddak de Helium y su nieta, tu princesa ofrecieron tan fabulosas recompensas, que hasta los príncipes de sangre real tomaron parte en la búsqueda.

»Sólo quedó una conclusión que obtener cuando todos los esfuerzos por encontrarte fracasaron, ésta es que emprendiste una la larga y última peregrinación por el misterioso río Iss para aguardar en el Valle de Dor, en las costas del Mar Perdido de Korus, a la bellísima Dejah Thoris, tu princesa. Cuando partisteis, nadie podía aún suponer que tu princesa viviera todavía.

—Gracias a Dios —le interrumpí—. No me atrevía a preguntarte porque temía que fuese demasiado tarde para salvarla. Estaba tan agotada cuando la dejé en los reales jardines de Tardos Mors aquella remota noche; tan agotada, que casi dudé en poder llegar a la planta atmosférica antes que su adorado espíritu huyese de mí para siempre. ¿Y vive aún?

—Vive, John Carter.

—Pero aún no me has dicho dónde nos encontramos —le recordé.

—Estamos donde esperaba encontrarte a ti, John Carter... y a otro. Hace tiempo que oíste la historia de la mujer que me enseñó aquello a lo que todos los marcianos verdes se nos enseña a odiar, la mujer que me enseñó a amar. Conoces los espantosos tormentos y la horrible muerte que sufrió a causa de su amor a manos de la bestia Tal Hajus.

»Pensé que me aguardaría junto al Mar Perdido de Korus.

»Sabes también que fue tarea para un hombre de otro mundo, para ti, John Carter, enseñar a este cruel Thark lo que es la amistad y ello bastó para que pensase que debíais vagar sin duda por el peligroso Valle del Dor.

»He aquí por qué he implorado tanto el fin de la larga peregrinación que debo realizar algún día, y como había transcurrido el tiempo calculado por Dejah Thoris para que regresases a su lado, pues siempre se obstinó en creer que habríais vuelto transitoriamente a vuestro planeta, yo di rienda suelta a mi aflicción y hace un mes comencé el viaje, cuyo fin acabas de presenciar. ¿Comprendes ahora dónde estás, John Carter?

—¿Y éste es el río Iss, que desemboca en el Mar Perdido de Korus, por el valle del Dor? —pregunté.

—Este es el valle del amor, la paz y el reposo, por el que cada barsoomiano suspira desde tiempo inmemorial y al que anhela ir al fin de una vida de odios y luchas y sangrientos crímenes —me respondió—. Éste, John Carter, es el Cielo.

Su tono era frío e irónico; su amargura reflejaba el terrible desengaño que había experimentado. Semejante desesperada desilusión, semejante derrumbamiento de las esperanzas y las aspiraciones de toda una vida, semejante desarraigamiento de las más antiguas tradiciones hubieran disculpado incluso mayores demostraciones por parte del Thark.

Puse mi mano en su hombro.

—Lo siento —dije, y me figuré que no tenía más que decir.

—Acuérdate, John Carter, de los incontables miles de millones de barsomianos que han emprendido voluntariamente la peregrinación, bajando por este río cruel desde el principio de los tiempos, sólo para caer en las feroces garras de los terribles monstruos que hoy nos han asaltado.

»Hay una antigua leyenda, según la cual un hombre rojo volvió de las orillas del Mar Perdido de Korus, regresó del valle del Dor y retrocedió siguiendo el misterioso río Iss. Y la leyenda dice que el peregrino contó una terrible blasfemia de espantosas bestias que habitaban en el valle del Prodigioso Agrado, feroces criaturas que caían sobre cada barsomiano que finalizaba su peregrinación y le devoraban en las orillas del Mar Perdido, adonde había ido a buscar amor, paz y felicidad; pero los ancianos mataron al blasfemo, porque la tradición ordenaba que pereciese todo el que regresara de lo hondo del Río del Misterioso.

»Pero ahora sabemos que el viajero no mintió, que la leyenda es cierta y que el hombre sólo contó lo que había visto; ¿Pero de qué nos sirve, John Carter, puesto que aunque nos escapáramos, seríamos tratados como blasfemos? Nos hallamos entre la salvaje realidad de lo cierto y el frenético «
zitidar
» de la realidad, no podemos escapar de ninguna.

—En la Tierra, diríamos que estamos entre la espada y la pared, Tars Tarkas —le contesté sonriendo ante su dilema—. Lo mas razonable será que tomemos las cosas como vienen, y al menos tendremos la satisfacción de saber que quien nos masacre contará un número muy superior de muertes en sus filas que las que provocará. Monos blancos u hombres planta, barsoomianos verdes u hombres rojos, cualquiera que nos arrebate la existencia sabrá lo que cuesta acabar con John Carter, Príncipe de la Casa de los Tardos Mors, y con Tars Tarkas, Jeddak de Thark al mismo tiempo.

No pude por menos de reírme de su mal humor, y él, por último, prorrumpió en una de esas carcajadas de auténtico gozo que resultaban una de las característica del altivo jefe tharkiano y lo que le distinguía de los demás de su clase.

—Pero ¿y tú, John Carter? —exclamó al cabo de un rato—. ¿Si no has estado aquí estos años, dónde has estado y cómo es que hoy te encuentro aquí?

—Volví de nuevo a la Tierra —repuse—. Durante diez largos años recé y esperé el día que me condujese otra vez a este lúgubre y viejo planeta tuyo, al que, a pesar de sus costumbres crueles y terribles, me une un lazo de amor y simpatía más fuerte que el que me ligó al mundo donde nací.

»Diez años sufrí la muerte en vida que provocan la incertidumbre y la duda en cuanto a si Dejah Thoris vivía y ahora que por primera vez, después de esos años, he visto atendidas mis oraciones y saciadas mis dudas, me hallo, por una cruel burla del destino, arrojado al único sitio de Barsoom del que en apariencia no hay escape, y aunque lo hubiera, sería a un precio igual a la muerte, y las esperanzas que abrigaba de volver a reunirme con mi princesa en esta vida han sido barridas. Estás contemplando la lastimosa futilidad con que el hombre se afana por un porvenir material.

»Una media hora escasa antes de que os viera batallando con los hombres planta, estaba a la luz de la luna en la ribera de un ancho río que desagua en la costa oriental de la más bendita de las tierras terrestres. Ya te he contestado, amigo mío. ¿Me crees?

—Te creo —replicó Tars Tarkas—, aunque no puedo entenderte.

Mientras hablábamos exploré con los ojos el interior de la cámara. Tenía, quizá, doscientos pies de largo por la mitad de ancho, y una cosa que parecía ser una puerta en el centro de la pared opuesta directamente a la que nos había dado entrada.

El aposento estaba tallado en el material del acantilado, mostrando con profusión el oro incrustado gracias a la tenue claridad que un pequeño iluminador de radio, en medio del techo, difundía por su gran extensión.

Aquí y allí unas superficies pulimentadas de rubíes, esmeraldas y diamantes se destacaban de los áureos muros y techumbre. El suelo era de otra sustancia, muy dura y desgastada por el uso, hasta haber adquirido la textura del vidrio. Fuera de las dos puertas no conseguí distinguir ninguna señal de otras aberturas, y como nos constaba que una estaba cerrada, me dirigí resueltamente a la del lado opuesto.

Cuando tendí la mano para tocar el botón de la puerta, la lúgubre carcajada sonó una vez más, tan cerca de nosotros esta vez que involuntariamente me estremecí, retrocediendo mientras echaba mano a la empuñadura de mi espada.

Luego, en el rincón más apartado de la vasta cámara, una voz hueca cantó: «No hay esperanza, no hay esperanza; los muertos no regresan, los muertos no regresan; no hay resurrección. No esperes, porque no hay esperanza.»

Aunque nuestras miradas se volvieron instantáneamente al sitio de donde la voz parecía salir, no distinguimos a nadie, y tengo que reconocer que sentí escalofríos a lo largo de la espina dorsal y que se me erizaron los cortos cabellos, igual que los de un sabueso cuando en la oscuridad sus ojos percibe extrañas cosas ocultas a los de los hombres.

Rápidamente me dirigí a la lastimosa voz, pero cesó al llegar yo al muro. Y en ese momento, del otro extremo de la pieza salió una voz chillona y penetrante:

—¡Locos! ¡Locos! —exclamó—. ¿Pensáis desafiar la leyes eternas de la Vida y la Muerte? ¿Queréis privar a la misteriosa Issus, Diosa de los Muertos, de sus justos derechos? ¿No os ha puesto su poderoso mensajero, el anciano Iss, en su implacable seno al traeros por vuestra propia voluntad al valle del Dor?

»¿Pensáis, oh locos, que Issus abandonará lo que le pertenece? ¿Pretenderéis escapar de donde en incontables eras ni una sola alma ha logrado huir?

»Volved por el camino que vinisteis hacia las compasivas mandíbulas de los hijos del Árbol de la Vida o a las relucientes garras de los grandes monos blancos, porque allí dejaréis de sufrir en seguida; pero si insistís en vuestro audaz propósito de atravesar los laberintos del Farallón Áureo de las Montañas de Otz y de franquear las murallas de su inexpugnable fortaleza de los Sagrados Therns, la Muerte caerá sobre vosotros en su forma más espantosa, y pereceréis de una manera, tan horrible que hasta los mismísimos Sagrados Therns, que perciben tanto la vida como la muerte, separarán la vista de esos horrores y se taparán los oídos para no oír los gemidos de sus víctimas.

»Atrás, desgraciados; desandad vuestro camino.

Y luego la horrísona carcajada vibró en otra parte de la estancia.

—De lo más sorprendente —dije volviéndome a Tars Tarkas.

—¿Qué debemos hacer? —me preguntó—. No podemos luchar con el vacío. Preferiría seguir el consejo que nos dan y regresar para pelear con unos enemigos reales, en los que por lo menos puedo hundir mi hoja en su carne y vender caro mi cadáver antes de sucumbir a este eterno olvido que sin duda es cuanto de deseable tiene derecho a esperar el ser humano en la eternidad.

—Si, como dices, no podemos luchar contra el vacío, Tars Tarkas —repliqué—; tampoco el vacío puede luchar con nosotros. Yo, que antaño he hecho frente y vencido a millares de poderosos guerreros y a sus templadas hojas de acero, no huiré delante del viento y tú tampoco.

—Pero las voces que oímos pueden emanar de seres invisibles que manejen invisibles armas —me contestó el guerrero verde.

—Tonterías, Tars Tarkas —grité—; esas voces provienen de seres tan reales como tú y yo. Por sus venas correrá sangre tan fácil de derramar como la nuestra, y el hecho de que permanezcan invisibles es la mejor prueba, a mi juicio, de que se trata de simples mortales que no poseen el valor necesario para atacarnos. ¿Piensa, Tars Tarkas, que John Carter huirá al primer alarido de un adversario cobarde que no se atreve a salir al descubierto y enfrentarse a una buena hoja?

Hablé en voz alta para que no pudiera dudarse de que deseaba ser oído por nuestros supuestos antagonistas, pues empezaba a cansarme de este engaño con el que pretendían amedrentarnos. Además se me ocurrió que todo aquello tal vez fuese un plan para obligamos a retroceder por miedo, al valle de la Muerte, del que habíamos escapado, para que fuéramos rápidamente liquidados por las salvajes criaturas que nos esperaban.

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