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Authors: Juan José Millás

Dos mujeres en Praga (12 page)

BOOK: Dos mujeres en Praga
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Entretanto, me llamaron un par de veces del periódico preguntando cuándo pensaba entregar el reportaje sobre la adopción. Había cobrado los gastos ocasionados por la investigación, pero había retrasado la entrega en tres ocasiones. Pedí un par de semanas más, aunque lo cierto es que ya no me apetecía escribirlo. Algunas noches, me sentaba a la mesa de trabajo con toda la documentación desplegada ante mis ojos, y comprobaba con desasosiego que después de haber dedicado tanto tiempo a reunir casos verdaderos de hijos que buscaban a sus padres y de padres que buscaban a sus hijos, ahora sólo me interesaban los falsos adoptados, como yo mismo
(en casa te llamamos el hermanastro),
o como el propio Alvaro Abril. Pero también me obsesionaban los hijos reales o fantásticos tenidos fuera del matrimonio por adúlteros, a quienes estos hijos se les aparecían en un momento determinado para pedirles cuentas de su vida.

Aunque jamás he releído nada mío una vez publicado, volví a leer un par de veces mi cuento
Nadie,
la historia de Luis Rodó basada, en parte, en una experiencia propia, y lamenté haberla publicado con aquella urgencia, pues me parecía que si la hubiera madurado un poco más habría podido escribir una novela corta.

Siempre he asociado la novela corta al reportaje, pero nunca había manejado un material tan favorable, que quizá había echado a perder por precipitación.

Una tarde cogí el teléfono, hablé con el redactor jefe del periódico y le propuse escribir un reportaje falso.

—¿Qué quieres decir con un reportaje falso? —preguntó.

—Pues eso —añadí—, una pieza de ficción con apariencia de reportaje. Es que he conocido un par de casos de gente que se cree adoptada y de hombres que creen haber tenido hijos que no han tenido.

Creo que sería interesante trabajar en esa zona de la realidad dominada por lo que no ha ocurrido.

El redactor jefe era un hombre joven y no se atrevió a opinar directamente sobre mi propuesta, pero me despachó sin contemplaciones diciendo que había un exceso de ficción que el periódico no quería contribuir a aumentar.

—Todo el mundo está apostando ahora por la realidad —añadió, dejándome con la palabra en la boca para acudir a la reunión de cierre.

Dudé si tomar parte de la documentación real, hilvanar a base de oficio quince o veinte folios, entregar el reportaje que esperaban recibir, y reservar el resto para un libro futuro. Pero temía que si trabajaba en la zona real, perdiera las ganas de profundizar en la irreal. Por otra parte, como no es raro que en los periódicos se olviden un miércoles de lo que te han pedido con urgencia un martes, recliné el asiento hacia atrás y eché una cabezada.

Me desperté sobresaltado a los diez minutos. Había soñado que Álvaro Abril era mi hijo. Supe entonces que no se me quitaría de la cabeza la idea de que quizá había tenido un hijo póstumo (así lo llamé curiosamente dentro de mi cabeza) hasta que no lo comprobara, de manera que dediqué un par de días a localizar a aquella amante de mi juventud con la que había roto de forma semejante a la que Luis Rodó, en
Nadie,
había roto con la suya. Vivía en Barcelona y no fue fácil justificar aquella llamada que se producía con más de veinticinco años de retraso. Le dije que me había acordado de ella de repente.

—De repente me acordé de ti.

—Ya —respondió a la defensiva.

—¿Cómo te va? —añadí intentando imaginar los estragos del tiempo sobre su rostro. Me pregunté si conservaría aquella capacidad para oscurecer la mirada cuando una idea sombría pasaba por su frente.

—Continúo viva —dijo—, si es a lo que te refieres.

Comprendí que había leído
Nadie
en el periódico y me maldije de nuevo por haberme precipitado en publicarlo.

—No es a lo que me refiero —repuse.

—De ti sé por los periódicos —añadió ella—. Un día te vi en televisión y me pareció que te habías convertido en un gordo.

—La televisión engorda —me defendí.

—Pero otro día te escuché por la radio y me pareció que continuabas siendo delgado.

—La radio adelgaza —se me ocurrió decir en simetría con mi respuesta anterior.

—Hablabas de hijos adoptados. Es un tema de moda.

—Pero yo no trabajo en él por moda. Es que —mentí— de repente me enteré de que era adoptado y empecé a darle vueltas al asunto.

—¿Y cómo te enteraste de que eras adoptado?

—Estaba firmando libros en unos grandes almacenes y un lector me dijo que en su casa me llamaban de broma el hermanastro de su padre porque era idéntico a él. Al despedirnos, me dio el teléfono por si en alguna ocasión quería conocer a mi gemelo. Un día llamé, me invitaron a tomar café y, en efecto, aquel hombre y yo éramos muy parecidos. Luego resultó que teníamos manías afines o complementarias. Decidimos hacernos unos análisis y nos dijeron que en efecto éramos hermanos gemelos.

—¿Os hicisteis análisis genéticos? —preguntó con extrañeza, como si se tratara de algo muy excepcional, por lo que temí haber dicho algo inverosímil, pero me reafirmé y añadí casi sin transición:

—Debieron de separarnos nada más nacer entregándonos a distintas familias. Tanto sus padres adoptivos como los míos han muerto y no nos pueden dar la información que necesitamos, pero no hemos renunciado a encontrar a nuestros verdaderos padres, si todavía viven. Cuando me puse a trabajar en el asunto, comprobé que hay mucha gente en nuestra situación y comencé a recopilar material para un reportaje.

—Ya —dijo ella. Ese «ya» era un rasgo de su personalidad que resultaba un poco exasperante, porque no había forma de saber si se trataba de un asentimiento verdadero o irónico—. Parece una novela.

—La vida está llena de novelas —dije yo—. ¿Y tú? ¿Has tenido hijos?

—¿Biológicos o adoptados?

—Da igual. ¿Los has tenido?

—Tranquilízate, no.

Ella sabía que me había quedado, cuando rompimos, con la preocupación de que estuviera embarazada. Y ahora negó de tal manera que dejaba una duda en el aire. Comprendí que había sido una equivocación llamarla, de forma que me despedí lo antes posible tras quedar vagamente en vernos cuando yo viajara a Barcelona o ella a Madrid.

Cuando colgué, advertí que estaba impresionado por el relato que le había hecho de mi hermano gemelo. Era falso, pero en alguna parte de mí era verdadero también, como las historias de Luz Acaso.

Comprendí entonces que quería conocerla, pero no sabía cómo decírselo a Alvaro Abril sin que pareciera que me entrometía en su vida. Finalmente, me justifiqué, ella se anunciaba en el periódico. No necesitaba pedir permiso a nadie para establecer un contacto que estaba al alcance de cualquiera. Por otra parte, yo tenía cierta práctica en aquel comercio. Hacía años, cuando comenzaron a aparecer en la prensa los primeros anuncios de contactos, hice un reportaje sobre esta forma de prostitución. Llamé a decenas de mujeres a las que me presentaba como un falso cliente y conté sus vidas a lo largo de una serie semanal de gran éxito. Luego me quedé enganchado durante una larga temporada (durante años, por decirlo claro) a esta forma de relación que ofrecía sexo sin complicaciones sentimentales. El hecho de que Luz Acaso hubiera utilizado esta sección del periódico con la que yo me había relacionado tanto me pareció otro aspecto más de la coincidencia, de la existencia de la red invisible.

Cogí el periódico, lo abrí y coloqué el dedo índice sobre el borde del anuncio por palabras como un niño lo habría puesto sobre la cola de un insecto, para que no escapara, y lo leí de nuevo moviendo la lengua dentro de la boca: «Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas». Lo leí ese día y al siguiente y al otro sin atreverme a llamar. Hoy estaba en la página derecha, arriba. Ayer, en la izquierda, abajo. Daba la impresión de moverse por el periódico como un insecto por una pared. Pero yo lo distinguía en seguida, como un entomólogo distinguiría un escarabajo de entre mil. Llevaba siguiendo el anuncio diez o quince días, con la esperanza de que desapareciera o con la esperanza de atreverme a llamar para ver cómo era la voz de la señora discreta, pero el tiempo pasaba sin que sucediera ninguna de las dos cosas.

El número correspondía a un teléfono móvil. Alrededor del anuncio había siempre cientos de reclamos llenos de colorido, como un muestrario de escarabajos tropicales disecados. Podían verse «mulatas cachondas», «primerizas calientes», «colegialas malas», «pelirrojas ardientes», «jovencitas viciosas», «gemelas idénticas», «geishas», «sumisas», «amas», «asiáticas», «cariñosas», «muñecas de porcelana»... En medio de todo ese colorido, la señora discreta constituía una rareza entomológica. Yo había coleccionado en otro tiempo insectos disecados (me gustaban especialmente aquellos que parecían llevar su propio ataúd sobre la espalda), y los anuncios por palabras me recordaban ahora aquella afición de adolescencia.

En esto, me llamó la atención otro anuncio situado en el borde inferior de la hoja que decía así: «En Talleres Literarios escribimos su biografía con los datos que usted nos proporciona y editamos el número de ejemplares que desee. Haga a sus hijos o nietos el mejor regalo. Cuénteles su vida. Calidad literaria garantizada». El reclamo, que estaba dentro de un pequeño módulo, se trataba también de una rareza publicitaria o biológica en la que
quizá
Luz Acaso había reparado mientras dudaba si comenzar una carrera como señora discreta. La imaginé cogiendo el teléfono y llamando a Talleres Literarios con el asombro de haber llenado las siguientes horas, quizá los siguientes días de su vida.

Luego supe que mientras yo dudaba si telefonear
o no a Luz Acaso (o a Fina, según se mire), el que sí se había decidido a hacerlo fue Álvaro Abril. Dudó, desde luego, aunque no tanto como yo.

Lo hizo a los tres o cuatro días de que hubieran dejado de verse y a la misma hora a la que se encontraban en Talleres Literarios. Llamó y colgó un par de veces, es verdad, pero a la tercera, cuando Luz Acaso (o Fina), respondió, sólo fue capaz de decir una palabra:

—Mamá.

Fina permaneció en silencio unos segundos, tal vez dudando si continuar o no el juego. Luego, como si no hubiera oído bien, dijo:

—¿Sí?

—Soy yo, mamá —repuso Álvaro y Fina se echó a llorar al otro lado.

—Cuánto tiempo, hijo —respondió al fin entre sollozos.

Cuando Álvaro me relató esta primera llamada, me impresionó la facilidad con la que llegaron a un acuerdo tácito para que cada uno se comportara como esperaba el otro. Luz, o Fina, no sé cómo referirme a ella sin traicionar el relato de los hechos, pues eran dos mujeres, sí, pero eran la misma, necesitaba un hijo y Álvaro necesitaba una madre, de modo que cumplieron su papel a la perfección. Por supuesto, no aludieron a sus encuentros en el despacho de Talleres Literarios, sino que iniciaron, vía telefónica, una relación nueva. Álvaro la llamaba a las doce y durante una hora se intercambiaban vidas más o menos ficticias cuyo común denominador había sido la espera de aquel momento en el que el destino los uniera. Tampoco cayeron en la tentación de quedar para verse. El pacto tácito implicaba que la relación sería sólo telefónica. En realidad, era como si a través de este aparato, se comunicasen con una dimensión en la que cada uno cumplía unos sueños de maternidad o filiación que la realidad les había negado. En aquella primera llamada, Alvaro habló a Luz Acaso de su «familia adoptiva». Para no preocuparla demasiado, dijo que había sido una buena familia, aunque algo fría y religiosa hasta la exageración. Le dieron de todo, menos afecto.

—Ella ya murió —añadió.

—¿Qué edad tenías tú?

—Veinte. Luego viví con mi padre adoptivo muy poco tiempo, porque ese mismo año publiqué una novela de éxito y me fui de casa.

—¿Y estás bien instalado, hijo?

—Sí, vivo en un ático, con una gran terraza y plantas. Era mentira, no tenía plantas, pero le pareció que a su madre le gustaría oírlo.

—¿Cómo te enteraste de que eras adoptado?

—Por casualidad. Un día, tendría nueve o diez años, oí a mi madre hablar por teléfono con alguien. Dijo: «Estoy arrepentida; ahora no volvería a hacerlo», y al darse cuenta de que yo la estaba mirando se dio la vuelta avergonzada y continuó hablando en voz baja. Nunca me lo dijeron claramente, pero siempre lo supe.

—¿Cómo es tu padre adoptivo?

—Muy mayor y muy en su mundo. Siempre he sido invisible para él. Quizá me adoptó más por presiones de su mujer que por deseo propio. Ahora vive con una mujer árabe y creo que le da lo mismo que vaya a verle o no.

—Siempre hay uno que no quiere —dijo Luz Acaso.

—¿Qué no quiere qué?

—Da lo mismo, no importa lo que propongas, hijo, siempre hay alguien que no quiere eso porque quiere otra cosa.

Álvaro Abril se moría por preguntar por su padre. La pregunta le quemaba en la lengua, quién es mi padre, pero no se atrevió a hacerla aquella primera vez. Tenía talento narrativo y sabía que las situaciones han de madurar, que no hay nada peor en un relato (al contrario que en un reportaje) que la precipitación.

Y mientras Álvaro, sin que yo en aquel momento lo supiera, mantenía aquella apasionada relación filial con Luz Acaso, yo un día me decidí a marcar el teléfono de Fina, discreción y compañía para caballeros serios. Veinticuatro horas.

—Soy un caballero serio —dije en tono de broma amable cuando respondió, al fin, después de que me hubiera salido mil veces el buzón de voz.

—¿Cómo de serio? —preguntó ella tras unos instantes de vacilación.

—Aprecio la discreción por encima de todo.

—Pues es que ya sólo atiendo casos muy especiales, para hacer compañía y enseñar la ciudad, si eres de fuera.

—Es lo que necesito —dije.

—¿Y qué hay del sexo?

—Cuando busco compañía —dije—, no busco sexo. Son cosas diferentes. ¿Podemos vernos? Esta noche necesito compañía para cenar.

—Esta noche sí puedo —dijo ella después de consultar o de hacer como que consultaba una agenda.

La cité en un restaurante de Príncipe de Vergara que por lo visto no estaba muy lejos de su casa.

Llegué yo antes y cuando la vi acercarse a la mesa, después de que el camarero le hubiera indicado mi situación, me pregunté por qué Álvaro no me había dicho nunca que se trataba de una mujer enferma.

Resultaba imposible no darse cuenta, no ya por su delgadez, sino porque se estaba volviendo transparente.

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