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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantástico, infantil y juvenil

Dos velas para el diablo (9 page)

BOOK: Dos velas para el diablo
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No sé si estoy preparada para morir; pero algo me dice que hoy no es mi día. Llamadlo esperanza vana o instinto suicida, si queréis. Sin embargo, tengo la sensación de que, si Angelo hubiese querido matarme, lo habría hecho ya, anoche, así que lo peor que puede pasarme ahora es que me dé plantón.

O eso espero.

He llegado aquí antes de hora. He salido muy pronto del hostal, porque no estaba segura de poder encontrar el lugar a tiempo. Y lo cierto es que he estado dando vueltas durante un buen rato, pero al final lo he encontrado.

La estatua del Ángel Caído.

En algún sitio leí que Madrid es la única ciudad del mundo que tiene una escultura dedicada a Lucifer. No sé si será verdad que es la única, pero, en cualquier caso, he de reconocer que es hermosa.

La mano que cinceló esta escultura representó al emperador demoníaco como un hombre joven, musculoso e indudablemente guapo. Una serpiente se enrosca sobre su cuerpo, atándolo al mundo, quizá, mientras él mira al cielo y grita de horror. ¿Es horror o es dolor lo que veo en su rostro? ¿O tal vez desafío? No lo sé; no me cabe en la cabeza que el gran Lucifer, de quien tanto he oído hablar, pudiera llegar a mostrar una expresión tan humana alguna vez. Y, sin embargo, aquí está, suplicando al cielo, alzando una de sus alas hacia lo alto en una última y desesperada protesta.

No puedo dejar de preguntarme qué hicieron en realidad los ángeles caídos para disgustar tanto a Dios, ese mismo Dios que, supuestamente, es capaz de perdonar a los humanos cualquier pecado que puedan cometer, por espantoso que sea, si el pecador se arrepiente sinceramente.

¿Se arrepintió alguna vez Lucifer de haberle buscado las cosquillas a Dios? ¿Desearían los demonios volver a ser ángeles? ¿Lo fueron alguna vez?

Son preguntas para las que no tengo respuesta. Y, contemplando una vez más la estatua del Ángel Caído, me pregunto si el mismo Lucifer se habrá planteado estos interrogantes en alguna ocasión, y si sería capaz de responder a ellos.

Aparto la mirada de la escultura y miro a todas partes, pero no hay ningún lugar donde sentarse, de modo que me acomodo en el suelo con las piernas cruzadas. Y espero.

El sol se hunde lentamente por el horizonte y no hay rastro de Angelo. Me pregunto si se habrá olvidado de nuestra cita. Tal vez, con la luz del día, haya visto las cosas desde otra perspectiva y considerado que los problemas de una humana vengativa no son de su incumbencia, ni mi investigación tan interesante como para que valga la pena pensar en ello. Tal vez…

Hundo la barbilla entre mis rodillas, con un suspiro resignado. Empiezo a estar preocupada. ¿Habré hecho algo mal? ¿Habré malinterpretado alguna de sus instrucciones? Me dijo que estuviera hoy aquí al caer el sol. Y me dijo que viniera desarmada.

En efecto, no he traído mi espada. Dejarla en el hostal ha sido lo más difícil. Llevo cargando con ella desde que murió mi padre, y me resulta inquietante la idea de no llevarla encima. Me hace sentir desprotegida; como una chica normal. Y aunque en otras circunstancias no habría nada que desease más que ser una chica normal, ahora mismo no puedo dejar de invocar hasta la última gota de esencia angélica que pueda haber en mí. Aunque, lamentablemente, lo único que tengo de ángel es la espada de mi padre, y punto.

Así que lo tengo crudo, pero ya es tarde para echarse atrás.

¿O no?

Echo un vistazo a mi alrededor, inquieta. Me he quedado sola. Antes había gente por aquí, corredores, patinadores, paseantes, incluso algunos que holgazaneaban tumbados sobre el césped, pero se han ido marchando todos y ahora solo quedo yo.

Sigue sin haber señales de Angelo.

Respiro hondo. Bien mirado, tal vez sea lo mejor: que se haya olvidado de nuestra cita o que no la haya considerado digna de su interés. Ahora podré volver al hostal y recuperar mi espada, y puede que, sin saberlo, me haya librado de un destino demasiado terrible como para imaginarlo siquiera.

Se ha hablado mucho de los tormentos del infierno (podéis leer a Dante para más detalles), pero lo cierto es que, hasta donde yo sé, no existe nada parecido al averno. Son los propios demonios los que convierten en un infierno la vida de cualquiera que cae en sus garras. Por lo visto, les divierte o les entretiene torturar a las personas solo para ver qué pasa.

Esto te hace pensar en una serie de cosas. Por ejemplo, si es verdad que solo los malvados van al infierno. O hasta qué punto las elecciones de los demonios son aleatorias. En qué se basan para decidir si un humano les es más útil vivo, muerto o retorciéndose en la más terrible de las agonías.

Vale, lo he conseguido. Se me han puesto todos los pelos como escarpias. Empieza a hacerse de noche, hace frío y ya no creo que tratar con un demonio sea una buena idea. Por que puede apoderarse de tu alma y obligarte a hacer cosas de las que luego te arrepentirás. Y si esto no os parece razón suficiente, pensad en los tormentos del infierno. En todos ellos.

Me levanto de un salto, dispuesta a regresar al hostal. Si me doy prisa y no me pierdo, puede que consiga salir del parque antes de que anochezca del todo.

No he dado ni dos pasos cuando detecto una sombra por el rabillo del ojo. Se ha movido demasiado deprisa como para ser algo humano.

—¿Angelo? —pregunto a la penumbra; no puedo evitar que me tiemble la voz, y trato de controlarme—. ¿Eres tú?

No hay respuesta. Doy un paso atrás y miro a todos lados, inquieta. Me llevo la mano a la espalda para sacar mi espada, y entonces recuerdo que la he dejado en el hostal.

Lo que sea que me acecha vuelve a moverse entre las sombras, raudo como un parpadeo, inquietante como el aullido de un lobo. Tengo miedo, un miedo cerval e irracional. Sé que se trata de un demonio. Puede que sea Angelo, y si es así, he caído en la trampa como una estúpida.

Tal vez no fue capaz de matarme ayer porque, después de todo, yo blandía una espada angélica. Quizá haya subestimado el poder que estas armas ejercen sobre los demonios. Puede que en ningún momento tuviese intención de ayudarme; solo ha aguardado a que estuviese desarmada para matarme por haber osado interrumpir su caza de anoche en el pub.

Qué tonta he sido. Qué tonta he sido. Doy media vuelta y echo a correr.

Sé que no seré lo bastante rápida y que estoy haciendo exactamente lo que se espera de mí, pero no puedo evitarlo.

Siento que me sigue. Se desliza entre los árboles con la rapidez del relámpago y la mortífera elegancia de un vampiro. Corro con todas mis fuerzas, pero enseguida lo detecto a mi lado, y al instante siguiente está frente a mí, y su espada reverbera bajo las luces del parque con un brillo sobrenatural. Freno bruscamente, con un grito involuntario, y me aparto a un lado. Trato de echar a correr de nuevo, pero tropiezo y caigo al suelo. Ruedo para ponerme lejos de su alcance, en un gesto desesperado y totalmente inútil. Porque él ya me estaba esperando, y su espada cae sobre mí con la irrevocabilidad del engaño de un demonio.

Se oye de pronto un sonido que no es de este mundo, que suena a la vez como una campana lejana, como una cascada cayendo sobre las piedras y un rayo partiendo el cielo.

Es el sonido de dos espadas sobrenaturales que se encuentran. Detecto una a escasos centímetros de mi rostro, fluida como el agua, reluciente como una estrella. Es la espada que me ha salvado la vida.

Y quien la sostiene no es un ángel, sino otro demonio. Incluso en la penumbra puedo distinguir los rasgos de Angelo. Qué sorpresa: no es el atacante, sino mi protector.

El otro sisea, furioso, y le dice algo a Angelo en un idioma que no conozco, pero que me parece remotamente familiar. El responde en la misma lengua. Y es visto y no visto: apenas un instante después, están peleándose a varios metros de mí, luchando a muerte, y sus espadas centellean bajo las farolas como relámpagos en la noche. Apenas puedo distinguir a uno de otro; se mueven demasiado deprisa.

Me he quedado sentada en el suelo, pasmada, con la boca abierta. No puedo dejar de mirarlos. Nunca había visto nada igual.

Supongo que no hay mucha gente en el mundo que haya tenido la oportunidad de ver a dos demonios, o a un ángel y un demonio, peleando en un duelo de espadas. Es un espectáculo impresionante, e imagino que eso justifica que me haya olvidado de que mi vida está en peligro y me quede aquí, contemplándolo, en lugar de salir por pies.

No son humanos. Con eso podría decirlo todo, pero apenas basta para comenzar.

En primer lugar está el hecho de que, más que moverse es como si bailasen, y lo hacen con una gracia que haría parecer torpes a todos los felinos del mundo. Son rapidísimos y realizan movimientos de ataque, esquiva y defensa humanamente imposibles, y saltos que desafían a la gravedad. Sus espadas son más bien una prolongación de sus brazos. No sé quién ganará, y la verdad es que no me importa, aunque sé que mi vida depende del resultado de esta batalla. Podría quedarme aquí eternamente, viéndolos combatir.

Y justo en este instante, uno de los dos vence sobre el otro. Una de las espadas encuentra un hueco para llegar al arma de su enemigo y lo hace, rápida y certera, arrancándola de su mano y lanzándola al suelo.

El vencedor se yergue entonces y la luz de las farolas ilumina sus rasgos.

Es Angelo.

No tengo ocasión de sentirme aliviada. Aturdida, observo cómo arroja al otro demonio al suelo y coloca la punta de la espada sobre su corazón. Después vuelve a hablarle en la lengua de los demonios.

El otro no parece muy dispuesto a colaborar. Angelo insiste. Su espada se eleva un poco hasta llegar a rozar el cuello del demonio caído, que grita como si le estuviesen sacando las tripas. Angelo repite su pregunta, impávido como una roca. Obtiene una respuesta burlona, y clava el arma un poco más en la piel de su oponente. El demonio grita de nuevo, y después farfulla más información en ese idioma incomprensible.

Angelo sonríe.

Solo eso. Sonríe. No pronuncia una sola palabra, ni para darle las gracias ni para nada que se le parezca.

Y entonces, en un movimiento veloz y letal, hunde la espada en el corazón de su enemigo. Y algo sucede. El demonio derrotado se convulsiona como si una descarga eléctrica sacudiese su cuerpo. Grita con un terrible alarido que, sospecho, resonará en mis peores pesadillas durante mucho, mucho tiempo. Y finalmente se deja caer, no como un fardo, sino con la elegancia y la suavidad de una pluma de ave.

No puedo reprimir una exclamación consternada. No porque lamente la muerte del demonio, sino porque, después de todo, Angelo es uno de ellos. Resulta chocante verle matar a un semejante con tanta despreocupación.

Se vuelve para mirarme. Ahí, con la espada ensangrentada en la mano, parece mucho más amenazador que en el pub, e incluso que cuando entró en mi cuarto sin ser invitado. Retrocedo, aterrorizada. Un instinto irracional me dice que tengo que huir, porque la siguiente seré yo…

Capítulo V

E
STAS
bien? —me pregunta Angelo.

Le miro sin poder reaccionar.

—¿Te ha hecho daño?

—No, yo… estoy bien.

—Pues entonces, levántate. Tenemos trabajo.

Consigo arrastrarme hasta él. Doy un respingo cuando me planta la espada embadurnada de sangre demoníaca en las narices.

—Vamos, cógela. Es la tuya.

—¿Cómo que la mía? —consigo graznar cuando la información logra abrirse paso hasta mi cerebro.

—Pues la tuya: la que dejaste en el hostal.

Recupero el arma, todavía sin entender. Angelo me tiende también la vaina, y me la coloco a la espalda, ciñéndome las correas. Pronto compruebo que, pese a todo, mi aliado demoníaco no va a quedarse desarmado: está ocupado agenciándose el arma de su contrincante, que se ajusta, con vaina y todo, a su propia espalda.

—¿Y por qué tenías tú mi espada? —exijo saber; ya me he dado cuenta de que este tío tiene una malsana querencia hacia las armas ajenas.

Angelo parece más concentrado en desvalijar los bolsillos del muerto, pero me responde sin mirarme:

—La cogí de tu habitación.

Empiezo a enfadarme, y el agradecimiento por haberme salvado la vida empieza a diluirse en el cóctel de emociones que estoy experimentando ahora mismo.

—¿Me dijiste que la dejara en el hostal para poder robármela?

Se vuelve de pronto hacia mí, y retrocedo un poco, intimidada.

—Te la he devuelto, ¿no? No seas quejica; si hubiese matado a este individuo con mi propia espada, habría dejado un rastro indeleble. Todas las espadas dejan la huella del asesino marcada en la víctima. Y si quieres que te ayude, tendré que ser discreto; llama menos la atención que este tipo haya sido asesinado por una espada angélica que por la mía.

—Entiendo —murmuro; se me ocurre entonces una idea—. ¿Quiere decir eso que podría haber sabido quién mató a mi padre por el rastro que dejó en él la espada de su asesino?

—Tú, no. Pero yo, probablemente, sí. O, por lo menos, habría podido saberlo, de haber examinado el cuerpo poco tiempo después. ¿Cuánto hace que lo mataron?

—Poco más de un mes.

Angelo sacude la cabeza.

—Entonces es demasiado tarde.

No puedo evitar preguntarme, una vez más, qué habrá sido del cuerpo de mi padre. Me gustaría saber…

—Vámonos de aquí —dice entonces Angelo poniéndose en pie y cortando el hilo de mis pensamientos—, antes de que venga alguien.

Miro al demonio caído. A simple vista, no parece un demonio; no da la sensación de ser nadie especial. Viste vaqueros, una camisa a cuadros y zapatos de cordones. Tiene el pelo castaño, rizoso, y la cara redonda, agradable, salvo por el hecho de que está muerto, claro. No puedo reprimir un escalofrío. En apariencia, es un tipo normal; podría ser tu vecino, o el dependiente de la tienda de la esquina, o el individuo con el que coincides todos los días al coger el bus. Es más; si, en lugar de atacarme de golpe, se me hubiese acercado para preguntarme la hora, me habría pillado totalmente desprevenida, porque jamás habría sospechado de él. Eso es lo que hace a los demonios tan peligrosos. Que uno nunca sabe que son demonios hasta que es demasiado tarde.

—¿Lo vas a dejar ahí? —le pregunto a Angelo.

—Claro.

Ha echado a andar sin esperarme. Con algo de aprensión, limpio la sangre de mi espada en la ropa del muerto, la introduzco de nuevo en la vaina y corro para alcanzarlo.

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