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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

El amanecer de una nueva Era (28 page)

BOOK: El amanecer de una nueva Era
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Dhamon y Shaon condujeron a sus monturas hasta la casa comunal, y observaron a la kalanesti.

—¿Qué está haciendo? —susurró Ampolla. La pregunta de la kender no tuvo respuesta.

Dhamon desmontó y siguió avanzando. El sol estaba alto y a su espalda, de manera que su sombra se extendía en línea hacia la elfa. Parecía como si Feril estuviera removiendo la tierra entre los dedos y trazando dibujos en el suelo. A través de la quieta atmósfera la oyó emitir una especie de quedo zumbido.

Ampolla dio un codazo a Shaon, y la mujer bárbara bajó de la yegua y aupó a la kender de la silla, ayudándola a desmontar. Lo hizo con toda clase de cuidados, como si Ampolla fuera una muñeca de porcelana que pudiera romperse. Shaon no quería que los dedos de la kender tropezaran con nada.

—¿Qué está haciendo? —volvió a preguntar Ampolla.

Feril contó quince tumbas nuevas, todas pequeñas, como si los residentes de Dalor recientemente fallecidos hubieran sido enanos o kenders, aunque los umbrales de las casas eran obviamente lo bastante altos para que los cruzaran humanos. Unas pocas de las tumbas eran muy recientes, a juzgar por el color y lo suelta que estaba la tierra amontonada encima. De la casa abovedada que había a su derecha salía el hedor de cuerpos putrefactos. Aún había muertos sin enterrar.

¿Acaso no quedaba nadie para hacerlo?, se preguntó la elfa. ¿Sería una plaga la causa? No percibía el olor de ningún ser vivo, ni siquiera el de sus compañeros. El tufo a putrefacción era demasiado intenso.

Continuó dibujando en el polvo, trazando símbolos acordes a un sencillo conjuro que la permitiría ver a través de la tierra, descubrir lo que sabía, quiénes estaban enterrados aquí y qué les había ocurrido. Canturreó más alto, casi terminado el encantamiento. Entonces, de repente, gritó cuando una flecha se clavó en el suelo, delante de ella. Le siguió una segunda rápidamente, y ésta se hincó profundamente en su brazo.

Dhamon echó a correr, levantando tierra tras de sí, al tiempo que desenvainaba la espada, y se dirigió hacia el edificio más apartado, a la derecha de la kalanesti. Vio salir más flechas por el umbral.

—¡Échate al suelo, Feril! —chilló mientras entraba como una tromba en la casa.

La kalanesti se tiró de bruces un instante antes de que dos flechas pasaran silbando por encima, justo donde había tenido la cabeza. Se quedó tumbada entre dos de las tumbas. Se giró hacia la izquierda y alargó la mano hacia el astil de la flecha hincado en el brazo; apretó los dientes y la sacó de un tirón.

«Ahora sé cómo se sienten los ciervos cuando los cazan», pensó. Sólo que un ciervo no tenía manos para quitarse la flecha. La sangre manó cálida de la herida, oscureciendo la manga de su túnica de suave cuero.

Oyó un puñetazo detrás de ella. ¿Dhamon? Se arriesgó a echar una ojeada por encima del montón de tierra de la tumba y vio a Shaon y a Ampolla corriendo por el sendero central. No había señales del guerrero, aunque la elfa escuchó otro golpe sordo dentro de la cabaña.

—¿Por qué le disparaste? —oyó gritar a Dhamon.

Shaon desenvainó la espada y se plantó en una postura agazapada ante el umbral de la casa; entonces sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa, y la mujer retrocedió un paso. En ese momento, un muchacho salió despedido al exterior de un empujón. La fuerza del empellón de Dhamon lo tiró. Perdido el equilibrio, cayó de espaldas, y la cabeza golpeó contra el suelo. Soltó un gemido e intentó incorporarse, pero Dhamon lo había seguido y le plantó un pie en el estómago. Shaon se adelantó rápidamente y acercó la punta de la espada a su cuello.

Feril se puso de pie y caminó lentamente hacia ellos, con el brazo apretado contra el pecho. La herida le dolía mucho y le sangraba, pero relegó el dolor al último rincón de su mente y se concentró en el chico. Calculó que tendría unos nueve o diez años. Tenía el pecho descubierto y sudoroso, y olía a muerte. Sus labios estaban agrietados y le sangraban donde Dhamon le había dado un puñetazo.

—Estoy bien —dijo la kalanesti. Echó un vistazo a las puertas de las otras casas esperando ver salir a alguien en defensa del muchacho.

Dhamon se apartó del chico y se plantó junto a Feril en dos zancadas. Detrás de él, Shaon mantuvo la espada apuntada al cuello del chico en actitud amenazadora.

—¿Por qué le disparaste? —preguntó Ampolla—. No te había hecho nada.

—¡Responde! —espetó Shaon—. ¡Dame una razón para que no te atraviese de parte a parte!

—¡Tiene que morir! ¡Iba a violar las tumbas! ¡Profanadores! —maldijo el chico.

—Vaya, así que tiene lengua —rezongó Dhamon, que envainó la espada y sacó una pequeña daga del cinturón con la que empezó a cortar la manga del brazo herido de Feril—. Al menos, no tiene buena puntería.

—¿Dónde están los demás? —Shaon mantenía la espada a escasos centímetros de la garganta del muchacho.

—No hay nadie más —respondió—. Todos están muertos, como lo estaréis vosotros muy pronto. ¡Los monstruos del cielo os llevarán, os matarán!

—¿Monstruos del cielo? —Ampolla levantó la cabeza para mirar a Shaon al tiempo que la mujer bárbara retrocedía un paso.

—¡Levántate! —ordenó Shaon—. Ampolla, registra esa casa.

La kender cruzó el umbral.

—Aquí dentro apesta. —Desapareció en las sombras y empezó a recorrer el interior.

—No me importa cómo huele. Toda la aldea apesta. ¿Hay dentro alguien más? —La mujer bárbara bajó la voz al dirigirse a Dhamon:— ¿Está Feril bien?

—Sí —respondió la kalanesti por sí misma—. Estoy bien. Sólo me dio en el brazo.

—No, no está bien —se mostró en desacuerdo Dhamon—. Está perdiendo mucha sangre, y la herida está sucia.

—Porque las flechas lo están —añadió Ampolla, que salía en ese momento de la choza con un gesto de dolor y sosteniendo un puñado de flechas entre sus dedos. Empujó de un puntapié una aljaba de cuero, de la que salieron más flechas y se desparramaron en el suelo—. Y también apestan —dijo mientras se las tendía a Shaon.

—Maldita sea —masculló Dhamon—. Están impregnadas de estiércol.

—¡Puag! —exclamó la kender, que dejó caer las flechas y miró al chico con el ceño fruncido—. Y hay mantas ahí dentro, cubriendo algo que apesta todavía más: cadáveres.

—¡Déjalos en paz! —chilló el muchacho.

—¿Son de tu gente? ¿Los mataron los monstruos del cielo? —preguntó Shaon, a lo que el chico contestó afirmativamente con un cabeceo.

»
¿Por qué no acabaron contigo?

El muchacho agachó la cabeza y masculló algo. La mujer bárbara se acercó para oírlo mejor.

Entretanto, Dhamon condujo a Feril hacia su yegua.

—Esto ayudará —dijo el guerrero suavemente mientras cogía un odre de agua—. Pero quiero encender una lumbre y cauterizar la herida un poco para asegurarnos de que no se infecta y para detener la hemorragia. Te dolerá.

La kalanesti apretó lo labios.

—Ojalá Jaspe estuviera aquí —dijo, al recordar cómo el enano había curado las heridas de Dhamon mediante un conjuro.

Se sentaron en el suelo, cerca de un hoyo de lumbre, y el guerrero utilizó las patas de una tosca silla para leña. Después sostuvo la hoja de su cuchillo sobre las llamas, girándola una y otra vez hasta que el metal estuvo al rojo vivo.

—Espero que no hayas herido al chico —dijo la elfa.

—Intentó matarte.

—Creía que iba a profanar... —El metal caliente le dolió más que la flecha, y Feril apretó los dientes y clavó los dedos en el polvo mientras Dhamon cauterizaba la herida. Sintió correrle las lágrimas por las mejillas.

Terminada la cura, Dhamon mojó la herida de nuevo con agua, encontró algunas ropas limpias dentro de una de las casas, y rasgó en tiras la camisa de un niño para hacer el vendaje. La elfa lo observó mientras le vendaba el brazo. Era concienzudo, y se notaba que tenía práctica.

—Estás acostumbrado a atender heridos, ¿verdad?

—Tengo cierta preparación. —La miró a los ojos—. Sé cómo vendar heridas.

—¿Dónde lo aprendiste? —La elfa se acercó más y sus piernas rozaron las de él al apoyar el brazo herido en su rodilla—. Buen guerrero y buen curandero. Apuesto a que serviste en el ejército en alguna parte. ¿Te ocupabas de los heridos en el campo de batalla?

—En cierto sentido. Yo... —Acercó el rostro al de ella y sintió el aliento de la elfa en su mejilla.

—¡He conseguido algunas respuestas del chico! —interrumpió Shaon.

De mala gana, Dhamon volvió la cabeza hacia la mujer bárbara. Sentía el sonrojo de la turbación, y la ancha sonrisa de Shaon y el rápido guiño que le hizo no contribuyeron a mejorar su azoramiento. El chico estaba de pie delante de ella, con los ojos gachos, mirando el polvo a sus pies.

—Se había zafado de sus quehaceres —dijo Shaon.

—Por eso no murió también —añadió Ampolla que, dicho esto, corrió hacia la pareja para examinar el vendaje de Feril—. Se encontraba detrás de esas colinas cuando estalló una gran tormenta, y se quedó allí hasta que dejó de llover —añadió la kender.

—Cuando regresó, lo único que encontró fueron cadáveres. —La mujer bárbara frunció el ceño—. Dice que no sabe lo que les ocurrió, pero asegura que había huellas de garras en algunos cuerpos, como si alguna fiera los hubiera enganchado, y que otros tenían quemaduras en las manos y en el torso.

—Fueron los monstruos del cielo —susurró el chico en actitud desafiante—. Vinieron con la tormenta.

—Ha estado enterrando a los muertos —intervino Ampolla—. Tres cada día. Según él, no podía enterrar a más porque cavar las tumbas lo agotaba. Le he dicho que lo ayudaremos a enterrar al resto.

Dhamon se puso de pie, se limpió el polvo de los pantalones, y contó las sepulturas.

—Así que esto ocurrió hace cinco días, ¿no? —preguntó, a lo que el chico asintió en silencio—. ¿Y todos murieron excepto tú?

—No —musitó—. La mayoría de la gente, más de treinta, falta. Los monstruos del cielo se los llevaron.

—Buscaré huellas —ofreció Feril al tiempo que extendía un brazo hacia Dhamon, que tiró de ella suavemente y la ayudó a levantarse. La elfa dio un respingo, pero el dolor no era tan fuerte ahora.

—No encontrarás ningún rastro —dijo el chico—. Ya he mirado yo. Los monstruos alimentaron la tormenta con los míos.

—Quizá se marcharon cabalgando —sugirió ella.

—No. Ya te he dicho que vinieron del cielo.

—Pero no viste a esos monstruos —insistió la kalanesti—. Así que no sabes realmente lo que pasó.

—No los vi —admitió el muchacho—. Estalló la tormenta y los adultos desaparecieron.

—Supongo que tendré que charlar con los cerdos —dijo Feril—. Puede que ellos vieran lo que sucedió.

—¿Cuántos quedan por enterrar? —preguntó Dhamon, que siguió con la mirada a Feril mientras se dirigía al corral. Al darse cuenta de que Shaon lo observaba con interés, sus mejillas volvieron a encenderse.

—Cuatro —repuso el chico—. Todos niños. No eran bastante grandes para servirles de comida.

Shaon se estremeció y miró fijamente al muchacho. Deseó haberse quedado con Rig. Tal vez los monstruos del cielo eran el Mal del que Dhamon hablaba.

—¿Dónde hay palas? —preguntó la mujer bárbara, ansiosa por marcharse de allí cuanto antes.

El chico señaló hacia al casa de arcilla más grande y echó a andar en esa dirección. Miró por encima del hombro para asegurarse de que Shaon lo seguía.

—Ya voy —dijo la mujer—. Eh, ¿qué haces tú aquí?

Dhamon, Feril y Ampolla siguieron la dirección de su mirada. En el extremo occidental de la aldea estaba
Furia,
jadeante. El lobo rojo agitó la cola y saludó con un ladrido.

—Al menos no has traído contigo a Rig y a Groller —comentó, enojada, mientras escudriñaba detrás del lobo para asegurarse. Después giró sobre sus talones—. ¿Qué pasa con esas palas?

* * *

Feril se inclinó sobre la valla del cercado, analizando a los cerdos. Uno grande, con manchas negras, la observaba fijamente mientras los demás hociqueaban afanosos la tierra de aquí para allí. La elfa encogió la nariz y emitió sonidos sorbiendo el aire; mientras se acercaba, metió la mano en el saquillo de cuero que llevaba colgado a la cadera, y sus dedos se cerraron sobre un trozo de arcilla blanda.

El cerdo miró el pegote de barro que le tendía la elfa y husmeó el aire creyendo que era alguna golosina. Tras decidir que no lo era, sorbió el aire con actitud desencantada y miró a sus compañeros.

—No tengo nada —susurró Feril—, pero no te vayas.

El cerdo resopló y luego, lentamente, se volvió hacia ella. La elfa amasó la arcilla con los dedos de la mano izquierda. El dolor del brazo le dificultaba los movimientos.

Furia
apareció trotando por el costado de la casa, lo cual hizo que los cerdos se escabulleran hacia el extremo opuesto del corral. Feril frunció el ceño y llamó al puerco blanco y negro para que volviera.

—Furia
no te hará nada —le aseguró la kalanesti.

El lobo ladró, como confirmando sus palabras, y se restregó contra la pierna de la elfa mientras alzaba los ojos hacia ella con una mirada de devoción. Feril trabajó la arcilla más deprisa, dando forma a un hocico y cuatro patas. Utilizó la uña del meñique para modelar una cola enroscada.

—Quiero hablar contigo después —le dijo al lobo—. En este momento estoy ocupada. —Alisó la arcilla para darle la suave apariencia de la piel de un cerdo, y después empezó a sorber aire y a soltar suaves gruñidos que tenían un sonido hasta cierto punto musical.

El cerdo chilló con excitación, y Feril sintió que su mente entraba en contacto con la del animal. Mientras centraba todos sus sentidos en él, la elfa sintió un chorro de aire caliente a su alrededor. Los gruñidos del cerdo empezaban a sonar como palabras dentro de su cabeza a medida que la magia natural los traducía en términos comprensibles para ella.

—Había personas aquí —empezó Feril, utilizando gruñidos que atrajeron la atención de los otros cerdos. Unos cuantos se acercaron más, mientras sus ojos iban y venían de la elfa al lobo.

—Muchas —respondió el cerdo manchado—. Personas que nos alimentaban y espantaban las moscas.

—¿Dónde están esas personas?

—Se han ido —gruñó el cerdo tristemente—. Todas menos el chico. Nos da de comer cosas pequeñas y no nos rasca nunca. No tiene tiempo para nosotros.

—¿Adónde se fueron todos? Si me lo dices, tal vez pueda traerlos de vuelta, y estaréis mejor atendidos.

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