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Authors: John Norman

El asesino de Gor (24 page)

BOOK: El asesino de Gor
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La competencia por el primer puesto en las carreras estaba indecisa entre tres facciones: los Verdes, los Amarillos y los Aceros.

El progreso y el ascenso sorprendente de los Aceros como facción había comenzado el primer día de las carreras, cuando en la undécima competición, Gladius de Cos, montando un gran tarn, había iniciado a los Aceros con un triunfo sorprendente y notorio frente a muchos y hábiles competidores. El tarn que Gladius de Cos había montado no era un animal de carreras, pero sus proporciones, su rapidez y la seguridad de movimientos, así como su fuerza y ferocidad increíbles, lo convertían en un enemigo terrible: en efecto, nunca había perdido una carrera. Muchos otros tarns de los Aceros tampoco eran animales de carreras, sino tarns de guerra, montados por jinetes desconocidos e individuos misteriosos que presuntamente venían de ciudades lejanas; la emoción de una nueva facción que no sólo competía sino que amenazaba peligrosamente a las antiguas facciones de Ar, constituía una expectativa que inflamaba la imaginación de los hombres y las mujeres de la ciudad; millares de aficionados, desalentados con sus antiguas facciones, o ansiosos de participar en la gran batalla de las carreras, ahora exhibían en sus vestiduras el pequeño rectángulo de lienzo gris azulado, el distintivo de los Aceros.

Yo había montado varias veces el gran tarn negro de los Aceros, oculto tras una capucha de cuero. El nombre de Gladius de Cos era muy conocido en la ciudad, aunque sin duda pocos estaban al tanto de su identidad. Yo competía para los Aceros porque allí estaba mi tarn, y porque Mip, a quien había terminado por conocer y apreciar, así lo deseaba. Sabía que estaba mezclándome en juegos peligrosos, pero había aceptado jugar, sin comprender claramente el propósito o la meta de lo que hacía. Relio y Ho-Sorl a menudo me ayudaban. Llegué a la conclusión de que no estaban en la Casa de Cernus por mera coincidencia. Después de cada carrera, Mip comentaba detalladamente mi trabajo, y formulaba sugerencias; antes de cada carrera me explicaba todo lo que sabía de las costumbres de los jinetes y los tarns con quienes yo debía competir.

Igual y quizá mayor que la fama de Gladius de Cos era la del espadachín Murmillius, y el prestigio de los crueles juegos presenciados en el Estadio de los Filos. Desde el comienzo de los juegos había combatido más de ciento veinte veces, y ciento veinte antagonistas habían caído ante él; de acuerdo con su costumbre, no había matado a ninguno, sin importarle la voluntad de la turba. Siempre que él aparecía, la multitud enloquecía de placer, y ovacionaba sus mejores mandobles; y yo sospechaba que lo que todos más apreciaban en Ar era la presencia de un enorme y misterioso Murmillius, soberbio y galante, un hombre cuyo origen era completamente desconocido.

Mientras tanto continuaban las intrigas de Cernus, de la Casa de Cernus. Cierta vez, en una taberna oí hablar a un hombre, en quien reconocí a uno de los guardias de las mazmorras, aunque ahora vestía la túnica de un Talabartero. El hombre afirmó que la ciudad necesitaba como administrador no a un Constructor sino a un Guerrero, porque de ese modo se impondría de nuevo el imperio de la ley.

—¿Pero qué Guerrero? —preguntó otro, que era Platero.

—Cernus, de la Casa de Cernus —dijo el guardia disfrazado—. Es Guerrero.

—Es traficante de esclavos —dijo otro.

—Conoce los asuntos y las necesidades de Ar —dijo el guardia— como corresponde a un Mercader; sin embargo pertenece a la Casta de los Guerreros.

—Ha patrocinado muchos juegos —dijo un guardián de tharlarión.

—Sería mejor que Hinrabian —agregó un tercero.

—Mi entrada al Estadio —dijo otro hombre, un Molinero— fue pagada una docena de veces por la Casa de Cernus.

—Yo afirmo —dijo el guardia disfrazado— que Ar mejorará mucho con un hombre como Cernus en el trono.

Me asombró ver que varios parroquianos sentados alrededor de la mesa, sin duda ciudadanos comunes de Ar, comenzaban a asentir.

—Sí —dijo el Platero—, sería bueno que un hombre como Cernus fuese Administrador de la ciudad.

—¿O Ubar? —dijo el guardia.

El Guerrero se encogió de hombros.

—Sí —confirmó—, también Ubar.

—Ar está muy dividida —sostuvo un hombre que no había hablado antes; era un Escriba—. En estos tiempos quizá lo que necesitamos es realmente un Ubar.

—Sostengo —dijo el guardia— que Cernus debería ser Ubar.

Los hombres allí reunidos comenzaron a emitir gruñidos afirmativos. El guardia disfrazado pidió unas bebidas; yo sabía que el dinero que él gastaba tan generosamente había sido muy bien contado en la oficina de Caprus, pues Elizabeth me suministraba dicha información. Caminé hacia la salida mientras los hombres sentados alrededor de la mesa brindaban por Cernus, de la Casa de Cernus.

Vi que otro hombre me imitaba, y también salía de la taberna.

Afuera me detuve y me volví para mirar a Ho-Tu.

—Creí que no bebías Paga —dije.

—No lo bebo —afirmó Ho-Tu.

—¿Por qué estás en una taberna? —pregunté.

—Vi salir de la casa a Salarius —replicó—, disfrazado de Talabartero. Sentí curiosidad.

—Parece que se dedica a promover el nombre de Cernus.

—Sí.

—¿Les oíste hablar del amo Cernus —pregunté— como posible Ubar?

Ho-Tu me miró con los ojos entrecerrados.

—Cernus —dijo— no debería ser Ubar.

Me encogí de hombros.

Ho-Tu se volvió y se alejó entre los edificios.

Mientras los hombres hacían su trabajo en las tabernas, las calles y los mercados, y en los estadios de los juegos y las carreras, el oro y el acero de Cernus aparentemente actuaban en otros lugares. Sus préstamos a los Hinrabian, una familia sin duda adinerada, pero que no podía soportar la carga de los juegos y las carreras, comenzaron a reducirse, y después se interrumpieron. Al fin, como si el asunto le desagradase mucho, y pretextando su propia necesidad, Cernus pidió el reembolso de ciertas partes secundarias pero importantes de sus préstamos. Cuando los Hinrabian cancelaron la deuda con fondos de su tesoro privado, Cernus exigió pagos aún mayores del dinero que los Hinrabian le debían. Además, los juegos y las carreras patrocinados antes por los Hinrabian se vieron interrumpidos, y los que respondían a un patrocinio dejaron de llevar el nombre del Administrador. Ahora aparecía el nombre de Cernus como patrón y benefactor en los carteles y los anuncios. Por ese tiempo, ciertos presagios menores registrados por el Supremo Iniciado y por otros comenzaron a volverse contra la dinastía Hinrabian. Dos miembros del Consejo Supremo, que se habían opuesto a la influencia de los Mercaderes en la política de Ar, en lo que era quizá una discreta referencia a Cernus, aparecieron muertos, uno acuchillado y el otro estrangulado en las cercanías de un puente. La primera espada de las fuerzas militares de Ar, Máximo Hegesio Quintilio, cuya autoridad era apenas menor que la de Minus Tentius Hinrabian, fue separado de su cargo. Poco antes había expresado su desacuerdo acerca del ingreso de Cernus en la Casta de los Guerreros. Lo reemplazó un miembro de los taurentianos, Seremides de Tyros, cuya candidatura fue presentada por Safrónico de Tyros, capitán de los taurentianos. Poco después a Máximo Hegesio Quintilio se le halló muerto envenenado por la mordedura de una muchacha en su Jardín de Placer; y antes de que fuese posible llevar a la asesina ante los Escribas de la ley, los enfurecidos taurentianos la estrangularon; era bien sabido que los taurentianos reverenciaban mucho a Máximo Hegesio Quintilio, y que habían sentido profundamente su pérdida. Yo había conocido a Quintilio pocos años antes, en tiempos de Pa-Kur y su horda. Me había parecido un buen soldado. Lamenté su desaparición. Se organizó un grandioso funeral militar, y sus cenizas fueron dispersas sobre un campo donde varios años antes había llevado a la victoria a las fuerzas de Ar.

Las exigencias de Cernus en relación con el reembolso de lo que los Hinrabian le debían se hicieron más persistentes. Se mostró implacable. En general, los ciudadanos de Ar veían con buenos ojos que la fortuna privada de los Hinrabian se encontrase en tan mal estado. Durante el mes que siguió circularon rumores de peculado, y un miembro del Consejo Supremo, un médico a quien yo había visto a veces en la Casa de Cernus, exigió una investigación contable, oficialmente con el fin de dejar a salvo el nombre de los Hinrabian. Los escribas del cilindro Central examinaron los archivos y horrorizados descubrieron varias discrepancias, y sobre todo pagos a miembros de la familia Hinrabian por servicios cuya prestación no era muy clara; sobre todo, se habían desembolsado sumas considerables en la construcción de cuatro bastiones y depósitos para la caballería volante de Ar; los militares de Ar habían esperado pacientemente la construcción de estos cilindros, y ahora se sentían muy ofendidos porque descubrían que el dinero había sido desembolsado y nadie sabía adónde había ido a parar. Lo que es más, por entonces los Mercaderes del Estadio de Tarns informaron que el Administrador estaba muy endeudado, y que ellos también deseaban cobrar lo que se les debía.

Parecía muy evidente que Minus Tentius Hinrabian tendría que despojarse de las vestiduras pardas del cargo. Lo hizo a fines de primavera, el decimosexto día del tercer mes. La víspera de su renuncia al cargo el Supremo Iniciado leyó los signos del hígado de un bosko, y confirmó lo que todos preveían; a saber, que los presagios eran firmemente contrarios a la dinastía Hinrabian.

El Consejo Supremo obtuvo de Minus Tentius Hinrabian la promesa de alejarse de la ciudad, y no le aplicó oficialmente la pena del exilio. Con su familia y su séquito abandonó la ciudad el decimoséptimo día de Camerius. Hacia fines del mismo mes, en vista de la cólera pública, los restantes Hinrabian de Ar se apresuraron a liquidar sus bienes y huyeron de los muros de la ciudad, reuniéndose con Minus Tentius Hinrabian a varios pasangs de allí. Después, acompañados por un séquito armado, los Hinrabian formaron una caravana que marchó hacia Tor, la ciudad que había aceptado la petición de refugio. Por desgracia, a unos doscientos pasangs de la Gran Puerta de Ar la caravana fue atacada y saqueada por una importante fuerza armada de origen desconocido. Todos los Hinrabian fueron degollados, y la misma suerte corrieron las mujeres; un hecho desusado, porque en general las mujeres de una caravana cautiva eran parte del botín, y casi siempre se las sometía a esclavitud; pero hubo una excepción: la única Hinrabian cuyo cuerpo no fue hallado entre los muertos y los restos ardientes de los carros fue precisamente Claudia Tentius Hinrabian.

El vigésimo día de Camerius las grandes barras de señales suspendidas cerca de los muros de la ciudad anunciaron el entronizamiento de un Ubar de Ar. Cernus fue proclamado ante los taurentianos que blandieron sus espadas para saludarlo, y los miembros del Consejo Supremo que gritaban y aplaudían.

Ahora era el Ubar de Ar. Se realizaron procesiones que recorrieron los puentes; hubo torneos y juegos; los Poetas y los Historiadores rivalizaron en sus elogios y cantos a la fecha; pero lo que fue quizá más importante, se declaró feriado, y se organizaron grandes juegos y carreras que debían durar diez días.

Por supuesto, en todo esto había algo más que el trabajo de Cernus. En su ascenso vi una parte del plan de los Otros; ahora que uno de ellos ocupaba el trono de Ar, la ciudad se convertía en una interesante base para la ejecución de sus planes, sobre todo para influir sobre los hombres, y reclutar partidarios; como Misk había señalado, un ser humano provisto de un arma importante puede ser sumamente peligroso, incluso para un Rey Sacerdote.

Pero durante ese extraño verano hubo una cosa que me dio buenos motivos de regocijo. Elizabeth, Virginia y Phyllis saldrían de la Casa de Cernus y serían llevadas a un lugar seguro. Caprus, que había adoptado una actitud más cordial, y que al parecer se mostraba más audaz después del entronizamiento de Cernus, quizá porque el amo ahora frecuentaba menos la casa, me informó que había establecido contacto con un agente de los Reyes Sacerdotes. Aunque todavía yo no había recibido los documentos y los mapas, tenía certeza de que sería posible salvar a las jóvenes.

El plan de Caprus era sencillo pero ingenioso. Un agente de los Reyes Sacerdotes debía comprar a las muchachas durante la Fiesta del Amor, que comenzaría al día siguiente; el agente dispondría de los recursos necesarios para imponerse a la posible competencia. Por otra parte, Elizabeth ya no era necesaria en la casa, y hacía mucho que no se requerían sus servicios. Caprus había localizado los materiales importantes y estaba copiándolos; por supuesto, yo era necesario para retirar de la casa a Caprus y los documentos. Elizabeth no deseaba partir sin mí, pero admitía que el plan era bueno; si podía salir por su cuenta de la casa, Caprus y yo tendríamos menos de qué preocuparnos, y por supuesto mi amiga deseaba que Virginia y Phyllis tuviesen la misma oportunidad de conquistar la libertad.

Considerando todos los aspectos del asunto, el plan de Caprus parecía no sólo apropiado sino ideal. Naturalmente, ni Elizabeth ni yo dijimos una palabra a Virginia y a Phyllis.

Cuanto menor el número de personas que conociera el plan, tanto mejor. Si se las mantenía en la ignorancia, su conducta sería más natural. Más valía que pensaran que estaban destinadas a la venta. Después recibirían una agradable sorpresa cuando descubriesen que en realidad las devolvían a la seguridad y la libertad. Sonreí. Cuando Caprus me informó que el trabajo se desarrollaba muy bien y que él confiaba en tener copiados los documentos y los mapas a comienzos de Se´Kara, llegué a la conclusión de que, como Cernus pasaba gran parte de su tiempo en el Cilindro Central, en su carácter de Ubar, las oportunidades de trabajo de Caprus habían aumentado mucho. En definitiva, me sentía muy complacido. Elizabeth, Virginia y Phyllis serían rescatadas. Y Caprus parecía de buen humor; quizá era un indicio significativo, que auguraba el fin de mi misión. Mientras pensaba en ello, llegué a la conclusión de que Caprus era un hombre valeroso, y pensé que yo había respetado poco su coraje y su trabajo. Había arriesgado mucho, probablemente más que yo. Me sentí avergonzado. Era sólo un Escriba, y sin embargo lo que había hecho había requerido mucho valor, probablemente más que el coraje demostrado por muchos Guerreros.

Descubrí que estaba silbando alegremente. Las cosas salían bien. Lamenté únicamente que aún no había descubierto al asesino del Guerrero de Thentis.

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