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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

El Balneario (22 page)

BOOK: El Balneario
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—Lo lógico. Era una cliente habitual y algo excéntrica.

Éste era el cuarto año de sus venidas al balneario. Para mí ha sido una sorpresa que no fuera norteamericana, porque parecía el tópico mismo de esas viejas ricas norteamericanas que se niegan a envejecer.

—A mí se me llena la cabeza de imágenes rotas, señor Molinas. Con el tiempo se recomponen y aparecen escenas completas que unas veces sirven y otras no. Pero tengo dos fragmentos que me obsesionan: esa regañina en ruso de madame Fedorovna a mistress Simpson y esa misteriosa aparición de mistress Simpson en la puerta del viejo balneario la noche de la expedición militar del coronel Villavicencio.

—La primera escena es chocante, lo reconozco. La segunda, no. Podía estar paseando.

—Salía del pabellón.

—Imposible. El pabellón se cierra a las seis en punto de la tarde, en cuanto se va el último masajista.

—Si usted tuviera que dar una explicación a lo que está ocurriendo, ¿cuál sería?

—Un maniático. Un sádico. Un loco autocontrolado. No hay otra explicación.

—No habría otra explicación si la muerte fuera el único nexo entre las víctimas. Pero ahí está ese diálogo airado en ruso entre las dos mujeres y otro dato importante: Frisch. Karl Frisch se empeñó en salir del balneario. Quería salir del balneario e hizo todos los números para conseguirlo. Nada más llegar a Bolinches fue asesinado. ¿Le siguió el mismo loco matarife que está por aquí dentro suelto?

—Me va a estallar la cabeza. No es mi oficio. Para eso están usted o el inspector. Aunque al inspector me parece que le va grande la cosa.

—Es un especialista en drogadictos. Es feliz deteniendo drogadictos. El resto de la humanidad le tiene sin cuidado. Hay cazadores de conejos que jamás disparan a las perdices.

Le precedió Molinas en el abandono del salón de video y sin saber por qué Carvalho haraganeó por los pasillos interiores de la planta baja, aplazando el reencuentro con los centros nerviosos del balneario. De vez en cuando sorprendía parte de un esfuerzo complementario para el funcionamiento de aquella maquinaria de la salud que seguía funcionando al margen del olor de los cadáveres. Una muchacha que llevaba una camilla rodante llena de ropa de cama, el jardinero con un fumigador, la masajista de cosmética corriendo porque llegaba tarde a una cita, el marido de la encargada del comedor arrastrando un baúl excesivo para su desgana. Desembocó en el zaguán distribuidor de los pasillos que conducían a la zona de masajes o a la de gimnasia, pensó ganar el jardín trasero saliendo por la puerta del gimnasio y hacia él fue para detener los pasos al borde mismo de la puerta, al percibir voces airadas que llegaban desde el interior. No estaba la puerta cerrada del todo y por la ranura vio a los hermanos Faber protagonizando un fragmento indeterminado de un evidente psicodrama. El hermano mayor estaba gritando en alemán contra el espejo, contra sí mismo, desencajado, congestionado, con el cuerpo curvo por la tensión impuesta por las manos engarfiadas. El otro Faber pedaleaba en la bicicleta fija, displicente, como si la tensión dramática de su hermano no fuera con él, es más, como si la menospreciara y no le sugiriera más que algunos gruñidos de chanza.

Carvalho abrió la puerta de par en par y el mayor de los Faber se quedó inmovilizado en su gesticulación, como una cucaracha sorprendida por un halo de luz. Tampoco le gustó la intromisión al otro, que tras una detención del pedaleo fingió incrementarlo en busca del éxtasis del esfuerzo físico.

—Perdonen pero buscaba el jardín trasero.

—Pase, pase —invitó el mayor de los Faber con la voz mal convocada y las manos tratando de borrar de su cara los restos de la conmoción.

Carvalho pasó ante ellos sin pedirles otra cosa que una breve inclinación de cabeza como respuesta a su encantadora sonrisa de disculpa y salió al jardín en busca del rincón de césped recoleto que culminaba la parte del monte del Algarrobo acotada por el balneario, limitada por un seto de ciprés que intentaba o retener el recinto de la institución o contener la irrupción de la montaña virgen en aquel oasis de la naturaleza domesticada. Tardó en darse cuenta de que no estaba solo, de que en el ángulo estricto formado por el seto, como cobijados o en cierto sentido ocultados por dos paredes que no podían ser cuatro, Tomás y Amalia se daban besos profundos y ensalivados, algo jadeantes y de mal componer, como suelen ser los besos de parejas gorditas. Cuando los gordos besan lo hacen con su alma de delgados. Pero los cuerpos no. Los cuerpos no están nunca a la altura de las circunstancias.

22

A la mañana siguiente de la aparición del cadáver de madame Fedorovna, dos guardas jurados detuvieron a un reportero de
Interviu
 en el momento en que saltaba la alambrada de espino que marcaba la frontera entre El Balneario y la naturaleza libre del monte del Algarrobo. Fue el primer síntoma de que la noticia de lo que estaba ocurriendo en El Balneario se había convertido en mercancía informativa, y horas después una caravana de coches llenos de periodistas y fotógrafos llegó hasta las puertas de la finca, detenida o retenida por un cordón de guardias civiles y guardas jurados que aseguraron cumplir órdenes. No llegó hasta la zona de la piscina el vocerío de los periodistas protestando, pero sí el runrún de un helicóptero que sobrevoló El Balneario mientras los bañistas se tapaban las vergüenzas y protestaban por las presumibles fotografías que les estaban haciendo desde las alturas. Los habitantes del lugar tenían las conciencias escindidas: por una parte deseaban ser fotografiados y asumir un protagonismo público que muchos de ellos ya tenían en reducidas esferas de su actividad profesional, y por otra temían el daño que aquella publicidad pudiera reportar a sus prestigios profesionales, comerciales e industriales.

Mientras tanto los periodistas habían establecido un verdadero campamento delimitado por sus coches, algunos dotados de teléfono y en condiciones de transmitir a las redacciones las noticias sobre las restricciones que encontraba su trabajo. Primero trataron de sonsacar a los guardias civiles y a los guardas jurados, luego tomaban al asalto las furgonetas de suministro que entraban o salían de la finca y colgados de la ventanilla pedían a los conductores que les dieran información de lo que estaba sucediendo allí dentro. Alguien puso una emisora de frecuencia modulada que sólo daba música y poco después dos fotógrafos unisex se bailaron mutuamente entre jaleos de sus compañeros. Se destaparon botellas de whisky y de vino y un comando partió a Bolinches con el encargo de comprar un jamón, pan y queso.

—El asedio será largo, pero de aquí no nos moverán.

Molinas se acercaba a la verja de entrada lo suficiente como para ver a los sitiadores sin ser visto.

—Oiga, ¿es usted el dueño de esto?

Le habían visto y se retiró precipitadamente perseguido por los gritos y reclamos de la turba de periodistas alertada por el grito de la joven fotógrafa. Ya en el despacho, a puerta muy cerrada, los Faber, Molinas y Serrano discutieron la oportunidad de emitir un comunicado que saciara a los sitiadores, sin permitirles violar la intimidad de El Balneario.

—Una invasión de periodistas sería nuestra ruina. Mucho peor que una docena de crímenes.

—Yo no puedo autorizar ni desautorizar que ustedes hagan un comunicado, pero he recibido órdenes del Ministerio de que mantenga una prudente reserva hasta que llegue el señor subdirector general.

—Usted, señor inspector, tiene sus razones y nosotros las nuestras. No podemos mantener las puertas cerradas durante mucho tiempo.

Un periodista consiguió burlar los controles y apareció de pronto junto a la piscina, como un ser deshibernado de otro siglo o un habitante de otro planeta apeado por error de un platillo volante. Iba a la moda, pero las arrugas de su traje habían dejado de ser bellas hacía mucho tiempo; sobre la pechera de su ancha camisa de algodón colgaban las cámaras de fotografiar como ojos mecánicos amenazantes. El periodista era joven, lo suficientemente joven y ágil como para haber conseguido saltar la verja, pero ahora tenía los músculos y los ojos inseguros, sorprendido quizá porque las aguas de la piscina eran azules y no estaban teñidas de sangre, o porque la conducta de los bañistas semidesnudos, que le contemplaban como a un intruso amenazador, recordaba más la de una élite de club privado escandalizado por la entrada de un advenedizo que la de un grupo humano amenazado por una epidemia de asesinatos. El muchacho fue retrocediendo, empujado por las miradas condenatorias de los clientes y por el avance táctico de los guardas jurados que lo fueron cercando, acorralando, hasta tenerlo contra un seto, excitados por la caza segura y provocados por las fotografías que el chico iba haciendo mientras retrocedía. Cuando lo tuvieron contra el seto lo agarraron por los brazos, no respetaron sus protestas y lo llevaron a lugar escondido y seguro, donde le estuvieron golpeando hasta que llegó Molinas como un superman salvador y rescató al periodista a gritos, manotazos y disculpas para ponerlo en manos de Gastein por si había sido dañado durante el varapalo.

—Disculpe, pero uno no puede estar en todas partes. Una cosa es que no dejen entrar y otra que apalicen a la gente.

—Me han destrozado la cámara.

—Haga una lista de gastos y le compensaremos con creces.

—Oiga, ¿puede explicarme qué pasa aquí? He visto a esa gente de la piscina. Tenían cara de mala leche. Tomaban el sol con mala leche y cuando me han visto por un momento he temido que se me comieran.

—Tienen psicosis de encierro. Eso es todo.

—Hágame unas declaraciones en exclusiva y yo y mi empresa olvidaremos este desgraciado incidente.

—No tengo nada que declarar. Asómese a la ventana. ¿Qué ve usted? Gentes pacíficas que toman el sol, beben agua, se bañan. Tranquilamente. ¿Le parece a usted estar contemplando el escenario de una masacre?

—No, pero los muertos han existido.

—Se ha exagerado mucho y no se excluye una explicación mucho más simple.

—¿Cuál?

—Tiempo al tiempo. Pero usted mismo habrá advertido un desfase entre lo que se rumorea y la realidad. Usted ha visto un puñado de personas felices bajo el sol.

—Usted dirá lo que quiera, pero esta gente tiene mucho estómago.

—Son personas cultas y curtidas que no se dejan conmover por primeras impresiones. Meditan las cosas. Las metabolizan. Eso es algo que debemos aprender todavía los españoles; somos aún demasiado primarios. Diga usted a sus lectores que en El Balneario ni los desgraciados accidentes perturban esa paz que viene a buscar la élite de Europa y de España.

El periodista fue acompañado hasta la puerta por una pareja de la guardia civil. Llevaba en el bolsillo un cheque que triplicaba el precio de la mejor cámara fotográfica y no soltó prenda cuando fue rodeado por sus compañeros, ni siquiera aceptó que la señal azulada que llevaba bajo un párpado era el resultado de un puñetazo. Se fue corriendo hacia su coche y ordenó al conductor que lo pusiera en marcha mientras él se sentaba en el asiento de atrás y dictaba la cabecera de una crónica en un pequeño magnetófono: «En
El Balneario de la Muerte
he visto a los muertos vivientes. Esperan cuál será la próxima víctima de una ristra de misteriosos asesinatos que han dado sentido al nombre del valle donde se asienta el balneario Faber and Faber: el valle del Sangre.» El periodista desconocía el quiste de ira y temor que todos los balnearios llevaban en sus cerebros, aunque aparentemente la fatalidad de lo sucedido y la complejidad de la situación habían provocado el efecto de acostumbrar a los asilados a la posibilidad de la desgracia y a sentirse algo compensados también por la posibilidad del espectáculo. Pero cada comunidad nacional tenía sus peculiares capacidades de asimilación o rechazo, y mientras los belgas cruzaban apuestas sobre el cómputo final de cadáveres y los alemanes negociaban con Molinas la cobertura de un seguro de vida que fuera más allá del de obligado cumplimiento por fallos en la asistencia sanitaria, los españoles habían descompuesto sus fuerzas y se habían entregado al soliloquio fatalista, como si fueran carne de verdugo a la que no le queda otra opción que levantar el manto, cubrirse la cara para no ver el brillo del puñal que les va a abatir. Desde el fracaso de su liderazgo, el coronel ya no era el mismo y vagaba por las instalaciones como han vagado por las islas del exilio todos los grandes militares arrinconados por la historia.

—Ya vendrán a buscarme, ya. Así aprenderán que es imposible mantener un espíritu alerta sin recurrir al sentido de la organización y disciplina que tenemos los militares.

—No te hagas mala sangre, Ernesto. En el mundo hay más civiles que militares.

—Y así van las cosas. Si todo el mundo, todo ser humano llevara un militar dentro, de otra manera irían las cosas. Rectas. Transparentes. Impecables.

Otras veces, el coronel Villavicencio meditaba en voz alta para que le escuchara quien no fuera sordo:

—¡Qué vergüenza! ¡Qué debilidad! Una situación de excepción exigía medidas excepcionales y en cambio ahí tenemos a los paisanos haciendo tonterías, sin atreverse a dar un golpe de mano que dé la vuelta a la situación.

No faltaba quien le diera la razón, especialmente entre las señoras, pero el coronel era un mal formalizador de su propio mensaje y aun estando muchas veces de acuerdo con el contenido, inquietaba o no tranquilizaba lo suficiente el continente. Carvalho había conseguido vivir entre ellos como si fuera el hombre invisible, como un mirón que no requiere ser mirado, salvo en contadas ocasiones, cuando algún personaje del cuadro excesivamente amable quiere repartir el juego a todo el mundo y se dirige incluso al que está más allá de la tela.

—¿Y usted qué opina, señor Carvalho, de este inmenso lío?

Doña Sólita había iniciado un segundo jersey, para otro nieto que aguardaba en la cola de su colección completa de nietos y se había dirigido a Carvalho sin alzar la vista del nervioso tejemaneje de las lanas.

—A veces pienso que este espectáculo va incluido en la factura. Que cada hornada de residentes ha vivido un espectáculo similar.

—Qué interesante su tesis… muy interesante…

Había dejado la calceta doña Sólita y fingía mirarle desde el fondo de los cristales profundos de sus gafas, pero se había acostumbrado a oír más que a ver desde hacía muchos años y Carvalho tuvo la impresión de que podía seguir siendo el hombre invisible. Y casi invisibles el hombre del chandal y su mujer, refugiados en su habitación para todo lo que no fuera compartir los servicios asistenciales del balneario, ni siquiera ya él interesado en pasar ante la puerta de la habitación de Sánchez Bolín, de la que salía un continuo ametrallamiento de máquina de escribir. Está usted escribiendo algo, ¿verdad?, le preguntó Amalia al escritor. Algo, contestó secamente, molesto por la obviedad de su propia respuesta. Y creyó ser amable al añadir:

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