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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (6 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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—Lo mismo digo. ¿Que la trae por Pacific Beach? —pregunta Sunny.

—Estoy tratando de contratar los servicios del señor Daniels —dice Petra, mientras piensa: «¿Y a ti que te importa lo que me trae por Pacific Beach?».

—No siempre resulta fácil conseguirlo —dice Sunny, mirando a Boone.

—Es lo que estoy viendo —dice Petra.

—Muy bien, mientras usted lo ve —dice Sunny—, yo voy a traerles las bebidas.

«La muy zorra se quiere acostar con él —piensa Sunny, mientras se dirige a la cocina para pasar el pedido— o tal vez ya lo haya hecho. “Una porción pequeña de gachas de avena con azúcar moreno sin refinar”, como si aquella inglesa flacucha tuviera que guardar la línea. Pero, después de todo, ¿a mí por qué me molesta?»

Mientras tanto, en el reservado, Petra pregunta a Boone si en aquel sitio hay un lavabo.

—Después de la barra, a la izquierda.

Boone observa cómo la ojea David el Adonis cuando ella pasa a su lado.

—No —dice Boone.

—¿Qué? —pregunta David, con una sonrisa culpable.

—Que no.

David sonríe, se encoge de hombros, se gira y sigue leyendo la información sobre las mareas que publica el
San Diego Union-Tribune
. Las perspectivas son buenas, muy buenas, para el gran oleaje.

Boone abre el informe sobre Tammy Roddick.

—Cuando acabe de comer —dice, cuando Petra vuelve a la mesa—, voy a ir a la casa de Tammy.

—De allí vengo —dice Petra— y ella no estaba.

—Pero podría estar su coche y eso nos diría…

—No hay ningún vehículo registrado a su nombre —dice Petra—. Lo he comprobado.

—Mira —dice Boone—, si sabes mejor que yo cómo encontrar a tu testigo, ¿por qué no la buscas tú misma? Así os ahorráis vosotros el dinero y yo, el disgusto.

—¡Qué rápido te ofendes! —dice Petra.

—No estoy ofendido.

—No esperaba que fueras tan susceptible.

—No lo soy —responde Boone.

—Eso es cierto —dice Sunny, mientras deposita la comida sobre la mesa.

—¿Me lo puedes preparar para llevar? —le pregunta Boone.

Capítulo 15

Lo malo es que, cuando sale a la calle, ve que una grúa está a punto de enganchar el Boonemóvil.

El Boonemóvil es la camioneta de Boone, una Dodge del 89 a la cual el sol, el viento y el aire salado han convertido en una mezcla abigarrada de colores indeterminados y de su ausencia.

A pesar de su aspecto modesto, el Boonemóvil es un icono en San Diego, porque Boone lo ha utilizado para trasladarse a unos cuantos miles de sesiones de surf colosales. Se sabe de jóvenes ambiciosos que patrullan la autopista de la costa del Pacífico buscando el Boonemóvil en los aparcamientos de la playa para saber qué olas cabalga su dueño aquel día y la comunidad acuática de San Diego no tiene la menor duda de que, cuando a la camioneta le llegue el momento inevitable de disfrutar de un descanso merecido, ocupará un lugar en el museo del surf de Carlsbad.

A Boone no le preocupa nada de eso; simplemente adora su camioneta. Ha vivido en ella durante los viajes largos por carretera y cuando no tenía pasta para alquilar un apartamento. El Boonemóvil es para Boone lo que Furia para Joey y lo que Silver para el Llanero Solitario.

Y ahora resulta que el conductor de una grúa está intentando engancharlo.

—¡Eh, ya vale! —grita Boone—. ¿Qué pasa?

—Que te has saltado dos pagos —dice el tío de la grúa, agachándose para pasar el gancho por debajo del parachoques delantero de la camioneta.

Lleva puesta una gorra roja con un logotipo que reza «Grúas Remolques de San Diego», un mono anaranjado manchado de grasa y botas de trabajo marrones con puntera de acero.

—No me he saltado ningún pago —dice Boone, situándose entre el gancho y la camioneta—. Vale, uno.

—Han sido dos, colega.

—Pero puedo pagarlo —dice Boone.

El operario de la grúa se encoge de hombros, como diciendo: «Pero hasta ahora no lo has hecho». Boone parece a punto de echarse a llorar cuando el tío de la grúa empieza a tensar la cadena:

«No sé si el Boonemóvil va a ser capaz de soportar el tirón», piensa.

—¡Alto ahí!

Al oír la voz de Petra, el tío de la grúa se detiene en seco. Es que la voz de Petra podría parar en seco a un oso polar.

—Si ocasiona algún daño a este coche antiguo excepcional —dictamina—, aunque solo sea un rasguño, lo mantendré en litigio hasta que ya no recuerde exactamente cómo ha llegado a poner patas arriba su vida personal y profesional.

—¿Un coche antiguo excepcional? —ríe el tío de la grúa—. Pero si es un cacharro…

—En todo caso, es un cacharro antiguo excepcional —dice Petra— y, a menos que obre en su poder la orden de embargo correspondiente, lo haré arrestar por robo de vehículo.

—Los papeles están en la grúa.

—Tenga la bondad de ir a buscarlos.

El encargado de la grúa tiene la bondad de ir a buscarlos, se los da a Petra y aguarda, nervioso, mientras ella los examina.

—Aparentemente, está todo en orden —dice ella. Extrae la chequera del bolso y pregunta—: ¿Cuál es la suma que se debe?

El encargado de la grúa sacude la cabeza.

—Nada de cheques. Él emite cheques.

—Los míos no los rechazan —dice Petra.

—Eso dice usted.

Ella le responde con la mirada fulminante a la que Boone no ha tardado en acostumbrarse.

—No sea impertinente —dice ella—. Limítese a informarme de la cantidad requerida, así cada uno puede seguir su camino.

El hombre de la grúa se muestra implacable:

—Mi jefe me ha dicho que no acepte cheques.

Petra suspira:

—¿Tarjeta de crédito?

—¿La de él?

El tío de la grúa lo encuentra muy gracioso.

—La mía.

—Tendré que llamar para consultarlo.

Ella le entrega su teléfono móvil. Cinco minutos después, el de la grúa se ha marchado y el sudor frío de terror se ha evaporado del rostro de Boone.

—Debo reconocer que estoy desconcertada —dice Petra.

—¿Porque esté retrasado en los pagos?

—Porque tengas pagos.

—Gracias por lo que has hecho —dice Boone.

—Se descontará de tus honorarios.

—Te daré un recibo —dice Boone, mientras se instala en la tranquilizadora familiaridad del gastadísimo asiento del conductor, cuyo tapizado está pegado con tiras de cinta adhesiva plateada—. ¿Así que te parece que este es un coche antiguo excepcional?

—Es un cacharro —reconoce Petra—. Ahora, si te parece, ¿podemos pasar a recoger a la señorita Roddick?

«No estaría mal —piensa Boone—. “Recoger” a Tammy Roddick no estaría nada mal.»

Tope guay.

Capítulo 16

Dos minutos después, Boone sigue tratando de poner en marcha el motor, mientras mantiene en equilibrio sobre su regazo un plato de espuma de poliestireno e intenta comer machaca con huevo con un tenedor de plástico.

Vuelve a girar la llave de contacto. El motor protesta, pero después arranca, aunque a regañadientes, como se levanta para ir a trabajar un tío con resaca.

Petra pasa la mano por el asiento para quitar varios envoltorios de comida rápida, se saca un pañuelo del bolso, limpia la tapicería y se sienta con delicadeza, mientras calcula cómo encajará aquello dentro de su programación de limpieza en seco.

—Operaciones de vigilancia —dice Boone.

Petra mira hacia atrás.

—Esto es un cuchitril ambulante.

«Llamarlo “cuchitril” es demasiado cruel», piensa Boone.

Él prefiere hablar de «orden azaroso».

La camioneta contiene trajes de baño para hacer surf, un par de sudaderas, alrededor de una docena de vasos para llevar de diversos establecimientos de comida rápida, un par de aletas Duck Feet, unas gafas de buceo y un tubo, una colección de sandalias y chancletas, varias camisas escocesas de lana, una manta, una nasa para cazar langostas, una barra de desodorante, varios tubos de protector solar, un pack de seis botellas de cerveza vacías, un saco de dormir, un desmontador de neumáticos, un mazo, una palanca, un bate de béisbol de aluminio, un montón de discos compactos —Common Sense, Switchfoot y los Ka’au Crater Boys—, cantidad de tazas de café vacías, varios recipientes de cera para tablas y un ejemplar en rústica, muy gastado, de
Crimen y castigo
.

—Seguro que creíste que era una novela sadomasoquista —dice Petra.

—La leí en la universidad.

—¿Has ido a la universidad?

—Casi todo un semestre.

Eso es mentira.

Boone tiene un título de grado en criminología por la Universidad Estatal de San Diego, pero deja que ella piense lo que le dé la gana. Tampoco le cuenta que, cuando regresa a su casa (en la que no hay televisión), cansado pero contento después de surfear todo el día, su mayor placer consiste en sentarse a tomar café y a leer, acompañado por el ruido de las olas.

Sin embargo, es el tipo de cosas que uno se guarda para sí mismo. No se alardea de eso ante el Club del Amanecer ni ante nadie más de la comunidad surfera del sur de California, porque, para ellos, cualquier exteriorización de intelectualidad se considera un grave
faux pas
social, aunque ninguno de ellos admitiría que conoce esa expresión francesa ni ninguna otra, por supuesto. Puedes saber esas cosas —no pasa nada—, mientras no hables de ellas. De hecho, sería mucho menos embarazoso que alguien encontrara en la parte trasera de tu camioneta un repugnante libro pornográfico que uno de Dostoievski. Johnny Banzai o David el Adonis no pararían de tomarle el pelo, aunque Boone sabe que Johnny ha leído, como mínimo, casi tanto como él y que David posee un conocimiento casi enciclopédico y muy exhaustivo sobre las primeras películas del Oeste.

«De todos modos —piensa Boone—, allá se las apañe la inglesita con sus estereotipos.»

Hablando de eso…

—¿Es este realmente tu vehículo —pregunta Petra— o la residencia principal de una familia completa de anfibios con problemas de higiene?

—No te metas con el Boonemóvil —dice Boone—. Podría llegar el día en que tú misma estés vieja y herrumbrada y necesites al Bondo.

Aunque lo duda.

—¿Le has puesto nombre a tu coche? —pregunta Petra, incrédula.

—En realidad, fue Johnny Banzai —responde Boone y se siente tan adolescente como parece.

—Tu desarrollo no solo se ha detenido —dice Petra—, sino que, además de detenido, ha sido juzgado y ejecutado sumariamente.

—Vete de aquí.

—No, estoy hablando en serio.

—Yo también —dice Boone—. Fuera.

Ella se atrinchera:

—Voy contigo.

—No —dice Boone.

—¿Por qué no?

No tiene una respuesta adecuada para aquella pregunta. Después de todo, ella es la clienta y no se puede decir que ir a buscar a una estríper caprichosa sea peligroso, precisamente. Lo mejor que se le ocurre es lo siguiente:

—Oye, que te bajes, ¿vale?

—No puedes obligarme —dice Petra.

Boone tiene la impresión de que ella ya ha pronunciado aquellas palabras muchas veces y, por lo general, con razón. La mira furioso.

—Llevo en el bolso aerosol de pimienta —insiste ella.

—A ti no te hace falta el aerosol de pimienta, Pete —dice Boone—: si un tío te ataca, basta con que le hables durante un minuto para que salga corriendo él solito.

—Tal vez sería mejor que fuéramos en mi coche —dice Petra.

—Dime una cosa, Pete —dice Boone—: ¿tienes novio?

—No veo que tiene eso que ver…

—Limítate a responder a mi pregunta —dice Boone.

—Salgo con alguien, sí.

—¿Es un tío…, vamos, infeliz?

Petra se sorprende un poco de que aquel comentario le resulte algo ofensivo. Boone detecta un leve gesto en sus ojos y el ligero enrojecimiento de sus mejillas y se sorprende tanto como ella de que sea capaz de sentirse herida.

Lo lamenta un poco.

—Lo intentaré una vez más —dice él—. Si no arranca, cogemos tu coche.

Vuelve a girar la llave y esta vez el motor arranca. No está contento —tose, se atraganta y petardea—, pero arranca.

—Convendría que tu mecánico le revisase las juntas —dice Petra, mientras Boone sale a la avenida Garnet.

—¿Petra?

—Dime.

—Hazme un favor: cállate.

—¿Adónde vamos?

—A la empresa de taxis Triple A.

—¿Por qué?

—Porque ahora Roddick baila en el CCD y ese es el servicio de taxis que usan siempre las chicas del CCD —responde Boone.

—¿Y tu cómo lo sabes?

—Es el tipo de conocimiento local especializado por el cual pagas un montón de pasta —dice Boone.

No se molesta en explicarle que la mayoría de los bares —entre ellos, los clubes de estriptis— tienen acuerdos con determinadas empresas de taxis. Cuando los turistas piden a un taxista de la Triple A que los lleve a un club de estriptis, los lleva al CCD. A su vez, cada vez que el camarero o el segurata del CCD tiene que llamar un taxi para un cliente que, de lo contrario, podría ser acusado de imprudencia temeraria, le devuelve el favor. Por consiguiente, si Tammy Roddick pidió un taxi para que fuera a buscarla a su casa, lo más probable es que llamara a uno de la Triple A.

—¿Cómo sabes que no pasó a recogerla un amigo —pregunta Petra— o que se marchó a pie?

—No lo sé —responde Boone—. Simplemente me da un punto de partida.

En realidad, ni siquiera piensa que Roddick se marchase en taxi a ninguna parte; lo que cree es que Silver o alguno de sus gorilas o ambos fueron a buscarla para llevarla de paseo.

Y que jamás encontrarán a Tammy Roddick.

Pero tiene que intentarlo.

Cuando te subes a una ola, surfeas.

Hasta el final, si te deja.

Conduce por Pacific Beach.

Capítulo 17

Pacific Beach.

PB.

La vieja ciudad de la playa se extiende pocos kilómetros al noroeste del centro de San Diego, al otro lado de la bahía de Mission, viniendo del aeropuerto. Han drenado las marismas que la separaban de la ciudad y ahora en la antigua ciénaga está situado el Mundo Marino, al que acuden miles de personas a ver a Shamu, la orca.

Sobre la costa propiamente dicha, de sur a norte, se encuentra el extenso tramo lúdico que comprende Ocean Beach, Mission Beach y Pacific Beach, que los lugareños, demasiado ocupados para pronunciar palabras enteras, o los lectores de las calcomanías de los parabrisas llaman, respectivamente, OB, MB y PB. Ocean Beach está separada de las otras dos por el canal de la bahía de Mission, pero Mission Beach se prolonga sin interrupción hasta convertirse en Pacific Beach; la única separación es el límite arbitrario de la Pacific Beach Drive, a la entrada de la bahía de Mission.

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