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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (59 page)

BOOK: El consejo de hierro
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Jacobs se movía sin dificultad entre el Colectivo y la ciudad del Parlamento, igual que Toro. La espiral, a través de sus curvas recombinantes, conducía al centro de Nueva Crobuzón. Toro lo buscaba de noche, escondido en las sombras en las que se enganchaba su casco. Dos semanas después del nacimiento del Colectivo, entre el ruido de los comités populares de defensa y distribución, Ori, invisible con su casco, cruzó el Pozo Siríaco y encontró a Espiral Jacobs.

El viejo caminaba arrastrando los pies, con su paleta de herramientas de pintura en la mano. Toro lo siguió por un callejón a la sombra de una pared de hormigón. El vagabundo empezó a dibujar otra de sus espirales.

Espiral Jacobs no levantó la mirada. Simplemente murmuró algo así como:

—Muchacho, eh, hola. ¿Antes duplicador y ahora brujo? ¿Has salido entonces? Hola muchacho. —El taumatúrgico casco de hierro no lo confundió. Sabía a quién estaba hablándole.

—Las cosas no han ido como esperábamos —dijo Ori. Quejumbroso y furioso consigo mismo por ello—. No salieron bien.

—Salieron perfectas.

—¿Qué?

—Salieron, perfectas.

Pensó que la locura del viejo estaba manifestándose de nuevo, que sus palabras carecían de sentido. Al principio creyó que era lo que pensaba. Pero una sensación de ansiedad empezó a invadirlo. Fue hinchándose mientras asistía a las asambleas públicas de la Sombra, Ecomir y la Perrera.

Con su disfraz de Toro, volvió a buscar a Jacobs. Tardó dos días en encontrarlo.

—¿Qué querías decir? —había dicho. Estaban en Sheck, bajo el enladrillado de la estación de Cuervo Afueras, hasta donde había seguido a las circunvoluciones de pintura—. ¿Qué querías decir con lo de que había salido perfecto?

La verdad lo aterraba, claro está, pero lo peor de todo era que no estaba sorprendido.

—¿Crees que fuiste el único, muchacho? —había dicho Espiral Jacobs—. Hice sugerencias a montones. Tú fuiste el mejor. Bien hecho, hijo.

—¿Qué es lo que querías? —dijo Ori con la voz gutural de Toro, pero ya conocía la respuesta, comprendió. Jacobs quería el caos—. ¿Quién eres? ¿Por qué has creado el Colectivo? —Jacobs lo miró con un desprecio que Ori tardó varios segundos en identificar.

—Vete, muchacho —dijo el mendigo—. Algo como esto no se hace. No fui yo quien lo creó. He estado ocupado con otras cosas. Y lo que hicisteis vosotros… una fruslería. Vete ya.

Ori sintió confusión y luego humillación. Todo lo que habían hecho los toroanos era una simple distracción. Toro, Baron, sus camaradas… No comprendía por qué los habían utilizado, pero sabía que lo habían hecho. Se le encogieron las tripas. No podía respirar.

Sin rabia —con repentina calma—, comprendió que debía matar a Jacobs. Por venganza, para proteger a su ciudad…, no estaba seguro. Estuvo a punto. Levantó una pistola ballesta. El viejo no se movió. Ori le apuntó al ojo. El hombre no se movió.

Ori disparó y el proyectil hizo temblar el aire y Espiral Jacobs siguió sin moverse, siguió mirándolo con aquellos dos ojos sin sangre. El proyectil se clavó en la pared. Ori sacó una pistola de varios cañones. Una a una, las balas que disparó a Jacobs se hundieron en la pared o en el suelo. Ni una sola de ellas tocó al viejo. Ori guardó la pistola y lanzó un puñetazo a la cabeza de Jacobs, y aunque Jacobs no se había movido, Ori golpeó el aire.

Lo invadió la furia. Se abalanzó sobre el viejo que lo había conducido hasta Toro, que lo había ayudado, que lo había inducido a matar. Le lanzó patadas con todas sus fuerzas, con todo el poder que le proporcionaba el arcano yelmo, trató de sacarle los ojos, y el viejo no se movió.

Ori no podía tocar a Espiral Jacobs. Volvió a intentarlo. No pudo tocarlo.

Su rabia se convirtió en desesperación, e incluso los colectivistas, incluso los milicianos que luchaban a kilómetro y medio de allí y que estaban acostumbrados a los ruidos del campo de batalla se detuvieron al escuchar sus mugidos. Ori no podía tocar al viejo.

Espiral Jacobs estaba borracho. Era un auténtico vagabundo. Solo que también era algo más.

Al fin se apartó con pasos lentos y casi tambaleantes, y Toro, como un perrillo, no pudo hacer otra cosa que seguirlo. Jacobs se había encaminado al centro de Nueva Crobuzón, a las salas de la estación de la Calle Perdido, y Toro lo había seguido. Lo único que podía hacer era formular preguntas que Espiral Jacobs nunca respondía.

—¿Qué estás haciendo?

»¿Por qué yo?

»¿Y los otros, qué se supone que debían hacer? ¿Cuál es el verdadero plan?

»¿Qué estás haciendo?

El Colectivo. Era un rehecho.

Al principio, en el violento despliegue de resentimiento, violencia, sorpresa y contingencias, venganzas, motivaciones altruistas y elementales, necesidades, caos e historia, en los primeros momentos del Colectivo de Nueva Crobuzón, algunos se habían negado a trabajar con los rehechos. La necesidad había obligado a la mayoría de ellos a cambiar de idea.

Todo había sucedido con rapidez. Aquellos que habían trabajado por el derrocamiento del Parlamento estaban aturdidos. La milicia había abandonado sus puestos, las espigas y los centros del gobierno habían quedado vacíos en territorio del Colectivo. Los trenes se habían detenido. Mientras los saqueadores arrasaban las torres de la milicia, mientras llegaban los desertores con sus propias armas, un mundo viejo había empezado a cambiar. En una asamblea de los huelguistas de la fundición Turgisadi, un agitador del Caucus había pedido a los trabajadores rehechos que se unieran a la masa, gritando:

—Estamos rehaciendo la puta ciudad. ¿Quién puede hacerlo mejor que vosotros?

Ori sabía que sus antiguos amigos sediciosos, sus viejos camaradas, estarían allí cuando se levantara el pueblo. El podía ayudarlos; como Toro, podía ser una arma del Colectivo.

No pudo. Ori estaba vencido. Solo pudo buscar a Espiral Jacobs y seguirlo, muchas noches. Tenía la sensación de que permanecería incompleto hasta que hubiera hablado con él, hubiera averiguado lo que había hecho.

—¿Dónde están los demás? —dijo—. ¿Qué hemos hecho para ti? ¿Por qué hemos matado al Alcalde? —Jacobs, sin decir nada, se limitaba a seguir su camino. ¿
Por qué quiere que haya caos
?

—Me preocupas, cariño —dijo su casera—. Estás viniéndote abajo, todo el mundo lo ve. ¿Comes? ¿Duermes?

No podía hablar, no podía hacer otra cosa que pasar días enteros tumbado, alimentándose de lo que ella le daba, hasta que la ansiedad volvía a apoderarse de él y se levantaba y, como Toro, buscaba de nuevo a Espiral Jacobs. Así era. Noches enteras detrás del extraño viejo.

Al principio lo buscaba con su casco de toro, entrando y saliendo de la realidad. Al seguirlo de aquella manera terrible que lo dotaba de poder, Ori veía cosas extrañas en los movimientos del anciano. Se quitó el casco. A Espiral Jacobs le dio igual.

Ori lo seguía sin la taumaturgia de Toro y a pesar de ello, de algún modo, cruzaban las fronteras entre el Colectivo y la ciudad del Parlamento. A la luz de gas de las farolas, bajo el vívido resplandor de los tubos elictro-barométricos, Espiral Jacobs caminaba con pasos de viejo por calles de ladrillo, oscuro hormigón, oscura madera y hierro teñidos de noche y Ori lo seguía, un peregrino sin objetivo.

A veces empezaban en Galantina, en la frontera del Colectivo, y pasaban como espectros entre las multitudes de centinelas, y giraban bajo un arco de zarzo. A veces cruzaban una callejuela cubierta de hollín que separaba la parte trasera de dos edificios, bajo la sombras de los árboles y de las espiras de las iglesias, y tras doblar un recodo, la calle los depositaba a su seguidor y a él en las calles de Pincod. Dos minutos de paseo pero más de seis kilómetros desde el punto inicial.

Ori seguía a Jacobs en su recorrido por la geografía de la ciudad. Pasaba con facilidad por áreas limítrofes. Más tarde, a solas, Ori trataba de rehacer las rutas y, como es lógico, no podía.

De Tábano a Ensenada, de los Campos Salacus al Montículo de San Jabber, Espiral Jacobs retorcía la ciudad a su conveniencia. Silenciosamente colocaba este área junto a esta otra, hacía que una terraza (siempre desierta momentáneamente) comunicara de forma imposible dos zonas alejadas. Entraba y salía del Colectivo sin ver barricadas ni milicianos, y Ori lo seguía, suplicándole que respondiera a sus preguntas, y a veces, enfurecido, disparaba o trataba de acuchillar al viejo sin que sus armas encontrasen nada.

Tengo problemas
. Ori lo sabía.
Estoy atrapado
. Había algo en él. Su mente estaba inquieta, no estaba bien, estaba desesperando. En medio de aquel desbarajuste, de aquel levantamiento, de aquel proceso de transformación de la ciudad, él, que hubiese debido de vivir el momento en toda su intensidad, estaba consternado, lloraba sin cesar, pasaba días enteros tumbado en la cama.
Algo me pasa
.

Lo único que podía hacer era seguir a Espiral Jacobs por los atajos que este creaba: y sentarse a solas, llorando a veces. Un peso estaba aplastándolo, mientras las cosas cambiaban, mientras los primeros días —de excitación, construcción, discusiones y debates callejeros— se convertían en días de penurias, de pérdidas, se convertían en una guerra, se convertían en terror, se convertían en la inminencia del fin.

La determinación del Colectivo creció para formar una última línea de resistencia, algo que sabían que se aproximaba. Ori pasaba el tiempo tumbado y caminando por las calles violentas y vio que la pujanza original del Colectivo se detenía, y empezaba a perder fuerza. Vio el contraataque de la milicia. Todas las noches caía otra barricada. La milicia tomó los hornos de la calle Pocilga, los establos de la avenida Helianthus, las arcadas de Sunter. El Colectivo estaba menguando. Ori, Toro, estaba solo.

¿Estaba la ciudad llena de las criaturas descartadas por Jacobs? Hombres y mujeres solos, que no habían conseguido cumplir su misión, cuyo trabajo se había visto interrumpido antes de que supieran que lo estaban haciendo o lo que era. ¿Era mejor o peor haber tenido éxito?

—Calla, calla —le dijo Espiral Jacobs mientras caminaban de noche. Las pintadas del viejo eran cada vez más arcanas, más complejas las espirales. Ori ya no lloraba, pero era como una criatura perdida, que lo seguía y formulaba preguntas con un tono casi suplicante:

—¿Qué he hecho en realidad? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué has hecho?

—Calla, calla —dijo Jacobs, no sin amabilidad—. Ya casi está terminado. Solo necesitábamos que las cosas se agitaran un poco. No queda mucho.

Cuando Ori regresó a su casa, había gente esperándolo: Madeleina di Farja; Curdin, a quien llevaba meses sin ver, rehecho y destrozado; y un grupo de hombres y mujeres a quienes no conocía.

—Tenemos que hablar contigo —dijo Madeleina—. Necesitamos tu ayuda. Tenemos que encontrar a tu amigo Jacobs. Tenemos que detenerlo.

Al oír esto, Ori se echó a llorar, aliviado al comprender que alguien más compartía aquel secreto con él, que iban a hacer algo y que no tendría que hacerlo solo. Estaba muy cansado. Al verlos allí, sucios y andrajosos a su lado, empuñando sus armas con determinación, sin el pánico de aquellos días, sintió que algo en su interior estiraba los brazos hacia ellos.

28

En el sur, una escuadra de salvamento llevó a cabo una peligrosa misión en las calles que separaban Galantina de los jardines de Sobek Croix. El parque, habitado por los reos fugados y por renegados de todas las facciones, era tierra de nadie. Los colectivistas necesitaban combustible: cogieron hachas y sierras y fueron hasta allí. Pero cruzar las calles bajo el fuego de la milicia y regresar acarreando los troncos les costó caro. Cayeron hombres, abatidos en los rincones del parque, sobre los adoquines, capturados y asesinados a la sombra de los muros.

Todavía se tomaban decisiones, pero la estrategia conjunta que había permitido que el Colectivo operara como una potencia, como una ciudad-estado alternativa, estaba desplomándose. Algunas unidades se comportaban con sentido estratégico, pero ahora cada grupo trabajaba de forma más o menos aislada, sin formar parte de un todo más grande.

La torre de la milicia de Tábano había sido despojada hacía tiempo de todas las armas, los componentes taumatúrgicos, los mapas secretos. Las vías férreas, gruesos y temblorosos alambres, se extendían hacia el norte y hacia el sur desde su cima, tensas y estiradas hasta llegar a su terminal. En el sur, hasta la última torre de la milicia de la ciudad, en los suburbios de Barracán. En el norte, la vía ascendía y se elevaba decenas de metros sobre la maraña formada por los tejados de hierro y pizarra, sobre el gueto del Invernadero y el intrincadamente retorcido río Alquitrán, hasta llegar al centro de Nueva Crobuzón. Su meta era la Espiga, clavada en el cielo por la estación de la Calle Perdido.

En aquellos últimos días salvajes, los colectivistas de la torre de Tábano llenaron dos furgones de explosivos, productos químicos y pólvora. Poco antes de mediodía, enviaron una en cada dirección, con el acelerador bloqueado. Los pequeños vehículos hechos de tubos de bronce y vidrio y madera aceleraron rápidamente sobre la ciudad. Los dracos se dispersaron con sorpresa al sentir que los rieles se combaban bajo el peso de los vagones. Remontaron el vuelo, gritaron obscenidades.

La estación de la Calle Perdido era el centro de la ciudad, más aún que el Parlamento, la fortaleza colosal que ahora estaba vacía de funcionarios (en un curioso ejercicio de ironía, el gobierno «parlamentario» había suspendido el Parlamento). El Alcalde tomaba sus decisiones desde la Espiga.

Mientras el furgón que se dirigía al norte viraba sobre Piel del Río, la milicia atacó con granadas. Sus primeros ataques se quedaron cortos y los proyectiles, con crueles llamaradas, cayeron sobre Sheck o sobre las calles de la ribera, cerca de Aduja. Pero no podían seguir fallando mucho tiempo. Mientras el furgón hacía chillar a los raíles, dos proyectiles volaron hacia él, rompieron las ventanas y estallaron.

El vehículo reventó con una conflagración apocalíptica de la carga explosiva que llevaba, y cayó en un arco dibujado por un reguero de humo. Se estrelló contra las casas de los teneros y las terrazas de Sheck, reducido a una masa de metal fundido y fuego.

Al sur, en cambio, el otro furgón cargado de explosivos pasó como una exhalación sobre las calles elegantes, por encima de una barricada situada en la frontera de Galantina y Barracan. Los milicianos y los colectivistas levantaron la mirada desde los dos lados del montículo de escombros y ladrillos.

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