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Authors: Agatha Christie

El misterio de Pale Horse (12 page)

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—¿Qué le parece? —preguntó Lejeune.

—Improbable —contestó Corrigan.

—A primera vista, sí. Pero no estoy tan seguro...

—Este Osborne... No puede haber visto la cara de nadie claramente en una noche brumosa como aquélla. El parecido a que alude, será casual. Ya sabe usted cómo es la gente... De todo el país llegan avisos, notificando haber visto a una persona buscada por las autoridades... Luego resulta que en nueve de cada diez casos la semejanza con la descripción oficial no existe.

—Osborne no es de ésos —comentó Lejeune.

—¿Qué clase de hombre es?

—Se trata de un vivaracho y respetable farmacéutico, algo anticuado, todo un carácter, un gran observador de las personas. Uno de los sueños de su vida es figurar como testigo en un proceso de envenenamiento. Dice que identificaría sin la menor vacilación al culpable de haber adquirido éste la sustancia empleada en su establecimiento.

Corrigan se echó a reír.

—En ese caso es evidente la existencia de cierta predisposición a pensar en lo que piensa.

—Quizá —murmuró Lejeune.

Corrigan le miró con curiosidad.

—¿Cree que puede haber algo de verdad en eso? ¿Qué va usted a hacer?

—Nada se perderá, ningún daño será causado a nadie, en mi opinión, si logramos conocer bien al señor Venables, de Priors Court, Much Deeping —repuso Lejeune señalando la carta.

Capítulo IX
1

Relato de Mark Easterbrook

—¡Qué cosas tan emocionantes ocurren en el campo! —exclamó Hermia.

Acabábamos de comer. Delante de nosotros teníamos el café...

La observé atentamente. Aquéllas no eran las palabras que yo había esperado oír. Había dedicado el último cuarto de hora a explicarle mi historia. Ella me había escuchado con interés. El tono de su voz se me antojaba indulgente... No parecía impresionada, ni mucho menos nerviosa.

—La gente que asegura que el campo es aburrido y las ciudades todo lo contrario, no sabe lo que se dice —manifestó Hermia—. La última de las brujas se ha ido a refugiar en una derruida casa de campo... En fincas solariegas, muy remotas y con habitantes de indudable abolengo, se celebran misas negras... Las supersticiones constituyen algo corriente en las aisladas aldehuelas. Unas mujeres solteras, en la edad media de la vida, lucen escarabajos sagrados y organizan séances y manejan las tablas de escritura espiritista... Podrían muy bien escribirse una serie de amenos artículos sobre ese tema. ¿Por qué no pruebas?

—No creo que hayas comprendido lo que he contado, Hermia.

—¡Te equivocas, Mark! Te he entendido perfectamente. Y juzgo tu relato enormemente interesante. Es una página de la Historia, que refleja un aspecto del saber popular referido a la Edad Media y hoy casi olvidado o postergado.

—Yo no estoy interesado en el caso desde el punto de vista histórico —respondí irritado—. A mí lo que me importan son los hechos. Existe una lista en la que figuran varios nombres. Sé lo que les ha ocurrido a algunas de esas personas. Y me pregunto: ¿Qué va a sucederles a las otras?

—¿No habrás ido a parar muy lejos al dejarte arrastrar por tus suposiciones?

—No —repuse obstinadamente—. No lo creo. Estimo que esa amenaza es real. Y no soy sólo yo quien piensa así. La esposa del pastor se halla de acuerdo conmigo.

—¡Oh! La esposa del pastor... —la voz de Hermia traslucía cierto desdén.

—No des esa especial entonación a tus palabras, Hermia, porque la esposa del pastor —insistí recalcando la frase— es una mujer que no tiene nada de vulgar. Todo es real. Hermia.

Hermia se encogió de hombros.

—¿No compartes mi opinión?

—Creo que tu imaginación te está haciendo una pequeña jugarreta, Mark. Estimo auténtico ese trío de brujas, cuya conducta me parece sincera, esto es acorde con sus ideas. Por lo demás tengo la seguridad de que deben resultar harto desagradables.

—¿Y no se te antojan unas criaturas lúgubres, siniestras?

—Pero, ¡Mark! ¿Cómo van a serlo?

Guardé silencio por un momento. Vagaba con la imaginación de un lado para otro, de la luz a la oscuridad... La oscuridad, representada por «Pale Horse»; la luz, que Hermia traía. Una luz de sensatez, pues no en balde la lámpara se hallaba firmemente asentada en su sitio, aclarando hasta los más tenebrosos rincones. Allí no había nada... Sólo los objetos corrientes que se encuentran en todas las habitaciones. Y sin embargo... La claridad que Hermia aportaba, destacándolo todo, no prestaba a las cosas mucho más de lo que podía presentarle una luz artificial...

Resueltamente, obstinadamente, mi mente desanduvo el camino.

—Pretendía penetrar en ese mundo, Hermia. Averiguar qué era lo que ocurría dentro de él.

—Me parece bien; es una inquietud de la que yo también participo. Resultaría interesante, divertido...

—¡No, no! ¡Divertido, no! —contesté con viveza. Inmediatamente añadí—: Quería preguntarte si estabas dispuesta a ayudarme, Hermia.

—¿Ayudarte? ¿Cómo?

—Colaborando conmigo en las investigaciones que me propongo emprender. Ya sabes con qué fin.

—Pero, querido Mark... Precisamente estos días ando muy ocupada. Tengo que preparar mi artículo para el Journal. Y luego está ese trabajo sobre Bizancio. Además, he prometido a dos de mis alumnos...

Sus palabras sonaban razonables, como siempre. La voz del sentido común... Apenas le escuchaba.

—Comprendo —dije—. Tienes demasiado quehacer.

—Eso es.

Hermia se sentía aliviada al comprobar que no pensaba insistir. Me dirigió una cálida sonrisa. Una vez más me sorprendió su indulgente expresión. La misma que hubiera podido aparecer en el rostro de una madre al ver a su pequeño entusiasmado con su nuevo juguete.

Pero yo no era ningún niño. Y no era una madre lo que buscaba precisamente... Menos aún de aquel tipo. La mía había sido a la vez encantadora, femenina y valerosa. Cuantos girarnos en torno a ella la habíamos adorado.

Estudié a Hermia desapasionadamente.

Era una mujer hermosa, ya hecha, auténticamente intelectual, culta. Y no obstante... Pese a todo... ¿Cómo podría decirlo? ¡Sí, Hermia resultaba terriblemente aburrida!

2

A la mañana siguiente intenté ponerme en contacto con Jim Corrigan, sin conseguirlo. Le pasé recado, indicándole que si podía acercarse por mi casa entre las seis y las siete, tendría un gran placer en invitarle a beber algo. Sabía que era un hombre muy ocupado y dudaba de que pudiese venir habiéndole avisado con tan poco tiempo, pero acudió a la cita. Serían en el momento de su llegada las siete menos diez. Mientras le preparaba un whisky estuvo paseando por mi piso, curioseando en mis cuadros y libros. Finalmente declaró que le habría gustado más ser emperador mogol que cirujano de la policía, constantemente desbordado por el trabajo.

—Aunque yo me atrevería a afirmar —añadió en el instante de instalarse en un sillón—, que esa gente era víctima de innumerables complicaciones originadas por su afición a las faldas. Yo, por lo menos, me libro de eso.

—¿No te has casado todavía?

—Ni hablar. Y creo que tú piensas como yo. No hay más que ver el confortable revoltillo en que vives. Una esposa hubiera aclarado esto en menos de lo que canta un gallo.

Le contesté diciéndole que a mí no me parecían las mujeres tan inconvenientes como él quería dar a entender.

Me instalé en otro sillón, enfrente de Corrigan, con mi vaso de whisky en la mano.

—Tienes que preguntarte —comencé a decir—, por qué deseaba hablar contigo con tanta urgencia. En realidad ha surgido algo que puede tener relación con el tema que abordamos en nuestro último encuentro.

—¿Qué fue? Ah, claro... El asesinato del padre Gorman.

—Sí... Ahora bien, antes de nada, respóndeme: ¿significan algo para ti las palabras «Pale Horse»?

—Pale Horse... Pale Horse... Pues no... No creo... ¿Por qué?

—Porque estimo posible que se hallen ligadas a la lista de nombres que me enseñaste... He estado en el campo con unos amigos, en un sitio llamado Much Deeping. Allí me llevaron a una antigua hostería, posada o taberna, lo que fuera en su tiempo, llamada «Pale Horse».

—¡Espera un momento! ¿Much Deeping? Much Deeping... ¿Se trata de una población que cae cerca de Bournemouth?

—Se encuentra a unas quince millas, aproximadamente.

—Supongo que no has llegado a conocer allí a un tal Venables, ¿eh?

—Pues sí, le he conocido.

—¿De veras? —Corrigan se irguió en su asiento, presa de una gran agitación—. Desde luego, sabes elegir los sitios que visitas. ¿Cómo es Venables?

—Un tipo muy notable.

—Lo es, ¿no? Notable, ¿en qué aspecto?

—Posee una indudable personalidad. Aunque tenga, a consecuencia de un ataque de poliomielitis, paralizadas ambas piernas...

Corrigan me interrumpió bruscamente.

—¿Eh?

—Sí. Eso le pasó hace varios años. Tiene paralizada la mitad del cuerpo...

Corrigan se recostó abandonadamente en el sillón, con una expresión de disgusto en el rostro.

—¡Eso lo echa todo por tierra! Demasiado bello para ser verdad.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Tienes que ir a ver al inspector Lejeune. Tu información le interesará mucho. Cuando Gorman fue asesinado, Lejeune requirió la colaboración de todas aquellas personas que hubiesen visto al sacerdote en la calle en que se cometió el crimen esa noche. La mayor parte de las respuestas fueron inútiles, como ocurre frecuentemente. Pero apareció un farmacéutico llamado Osborne que se encontraba establecido allí. A Lejeune le comunicó que había visto a Gorman en el momento de pasar delante de la farmacia, seguido a pocos pasos de distancia por otro hombre... Naturalmente, en aquellos instantes no dio importancia al hecho. Pero hizo una descripción del seguidor del sacerdote muy detallada. Estaba seguro, además, de reconocerle si le veía de nuevo. Bien... Hace un par de días, Lejeune recibió una carta de Osborne. Está retirado y vive en Bournemouth. En aquélla le notificaba haber asistido a una fiesta, donde vio al hombre en cuestión. Había ido allí en su silla de ruedas. Osborne preguntó por él y le dijeron que se llamaba con seguridad Venables.

Mi amigo me miró inquisitivamente. Yo asentí.

—Es verdad. Era Venables. Éste asistió a la fiesta. Pero no es posible que sea el hombre que a lo largo de una calle de Paddington marchara tras el padre Gorman. No, en absoluto. Osborne se ha equivocado.

—Facilitó una meticulosa descripción. Le señaló entre otras particularidades una talla de un metro ochenta centímetros, una nariz prominente, igual que la nuez... ¿Correcto?

—Sí, sí. Esas señas coinciden con las de Venables. Sin embargo.

—Me lo figuro. Osborne no es tan buen fisonomista como cree. Ha incurrido, evidentemente, en un error. Se trata, sin duda, de una coincidencia. Pero se desconcierta uno al pensar en tu viaje por esa misma región, en lo del caballo bayo o lo que sea. ¿Qué significa esa marca?
[4]
. Vamos, cuéntame tu historia.

—No la creerás —le advertí—. En realidad ni yo mismo le doy crédito.

—Habla. Te escucho.

Le referí mi conversación con Thyrza Grey. Su reacción fue inmediata.

—¡Qué disparate!

—¿Verdad que sí?

—¡Por supuesto! ¿Qué te ha pasado, Mark? Gallos blancos... ¡Sacrificios, supongo! Una médium, la bruja de la localidad, una solterona campesina capaz de lanzar un rayo mortal... Todo eso es una locura, hombre...

—Sí, claro —reconocí abrumado.

—No me des tantas veces la razón, Mark. Me haces imaginar que hay algo indefinible detrás de todo eso. ¿Por qué me lo has contado si no? ¿No es lo mismo que tú piensas?

—Permíteme que te haga una pregunta. Quiero aludir a esa teoría del secreto deseo de morir... ¿Posee alguna autenticidad desde el punto de vista científico?

Corrigan vaciló un momento. Después me contestó:

—Mi especialidad no es la psiquiatría. Entre nosotros: yo creo que la mitad de mis colegas, refiriéndome a los que practican aquélla, fantasean a menudo sin ton ni son, emborrachándose de teorías de la más diversa especie. Llegan demasiado lejos... Puedo decirte que la policía no mira nunca con muy buenos ojos a los expertos en ese campo, requeridos casi siempre por la defensa para explicar los móviles que indujeron a un hombre a matar a una desvalida mujer, desposeída a continuación de su dinero.

—¿Prefieres tu teoría glandular?

—Está bien, está bien... Yo también soy un teórico. Admito. No obstante, puedo aducir que hay una razón de carácter físico, la cual respalda mi hipótesis. En cuanto a todos estos líos del subconsciente... ¡Bah!

—¿No crees en él?

—Desde luego que sí. Pero esos tipos abusan. Hay algo de verdad en lo del «deseo de la muerte» y todo lo demás, aunque no tanto como ellos desean hacer ver.

—Lo cierto es que, como tú dices, hay algo.

—Lo mejor sería que te compraras un libro sobre psicología y lo leyeras de cabo a rabo.

—Thyrza Grey sostiene que ella conoce cuanto se puede conocer sobre la materia.

—¡Thyrza Grey! —exclamó con un bufido Corrigan—. ¿Qué puede saber una solterona campesina de psicología mental?

—Ella afirma que mucho.

—Nada. Lo que te dije antes: ¡un disparate!

—Eso es lo que la gente ha dicho siempre ante cualquier descubrimiento en desacuerdo con las ideas imperantes. ¿Buques de hierro? ¡Qué tontería! ¿Aviones? ¡Qué desatino!...

Jim me interrumpió:

—De manera que te lo has tragado todo: anzuelo, sedal y plomo, ¿no?

—Nada de eso. Yo sólo quería saber si existía una base científica para lo que te he explicado.

Corrigan me miró con un gesto de desdén.

—¿Qué base científica quieres que exista? Estoy viendo que tras toda tu historia vas a comenzar a hablarme de la Mujer de la Caja.

—¿A qué te refieres?

—Se trata de un fantástico relato que uno recuerda de cuando en cuando... Nostradamus y la madre Shipton. Hay gente dispuesta a creérselo todo.

—Al menos podrías informarme de cómo te va con tu lista de hombres.

—Los agentes encargados de las investigaciones han estado trabajando mucho, pero estas cosas requieren tiempo y un puñado de rutinarios trámites. Unos apellidos sin señas no pueden decir mucho con respecto a sus exactos propietarios.

—Adoptemos otro punto de vista. Estoy dispuesto a hacer una apuesta. Yo afirmo que en un espacio de tiempo relativamente breve —un año o año y medio—, comprobaremos que cada uno de esos hombres han aparecido en un certificado de defunción. ¿Crees que me hallo en lo cierto o no?

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