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Authors: Justin Cronin

El pasaje (120 page)

BOOK: El pasaje
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Llegó al expediente de Wolgast, Bradford J. No había fotografía. Una mancha de herrumbre en lo alto de la página señalaba el lugar donde había estado sujeta con un clip. Pero incluso sin ella, Peter fue capaz de formarse una imagen en su mente del hombre que, si lo que decía Lacey era cierto, había conducido a cada uno de los Doce al recinto, y también a Amy. Era un hombre alto y robusto, de ojos hundidos y pelo gris, y grandes manos, aptas para trabajar. Tenía un rostro afable, pero atribulado, bajo cuya superficie se movía algo, apenas reprimido. Según el expediente, Wolgast había estado casado y tenía una hija, llamada «Eva», que constaba como fallecida. Peter se preguntó si ése sería el motivo de que, al final, hubiera decidido ayudar a Amy. Su instinto le decía que así era.

No obstante, fue el último expediente el que más cosas le dijo. Era el informe que alguien llamado Cole remitía a un tal coronel Sykes, del Departamento de Armas Especiales del Ejército de Estados Unidos, relativo al trabajo del doctor Jonas Lear y algo llamado «Proyecto Noé»; y un segundo documento, fechado cinco años después, mediante el cual se ordenaba el traslado de doce cobayas humanos desde Telluride, en Colorado, a White Sands, en Nuevo México, para realizar «pruebas de combate operacionales» con ellos. Peter tardó un rato en ordenar las piezas, al menos casi todas. Pero sabía lo que era el combate.

Tantos años, pensó, esperando el regreso de Amy, y era el ejército el que lo había hecho.

Cuando dejó el último expediente, oyó que Lacey se levantaba. Atravesó la cortina y se detuvo en el umbral.

—Bien. Ya lo has leído.

Al oír su voz lo poseyó un súbito agotamiento. Lacey reavivó el fuego y se sentó a la mesa frente a él. Peter le indicó la montaña de papeles que descansaba sobre la mesa.

—¿De veras hizo esto? El médico.

—Sí. —Ella asintió—. Hubo otros, pero sí.

—¿Alguna vez explicó por qué?

Detrás de ella, los nuevos troncos prendieron con un suave crepitar y bañaron de luz la habitación.

—Creo que lo hizo porque podía. Es el motivo de casi todas las cosas que hace la gente. No era un mal hombre, Peter. Él no tuvo toda la culpa, aunque estaba convencido de que sí. Muchas veces le pregunté: «¿Crees que un hombre solo podría destruir el mundo?». Claro que no. Pero nunca me creyó. —Inclinó la cabeza hacia los expedientes de la mesa—. Los dejó para ti.

—¿Para mí? ¿Cómo pudo dejarlos para mí?

—Para quien volviera. Para que supieran lo que había ocurrido aquí.

Peter se sentó en silencio, sin saber muy bien qué decir. Alicia tenía razón en una cosa. Toda su vida, desde que había salido del Asilo, se había preguntado por qué el mundo era como era. Pero averiguar la verdad no había servido de nada.

El conejo de peluche de Amy seguía encima de la mesa. Lo cogió.

—¿Cree que ella se acuerda?

—¿De lo que le hicieron? No lo sé. Quizá.

—No, me refiero a antes. De ser una chica. —Buscó las palabras—. De ser humana.

—Creo que siempre ha sido humana.

Esperó a que Lacey dijera algo más, y como no lo hizo, apartó el conejo.

—¿Cómo es vivir para siempre?

La mujer lanzó una repentina carcajada.

—Creo que no viviré para siempre.

—Pero él le inyectó el virus. Es como ella. Como Amy.

—No existe nadie como Amy, Peter. —Se encogió de hombros—. Pero si me estás preguntando qué he sentido durante todos estos años, desde que Jonas murió, te diré que una gran soledad. Me sorprende hasta qué punto.

—Lo echa de menos, ¿verdad?

Se arrepintió al instante de haberlo dicho. Una expresión de tristeza le nubló el rostro, como la sombra de un pájaro al cruzar un campo.

—Lo siento, no era mi intención...

Pero ella sacudió la cabeza.

—No, es lógico que lo hayas preguntado. Es difícil hablar de él así, después de tanto tiempo. Pero la respuesta es que sí. Lo echo de menos. Debería pensar que es algo maravilloso que te echen de menos de la forma que yo lo echo de menos.

Guardaron silencio durante un rato, bañados por el resplandor del fuego. Peter se preguntó si Alicia estaría pensando en él, y dónde estaría ahora. No tenía ni idea de si volvería a verla, a ella o a los demás.

—No sé... qué estoy haciendo, Lacey —dijo por fin—. No sé qué deducir de todo esto.

—Has encontrado el camino para llegar hasta aquí. Algo es algo. Es un principio.

—¿Y Amy?

—¿Qué pasa con ella, Peter?

Pero no estaba seguro de qué estaba preguntando. Ésa era la pregunta: ¿y Amy?

—Pensaba... —suspiró y apartó la vista hacia la habitación donde dormía Amy—. Escúcheme, no sé en qué estaba pensando.

—¿Que podrías derrotarlos? ¿Que encontrarías la respuesta aquí?

—Sí. —Volvió a mirar a Lacey—. Ni siquiera sabía lo que estaba pensando, hasta ahora. Pero sí.

Lacey pareció estar escrutándolo con la mirada, pero Peter no estaba seguro de qué era lo que buscaba ella. Deseó estar tan loco como habían sonado sus palabras. Tal vez lo estuviera.

—Dime, Peter, ¿conoces la historia de Noé? No la del Proyecto Noé, sino la de Noé, la persona.

Aquel nombre le era desconocido.

—Creo que no.

—Es una vieja historia. Una historia verdadera. Creo que te será de ayuda. —Lacey se levantó un poco de la silla, su rostro animado de súbito—. Pues bien, Dios pidió a un hombre llamado Noé que construyera un barco, un gran barco. Eso fue hace mucho tiempo. «¿Por qué he de construir un barco? —preguntó Noé—. Hace sol y tengo otras cosas que hacer.» «Porque este mundo se ha envilecido —le dijo Dios—, y tengo la intención de enviar un diluvio que lo destruya y ahogue a todos los seres vivos. Pero tú, Noé, eres un hombre justo en tu generación, y os salvaré a ti y a tu familia si haces lo que te ordeno, construir este barco para llevaros a vosotros y a todas las especies de animales, dos de cada clase.» ¿Y sabes qué hizo Noé, Peter?

—¿Construyó el barco?

Los ojos de Lacey se abrieron de par en par.

—¡Por supuesto! Pero no lo hizo enseguida. Ésa es la parte más interesante de la historia. Si Noé se hubiera limitado a hacer lo que le ordenaron, la historia no tendría el menor sentido. Noé tenía miedo de que la gente se burlara de él. Tenía miedo de quedar como un idiota si construía el barco y no llegaba el diluvio. Dios lo estaba poniendo a prueba para descubrir si había alguien por quien valiera la pena salvar el mundo. Quería saber si Noé estaba a la altura de la tarea. Y al final, así fue. Construyó el barco, los cielos se abrieron y el mundo se inundó. Durante mucho tiempo, Noé y su familia flotaron en las aguas. Era como si se hubieran olvidado de ellos, como si les hubieran gastado una broma terrible. Pero después de muchos días, Dios se acordó de Noé, y le envió una paloma para que lo guiara a tierra firme, y el mundo renació. —Dio una palmada de satisfacción—. Ya está. ¿Lo entiendes?

En absoluto. Le recordaba las fábulas que Profesora les leía en el círculo, historias de animales que hablaban, y que siempre terminaban con una moraleja. Agradables de escuchar, y quizá certeras, pero al final demasiado fáciles, algo infantil.

—¿No me crees? Tranquilo. Un día lo harás.

—No es que no la crea —balbució Peter—. Lo siento. Es que... no es más que un cuento.

—Tal vez. —La mujer se encogió de hombros—. Y tal vez, algún día, alguien dirá esas mismas palabras acerca de ti, Peter. ¿Qué me dices?

No sabía qué decir. Era tarde, o temprano. La noche casi había terminado. Pese a todo lo que había descubierto, se sentía más perplejo que cuando había empezado.

—Bien, ya que estamos en ello —dijo—, si yo soy Noé, ¿quién es Amy?

Lacey lo miró con incredulidad. Parecía a punto de reír.

—Peter, me sorprendes. Tal vez no te la he contado bien.

—No, lo ha hecho bien —la tranquilizó—. Es que no lo sé.

Ella se inclinó hacia adelante en la silla y volvió a sonreír, con una de sus extrañas y tristes sonrisas, henchidas de fe.

—El barco, Peter —dijo Lacey—. Amy es el barco.

Peter aún estaba intentando desentrañar el misterio de aquella respuesta, cuando Lacey pareció sobresaltarse. Frunció el ceño y paseó los ojos alrededor de la habitación.

—¿Qué pasa, Lacey?

Pero dio la impresión de que ella no lo había oído. Se levantó con brusquedad de la mesa.

—Me temo que me he extendido demasiado. Pronto amanecerá. Ve a despertarla, y recoged vuestras cosas.

Peter se quedó estupefacto, pues su mente todavía estaba vagando por las extrañas corrientes de la noche.

—¿Nos vamos?

Se levantó y descubrió a Amy parada camino de la puerta del dormitorio, con el pelo moreno desgreñado y desordenado, mientras la cortina se agitaba detrás de ella. Lo que había afectado a Lacey la había afectado también a ella. Una repentina urgencia bañó su rostro.

—Lacey... —empezó Amy.

—Lo sé. Intentará llegar aquí antes de que amanezca. —Lacey se puso la capa y dirigió aquella mirada insistente a Peter una vez más—. Deprisa.

La paz de la noche había desaparecido por completo, sustituida por una sensación de emergencia que su mente era incapaz de comprender.

—¿De qué está hablando, Lacey? ¿Quién llega?

Pero entonces miró a Amy y lo supo.

Babcock.

Babcock estaba llegando.

—Deprisa, Peter.

—No lo entiende, Lacey. —Se sentía ingrávido y perplejo. No tenía nada con qué luchar, ni siquiera un cuchillo—. Estamos desarmados por completo. He visto de lo que es capaz.

—Hay armas más poderosas que las pistolas y los cuchillos —replicó la mujer. Su rostro no expresaba temor, tan sólo una terca determinación—. Ha llegado el momento de que lo veas.

—¿De que vea qué?

—Lo que has venido a buscar —contestó Lacey—. El pasaje.

68

Peter en la oscuridad. Lacey los guiaba lejos de la casa, hacia los bosques. Un aire helado soplaba a través de los árboles, un gemido fantasmal. Un gajo de luna había aparecido y bañaba la escena con una luz temblorosa, con lo cual daba la impresión de que las sombras se tambaleaban y oscilaban a su alrededor. Ascendieron una colina y descendieron otra. La nieve era profunda, apelotonada en ventisqueros con una dura corteza. Se hallaban en la ladera sur de la montaña. Peter oyó abajo el sonido del río.

Lo intuyó antes de verlo: un espacio inmenso se abría ante él, la montaña se desplomaba. Extendió el brazo instintivamente en busca de Amy, pero ella había desaparecido. El borde podía estar en cualquier sitio. Un paso en falso, y la oscuridad le engulliría.

—Por aquí —gritó Lacey desde delante—. Deprisa, deprisa.

Siguió el sonido de su voz. Lo que consideraba una caída en picado era en realidad un declive rocoso, empinado pero transitable. Amy avanzaba por el sendero sinuoso. Tomó una bocanada de aire gélido, dejó atrás sus temores y continuó.

El sendero se hizo más estrecho, y corría en horizontal con relación a la cara de la montaña a medida que descendía, pegado a ella como una pasarela. A su izquierda, la roca brillaba debido al hielo iluminado por la luna. A su derecha había un abismo de negrura, una caída hacia la nada. Bastaba con mirar para sentir la atracción. Peter clavó la vista en el frente. Las mujeres avanzaban a toda velocidad, presencias imprecisas que saltaban en la periferia de su campo de visión. ¿Adónde los conducía Lacey? ¿Cuál era el arma de que había hablado? Oyó la voz del río de nuevo, muy abajo. Las estrellas brillaban sobre su rostro como astillas de hielo.

Dobló una esquina y se detuvo. Lacey y Amy estaban paradas ante una enorme abertura practicada en la cara de la montaña. El agujero era tan alto como él, y su profundidad, un abismo de negrura.

—Por aquí —dijo Lacey.

Dos pasos, tres pasos, cuatro. La oscuridad lo envolvió. Lacey los estaba conduciendo hacia el interior de la montaña. Recordó la lata de cerillas de su chaqueta. Se detuvo y encendió una con dedos casi insensibles, pero en cuanto ésta prendió, las corrientes de aire remolineantes apagaron la llama.

La voz de Lacey, desde delante:

—Deprisa, Peter.

Avanzó muy despacio, cada paso un acto de fe. Después, sintió una mano sobre su brazo, una presión firme. Amy.

—Para.

No veía nada. Pese al frío, había empezado a sudar bajo la parka. ¿Dónde estaba Lacey? Había girado en redondo, en busca de la abertura para orientarse, cuando detrás de él oyó un chirrido metálico y el sonido de una puerta al abrirse.

Todo quedó bañado de luz.

Estaban en un largo pasadizo excavado en la montaña. Las paredes estaban forradas de tuberías y conductos metálicos. Lacey estaba parada ante una caja de fusibles, sujeta a la pared contigua a la entrada. La sala se encontraba iluminada por una hilera de luces fluorescentes colgadas del techo.

—¿Hay electricidad?

—Baterías. El doctor me enseñó a manejarlas.

—Ninguna batería puede durar tanto.

—Éstas son... diferentes.

Lacey cerró la pesada puerta detrás de ellos.

—Lo llamaba nivel 5. Te lo enseñaré. Ven, por favor.

El pasadizo conducía a un espacio más amplio, que estaba sumido en la oscuridad. Lacey avanzó hasta encontrar el interruptor. Peter notó a través de las suelas de sus botas mojadas una especie de zumbido, claramente mecánico.

Las luces zumbaron y cobraron vida.

La sala parecía una especie de hospital. Un aire de abandono lo impregnaba todo: la camilla, el largo y alto banco de trabajo cubierto de aparatos polvorientos, quemadores, vasos de precipitados y palanganas de cromo, deslustradas por la edad. Una bandeja con jeringas, todavía envueltas en plástico, así como una hilera de sondas y escalpelos metálicos que descansaban sobre un largo pedazo de tela, manchado de herrumbre. Al fondo de la sala había lo que parecía un acumulador.

«Si la encontráis, traedla aquí.»

Aquí, pensó Peter. No sólo a la montaña, sino aquí. Esta sala.

¿Qué era aquel lugar?

Lacey se había acercado a una vitrina metálica, como un armario ropero, sujeta con tornillos la pared. Delante tenía una manija y, al lado, un teclado numérico. Vio que la mujer tecleaba una serie de números, y después giró la manija con un ruido.

Al principio pensó que la vitrina estaba vacía. Entonces vio, en la estantería de abajo. Una caja metálica. Lacey la levantó y se la entregó.

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