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Authors: Angela Sommer-Bodenburg

Tags: #Infantil

El pequeño vampiro y la guarida secreta (2 page)

BOOK: El pequeño vampiro y la guarida secreta
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Sin embargo, en contra de lo esperado, resultó un domingo muy agradable: con cacao y pastel de manzana en el Café del Parque Municipal… «Como excepción para celebrar el domingo», según resaltó la madre de Anton. Y como Anton había dado dos vueltas corriendo a la piscina para niños, le dejaron incluso pedir además una ración de helado con nata.

—¡Espero que tu estómago pueda digerir bien tanto dulce! —dijo su madre.

—¡No te preocupes! —replicó Anton riéndose irónicamente—. Está bien entrenado.

Los que sí que no estaban tan bien entrenados eran los músculos de Anton; de eso se dio cuenta Anton cuando se levantó al día siguiente. Y la cosa estaba realmente mal cuando después de comer se montó en la bicicleta para ir a casa de «Jürgen» a recoger el chándal. Pero, ¡qué no haría él por su madre!

—¿Y dónde vive el tal Jürgen? —le preguntó ella al despedirse.

—Bueno, pues… en el vecindario —contestó de forma imprecisa Anton.

En el vecindario… ¡ya, ya, ojala!

Cuando Anton se detuvo por fin ante la casa del señor Schwartenfeger estaba como si le hubieran pasado por la rueda de tormentos en el verdadero sentido de la palabra.

Con grandes esfuerzos consiguió subir los escalones y llamó al timbre de la puerta.

La señora Schwartenfeger le abrió y dijo sorprendida:

—¿Tú, Anton?

—¡Me he dejado olvidada aquí mi bolsa!

—Bueno, siéntate un momento en la sala de espera.

—¿Sentarme? ¡Oh, sí, con mucho gusto!

En la sala de espera Anton se dejó caer en el sillón que había junto a la ventana, que por suerte estaba bien mullido, y estiró mucho las piernas. Así seguía sentado también cuando de repente se abrió la puerta y, de forma completamente inesperada para Anton, entró el mismísimo señor Schwartenfeger en persona.

—Desgraciadamente no dispongo de mucho tiempo —dijo el psicólogo disculpándose—. Tengo a una paciente.

Le dio la bolsa a Anton.

—¡Pero antes de que me marche me gustaría saber qué es lo que ha dicho Rudolf!

¡Anímale!

—¿Ru… Rudolf? —balbució Anton.

Probablemente nunca se acostumbraría al nuevo nombre que se había puesto el vampiro para el psicólogo… ¡como seudónimo!

—¿Qué va a haber dicho?

—¡Bueno, pues de la sesión de prueba! ¡Seguro que Rudolf te ha contado qué efecto le ha hecho mi programa!

—¿A mí? ¡No!

—¿No te ha dicho absolutamente nada?

—No, porque… es que tuvo que marcharse —contestó vacilando Anton.

No se sentía muy a gusto en el papel de informador. El psicólogo puso cara de decepción.

—Así es que no me puedes decir qué decisión tomará Rudolf… Si a favor de mi programa o en contra.

—No.

—Hummm. ¡Y precisamente ahora que sería tan importante que Rudolf se decidiera
a favor
de mi programa! —El señor Schwartenfeger se mezo el bigote—. ¡Ahora que casi me temo que Igno Rante me haya dejado en la estacada!

—¿Cómo… que en la estacada? —preguntó alarmado Anton.

—Bueno, pues ya ha faltado tres veces a la terapia —contestó el señor Schwartenfeger.

—¿Ha faltado tres veces? —preguntó asombrado Anton.

El señor Schwartenfeger asintió con la cabeza.

—Sí, y sin ninguna disculpa.

Anton tragó saliva.

Igno Rante era el paciente misterioso en quien el señor Schwartenfeger ya había probado su programa contra los miedos fuertes. Al parecer con mucho éxito, pues resultaba evidente que Igno Rante, que Anton estaba convencido de que era un auténtico vampiro, había perdido en gran medida su miedo a los rayos del sol… o su «fobia al sol», como lo llamaba el señor Schwartenfeger.

—¿Cree usted que podría haberle ocurrido algo? —preguntó consternado Anton—. Quiero decir que si su fobia al sol aún no estaba realmente curada y se ha puesto al sol… y se ha ido… extinguiendo…

—No, no lo creo —repuso con voz firme el señor Schwartenfeger—. ¡Con lo avanzado que iba ya Igno Rante en el programa de entrenamiento, no!

—¡Pero quizá sea justamente ése el motivo! —dijo después de una pausa—. Quizás Igno Rante ya se haya dado por satisfecho con lo que ha conseguido. Después de todo, el programa de desensibilización es muy duro y requiere una gran capacidad de resistencia…

El señor Schwartenfeger se interrumpió.

—¡Pero ahora
debo
volver con mi paciente! Sólo te pido un favor para terminar, Anton: si vuelves a ver a Rudolf, anímale… ¡anímale mucho!

Antes de que Anton pudiera decir nada el señor Schwartenfeger había abandonado ya la sala de espera.

Anton se quedó allí desconcertado.

Anímale… ¿No sería mucho más conveniente prevenir al pequeño vampiro?

Anton llegó a casa bastante confuso y con los miembros agarrotados.

—¡Jürgen te ha debido de obligar a que te quedaras a cenar! ¿No? —observó su padre.

—¿Es que he estado
tanto
tiempo fuera? —se hizo el sorprendido Anton.

—¡Más bien sí! —dijo su madre con gesto sombrío—. ¡Casi creíamos que también ibas a pasar la noche en casa de ese Jürgen!

Anton se sonrió agotado.

—¿Es que hubiera tenido que hacerlo?

Pero realmente estaba demasiado cansado como para enredarse en disputas con sus padres. Dejó ostensiblemente el chándal en medio de la mesa de la cocina y se retiró a su habitación; supuestamente porque todavía tenía que resolver un problema de matemáticas. Sin embargo, se metió enseguida en la cama para estar un poco más fresco cuando el pequeño vampiro —¡lo que Anton esperaba fervientemente!— llamara aquella noche a su ventana.

¡Y entonces Anton hablaría con él sin falta sobre el señor Schwartenfeger y sobre la nueva y preocupante evolución de los acontecimientos con Igno Rante!

De desagradecidos está el mundo de los vampiros lleno

Pero el pequeño vampiro no fue…; ni aquella noche, ni las siguientes. Y Anna tampoco apareció. Anton estaba cada vez más intranquilo.

Y por fin llegó el sábado… la noche que Rüdiger tenía su segunda cita con el señor Schwartenfeger.

Los padres de Anton se marcharon de casa a las siete y media. Les habían invitado unos amigos.

Anton abrió su ventana, se sentó en la cama y empezó a leer
Hombres-lobo: las trece mejores historias
. Afortunadamente encontró una historia bastante terrorífica; así que apenas se dio cuenta de cómo iba pasando el tiempo.

Cuando de repente aterrizó una figura en el alféizar de su ventana y dijo con voz ronca «¡Hola, Anton!», ya estaba incluso realmente asustado.

—¡Ho… hola, Rüdiger! —balbució metiendo rápidamente el libro debajo de la almohada.

El pequeño vampiro entró en la habitación y se acercó a la cama.

—¡Anda, y yo que creía que ya estarías listo! —bufó mirando fijamente a Anton con ojos fulgurantes—. ¡Pero ni siquiera tienes puesta la capa!

—Yo… no sabía que ibas a venir tan pronto —se defendió Anton.

—¿Pronto? ¿Has dicho pronto?

El vampiro se rió con un graznido e hizo rechinar sus fuertes y afiladísimos dientes.

—Pero tienes razón: ¡hoy he sido muy rápido Ja,ja,ja!

Anton observó con un ligero estremecimiento los gruesos labios del vampiro, que a la luz de la lámpara de la mesilla de noche parecían de color rojo subido. Al fin y al cabo, sin embargo, sabía al menos que el pequeño vampiro ya había… ¡comido!

—¡Y ahora estoy ávido de ir por fin a ver a Schwartenfeger! —continuó diciendo el vampiro.

—¿Ávido? —repitió Anton lleno de malestar.

—¿He dicho «ávido»?

El vampiro volvió a reírse con un graznido.

—Naturalmente quería decir «ansioso». ¡Que estoy ansioso por empezar el programa!

—¡Ah…, antes tenemos que hablar una cosa! —objetó Anton.

—¿Una cosa? —dijo desganado el vampiro—. ¿Qué cosa?

Al parecer estaba de bastante mal humor y eso no era una condición favorable para hablar con él de problemas serios. ¡Pero a pesar de todo Anton tenía que intentarlo!

—El vampiro del que te hablé… —empezó a decir.

—¿Qué vampiro? —le interrumpió Rüdiger.

—¡Eso era lo que iba a explicarte!… Pues el vampiro que es también paciente del señor Schwartenfeger, el tal Igno Rante…

¡Ya ha faltado tres veces a la terapia, y además sin disculparse!

—Bueno, ¿y qué? —dijo el pequeño vampiro encogiéndose de hombros con indiferencia—. Sus razones tendrá el rancio Igno ése. Y además… ¿a mí que me importan tus conocidos?

—En primer lugar; yo no le conozco —repuso Anton («¡Afortunadamente!», añadió para sí)—. Y segundo, podría haberle ocurrido algo, ¡algo que quizá tenga que ver con el programa!

El pequeño vampiro aguzó el oído.

—¿Con el programa?

—¡Sí! —dijo Anton carraspeando, pues sabía que ahora iba a tocar un tema difícil—. Si Igno Rante ha estado demasiado tiempo al sol, entonces…

—Entonces, ¿qué? —preguntó cortante el vampiro.

—Entonces es posible que se haya… ¡extinguido!

—¿Extinguido? —repitió el vampiro con voz de ultratumba—. ¡Eso sólo lo dices por celos!

—¿Qué quieres decir con eso?

—¡Tú quieres quitarme las ganas de hacer el programa porque tienes celos de Olga!

—¿Yo celos de Olga?

Anton estuvo a punto de reírse.

—¡Sí, señor! —exclamó el pequeño vampiro—. A ti Olga nunca te ha gustado, y ahora que ella va a hacer el largo camino desde Viena hasta aquí… —¡por mí!— tú estás cavilando cómo puedes separarnos.

Anton sacudió la cabeza.

—¡No!

—¡Oh, sí! —replicó el vampiro—. ¡Nunca has dicho ni una sola palabra amable sobre Olga! ¿Y por qué?

Dirigió una mirada penetrante a Anton, pero éste fue lo suficientemente inteligente como para no responder que si no se podía decir nada amable sobre Olga la culpa la tenía ella.

—Porque te indigna que… ¡yo tenga afecto también a Olga! —se contestó a sí mismo el pequeño vampiro… visiblemente orgulloso de haber demostrado tanta agudeza de ingenio.

Anton se temía que le iba a resultar muy difícil abrirle los ojos a Rüdiger en aquel estadio avanzado de ceguera por amor. Sin embargo, quiso asegurarse:

—Yo no lo he dicho para separaros. Yo sólo quería prevenirte… por lo de Igno Rante. Pero si tú crees que estoy
en contra
de ti…

—¡En contra de mí no! —dijo el pequeño vampiro—. ¡En contra de Olga!

Anton suspiró de un modo apenas perceptible.

—Está bien, vámonos volando.

—Ya era hora —gruñó el vampiro.

Se subió al alféizar y se elevó en el aire. Anton sacó del armario su capa de vampiro, se la puso y después de apagar la luz siguió al pequeño vampiro.

—¡Date prisa! —le ordenó el vampiro fuera—. No me gustaría llegar tarde por tu culpa.

«Por mi culpa, sí», pensó furioso Anton.

Él
hacía todos los esfuerzos imaginables para prevenir al pequeño vampiro del amenazante peligro… ¡y encima tenía que servirle a Rüdiger de cabeza de turco!

—¡De desagradecidos está el mundo de los vampiros lleno! —dijo…, pero en voz tan baja que seguro que el vampiro no lo oyó.

Fiebre estomacal

No llegaron tarde, ni mucho menos: cuando aterrizaron detrás de los rosales de la casa del señor Schwartenfeger el reloj de la farmacia marcaba solamente las 21.20 h.

—¡Hemos llegado incluso diez minutos antes! —dijo triunfal Anton.

—¡Ja, eso tienes que agradecérmelo únicamente a mí! —repuso jactancioso el pequeño vampiro—. Como yo he impreso una velocidad tan rasante,

, automáticamente, te has dejado arrastrar…, digo, no, te has dejado llevar por los aires.

—Ah, ¿sí? —dijo irónicamente Anton.

—Sí, y naturalmente tienes que agradecérselo también a las capas… ¡A nuestras capas original-von-Schlotterstein! —continuó diciendo el vampiro—. Además, por si no lo sabías, ¡las capas las tejió a mano mi abuela, Sabine la Horrible! —y añadió con una sonrisita—: Se pondría vampirescamente furiosa si supiera que tú, ¡un ser humano!, lleva puesta su capa.

—¿La capa de
ella
? —dijo sorprendido Anton—. Yo pensaba que era la de Tío Theodor.

—Y sí que lo es —contestó el vampiro—. Pero ella se la tejió para él por aquel entonces, en Transilvania, antes de tener aquella fiebre estomacal.

—¿Fiebre estomacal? —repitió Anton… medio compadecido, medio escéptico—. ¿Es eso una enfermedad?

—¡Una enfermedad terrible! —le explicó el pequeño vampiro con una voz repentinamente cambiada y quejumbrosa—. Y me temo que yo lo he heredado de mi abuela. Vuelvo a sentirme tan raro…

Contrajo el rostro y se apretó la barriga con la mano al tiempo que miraba el reloj de la farmacia, cuya aguja grande avanzaba en aquel momento hacia el número seis.

—¡Las nueve y media! —dijo Anton—. Vamos, el señor Schwartenfeger nos espera. O mejor dicho: ¡te espera!

—¡No me dejes solo! —le gritó el pequeño vampiro—. Ahora que me siento tan raro…

—Seguro que es por los nervios —opinó Anton.

—¿Por los nervios? —dijo el vampiro con voz débil.

—Bueno, sí… —dijo Anton reprimiendo una sonrisa burlona—. Si está tan próximo el regreso de Olga…

—¿Crees tú que será por eso? —preguntó el pequeño vampiro apareciéndole en la cara una sonrisa enamorada.

—¡Seguro! —dijo Anton.

Mientras tanto, miró preocupado al reloj. Ya eran las diez menos veinticinco.

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