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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (18 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Callar —respondió Battle, tras meditar unos segundos.

—Sí, callar —dijo el francés—. La situación era delicada. Hubiera sido muy dificultoso restituir la piedra anónimamente. Y el conocimiento del escondite le hubiese proporcionado un gran poder, la única debilidad de aquel extraño anciano. No sólo habría tenido a la reina a su disposición, sino también hubiera negociado a su gusto. No hubiese sido el único secreto que dominaba, porque los coleccionaba como raras piezas de porcelana. En más de dos ocasiones se jactó públicamente de lo que podría revelar si le diese la gana. En una de ellas aseguró que se proponía hacer revelaciones sensacionales en sus Memorias. Ello justifica la ansiedad general de impedir su edición. Nuestra policía secreta trató de apoderarse de ellas, mas el conde se libró del manuscrito antes de su fallecimiento.

—No debemos presumir que supiera este secreto —opuso Battle.

—Perdonen —exclamó Anthony—. Olvidamos sus palabras.

—¿Qué?

Los detectives le contemplaron atónitos.

—Mister McGrath, al entregarme el manuscrito, me relató el episodio de su encuentro con el conde en París. Mister McGrath arriesgó su vida por salvar al anciano de una banda de matones. Estaba..., ¿cómo decirlo?, un poco «animado» y por ello dijo dos cosas harto interesantes. Una implicaba su conocimiento del paradero del Koh-i-noor, declaración que mi amigo no tomó en cuenta. También afirmó que la pandilla se componía de elementos del rey Víctor. Comentarios, que sumados, tienen su importancia.

—¡Dios mío! —gimió Battle—. Estoy de acuerdo con usted. Incluso el asesinato del príncipe Miguel toma otro cariz.

—El rey Víctor nunca mató —le recordó el francés.

—¿Y si le sorprendieron buscando la joya?

—¿Está, por tanto, en Inglaterra? —dedujo Anthony—. ¿No le siguieron cuando fue excarcelado?

Lemoine pareció apabullado.

—Lo intentamos, monsieur. Pero ese hombre es el diablo. Nos dio esquinazo inmediatamente... ¡inmediatamente! Creímos, naturalmente, que vendría a Inglaterra. Y no, se fue a..., ¿adonde diría?

—¿Adonde? —preguntó Anthony.

Jugaba con una caja de cerillas sin apartar los ojos del rostro del francés.

—A América, a los Estados Unidos.

—¿Cómo? —chilló Anthony.

—¿Y qué nombre adoptó? ¿Qué papel representó? El del príncipe Nicolás de Herzoslovaquia.

La caja de fósforos se escapó de los dedos de Anthony, cuyo pasmo igualaba el de Battle.

—¡Imposible!

—No, amigo mío. Mañana tendrá noticias de ello. Ha sido un engaño colosal. Se comentó, hace años, que el príncipe Nicolás había muerto en el Congo. El rey Víctor no desperdició la dificultad de probar su fallecimiento, y le encarnó para lograr una tremenda cantidad de dólares... a cambio de concesiones petrolíferas. La casualidad le desenmascaró y hubo de marcharse precipitadamente del país. Esta vez vino a Inglaterra. Por eso estoy aquí. Tarde o temprano vendrá a Chimneys, en el supuesto de que no lo haya hecho ya...

—¿Lo cree usted?

—Creo que estuvo en la casa la noche de la muerte del príncipe y ayer...

—Otro intento, ¿eh? —masculló Battle.

—Otro.

—Me extrañaba la ausencia de monsieur Lemoine —continuó Battle—. Avisaron de París que venía a colaborar conmigo...

—Tengo que excusarme —dijo el francés—. Mi llegada coincidió con la noticia del crimen. Se me ocurrió que saldría ganando si estudiaba la situación oficiosamente. Me sedujo tal posibilidad. No se me ocultó que recaerían en mí las sospechas, pero me sería útil, puesto que no alarmaría a las personas que deseaba observar. He tenido dos días muy interesantes.

—Pero, ¿qué ocurrió anoche? —preguntó Bill.

—¿Le cansó el ejercicio? —sonrió Lemoine.

—¿Conque fue usted?

—Sí. Resumiré los sucesos. Convencido de que el secreto tenía su clave en esta sala, ya que en ella habían asesinado al príncipe, me aposté en la terraza. Noté al fin que alguien andaba en la habitación, traicionado por el resplandor de la linterna. El balcón cedió bajo mi mano. El hombre podía haber entrado antes o durante mi vigilancia, puesto que la cortina estaba corrida y me impidió verlo. Me introduje en la estancia. Paso a paso llegué a un punto en que podía asistir, sin ser observado, a sus manejos. No le distinguí claramente. Me daba la espalda y la luz recortaba su silueta. Su conducta me llenó de sorpresa. Desmontó una tras otra esas dos armaduras y examinó sus piezas. Convencido de que no escondían lo que buscaba, golpeó suavemente la pared, debajo del cuadro. Entonces se produjo la interrupción. Usted irrumpió.

—Nuestra buena voluntad fue lamentable —confesó Virginia.

—En cierto sentido, madame. El hombre apagó la linterna y yo, que no deseaba revelar mi identidad, corrí al balcón. En la oscuridad choqué con los otros dos y caí de bruces. Me rehice y escapé a la terraza. Mister Eversleigh me siguió, tomándome por un adversario.

—Fui yo quien le persiguió —explicó Virginia—. Bill iba en segundo lugar en la carrera.

—El intruso tuvo la habilidad de detenerse y huir por otra puerta. ¿Cómo no tropezó con los demás? —preguntó Bill.

—No fue difícil —respondió Lemoine—. Fingió ser un miembro anticipado del grupo de socorro.

—¿Cree que ese Arsenio Lupin habita en la casa? —inquirió Bill, cuyos ojos relampagueaban de placer—. ¿Lo cree de veras?

—¿Por qué no? Podría pasar muy bien por un criado. Por ejemplo, Boris Anchoukoff, el fiel ayuda de cámara del difunto príncipe.

—Vamos, vamos, señor Lemoine —sonrió Anthony.

—Es un tipo muy raro —convino Bill.

El francés le devolvió la sonrisa.

—Le ha tomado como criado suyo, ¿verdad, mister Cade? —dijo el superintendente.

—Battle, me descubro ante usted. Nada se le escapa. En realidad, él me ha adoptado por señor.

—¿Por qué, mister Cade?

—¡Quién sabe! El gusto puede ser dudoso, pero tal vez le atraiga mi cara. O quizá crea que maté a su amo y pretende desquitarse.

Anthony fue a correr las cortinas de los balcones.

—Amanece —anunció, bostezando—. Se acabaron las emociones.

—Me voy —dijo Lemoine, poniéndose en pie—. Nos veremos más tarde.

Después de haber hecho una graciosa inclinación ante Virginia, se fue por el balcón.

—A la cama —suspiró Virginia—. La velada no ha carecido de interés. Bill, ve a acostarte como un niño bueno.

Anthony contemplaba aún la figura de Lemoine.

—Se le considera el mejor detective de Francia —dijo Battle a sus espaldas.

—No me extraña.

—Tiene razón mistress Revel. Se acabaron las emociones por esta noche —añadió Battle—. Oiga, ¿recuerda que comenté el hallazgo de un hombre, muerto de un disparo, cerca de Staines?

—Sí. ¿Por qué me lo pregunta?

—Le han identificado, nada más. Se llamaba Giuseppe Manuelli y fue camarero en el Blitz de Londres. Es curioso, ¿verdad?

Capítulo XX
-
Una conferencia

Anthony no respondió. Continuó mirando por el balcón. El superintendente Battle contempló un rato sus hombros inmóviles.

—Buenas noches —se despidió al fin y anduvo hacia la puerta. Anthony dio media vuelta.

—Battle, un segundo...

El superintendente se detuvo. Anthony tomó un cigarrillo de la pitillera y lo encendió. Entre dos bocanadas de humo, dijo:

—Le interesa el caso de Staines, ¿verdad?

—Sería exagerado pretenderlo. Es poco corriente, eso es todo.

—¿Piensa que mataron al hombre en aquel lugar o que le trasladaron allí después de muerto?

—Yo me decantaría por lo segundo.

—Y yo también —dijo Anthony.

Su énfasis hizo que el policía levantase la cara hacia él.

—¿Tiene usted alguna idea? ¿Sabe quién le llevó allí?

—Sí. Fui yo.

Le irritó la calma inalterable de su interlocutor.

—Las sorpresas no le inmutan, Battle.

—«Jamás reveles tus emociones.» Me dieron esta regla y me ha sido siempre muy útil.

—Desde luego. No le he visto alterado hasta ahora. ¿Desea enterarse de todo?

—Tenga la bondad, mister Cade.

Anthony juntó dos sillas, se sentaron y narró los sucesos del jueves. Battle escuchó impasible. Únicamente pestañeó un poco al concluir la exposición.

—Señor, algún día se meterá en un apuro grave.

—¿Me perdona por segunda vez? ¿No me detiene?

—Solemos dar soga a las personas para que... —contestó el superintendente.

—Gracias por su delicadeza... y por no concluir el dicho.

—Me desorienta, no obstante, que lo confiese.

—En verdad, no es fácil de explicar —dijo Anthony—. Tengo un alto concepto de su habilidad, Battle. Está presente en el instante oportuno, como, por ejemplo, esta noche. Pensé que, ocultándole este secreto, le perjudicaba. Merece usted estar en posesión de todos los datos. Mis esfuerzos fueron hasta ahora un fracaso. Debí callar para proteger a mistress Revel. Habiéndose demostrado que esas cartas no son obra de ella, cualquier idea de su complicidad resulta absurda. Si la aconsejé mal fue porque su capricho de pagar al chantajista la colocó en una posición difícil.

—En efecto, los jurados generalmente no son demasiado imaginativos.

—Pero usted no lo discute —dijo Anthony.

—Mister Cade, mi cargo me pone en íntimo contacto con estas personas, es decir, con las llamadas clases altas. La mayoría de la gente se preocupa de qué dirá el vecino; mas los mendigos y los aristócratas, no... Hacen lo que se les antoja, sin molestarse en pensar qué conclusión se sacará de ello. No me refiero a la alta burguesía, a los que derrochan su fortuna en fiestas, sino a los que, durante generaciones, se educaron despreciando la opinión ajena. Mi criterio de las clases altas no ha variado con los años... Son intrépidas, veraces y a veces estúpidas.

—Su declaración me interesa, Battle. Supongo que escribirá sus Memorias. Valdrá la pena leerlas.

El superintendente sonrió.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —continuó Anthony—. ¿Me relacionó usted con el cadáver de Staines?

—Fue una corazonada, nada definitivo. Le felicito por el magnífico dominio que tiene de sus nervios.

—Gracias. Desde que le conocí, me ha tendido emboscadas. Las evité con gran trabajo.

—Así cazamos a los malhechores, dándoles libertad, acosándoles, dejándoles en paz y cargando de nuevo, hasta que pierden la sangre fría.

—No sea lúgubre, Battle. ¿Cuándo me echarán ustedes el guante?

—Tiene la soga muy larga, señor.

—¿Sigo siendo su ayudante?

—Sí.

—¿Su Watson?

—Las novelas de detectives son paparruchas, pero entretienen al vulgo —dijo Battle, y agregó—: Y a veces son útiles.

—¿En qué sentido?

—Atizan la universal creencia de que la policía es estúpida, y eso nos ayuda en el caso de los delitos de aficionados.

Anthony le contempló en silencio un buen rato. Battle, inmóvil, parpadeaba de tarde en tarde, con su impasible rostro cuadrado y plácido. Finalmente se levantó.

—No me acostaré —anunció—. Debo hablar con el marqués en cuanto baje a desayunar. Los huéspedes pueden volver a Londres. No obstante, procuraré que lord Caterham prolongue unos días su invitación. Le ruego que no se vaya. Lo mismo pediré a mistress Revel.

—¿Ha encontrado el revólver? —preguntó Anthony.

—¿El que mató al príncipe Miguel? No, y tiene que estar en esta casa o en los terrenos adyacentes. No desaprovecharé su idea, mister Cade; algunos de mis muchachos treparán a los árboles. El revólver y las cartas significarían un progreso. ¿Dice que una había sido escrita en Chimneys? Debió de ser la última. Contendrá en clave las instrucciones para encontrar el diamante.

—¿Cuál es su teoría sobre el asesinato de Giuseppe?

—Fue un ladrón profesional, a quien empleó el rey Víctor o los Camaradas de la Mano Roja. Quizás uno y otros colaboren, porque la organización tiene dinero y fuerza, pero no está sobrada de inteligencia. Giuseppe debía robar las Memorias, ignoraban la existencia de las cartas... Por una casualidad increíble usted las tenía.

—Incluso me sorprende a mí mismo.

—Giuseppe se apoderó de las cartas. Su disgusto fue grande. Luego, el recorte de la revista le inspiró la idea de explotarlas en su provecho, sin saber su verdadero significado. Los Camaradas, enterados de ello, creyeron que los traicionaba y le sentenciaron a muerte. Son aficionados a ejecutar traidores. La coyuntura tenía un elemento pintoresco que los satisfizo. Lo que se resiste a mi comprensión es el revólver con el nombre de Virginia grabado. Los Camaradas no son tan sutiles. Por regla general, plantan junto a la víctima el símbolo de su organización con el propósito de infundir terror en los posibles traidores. Ha de ser obra del rey Víctor. ¿Con qué motivo? ¡Yo qué sé! Es una tentativa, ilógica a simple vista, de comprometer a mistress Revel.

—Tuve una teoría, que pronto deseché.

Anthony contó a Battle que Virginia había visto el cadáver de Miguel.

—No hay duda acerca de su identidad —dijo el superintendente—. El barón tiene muy buena opinión de usted. Le elogió en términos calurosos.

—Es muy amable —sonrió Anthony—, sobre todo porque le he advertido que haré lo imposible por recobrar las Memorias antes del próximo miércoles.

—Le costará Dios y ayuda.

—¡Hum! ¿Lo cree? El rey Víctor y compañía tendrán las cartas...

—Se las birlaron a Giuseppe en la calle Pont —coligió Battle—. Fue una hazaña muy diestra. Si las tienen, las habrán descifrado y sabrán dónde buscar.

Los dos hombres estaban a punto de salir de la sala.

—¿Aquí? —preguntó Anthony, señalando al interior con la barbilla.

—Exactamente. Pero chocarán con bastantes escollos en su propósito de encontrar el botín.

—¿Ha elaborado un plan? —inquirió Anthony.

Battle calló. Su expresión era notable por lo estólida. Pero muy lentamente guiñó un ojo.

—¿Necesita mi ayuda? —preguntó Anthony.

—Sí, y la de alguien más.

—¿Quién más?

—Mistress Revel. Tal vez no haya notado, mister Cade, que es una dama de sumo encanto.

—Lo he notado —afirmó Anthony y consultó su reloj—. Renunciaré al descanso, Battle. Un baño en el lago y un copioso desayuno surtirán el mismo efecto.

Subió corriendo a su habitación. Se desnudó silbando entre dientes y buscó un batín y una toalla.

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