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Authors: Eduardo Sacheri

El secreto de sus ojos (23 page)

BOOK: El secreto de sus ojos
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—¡Pablo! —lo llamé.

Ni me miró. Seguía atento a los movimientos del dueño. Ninguno hablaba, como si el desafío que estaba entablado entre los dos fuese demasiado profundo como para ventilarlo con palabras. Sin que mediaran signos premonitorios el brazo derecho de Sandoval describió un amplio semicírculo y soltó la silla, que fue a impactar de lleno en una de las ventanas que daban a la calle. De nuevo el estruendo descomunal. De nuevo las corridas y los insultos. Ahora el dueño no había dudado. Le pareció que su enemigo borracho y recién desarmado era un blanco fácil y trató de arrojársele encima. No sabía (yo sí) que Sandoval no perdía fácilmente los reflejos, más allá de su apariencia abotagada, y que practicaba boxeo desde pibe en un club de Palermo. De modo que cuando el patrón entró en su radio de acción, le tiró un cross a la mandíbula que lo lanzó en reversa y lo despatarró sobre una de las mesas vacías.

—¡Sandoval! —grité.

La cosa estaba pasando de castaño a oscuro. Se encaró conmigo. ¿Estaría tratando de ubicarme en el extraño contexto bélico que había generado? Alzó otra silla. Caminó un par de pasos hacia mí. «Estamos listos», pensé. «Ahora lo único que me falta es terminar la noche fajándome con mi oficial en un bar de mala muerte de la calle Venezuela». Pero sus planes eran otros. Con la mano libre me hizo un gesto como para que me apartase. Me hice a un lado. La silla pasó a velocidad y altura respetables para terminar despedazando un anuncio de cristal que promocionaba un whisky: un señor de aspecto respetable bebía una medida, sentado en un sillón, junto a una chimenea encendida. Ya lo habíamos visto en algún otro bar de la zona. Sandoval odiaba ese anuncio: me lo había hecho saber en el transcurso de alguna otra curda pretérita.

Con ese estropicio final, que probablemente Sandoval interpretase como un acto de justicia, parecieron agotarse sus ímpetus destructivos. El dueño del bar habrá supuesto lo mismo porque lo asaltó por detrás y ambos rodaron entre las mesas y las sillas. Me acerqué a separarlos y, como es de práctica en estos casos, ligué unos cuantos golpes. Terminé sentado en el piso sujetando a Sandoval contra mí y gritándole al dueño que se calmara, que yo me encargaba de tenerlo quieto.

—Ahora vas a ver —dijo por fin el tipo, incorporándose.

Me asustó su tono frío y amenazante. Fue hasta la registradora. Pensé que sacaba un chumbo y nos cagaba a tiros, pero me equivoqué. Lo que sacó fue un cospel de teléfono. Iba a llamar a la policía. Los dos o tres clientes que quedaban, y que no habían creído necesario intervenir, advirtieron su intención y abandonaron el sitio, presurosos. Miré alrededor. ¿Era posible que en ese cuchitril hubiese un teléfono público? No había. Rumbeó para la puerta, echándonos una mirada asesina. Lo último que nos hacía falta esa noche era terminar en cana. Me incorporé. Sandoval parecía del todo ajeno al asunto. Salí detrás del dueño. Caminaba hacia el Bajo. Lo llamé. Recién al tercer intento se dio vuelta y aceptó detenerse para que le diera alcance. Le dije que no era para tanto, que yo me encargaba de todo. Me miró con escepticismo. Tenía sus motivos. Los cristales esos debían valer sus buenos mangos. Y creía recordar un par de sillas y mesas que habían quedado despatarradas, sin contar las que Sandoval había arrojado por el aire. Insistí. Terminó aceptando volver al local. Desandamos el camino en silencio. Cuando llegamos, no pude menos que entender la rabia del tipo. Los vidrios de la ventana estaban esparcidos en la vereda, y las esquirlas de la pelea eran visibles en todo el recinto.

Abrió los brazos y me miró, como pidiéndome explicaciones, o como si recapacitara y juzgase excesiva su indulgencia de un momento antes.

—¿Cuánto puede costar reparar estos destrozos? —mi pregunta carecía de seguridad, de énfasis. El otro debió notarlo.

—Y… una ponchada de pesos. Imagínese.

Nunca fui bueno para el regateo. Paso de sentirme un sádico aprovechador a sentirme un pánfilo incurable, y viceversa. Y esa situación, pasada la medianoche, con Sandoval sentado en el piso contra la barra (se había agenciado una botella de whisky que había sobrevivido intacta la hecatombe y seguía bebiendo con parsimonia) y el tipo ese con la posibilidad de llamar a la policía como si tuviese un as en la manga, desbordaba absolutamente mis esquemas.

Me dijo una cifra ridícula, que debía alcanzar poco menos que para redecorar el maldito piringundín desde sus cimientos. Le dije que de ningún modo disponía de esa cantidad. Contestó que no pensaba aceptar ni un peso menos. Una cifra relativamente menor pasó por mi mente: la del fajo de billetes que todavía conservaba contra el sobaco y que, iluso de mí, había considerado como la cancelación de mi deuda hipotecaria. Se la ofrecí, intentando sonar definitivo.

—Está bien —transigió—. Pero me lo paga ahora.

El tipo, debía dudar de que un fulano como yo, que andaba jugando a ser el ángel de la guarda de un borracho perdido, pudiese tener esa cantidad de dinero encima. Se la extendí. Contó los billetes y pareció calmarse.

—Pero me ayuda a poner un poco de orden. Si dejo esto así, mañana pierdo el día acomodando.

Acepté. Lo corrimos a Sandoval a un lado para que no estorbase, barrimos los vidrios, arrumbamos las mesas y las sillas desencoladas en una piezucha a la que se llegaba cruzando un patio mugriento, y redistribuimos el mobiliario sano. Creo que, salvo por el espejo y el ventanal, había salido ganando. Al fin y al cabo ese podrido anuncio de whisky era espantoso. Sandoval casi había hecho bien en pulverizarlo.

33

Tomamos el único taxi que se atrevió a levantarnos. A las tres de la mañana, y con los signos de la batalla a cuestas (Sandoval había perdido todos los botones de la camisa, yo tenía un corte superficial pero llamativo a la altura del mentón), no debíamos ser una yunta con aspecto demasiado confiable.

Fui todo el camino con los ojos clavados en el taxímetro. Tenía exacta cuenta del dinero que me quedaba. Ya había gastado una importante suma en el taxi de ida y dilapidado una pequeña fortuna como desagravio por la destrucción de ese bar de mala muerte. No quería llegar a la casa de Sandoval y tener que pedirle dinero a Alejandra.

Pobre mina. Estaba esperando en el zaguán, protegida con una mantilla sobre el camisón y el salto de cama. Entre los dos metimos a Sandoval en la casa y en el lecho. Antes de entrar, pagué el taxi. Alejandra me dijo que lo dejase esperando, para poder usarlo para ir hasta mi casa. Ella no sabía que estaba quebrado y naturalmente no se lo dije. Supongo que balbuceé alguna excusa. Cuando terminamos de acostarlo, Alejandra me ofreció un café. Iba a negarme, pero la vi tan desvalida, tan triste, que decidí quedarme un rato.

Le conté lo de Nacho. Ella lloró en silencio. Pablo no le había dicho nada. «Nunca me dice nada», había concluido en voz alta. Me sentí incómodo. Toda la situación me resultaba complicada. A Sandoval lo quería como a un hermano, pero su adicción me generaba más impaciencia que compasión. Sobre todo cuando veía la angustia en los ojos verdes de Alejandra.

¿Ojos verdes? Una voz de alarma me sonó adentro. Me puse de pie con un respingo y le pedí que me acompañara a la puerta. Me preguntó de dónde iba a sacar un taxi a esa hora de la madrugada. Eran pasadas las cuatro. Le dije que prefería caminar. Me contestó que estaba loco, pretendiendo caminar hasta Caballito, en plena noche y con las cosas que estaban pasando. Le dije que no habría problema. Cualquier cosa, chapeaba con la credencial del Poder Judicial y listo. Era verdad. Nunca había tenido el más mínimo problema al respecto. Salvo, claro está, que hubiese pretendido chapear en un bar en ruinas, con mi colega de Juzgado a un lado, bebiendo en el piso.

Me despidió en la puerta dándome las gracias. Muchas veces, en los casi veinticinco años que han transcurrido desde entonces, me he preguntado por mis sentimientos hacia Alejandra. Nunca he tenido dificultad en reconocer que la admiraba, la apreciaba, la compadecía. ¿La quería? Entonces no logré contestarme, y hoy sigo creyendo que la pregunta no es pertinente. Jamás he podido desear a las mujeres de mis amigos. Me parece imperdonable. No creo ser un moralista, cuidado. Pero nunca pude mirarla como a otra cosa que la mujer de mi amigo Pablo Sandoval. Si me enamoré alguna vez de una mujer ajena, tuve buen cuidado de no trabar amistad con su marido. Pero me prometí no hablar aquí de ella, así que hagamos un punto aparte.

Crucé media ciudad a pie en la noche fría de julio. Pasaron algunos autos y una patrulla militar trepada a una camioneta, pero no me molestaron. Llegué a mi edificio pasadas las seis. Como me ocurría siempre después de pasar una noche en vela, el cansancio tendía a amontonarme los recuerdos más inmediatos con los primeros de la víspera, de modo que a esas alturas los golpes en el bar, la noticia de la desaparición del primo de Pablo y mi desayuno del día anterior parecían imágenes fundidas en el mismo recuerdo. Lo único que quería a esa hora era un buen baño y un mínimo sueño de un par de horas que me despegara de todos esos acontecimientos. No tenía ni idea de lo que me esperaba al salir del ascensor, en el cuarto piso.

La puerta de mi departamento estaba abierta, y desde adentro se proyectaba un haz de luz hacia el pasillo en penumbra. ¿Me habían robado? Caminé hasta el umbral y lo atravesé sin reparar en la posibilidad de que el intruso todavía estuviese dentro. De hecho no había nadie. Pero eso lo pensé después, porque apenas me asomé al umbral comprobé, aterrado, que el departamento estaba en un desorden absoluto. Los sillones y las sillas volcados, la biblioteca tirada, los libros despanzurrados y esparcidos por el piso. En el dormitorio, el colchón estaba destrozado y había espuma de goma por toda la pieza. La cocina era otro desbarajuste. Estaba tan aturdido que tardé en advertir que el televisor y el combinado de música no estaban, ni en su sitio ni en ningún otro. ¿Eran ladrones, entonces? No se entendía, en ese caso, el ensañamiento con el que habían actuado. Al final entré al baño, sabiendo que iba a encontrar el mismo caos. Pero había algo más, aparte de la cortina de baño en hilachas, el contenido del botiquín regado por el piso y los grifos del bidé abiertos al máximo para inundar todo el sitio. En el espejo había un mensaje escrito con jabón: «Esta vez te salvaste, Chaparro hijo de puta. La próxima sos boleta».

La letra era grande y prolija, propia de alguien que no tiene apuro y se siente dueño de la situación. Había un garabato al final que, aunque me esforcé por entenderlo, resultaba ilegible. El turro que había hecho eso, deduje, lo había firmado. ¿Cómo podía sentirse alguien tan impune como para avasallar así a los demás? ¿Quién podía tener conmigo algo pendiente? Al hacerme esas preguntas me sacudió una fría oleada de miedo.

Salí. Tuve la ingenua precaución de intentar cerrar la puerta con llave. Recién entonces advertí que habían hecho saltar la cerradura de una patada.

34

Ese 29 de julio, después de dejar a mis espaldas el departamento hecho polvo, me encontré desorientado. No podían ser simples ladrones ni un ataque a ciegas. En algún momento pensé en volver sobre mis pasos y tratar de cruzar dos palabras con el portero, pero me aterrorizó que quienes me habían buscado por la noche pudiesen insistir por la mañana. Me dije que había hecho bien huyendo como lo hice. ¿Pero dónde iba a ir? Si conocían mi dirección, conocerían la de la casa de mis padres, o la de Sandoval, en una de esas. No podía arriesgarme, o arriesgarlos. Pero no tenía un centavo. De hecho estaba caminando por Rivadavia hacia el Centro, pero no tenía un destino fijo. Miré la altura: el cinco mil. ¿Y con eso qué?

Podía ir al Juzgado y radicar la denuncia en la Cámara de Apelaciones, si no confiaba en hacerla directamente en la comisaría. No era seguro. ¿Y si me estaban esperando en los alrededores de Tribunales? Pero ¿quiénes, por Dios? ¿Quiénes eran? Atiné a pasar por delante de un bar que tenía teléfono público. Entré y revisé mis bolsillos. Entre las cuatro o cinco monedas que traía apareció un cospel. Acudí a Alfredo Báez, el único tipo al que le tenía una confianza ciega.

Lo sorprendió mi llamado pero enseguida, tal vez alertado por la alarmada premura de mi voz, ordenó el caos de mi relato con algunas preguntas precisas y coherentes. De él partió la iniciativa de que nos encontrásemos unas horas después, en Plaza Miserere, del lado de Pueyrredón.

Di vueltas por ahí toda la mañana. Casi a mediodía caí en la cuenta de que no había avisado al Juzgado de mi ausencia. Con las últimas monedas compré un cospel y llamé a la oficina. Aduje una gripe repentina. Me comentaron que Sandoval también había dado parte de enfermo. Di un par de instrucciones: lo que hacía siempre cuando me ausentaba. Me consolé pensando que no eran días de trabajo demasiado abundante. Más me habría preocupado si hubiera sabido que faltaban siete años para que volviese a pisar ese Juzgado.

Desde las dos me ubiqué en un banco de la plaza. A las dos y media me sobresalté: un tipo acababa de sentarse a mi lado. Giré la cabeza. Era Báez.

—Lo suyo no es el espionaje con ocultamiento, ¿no? —todavía andaba con ganas de joder, pensé.

—Disculpe que lo haya molestado. Pero no tenía a quién recurrir.

—No se haga problema. Cuénteme en qué anda.

Le relaté con pelos y señales todo lo que había visto desde que había llegado a mi departamento hasta que salí pitando de ahí. No me llevó mucho tiempo, aunque creo que demoré más en contarlo que en vivirlo.

—¿Qué me dijo que faltaba en su casa? —preguntó cuando terminé.

—El televisor y el combinado.

—Y la frase del espejo…

—Decía que iban a reventarme, y que me había escapado de casualidad.

—Y lo nombraba a usted, ¿cierto?

—Sí.

Báez se contempló unos minutos las puntas de los zapatos. Después giró la cabeza hacia mí y habló.

—Mire, Chaparro. Si es lo que creo que es, está jodido. Por si acaso, no regrese ni a su casa, ni al Juzgado, ni a ningún lado en el que lo conozcan. Por lo menos hasta que vuelva a comunicarme con usted.

—¿Y qué carajo hago? —en otro momento me habría dado vergüenza exhibirme así de vulnerable delante de Báez, pero en esas circunstancias no tenía límite.

Pensó otro rato.

—Haga lo siguiente. Hoy dese una vuelta por una pensión que se llama La Banderita, en Humberto I y Defensa. Pero no ahora, guarda. Deme tiempo de pasar primero por ahí, a hablar con el dueño. Usted llega, dice que se llama… Rodríguez, Abel Rodríguez, y que tiene una habitación paga. Yo voy a dejarle un adelanto por toda la semana. Usted, dicho sea de paso, anda sin un cobre en el bolsillo, ¿no es así?

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