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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (4 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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El señor Ricci se presentaba como camarero del Royal Viking Sky, un buque noruego dedicado a cruceros de lujo y con base en San Francisco, cuyo itinerario de verano incluía escalas en Copenhague, Leningrado, Helsinki, Estocolmo, Oslo y Londres. El señor Ricci decía poseer una modesta colección de arte, y contaba que en una visita reciente a Berlín occidental había comprado, en una acreditada galería, un óleo sin firma atribuido a Adolf Hitler. El señor Ricci no sabía con certeza si la pintura era auténtica. Poco después, cayó en sus manos el artículo de una revista que hablaba de arte nazi, y que hacía referencia a las primeras pinturas de Hitler. Mencionaba también los nombres de varias personas que eran conocidos especialistas en la producción artística de Hitler; y uno de estos expertos era el señor Nicholas Kirvov, un antiguo asesor en la dirección del Museo de Bellas Artes Pushkin, en Moscú, y nombrado recientemente director del Ermitage de Leningrado.

El señor Ricci, cuyo buque haría una escala de dos días en Leningrado, creía que ésta era una magnífica oportunidad para bajar a tierra con su dudoso óleo de Hitler y enseñárselo a Nicholas Kirvov del Ermitage. El señor Ricci le comunicaba la fecha de llegada del barco, y esperaba que Kirvov estuviera en la ciudad y tuviera un momento para él.

Kirvov, decepcionado de que Ricci no describiera el óleo de Hitler, pero interesado por la posibilidad de que aún existiera alguna otra obra desconocida para él, telegrafió a Ricci a la central del Royal Viking de Copenhague diciendo que le recibiría con mucho gusto. Después Kirvov puso sobre aviso a la oficina de aduanas de Leningrado para que dejaran pasar a Ricci con su pintura.

La cita era aquel mismo día, y, por la mañana, mientras iba de camino al trabajo, Kirvov se había imaginado la llegada del blanco y elegante Royal Viking Sky, que en una ocasión vio deslizarse suavemente en su entrada al puerto de Leningrado. Si no había habido contratiempos, Giorgio Ricci estaría en su despacho, con el lienzo de Hitler —Kirvov miró fugazmente el reloj de pared— al cabo de quince minutos.

Kirvov tiró el papel de su pirozhok y recogió las migas de encima de la mesa, intentando recordar si debía ocuparse de algún asunto importante del museo antes de recibir al visitante. Era muy diligente con su trabajo, ya que su nombramiento de director había sido una sorpresa y un gran honor. Antes, las cosas le iban muy bien en un cargo secundario del museo de Moscú, podía vivir confortablemente con su mujer y su hijo pequeño, cuando de pronto se produjo el milagro. Director del Ermitage a los cuarenta años. De la noche a la mañana, el ministro de cultura había convertido a Kirvov en una de las figuras intelectuales de la Unión Soviética.

Kirvov se enamoró del Ermitage el mismo día de su llegada. De los cinco edificios que comprendían el museo —el primitivo Palacio de Invierno, el Pequeño Ermitage, el Gran Ermitage, el Teatro del Ermitage y el Nuevo Ermitage—, los cuatro primeros lindaban con la ribera izquierda del río Neva. Hubiera deseado disponer de más fondos para arreglar el edificio principal, el Palacio de Invierno, donde se alojaban sus oficinas —dinero para dar una mano de pintura, enyesar un poco, mejorar la iluminación—, pero todo el disponible se había destinado a nuevas adquisiciones. Y no podía decirse que el museo no tuviera ya lo mejor de lo mejor. Desde 1764, cuando Catalina la Grande aprobó las primeras compras importantes —225 lienzos del marchante alemán Johann Gotzkowsky, entre ellos un Franz Hals—, no habían cesado de llegar nuevas adquisiciones. En 1772 comenzó a entrar arte italiano: Tiziano, Rafael, Tintoretto, seguido de los maestros franceses Watteau y Chardin. Después, en 1865 un Leonardo da Vinci. Más tarde, en 1931, los postimpresionistas llenaron las salas superiores del Ermitage con treinta y siete Matisses, treinta y seis Picassos, quince Gauguins, once Cézannes, cuatro Van Goghs, e incontables tesoros más.

El primer organizador de este torrente de pintura, en 1797, se llamó «custodio». Hacia 1863 se incorporó un director, y poco tiempo después dos ayudantes especializados. Poco a poco fueron apareciendo catálogos para popularizar la colección, y finalmente se dispuso de un sofisticado equipo, incluyendo una máquina de rayos X para detectar falsificaciones u obras maestras auténticas. En efecto, mediante rayos X se demostró que la Adoración de los Reyes de Rembrandt que poseía el Ermitage, considerado como una copia del original guardado en Suecia, era en realidad el propio original.

Nicholas Kirvov era ahora el nuevo director y el museo estaba a su cargo. Había dedicado sus primeros seis meses a disponer un lugar más adecuado para las obras maestras y a preparar un nuevo catálogo que pondría de relieve lo mejor de las más de ocho mil obras de arte del Ermitage. Su primera exposición iría acompañada de un catálogo, y estaba buscando alguna forma, algún enfoque insólito, para popularizar aún más la exposición. Cada año iban a admirar el Ermitage más de tres millones de personas, pero Kirvov quería a más, a muchas más.

Levantó la mirada hacia el reloj de pared y se dio cuenta de que sus meditaciones habían consumido la mayor parte de su tiempo libre y que su visitante estaría allí de un momento a otro. En ese instante se oyó un golpecito en la puerta, y su secretaria abrió y anunció:

—El señor Giorgio Ricci ha llegado.

—Hágale pasar —dijo Kirvov, levantándose de un salto.

Su visitante entró con cierta vacilación en el despacho, llevando bajo el brazo un voluminoso paquete. Era un joven delgado, poco atractivo, de unos treinta años, con unos grandes ojos redondos de italiano y una mandíbula sobresaliente. Vestía un suéter azul pálido y unos vaqueros descoloridos. En sus dientes asomaban reflejos de oro cuando sonreía.

—Señor Kirvov —dijo—, soy Giorgio Ricci, del Royal Viking Sky.

Kirvov avanzó hacia él con su robusto metro setenta y ocho que le hacía parecer mucho más alto y estrechó calurosamente su mano.

—Me alegro de que pudiera venir a verme —dijo Kirvov guiando a su visitante a una silla frente a su escritorio—. Siéntese. Póngase cómodo. ¿Puedo ofrecerle alguna bebida, Pepsi, vodka, café, cualquier cosa?

—No, gracias, no quiero hacerle perder demasiado tiempo. Tampoco yo tengo mucho.

—Muy bien —dijo Kirvov sentándose en su asiento detrás del escritorio—. Entonces vayamos directamente al grano. Déjeme ver su supuesta obra de Hitler.

Ricci se llevó el paquete a las rodillas.

—En la galería de Berlín occidental me aseguraron que era obra de Hitler. Como no estaba firmada, me la dejaron a un buen precio. Quizá me engañaron. No lo sé. Confío en que usted me lo pueda decir.

—Tal vez —dijo Kirvov. La curiosidad se estaba apoderando de él—. Quizá si me permitiera verlo.

Ricci había deshecho el embalaje de papel marrón y tiró del cuadro para sacarlo.

—Le quité el marco —explicó—. Está reforzado con estos listoncitos de madera.

Parecía ligero porque lo cogió con una sola mano y se lo pasó a Kirvov por encima de la mesa.

Kirvov lo tenía ya delante, bajo el resplandor de los fluorescentes del techo. Calculó que debía medir unos cuarenta centímetros de ancho por treinta de alto. Era un óleo oscuro pintado sobre lienzo, una pintura un poco lóbrega de algo que parecía ser la fachada principal de un edificio oficial, deteriorado por la intemperie. El artista lo había reproducido desde el otro lado de una calle ancha, de modo que podían verse las columnas frente a la entrada del edificio de piedra de seis pisos. La entrada interior y la pared decorada de su izquierda quedaban ensombrecidas y perdidas en tinieblas. No había firma.

—Un edificio oficial, supongo —dijo Kirvov—. Lo pudo haber pintado Hitler. Era aficionado a pintar edificios: en Linz, en Viena, en Munich. Pero este edificio no lo identifico con ninguno de los que conozco en estas ciudades, ni con otra obra de Hitler. —Levantó la mirada—. ¿Tiene alguna idea de dónde es esto y de qué es?

—Ni la más remota idea. En la galería no estaban tampoco seguros. Pero me garantizaron, por la persona que se lo proporcionó, que era de Hitler.

—¿Quién fue?

—Dijeron que no podían revelarlo. Era una condición de la venta. De todas formas, estaban convencidos de que era de Hitler. —Se detuvo un momento—. Imagino que la persona en cuestión no quería admitir que poseía un original de Hitler de la vieja época. ¿Es auténtico?

—Ummm, tal vez sea auténtico —murmuró Kirvov estudiando la pintura detenidamente—. En general, no pintaba lienzos de este tamaño. Se supone que hizo unos trescientos cuadros. Sólo se conservan unos pocos. Hizo algunos dibujos en su juventud, en Linz, donde asistió al Realschule, al instituto de enseñanza media. Luego en 1907 fue a Viena para ingresar en la Academia de Bellas Artes. Le hicieron una prueba en dos partes. En la primera le pidieron que representara, entre otros temas, Caín matando a Abel. En la segunda parte tenía que pintar o dibujar el Buen Samaritano y el Diluvio Universal. El resultado del examen fue: «prueba de dibujo insatisfactoria». Hitler volvió al cabo de un año para intentar otra vez ingresar en la Academia de Bellas Artes. Sus nuevas muestras no gustaron, y ya no le permitieron examinarse de nuevo.

—Así que se dedicó a la política.

—Todavía no. Estaba amargado por el rechazo de la Escuela de Bellas Artes y echaba la culpa de su fracaso a los burócratas judíos que, según él, dominaban la academia. Sin embargo, no se dedicó inmediatamente a la política. Siguió viviendo pobremente de su pintura. Hizo acuarelas de tamaño postal, copias de postales auténticas, y un amigo suyo las vendía quedándose con la mitad del precio. Su amigo las vendía a los tratantes de arte que necesitaban pinturas neutras para llenar marcos vacíos de muestrario, y a comerciantes de muebles que barnizaban los cuadros sobre sillas y confidentes de madera.

—¿Hizo algún cuadro más grande? —preguntó Ricci.

—Al final sí. Unas dos veces el tamaño de una postal. Varios óleos del tamaño de éste que usted ha traído. E incluso algunos carteles. Todos los firmaba «A. Hitler». Solía ganar de treinta y seis a cincuenta y cuatro rublos, de diez a quince dólares, por cada cuadro vendido.

—¿Y a usted le consta que prefería pintar edificios a retratos?

—Sin duda. Las personas no se le daban bien. Alguien dijo una vez que cuando dibujaba figuras humanas parecían sacos de patatas. Pero tenía sensibilidad para la arquitectura. Cuando se trasladó a Munich se inscribió como «pintor arquitectónico». —Kirvov se detuvo para volver a examinar el lienzo que estaba sobre su mesa—. Teniendo en cuenta los gustos de Hitler, este cuadro podría ser suyo. —Kirvov se levantó con el lienzo en la mano—. Un segundo, si es tan amable.

Fue hasta la puerta del despacho de su secretaria, la abrió y llamó:

—Sonya, lleve esto al camarada Zorin y que le eche un vistazo. —Entregó el cuadro a su secretaria—. Dígale que este óleo sin firmar se supone que lo pintó Adolf Hitler. Dígale que me gustaría saber su opinión.

De vuelta a su mesa Kirvov dijo:

—El camarada Zorin, uno de nuestros expertos, comparte mi interés por las extravagancias artísticas del joven Hitler. La mayoría de ellas son, desde luego, edificios. En 1911 dibujó la iglesia Minorita de Viena. Antes dibujó o pintó el teatro Burg de Viena, la catedral de San Esteban, el palacio de Echonbrunn, el Feldherrnhalle, una acuarela a la que tituló Calle de Viena. Luego se trasladó a Munich y pintó Der Alte Hof, creo que ya en 1914, El viejo tribunal, que muestra una gran casa con un patio enfrente. Más tarde, cuando Hitler subió al poder, reunió y destruyó muchas de sus primeras obras. Sin embargo, no siempre le desagradaban sus pinturas. En una ocasión regaló a Albert Speer, su arquitecto, un lienzo de una iglesia gótica que había pintado en 1909. También regaló otros lienzos que le gustaban a Göring y a Mussolini.

Ricci se inclinó hacia adelante:

—¿Entonces, cree usted que lo que le he enseñado es un Hitler auténtico?

—Sin duda tiene algunas características del pincel de Hitler. En primer lugar, el tema del edificio oficial. Luego el estilo. Hitler elogiaba la «exactitud fotográfica» de su propio arte. Eso es lo que destaca en la pintura que usted ha traído: una calidad fotográfica muy real, pero poco imaginativa y vulgar. Tiene lo que Hitler admiraba tanto en un artista que él mismo coleccionaba, un tal Adolf Ziegler, un artista de segunda fila de Munich, una especie de ampulosa grandiosidad. Sí, la obra que me ha enseñado podría ser un original de Hitler.

—Eso espero —dijo Ricci con nerviosismo.

Siguió mirando intermitentemente a la puerta, sabiendo sin duda que pronto llegaría el veredicto. Luego, por decir algo, preguntó:

—¿Conoce usted los gustos de Hitler, no como pintor, sino como coleccionista?

Kirvov frunció su gruesa nariz.

—Hitler carecía de verdadero gusto artístico. Cuando llegó a ser canciller de Alemania, intentó acabar con todos los pintores modernos y vanguardistas y sus obras. Los llamaba degenerados. Despreciaba a Picasso y a Kandinsky. Le gustaba el arte clásico, todo lo procedente del arte greco-nórdico. Calificaba el erotismo pictórico moderno de «arte guarro», sin embargo admiraba los saludables e inocentes desnudos clásicos. Era un personaje gris y mediocre, nuestro Hitler artístico. Sin embargo no deja de ser una persona esquiva y misteriosa, y a mí me divierte coleccionar su obra.

Kirvov siguió hablando durante diez minutos más del arte alemán bajo Hitler, y luego llamaron a la puerta. Kirvov se levantó de un salto, abrió la puerta y cogió el óleo de manos de su secretaria, junto con una nota.

Kirvov se volvió a sentar, dejó el cuadro y leyó la nota. Asintió para sí mismo y se dirigió de nuevo a su visitante:

—Tal como esperaba —dijo Kirvov—, mi experto cree que podría tratarse de un Hitler. Desde luego no puede darlo por cierto con un examen rápido. Necesitaría más tiempo para estudiarlo. De todas formas, puede estar seguro de que en mi opinión y en la de mi colaborador probablemente sea auténtico.

Kirvov se puso en pie para devolver el lienzo a su visitante. El camarero del buque también se levantó:

—Se lo agradezco mucho, quisiera darle las gracias y pagarle lo que usted...

Kirvov sonrió:

—No me debe nada. Cortesía de la casa. En realidad, soy yo quien agradezco la oportunidad de haber podido ver una pintura desconocida de Hitler. —Alargó el lienzo a Ricci y le dijo—: Supongo que le encantará añadir esta obra a su colección de Hitler.

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