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Authors: Michael Bentine

El templario (7 page)

BOOK: El templario
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«Cuando estuve prisionero en Damasco me enseñaron el maravilloso arte de la geometría como parte de la Gran Obra. Los sarracenos me trataron bien, a pesar de ser templario, y a que un par de nuestros grandes maestros habían maltratado salvajemente a los paganos.

«Sea como fuere, me dieron muestras de gran civilidad, a pesar de saber mis captores que no obtendrían rescate alguno por mí. Incluso conocí al gran filósofo arábigo Osama. Este sabio y viejo maestro completó mi instrucción en geometría sagrada, cuyos rudimentos ya había aprendido de otro extraordinario erudito, llamado Abraham, un sabio judío que conocí en Tiberias.

Maestro por naturaleza como era, De Roubaix le explicó a Simon, con simples términos, muchos de los aspectos más sobresalientes de la catedral.

—En primer lugar, consideremos el sitio sagrado en sí, que fue elegido por los antiguos druidas por su poder. Siglos atrás, se colocó aquí un dolmen enorme de piedra, mediante métodos que aún no hemos logrado comprender totalmente.

«De alguna manera fue transportado desde muchas millas de distancia, donde originariamente había formado parte de uno de los antiguos círculos de piedra descubiertos en esta parte del país.

«Cuando se construyó la catedral, se precisó una pesada plataforma con ruedas de construcción maciza, tirada por un tronco de poderosos caballos, con el fin de llevar el dolmen las pocas yardas que lo separaban del lugar donde se encuentra ahora, en lo que es la cripta de la catedral. ¿Cómo hicieron los druidas para trasladar semejante piedra desde el círculo mágico donde se encontraba hasta el nuevo emplazamiento de su templo pagano?

El templario lanzó una sonora carcajada ante el evidente asombro de Simon.

—No atormentes tu joven cabeza con semejante enigma, Simon. Muchos grandes eruditos están tan perplejos como tú. Quizá la respuesta se encuentre en el conocimiento que poseían los druidas de la magia antigua.

«Cualesquiera que fuesen sus métodos mágicos, sus motivos eran los mismos que los nuestros: la adoración de la Luz y la veneración de nuestra santa Madre Tierra, que se halla representada y personificada en el enorme dolmen de piedra bajo nuestros pies.

Simon parecía sorprendido.

—Pero, seguramente, los paganos y nosotros adoramos a dioses enteramente distintos, o mejor, en su caso, un panteón de dioses, diosas y espíritus de la naturaleza.

El templario sonrió comprensivamente.

—En realidad, Simon, nuestra bendita Señora de Chartres es adorada y reconocida por muchos nombres. Los antiguos egipcios la llamaban Isis; los griegos, Gaya. Nosotros la llamamos Santa Virgen María. Ella es la madre de nuestro Señor y la madre celestial de todos nosotros. Eso es lo que creemos los templarios. ¡Éste es Su lugar sagrado! ¡Éste es el «Misterio del Sitio»!

Para entonces ya habían pasado por debajo del pórtico y entraban en la catedral. Inconscientemente, bajaron la voz al franquear el portal, pasando de la brillante luz primaveral del exterior a la fresca penumbra de la nave abovedada.

Simon en seguida advirtió un resplandeciente dibujo luminoso que cubría las amplias losas del suelo de la catedral. Estaba fascinado por la danzante luz solar sobre las piedras, y De Roubaix se dio cuenta del interés de su acompañante en el colorido diseño.

—¡Ése es el segundo Misterio, el de la Luz! Observa, Simon, cómo los tres altos ventanales de la fachada frontal proyectan esos bellos dibujos. Ello se debe al hecho de que los artesanos han instalado recientemente una intrincada red de pequeños marcos de plomo, llamados «cames», que mantienen unidos múltiples fragmentos de vidrios de colores de formas diferentes en el interior de las ventanas de piedra. Esos fragmentos de vidrios de colores, primero se pintan y luego se someten a la acción del fuego en un horno, antes de fijarlos en las «cames» de plomo, formando una escena de la vida de nuestra bendita Señora de Chartres.

«Puedes ver a algunos de los artesanos trabajando en los ventanales, en aquel andamio, sobre nuestras cabezas.

—¿De dónde proceden esos maestros capaces de construir una obra de arte tan maravillosa? —preguntó Simon, pasmado ante los arcos resonantes de la amplia nave.

—Muchos de ellos son oriundos de la zona del lago Como, en Italia. Les llamamos «comocinenses». Son, en efecto, maestros de obra. Todos ellos son hombres libres, puesto que la tarea de construir y decorar estos enormes edificios sagrados no es para los vasallos, siervos y esclavos.

«Cada francmasón es hermano de una de las famosas cofradías o compañías de artesanos. Se les conoce como «Los hijos del maestro Jacques», «Los hijos del padre Soubise» y —en ese momento el viejo templario hizo con disimulo un curioso signo con la mano derecha— «Los hijos del rey Salomón».

«Los templarios comprendemos los extraños hábitos de esas cofradías, porque, de la forma y diseño del templo del rey Salomón, el mago maestro de Jerusalén, proviene la Divina Proporción de la Sagrada Geometría, que se ha utilizado exclusivamente en toda la construcción de esta hermosa catedral.

Simon se hallaba perdido en la contemplación de la obra de arte pétrea que les rodeaba, envolviéndoles con una sensación de paz y serenidad.

Bernard de Roubaix siguió diciendo en voz baja:

—San Bernard de Clairvaux, el renombrado erudito cisterciense, nos dio las régles, las reglas mediante las cuales disciplinamos nuestra vida como caballeros templarios. Ellas dan forma a nuestros deberes y regulan nuestros hábitos de vida, de manera muy parecida al modo en que la Sagrada Geometría determina la forma y diseño de las piedras de talla acabadas, con que se construyeron el templo de Salomón y esta catedral.

«Como ves, Simon, sólo mediante la estricta observancia de las reglas del Cosmos, que nos dio el Gran Arquitecto del Universo, podemos construir semejante obra de arte... que es, por supuesto, lo que debería ser nuestra propia vida. Somos criaturas de Dios, hechas a Su propia imagen, y nuestra vida debe conformarse a la perfección de sus reglas.

Una luz enceguecedora parecía iluminar la mente de Simon. Su voz sonaba apagada.

—Ahora lo comprendo. Esta catedral es un sermón de piedra, que nos enseña a todos cómo tenemos que vivir. Todo se encuentra expresado aquí en las perfectas proporciones de las piedras sillares.

—¡Exactamente! —exclamó el templario—. ¡Has captado la gran lección que nos enseña este lugar! Tu padre solía llamar a esta catedral: «Un instrumento para comunicarse con Dios».

En aquel preciso momento el sol salió de detrás de una nube, para inundar la nave de rayos de luz donde flotaban las motas de polvo. Simon se quedó sin aliento ante su belleza, y ambos, instintivamente, cayeron de rodillas y dijeron un Padrenuestro y el Ave María. Aquél fue un momento mágico.

—Ése fue un ejemplo perfecto del «Misterio de la Luz» —comentó el viejo caballero, poniéndose de pie—. Ahora, respecto del delicioso «Misterio del Sonido».

Bernard de Roubaix extrajo su daga, puesto que tenía derecho, como caballero templario, a entrar armado en la catedral.

Dando vuelta a la hoja, golpeó ligeramente con la empuñadura el costado de la columna más cercana. Sonó una nota clara, que se elevó por los arcos de la nave. De Roubaix se sonrió y golpeó de nuevo una segunda columna cuadrada. La nota fue distinta. El templario se desplazó rápidamente a lo largo de la columnata, dando un ligero golpe a cada una de las altas columnas, hasta que toda la nave de la catedral se llenó con el sonido de la mágica música de las columnas de piedra, como un coro de ángeles.

Simon estuvo a punto de aplaudir de placer, pero se contuvo prudentemente.

Mientras el bello sonido menguaba lentamente, apareció una figura encapuchada y envuelta con la túnica blanca de la Orden, que avanzó, sonriendo, para saludar a De Roubaix.

—Bernard, sabía que eras tú, amigo mío. Cómo te gusta hacer cantar a nuestra catedral.

El encapuchado templario se descubrió la cabeza para dejar al descubierto un rostro enjuto, de barba blanca, que denotaba una mansa energía.

Se trataba de Robert de Guise, un famoso cruzado, que había renunciado a su ducado para unirse a la Orden.

—Encantado de verte, Robert —dijo De Roubaix, al tiempo que abrazaba a su viejo camarada de armas—. Te presento a Simon de Creçy, mi pupilo.

—Debes de estar emparentado con Raoul de Creçy —dijo De Guise—. Es un viejo camarada de luchas y un querido amigo mío, a quien hace años que no veo. Espero que esté bien.

—Goza de excelente salud, señor.

Para evitar que Simon tuviese que mentir, explicando su parentesco con Raoul de Creçy, Bernard de Roubaix intervino:

—Simon se dispone a unirse a la Cruzada, Robert. Le traje a la catedral como recompensa por haberse desempeñado excelentemente en su entrenamiento en Gisors.

De Guise sonrió.

—¿Te hizo pasar muchos malos ratos Belami, hijo mío?

—No, señor —respondió Simon, con una sonrisa—. El servidor Belami me brindó tres meses maravillosos de su precioso tiempo. Gracias a él, y a las cosas que me enseñó, podré, con la ayuda de nuestra bendita Señora, servir a la Orden sin deshonrarme en Tierra Santa.

—Bien dicho, muchacho.

De Guise contemplaba con admiración la recia complexión del apuesto cadete.

—¡Virgen Santa, crecen altos y fuertes en Normandía!

—Discúlpanos, Robert —dijo De Roubaix—. Aún hay unas cuantas cosas que quiero mostrarle a mi pupilo, y nos queda poco tiempo.

El ex duque asintió comprensivamente.

—Por supuesto, Bernard. Puedes rondar por donde te plazca con total libertad. La catedral está llena de maravillas. Disfrútalas, hijo mío, mientras puedas.

El eminente templario dio a Simon su bendición y les dejó para que siguieran explorando el resto de la construcción.

—¿Conocía a mi padre, señor? —preguntó Simon con ansiedad, en cuanto Robert de Guise estuvo fuera del alcance de sus voces.

—No como a padre tuyo —respondió el templario, con voz queda—. Pero, como Gran Maestro, por supuesto. Ten cuidado, Simon. No debemos hablar de estas cosas, sobre todo en la catedral, donde cada palabra llega a todos los confines, por muy quedo que hablemos.

—Perdonadme, señor.

El joven se ruborizó de vergüenza ante aquella falta de discreción.

—Es muy natural que desees saber más sobre tu padre —dijo De Roubaix en un murmullo—. Sólo procura ser más cauteloso, muchacho.

«Volvamos al último misterio de la catedral: el "Misterio de la forma y el diseño del edificio". Estas proporciones sagradas constituyen la base de la Sagrada Geometría. La denominamos la Regla áurea.

«Dicho simplemente, la esencia de la Divina Proporción, o la Sección áurea, como la imaginaban los antiguos egipcios, es la Unidad en el cociente a la raíz de cinco, más uno, dividido por dos.

Con el fin de ilustrar lo que quería decir, el templario trazó los números en el suelo, valiéndose de un junco que había extraído de un haz que los albañiles habían dejado apoyado contra el muro.

—Así.

«Esto nos da la proporción de la Unidad a 1,618, en números redondos. Id est: la Sección áurea es 1,618. Para simplificar, se utiliza la notación numérica moderna.

De nuevo, trazó las cifras en el polvo que se había asentado sobre las losas de la obra precedente a la que se elevaba sobre sus cabezas.

—Cada piedra sillar fue marcada por los maestros de obra utilizando esa proporción, en el modelo primero, y luego, después que la piedra fuese cortada burdamente y traída aquí, era cuidadosamente terminada y colocada en su posición exacta, como lo requieren los principios de la Sagrada Geometría. Ello significa que el tallado final y el ajuste se realizaron en el piso de la nave, el crucero y todo el resto de la catedral.

Simon estaba extasiado.

—¿Y el Laberinto, señor? —preguntó, señalando el vasto dibujo laberíntico taraceado en las losas de la nave.

El viejo templario hizo una pausa, sonriendo pensativamente, mientras se atusaba la barba.

—Un día, Simon, sin duda transitarás solemnemente por el Gran Laberinto de Chartres, de acuerdo con la Sagrada Danza de la Vida y la Muerte..., pero, hasta entonces, no te puedo explicar el «Misterio del Laberinto».

En aquel momento, un grito terrible resonó en la catedral, rompiendo la paz y la tranquilidad.

Sobresaltados, levantaron la vista, para vislumbrar la figura que caía del alto andamio con los brazos desplegados como un águila y agitando las piernas.

Chillando aún, el aterrado artesano cayó en el vacío hasta chocar contra las losas. El pobre desgraciado falleció instantáneamente.

Simon, horrorizado, se precipitó en seguida hacia adelante, pero la orden de De Roubaix resonó estentórea:

—¡No toques a la víctima de la Wouivre! Ambos estamos armados, por lo tanto ninguno de los dos se encuentra en estado de gracia. Aquí llega alguien mejor preparado para administrar la extremaunción. Roguemos por su alma.

Ambos cayeron de rodillas y entonaron un Padrenuestro. Cuando hubieron terminado, para sorpresa de Simon, el templario siguió orando en una lengua desconocida, a la vez que hacía ciertos signos curiosos que ponía cuidado de ocultar a los ojos que pudieran estar observando, salvo los de su pupilo. Al fin, se puso de pie.

—Ven, Simon —dijo, quedamente—. Es hora de irnos. El Wouivre está presente.

Sin otra palabra más, abandonaron la catedral, que de repente se volvió fría como el hielo y ahora parecía poblarse de sombras. Simon temblaba de desazón.

Afuera, a la luz del mediodía, se sintió mejor. El templario se volvió a su acompañante.

—Simon, lo que has presenciado no fue un accidente. Eso fue un sacrificio que exigió el Wouivre.

—¿Queréis decir que fue obra de brujería? —preguntó Simon con voz ronca, todavía horrorizado por la terrible muerte del artesano.

—Quizá —repuso el templario—. Pero más probablemente se debió a la expiación de algún pecado mortal, que el albañil cometiera y que no había sido absuelto en la confesión. Bajo ninguna circunstancia, un artesano debe asumir una tarea en una obra sagrada, dentro de los confines de un lugar santo, sin haberse confesado. El Wouivre vino a cobrarse la pena por semejante blasfemia. ¡Es la muerte!

Al día siguiente, continuaron el viaje a París. Después de la súbita muerte del francmasón, el silencio se había impuesto entre ellos, pero, a la mañana siguiente, el cálido sol primaveral disipó su depresión. Bernard de Roubaix prosiguió su disertación sobre temas templarios, sin volver a referirse a la tragedia. Simon se encontraba tan absorto ante la corriente de información de su mentor, que no tardó en relegar el accidente del día anterior a lo más profundo de su mente; sin embargo, la horrorosa imagen de aquella figura que chillaba, mientras se precipitaba a su muerte, siguió reapareciendo en perturbadores destellos de la memoria. El caballero normando aún era muy joven y, si bien había dado muerte tanto a animales como a personas, la súbita muerte le afectó más de lo que era habitual en aquellos tiempos violentos. Les llevó tres días salvar la distancia que les separaba de París y cada noche pernoctaron en diferentes granjas de los templarios. Los edificios fortificados de dichas granjas eran construidos alrededor de un patio central, donde se podía encerrar a los animales en caso de ataque. De ahí que también se las llamara «fermes», de fermé, que significa «cerrado», en francés.

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