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Authors: Jean M. Auel

El valle de los caballos (52 page)

BOOK: El valle de los caballos
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«Está asustada. Me sorprende que no haya escapado en vez de traer la leña como él le dijo.

»¿Que le dijo él? ¿Cómo iba a decírselo? Los cabezas chatas no hablan..., no pudo decirle que trajera madera. El frío ha debido aturdirme. Ya no pienso con claridad.»

Por mucho que quisiera negarlo, Jondalar no podía superar la sensación de que el macho joven había dicho a la hembra, realmente, que trajera leña. De alguna manera se lo había comunicado. Volvió nuevamente su atención hacia el macho y percibió una impresión clara de hostilidad. No sabía cuál era la diferencia, pero sabía que al joven no le había gustado que observara a la hembra. Estaba convencido de que se metería en graves problemas si hacía el menor movimiento en dirección a ella. No era juicioso prestar demasiada atención a las hembras cabeza chata, pensó, al menos cuando había un macho cerca, cualquiera que fuese su edad.

La tensión disminuyó cuando Jondalar no hizo el menor movimiento y dejó de mirar a la hembra. Pero de pie, cara a cara frente al cabeza chata, se dio cuenta de que ambos estaban midiéndose, y lo que le causaba verdadera turbación era que lo hacían de hombre a hombre. Sin embargo, aquel hombre no se parecía a ninguno de los que Jondalar conocía. En todos sus viajes, la gente que encontró era claramente humana. Hablaban lenguajes distintos, tenían costumbres diferentes, no vivían en moradas parecidas..., pero eran humanos.

Éste era distinto, pero ¿sería un animal? Era mucho más bajo y corpulento, pero aquellos pies desnudos no eran diferentes de los de Jondalar. Era algo estevado, pero caminaba tan erecto como un hombre. Algo más peludo de lo normal, especialmente en brazos y hombros –pensó Jondalar–, pero no podía decirse que fuera pelaje. Conocía algunos hombres igualmente peludos. El cabeza chata tenía el torso fuerte, musculoso ya; no daban ganas de pelear con él por joven que fuese. Pero incluso los machos adultos que había visto, a pesar de su tremenda musculatura, estaban constituidos como hombres. El rostro, la cabeza: ahí estaba la diferencia. ¿Pero en qué consistía? «Tiene la arcada ciliar muy grande, la frente no sube recta, sino inclinada hacia atrás, pero su cabeza es grande. Cuello corto, nada de mentón, sólo una mandíbula que sobresale un poco, y una nariz con caballete alto. Es un rostro humano; no se parece a los que yo conozco, pero parece humano. Y usan fuego.

»Pero no hablan, y los humanos hablan. ¿De verdad estarían comunicándose? ¡Gran Doni! ¡Incluso se comunicó conmigo! ¿Cómo sabía que necesitaba fuego? ¿Y por qué un cabeza chata había de ayudar a un hombre?» Jondalar estaba desconcertado, pero el joven cabeza chata le había salvado probablemente la vida.

El joven macho pareció tomar una decisión. De repente hizo el mismo movimiento que cuando atrajo a Jondalar hasta el fuego, y echó a andar de vuelta por el camino que habían tomado para venir. Parecía contar con que el hombre le seguiría, y así lo hizo Jondalar, contento por la piel de lobo que llevaba sobre los hombros, al alejarse del fuego con su ropa todavía mojada. Cuando se acercaron al río, el cabeza chata echó a correr, haciendo ruidos fuertes y agitando los brazos. Un animalillo se dio a la fuga, pero se había comido un poco de esturión. Resultaba evidente que, por grande que fuera el pescado, si no lo cuidaban no duraría mucho.

La ira del macho joven ante el destrozo cometido por el animal carroñero le hizo comprender de golpe algo a Jondalar. ¿Sería el pescado la razón de que el cabeza chata le prestara ayuda? ¿Querría algo de pescado?

El cabeza chata metió la mano en un doblez de la piel que llevaba alrededor de su cuerpo, sacó un trozo de pedernal de borde afilado; blandiéndolo sobre el esturión, hizo un amago como si fuera a cortarlo. Entonces hizo señas indicando que un pedazo para él y otro para el hombre alto. Y esperó. Estaba claro. No quedaba la menor duda en la mente de Jondalar: el joven quería una parte del pescado. Y las preguntas se agolparon en su cabeza.

¿De dónde habría sacado el joven aquella herramienta? Quería verla más de cerca, pero sabía que no tenía el refinamiento que él proporcionaba a las suyas: estaba hecha de una hoja gruesa, no era una hoja fina; pero, de todos modos, era un cuchillo afilado y perfectamente utilizable. Alguien lo había elaborado, le había dado una forma intencional. Pero, aparte de la sorpresa que le causaba la herramienta, se hacía preguntas que le perturbaban: el joven no había hablado, pero no cabía duda de que se había comunicado. Jondalar se preguntaba si él mismo habría sido capaz de manifestar sus deseos tan directa y fácilmente.

El muchacho esperaba y Jondalar asintió con la cabeza, sin estar muy seguro de que su movimiento fuera comprendido. Pero sus intenciones se habían transmitido con algo más que el ademán; sin vacilar, el joven cabeza chata se puso a trabajar sobre el pescado.

Mientras el Zelandonii observaba, sus convicciones más profundas se vieron sacudidas por un torbellino interno. ¿Qué era un animal? Un animal podía escurrirse para darle un mordisco a aquel pescado. Un animal más inteligente podría considerar que el hombre era peligroso y esperar a que éste se alejara o muriese. Un animal no percibiría que un hombre que sufría por el frío necesitaba calor; no tendría un fuego encendido y no le conduciría hasta él; no pediría una parte de su alimento. Eso era un comportamiento humano; más aún: era humanitario.

La estructura de las creencias que había mamado y que le habían sido inculcadas, penetrándole hasta la médula, comenzaba a tambalearse. Los cabezas chatas eran animales; todo el mundo decía que eran animales. ¿No era obvio? No sabían hablar. ¿Era eso todo? ¿Ahí estaba la diferencia?

A Jondalar no le habría importado que se llevara el pescado entero, pero sentía curiosidad. ¿Cuánto se llevaría el cabeza chata? De todos modos, habría que cortarlo, era demasiado pesado para transportarlo entero. A cuatro hombres les costaría trabajo sólo levantarlo.

De repente, el cabeza chata perdió toda importancia. Su corazón comenzó a latir atropelladamente: ¿no había oído algo?

–¡Jondalar! ¡Jondalar!

El cabeza chata se sobresaltó, pero Jondalar echó a correr entre los árboles de la ribera para ver de cerca el río.

–¡Aquí! ¡Aquí estoy, Thonolan! –su hermano había venido a buscarle. Divisó una barca cargada de gente en medio del río y volvió a llamar. Le vieron, le hicieron señas en respuesta y remaron hacia él.

Un gruñido de esfuerzo le hizo volver la mirada hacia el cabeza chata. Vio que, en la playa, el esturión había sido partido por el medio, desde el espinazo hasta la panza, y que el joven macho había depositado la mitad del enorme pescado en un cuero grande tendido al lado. Mientras el hombre alto miraba, el joven cabeza chata juntó los extremos del cuero y se echó la carga entera a la espalda. Entonces, con la mitad de la cabeza y de la cola saliendo del envoltorio, se internó en el bosque.

–¡Espera! –gritó Jondalar, corriendo tras él. Le alcanzó al llegar al claro. La hembra, con un gran canasto a la espalda, se deslizó entre las sombras al aparecer él. No existía evidencia alguna de que hubieran acampado en el claro, ni siquiera huellas del fuego. De no haber sentido su calor, habría dudado de que hubiera existido alguna vez.

Se quitó de los hombros la piel de lobo y la tendió. A un gruñido del macho, la hembra la cogió; entonces los dos se dirigieron silenciosamente bosque adentro y desaparecieron.

Jondalar se sentía helado en su ropa mojada al regresar al río. Llegó justo cuando la barca estaba a punto de atracar, y sonrió al ver desembarcar a su hermano. Se dieron un fuerte abrazo de oso en un arrebato de afecto fraternal.

–¡Thonolan! ¡Cómo me alegro de verte! Tenía miedo de que, al encontrar el bote vacío, me diérais por muerto.

–Hermano mayor: ¿cuántos ríos hemos cruzado juntos? ¿No crees que ya sé cómo nadas? En cuanto descubrimos el bote comprendimos que estabas río arriba y probablemente no muy lejos.

–¿Quién se llevó la mitad de este pescado? –preguntó Dolando.

–Lo regalé.

–¡Lo regalaste! ¿A quién se lo regalaste? –preguntó Markeno.

–A un cabeza chata.

–¿Un cabeza chata? –exclamaron varias voces.

–¿Por qué tenías que darle la mitad de un pescado de ese tamaño a un cabeza chata? –preguntó Dolando.

–Porque me ayudó y me lo pidió.

–¿Qué clase de majadería es ésta? ¿Cómo podría pedir nada un cabeza chata? –preguntó Dolando; estaba furioso, cosa que sorprendió a Jondalar. Pocas veces demostraba su ira el jefe de los Sharamudoi–. ¿Dónde está?

–Ya se ha ido... por el bosque. Yo estaba empapado y temblaba tanto que no creí volver a entrar en calor nunca jamás. Entonces ese joven cabeza chata apareció y me llevó hasta su fuego...

–¿Fuego? ¿Desde cuándo usan fuego? –preguntó Thonolan.

–Yo he visto cabezas chatas con fuego –intervino Barono.

–Yo los he visto a este lado del río antes de ahora... a distancia –añadió Carolio.

–No sabía que hubieran regresado. ¿Cuántos eran? –preguntó Dolando.

–Sólo el joven y una hembra más vieja; tal vez su madre.

–Si tienen hembras consigo, habrá más –el robusto jefe echó una mirada hacia el bosque–. Tal vez deberíamos organizar una batida de cabezas chatas y acabar con esa peste.

Había en el tono de Dolando una amenaza maligna que provocó una mirada prolongada de Jondalar. Había reconocido señales de ese sentimiento contra los cabezas chatas anteriormente, en comentarios del jefe, pero nunca tan venenosas.

Entre los Sharamudoi la jefatura era cuestión de competencia y persuasión. Dolando era reconocido como jefe tácitamente no porque fuera el mejor en todo, sino porque era competente y tenía la habilidad necesaria para atraerse a la gente y para manejar los problemas que surgían. No daba órdenes; persuadía, mimaba, convencía y aceptaba componendas, y por lo general, suministraba ese aceite que suaviza las fricciones inevitables que se producen cuando mucha gente vive en comunidad. Políticamente, era astuto, eficaz, y sus decisiones solían ser aceptadas, pero no se obligaba a nadie a someterse a ellas. Las discusiones podían resultar clamorosas.

Tenía suficiente confianza en sí mismo para insistir en su propio juicio cuando lo consideraba correcto; sin embargo, no vacilaba en recurrir a alguien que poseyera más conocimientos o experiencia en cierta materia dada, si se presentaba la necesidad. Tendía a apartarse de las riñas personales a menos que se salieran de madre y alguien pidiera su intervención. De carácter generalmente apacible, podían, no obstante, despertar su ira la crueldad, la estupidez o un descuido capaz de amenazar o causar daño a la Caverna en general o a una persona incapaz de defenderse sola. Y los cabezas chatas. Los odiaba. Para él no sólo eran animales, sino animales peligrosos y malignos que deberían ser eliminados.

–Yo estaba congelándome –objetó Jondalar– y ese joven cabeza chata me ayudó. Me llevó a su fuego, y me dieron una piel para cubrirme. En lo que a mí concierne, podría haberse llevado todo el pescado, pero sólo cogió la mitad. No estoy dispuesto a tomar parte en ninguna cacería contra los cabezas chatas.

–Por lo general no molestan mucho –reconoció Barono–. Pero si los hay por aquí, me alegro de estar enterado. Son listos. No convendría dejar que una manada de ellos le cogiera a uno por sorpresa...

–Son bestias sanguinarias... –dijo Dolando.

–Probablemente has tenido suerte –prosiguió Barono haciendo caso omiso de la interrupción– de que sólo hubiera un joven y una hembra. Las hembras no pelean.

A Thonolan no le agradó el cariz que estaba tomando la conversación.

–¿Y cómo vamos a llevarnos esta magnífica media presa de mi hermano? –recordó la carrera que le había hecho dar el pez a Jondalar y una amplia sonrisa surcó su rostro–. Después del trabajo que te dio, me sorprende que hayas cedido la mitad.

La risa se propagó a todos los acompañantes con un alivio nervioso.

–¿Significa eso que ahora es medio Ramudoi? –preguntó Markeno.

–Tal vez podamos llevárnoslo de cacería para que consiga medio gamo –dijo Thonolan–. Así la otra mitad puede ser Shamudoi.

–¿Cuál será la mitad que prefiera Serenio? –dijo Barono con un guiño.

–La mitad de él es más que muchos enteros –replicó Carolio, y la expresión que tenía no dejaba el menor lugar a dudas en cuanto a que no estaba refiriéndose a la estatura. En la intimidad impuesta por las viviendas de la Caverna, la habilidad de Jondalar entre las pieles no había pasado inadvertida, y el joven se ruborizó, pero la risa procaz alivió definitivamente la tensión provocada tanto por la suerte que él hubiera podido correr como por la reacción de Dolando hacia los cabezas chatas.

Sacaron una red hecha de fibras que aguantaba bien una vez mojada, la tendieron junto a la mitad abierta y sangrante del esturión y, con gruñidos y esfuerzos, la colocaron en la red y después en el agua, antes de amarrarla a la proa de la barca.

Mientras los otros luchaban con el pescado, Carolio se volvió hacia Jondalar y dijo en voz baja:

–El hijo de Roshario fue muerto por cabezas chatas. Era tan sólo un jovencito, sin compromiso aún, lleno de osadía y muy alegre, el orgullo de Dolando. Nadie sabe cómo sucedió, pero Dolando se llevó a toda la Caverna para darles caza. Mataron a varios... y los demás desaparecieron. Nunca los había tolerado, pero desde entonces...

Jondalar asintió en silencio, comprendiendo.

–¿Y cómo se llevó ese cabeza chata su mitad de pescado? –preguntó Thonolan mientras subían a la barca.

–Lo levantó y se lo llevó a cuestas –dijo Jondalar.

–¿Él? ¿Lo levantó y se lo llevó?

–Él solito. Y ni siquiera era adulto.

Thonolan se acercó a la estructura de madera que compartían su hermano, Serenio y Darvo. Estaba hecha de tablas apoyadas en una cumbrera que también se inclinaba hacia el suelo. La morada parecía una tienda hecha de madera, con la pared triangular de la fachada más alta y ancha que la de atrás, lo cual hacía que los lados fueran trapezoidales. Las tablas estaban sujetas unas con otras como las tracas de los lados de las embarcaciones, con el borde más ancho solapando el delgado, y bien sujetas.

Eran estructuras cómodas, robustas, cerradas de forma que sólo en las más viejas podía colarse la luz entre las grietas de la madera seca y combada. Con el saliente de arenisca protegiéndolas de los agentes atmosféricos, las moradas no se recubrían de cal ni se conservaban a la manera de las embarcaciones. Pero dentro estaban alumbradas por el hogar forrado de piedras o por la puerta abierta.

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