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Authors: Bill Bryson

Tags: #Ensayo, Historia

En casa. Una breve historia de la vida privada (77 page)

BOOK: En casa. Una breve historia de la vida privada
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Tantas penurias aportaron algo bueno, aunque solo de forma muy ocasional. Los herederos de sir Edmund Antrobus, incapaces de seguir conservando su propiedad, la pusieron en venta en 1915. Un hombre de negocios y criador de caballos de carreras llamado sir Cecil Chubb compró Stonehenge por 6.600 libras —unas 300.000 libras actuales, una suma insignificante, por lo tanto— y lo cedió con gran generosidad a la nación, convirtiéndolo por fin en un lugar preservado.

Pero los finales felices son la excepción. Centenares de mansiones rurales acabaron siendo insalvables y su triste destino fue primero el declive y finalmente el derribo. Casi todas estas pérdidas fueron una desgracia. Y las hubo que rozaron casi el escándalo. Streatlam Castle, que en su día fue una de las casas más elegantes del condado de Durham, fue entregada al Territorial Army, que la utilizó, sorprendentemente, como blanco de sus ejercicios de prácticas de tiro. Aston Clinton, una casa del siglo
XIX
de inmenso y exuberante encanto que en sus tiempos fue propiedad de los Rothschild, fue adquirida por el municipio y derribada para construir en su lugar un insulso centro de formación profesional. El destino de las mansiones señoriales llegó hasta un punto tan lamentable que se dice que una casa de Lincolnshire fue adquirida por una productora cinematográfica con el simple objetivo de incendiarla en la escena culminante de una película.

No había lugar seguro, por lo que parece. Incluso Chiswick House, un edificio emblemático en cualquier sentido, estuvo a punto de perderse. Durante un tiempo se convirtió en manicomio, pero en la década de 1950 quedó vacío y pasó a formar parte de la lista de edificios por derribar. Por suerte, el sentido común prevaleció para salvarlo y en la actualidad sobrevive bajo el amparo del English Heritage, un organismo público. El National Trust rescató cerca de doscientas casas a lo largo del siglo, y unas cuantas sobrevivieron convirtiéndose en atracciones turísticas, aunque no siempre sin problemas. Según cuenta Simon Jenkins, en una mansión señorial vivía una abuela que se negaba a abandonar uno de los salones siempre que en televisión daban carreras de caballos. «Fue votada como la mejor atracción», añade Jenkins. Otros caserones descubrieron una nueva vida en forma de colegios, clínicas u otras instituciones. Nuneham Park, la mansión de sir William Harcourt, pasó gran parte del siglo
XX
reconvertida en centro de formación de la Royal Air Force. (En la actualidad es un convento religioso.)

Pero hubo centenares de mansiones más que fueron borradas del mapa sin concesiones. En la década de 1950, el periodo de apogeo de la destrucción, las casas señoriales desaparecían al ritmo de dos por semana. No se sabe exactamente cuántas desaparecieron. En 1974, el Victoria and Albert Museum de Londres celebró una famosa exposición, «La destrucción de la casa de campo», en la que se examinaba la enorme pérdida de mansiones señoriales del siglo anterior. En total, los conservadores del museo, Marcus Binney y John Harris, contabilizaron 1.116 mansiones desaparecidas, pero investigaciones posteriores elevaron esa cifra a 1.600 incluso antes de que la muestra hubiera terminado, y hoy en día se sitúa la cifra, en términos generales, por encima de las dos mil, una cantidad dolorosamente significativa si tenemos en cuenta que fueron algunas de las residencias más atractivas, elegantes, sorprendentes, ambiciosas, influyentes y pacientemente estimadas que jamás puedan haberse erigido en el planeta.

III

Por lo tanto, esa era la situación en la que se encontraban el señor Marsham y su siglo a medida que conjuntamente se aproximaban a sus últimos años. Desde la perspectiva de la vida doméstica, puede decirse que nunca ha existido una época más interesante o memorable. En el siglo
XIX
la vida privada se transformó por completo: desde el punto de vista social, intelectual, tecnológico, higiénico, del vestir, sexual y en prácticamente cualquier otro sentido. El señor Marsham nació (en 1822) en un mundo que era aún esencialmente medieval —un lugar con velas, sanguijuelas medicinales, viajes a pie, noticias de lugares lejanos que llegaban con semanas o meses de retraso—, pero vivió para ser testigo de la llegada de una maravilla tras otra: los barcos de vapor y los trenes veloces, la telegrafía, la fotografía, la anestesia, las tuberías interiores, la luz eléctrica, la música grabada, los coches y los aviones, los rascacielos, las películas cinematográficas, la radio y, literalmente, cientos de miles de pequeñas cosas más, desde las pastillas de jabón fabricadas en serie hasta los cortacéspedes.

Resulta casi imposible concebir los muchos cambios radicales en la vida diaria a los que se vio expuesta la población del siglo
XIX
, sobre todo en su segunda mitad. Incluso algo tan elemental como el fin de semana era una auténtica novedad. El término
weekend
no está documentado en inglés hasta 1879, momento en el que aparece en la revista
Notes & Queries
en la siguiente frase: «En Staffordshire, cuando una persona se va de casa el sábado por la tarde, al finalizar su semana laboral, para pasar la noche del sábado y el domingo siguiente en compañía de amigos a cierta distancia, se dice que está, pasando su
weekend
en casa de fulanito de tal». Incluso así, y de forma muy clara, únicamente indicaba el sábado por la tarde y el domingo, y solo para determinada gente. No fue hasta la última década del siglo
XIX
cuando todo el mundo comprendió el concepto, aunque no todo el mundo empezó a disfrutarlo, pero es evidente que empezaba a vislumbrarse de un modo incuestionable el derecho al descanso.

Lo irónico de todo esto es que justo cuando el mundo empezaba a ser un lugar más agradable para la mayoría —más bien iluminado, con fontanería fiable, con distracciones más satisfactorias, caprichosas y ostentosas—, empezaba a desintegrarse en silencio para personajes como el señor Marsham. La crisis agrícola que se inició en la década de 1870, y que se prolongó de forma casi indefinida, era de forma palpable un desafío tan grande para los pastores rurales como para los acaudalados terratenientes de los que dependían, y resultaba doblemente difícil para aquellos cuya riqueza familiar estaba vinculada a la tierra, como era el caso del señor Marsham.

Hacia 1900, los ingresos de un pastor eran muy inferiores a la mitad, en términos reales, de lo que lo habían sido cincuenta años atrás. El
Crockford’s Clerical Directory
de 1903 apuntaba desapaciblemente que una «sección considerable» del clero vivía con un nivel de «mera subsistencia». Informaba, además, de que un tal reverendo F. J. Bleasby se había presentado cuatrocientas setenta veces al puesto de curato y, tras tomar conciencia finalmente de su humillante derrota, había ingresado en un asilo de pobres. El pastor acomodado era, de manera clara e irremediable, cosa del pasado.

Las laberínticas casas parroquiales que en su día hicieron la vida espaciosa y agradable a los curas rurales pasaron a convertirse para muchos en una carga inmensa y en una enorme fuente de gastos. Los integrantes del clero del siglo
XX
, de origen mucho más modesto y obligados a subsistir con ingresos mucho más reducidos, no podían permitirse mantener propiedades tan amplias. En 1933, una tal señora Lucy Burnett, esposa de un vicario rural de Yorkshire, explicó quejumbrosa a una comisión eclesiástica lo gigantesca que era la vicaría que se veía obligada a gestionar: «Tengo la sensación de que si una banda de música se pusiera a tocar en mi cocina, no podrían ustedes oírla desde el salón», dijo. La responsabilidad de la conservación de los interiores recaía sobre los titulares del cargo, que cada vez estaban más empobrecidos y no podían ni siquiera efectuar mejoras. «Más de una parroquia ha estado veinte, treinta, incluso cincuenta años sin experimentar ningún tipo de renovación», escribió Alan Savidge en una historia de las parroquias rurales fechada en 1964.

La solución más sencilla para la Iglesia anglicana consistió en vender las casas parroquiales más problemáticas y construir edificios más reducidos en las cercanías. Hay que decir que los comisarios de la Iglesia anglicana, los funcionarios responsables de la tarea de eliminar casas parroquiales, no eran en todos los casos hombres de negocios muy astutos. En
The Old Rectory
, un libro escrito por Anthony Jennings en 2009, el autor indica que en 1983 se vendieron cerca de trescientas casas parroquiales a un precio medio de 64.000 libras y que, en contrapartida, se gastó una media de 76.000 libras en la construcción de edificios sustitutos de calidad muy inferior.

De las trece mil casas parroquiales que existían en 1900, solo novecientas continúan hoy en día siendo propiedad de la Iglesia anglicana. Nuestra rectoría pasó a manos privadas en 1978. (No sé cuánto dinero pagaron por ella.) Su historia como rectoría se prolongó ciento veintisiete años y durante ese periodo fue el hogar de ocho pastores. Curiosamente, los siete últimos rectores permanecieron más tiempo en la casa que la misteriosa figura que la construyó. Thomas Marsham se marchó en 1861, después de solo diez años, para ocupar una nueva rectoría en Saxlingham, un puesto casi tan oscuro en un pueblo situado treinta y tres kilómetros al norte de aquí, junto al mar.

Nunca conseguiremos saber por qué se construyó una casa tan notable. Tal vez pretendía impresionar a alguna encantadora joven, que acabó declinando su oferta y casándose con otro. Tal vez ella lo eligió a él y murió antes de que pudieran casarse. Ambos desenlaces eran bastante comunes en el siglo
XIX
y ambos explicarían ciertos misterios en el diseño de la rectoría, como la presencia de un cuarto para los niños y la vaga feminidad del salón ciruela, aunque ninguna de las sugerencias que hagamos pasará jamás de ser una simple suposición. Lo único que podemos afirmar es que la felicidad que lograra encontrar el señor Marsham en su vida no estuvo dentro de los vínculos del matrimonio.

Debemos confiar, al menos, en que la relación con su abnegada ama de llaves, la señorita Worm, encerrara cierta calidez y afecto, por muy tímidamente que se expresara. Fue, con casi toda seguridad, la relación más prolongada de la vida de ambos. Cuando la señorita Worm falleció en 1899, con setenta y seis años de edad, llevaba más de medio siglo siendo su ama de llaves. Aquel mismo año, la finca que poseía la familia Marsham en Stratton Strawless fue vendida en quince lotes distintos, probablemente porque no consiguieron encontrar a nadie que pudiera comprarla en su integridad. La venta marcó el final de cuatrocientos años de preeminencia de la familia Marsham en el condado. En la actualidad, lo único que sigue ahí a modo de recordatorio de ese hecho es un pub llamado Marsham Arms en el cercano pueblo de Hevingham.

El señor Marsham no llegó a vivir ni seis años más. Falleció en 1905 en un hogar de jubilados de un pueblo próximo. Tenía ochenta y tres años y, exceptuando su época como estudiante, pasó toda su vida en Norfolk, en un área de poco más de treinta y tres kilómetros de punta a punta.

IV

Empezamos aquí en el desván —hace ahora mucho tiempo, da la impresión—, cuando me encaramé y atravesé la portilla del techo con la intención de encontrar el origen de un lento y misterioso goteo. (Resultó ser una teja que se había descolocado y dejaba penetrar la lluvia.) Como bien recordará, descubrí una puerta que daba acceso a un espacio en el tejado desde el que había una vista espléndida sobre la campiña. El otro día volví a subir por primera vez desde que empecé a trabajar en el libro. Me pregunté vagamente si vería el mundo de forma distinta ahora que sé un poco más acerca del señor Marsham y las circunstancias de su vida.

De hecho, no. Lo que más sorprendente me resultaba no era lo mucho que había cambiado el mundo allá abajo desde tiempos del señor Marsham, sino lo poco que lo había hecho. Evidentemente, a un señor Marsham resucitado le chocarían algunas novedades —los coches corriendo por la carretera a media distancia, un helicóptero volando con todo su estrépito por lo alto—, pero en su mayor parte contemplaría un paisaje en apariencia intemporal y que le resultaría tremendamente familiar.

Ese aire de permanencia es engañoso, claro está. No es que el paisaje no cambie, sino que cambia demasiado lentamente como para que nos percatemos de ello, aun en el transcurso de ciento sesenta años. Si retrocediéramos lo suficiente, veríamos muchos cambios. Si viajáramos quinientos años atrás, no encontraríamos casi nada que nos resultase familiar excepto la iglesia, algunos setos y campos de cultivo y el relajado perfil de algunos caminos. Si retrocediésemos un poco más, veríamos al romano que perdió su colgante de forma fálica con el que empezamos el libro. Y si retrocediésemos muchísimo más —unos cuatrocientos mil años, más o menos—, encontraríamos leones, elefantes y otra fauna exótica pastando por áridas llanuras. Eran los animales que dejaron allí los huesos que tanto fascinaron a los primeros amantes de las antigüedades, como John Frere, en el cercano Hoxne. El lugar de su hallazgo queda demasiado apartado como para poder verse desde el tejado de casa, pero los huesos que descubrió podrían pertenecer sin problemas a animales que en su día pastaron por nuestros terrenos.

Hay que destacar que lo que atrajo a estos animales hasta esta parte del mundo fue un clima solo unos tres grados centígrados más cálido del que disfrutamos ahora. Hoy en día, hay personas que volverán a vivir en una Gran Bretaña tan cálida como lo fue aquella. Queda fuera del ámbito de este libro hacer suposiciones con respecto a si será un agostado Serengeti o un paraíso de verdor lleno de viñas de cosecha propia y árboles frutales que mantienen su esplendor durante todo el año. Lo que es seguro es que será un lugar muy distinto, en el que la humanidad futura tendrá que adaptarse a un ritmo mucho más rápido que el que indica el propio ritmo geológico.

Una de las cosas que no se ve desde nuestro tejado es toda la energía y recursos que hoy en día necesitamos para disfrutar del confort y las comodidades que damos por hecho en nuestra vida. Y son muchos… una cantidad pasmosa. La mitad de toda la energía que se ha producido en la Tierra desde que se inició la Revolución industrial, la hemos consumido en los últimos veinte años. Y de forma desproporcionada la hemos consumido nosotros, los habitantes del mundo rico; somos una mínima parte sumamente privilegiada.

En la actualidad, el habitante medio de Tanzania necesita casi un año para producir el volumen de emisiones de carbono que un europeo genera sin esfuerzo cada dos días y medio, o cada veintiocho horas un norteamericano. Somos, en resumidas cuentas, capaces de vivir como vivimos porque utilizamos cien veces más recursos que la mayoría de los demás habitantes del planeta. Un día —y no espere que sea un día muy lejano—, muchos de estos seis mil millones aproximados de personas menos pudientes exigirán tener lo mismo que nosotros tenemos, y obtenerlo con la misma facilidad con la que nosotros lo obtenemos, y eso exigirá más recursos de los que este planeta puede fácilmente, o incluso muy posiblemente, generar.

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