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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

En compañía del sol (22 page)

BOOK: En compañía del sol
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Francisco de Xavier y sus compañeros Mansilhas, Messer Paulo y Fernández se entregaron de lleno a las tareas de asistir a los enfermos. Diariamente mendigaban entre los hidalgos que iban a bordo comida, medicinas, ropas y, sobre todo, agua, que era la mayor necesidad, por causa de la tremenda sed que atormentaba especialmente a quienes pasaban por el trance de las fiebres.

En su deambular por la Santiago, buscando constantemente a quienes estaban más necesitados de auxilio, Francisco se dio cuenta de que la entrecubierta se había convertido en un verdadero infierno. Estaba atestada de gente que malvivía en un viciado ambiente, respirando el hediondo aire infectado y soportando un calor agobiante. Quienes allí padecían eran aquellos que no tenían sitio en la cubierta, al aire libre, que era lo más codiciado en la nao durante aquella inmovilidad desesperante. Se trataba de los esclavos, grumetes y pajes, niños muchos de ellos, que por no poder servir a sus amos o realizar las tareas que tenían encomendadas por hallarse enfermos, simplemente habían sido olvidados por inútiles y relegados a la penumbra del lugar más insalubre, sucio y apestoso de la nave.

—¡Padre! ¡Agua! —comenzaban a gritar—. ¡Padre, válganos, que perecemos!

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Francisco espantado al descubrir a toda aquella humanidad en tan lamentable estado.

Enseguida se puso a asistirles, dándose cuenta de que había cuatro niños de entre diez y doce años, flacos como esqueletos, a punto de morir. Los sacó de allí y los llevó a su propia cámara; la que el gobernador le había dado en el castillo de popa, como una gran deferencia. Los lavó, les curó las llagas y les consiguió agua.

—Padre Xavier —le dijo el maestre de la nave—. No debe hacer eso. Si mete a esos galopines ahí, no podrá descansar como Dios manda o terminará cayendo infectado por ellos.

—¡Qué dice, hombre! —replicó él—. ¿No ve que son criaturas de Dios? Si los dejo ahí abajo, morirán.

Transformó su aposento de la Santiago Francisco en un verdadero hospital, donde atendía a los más pequeños de la nave, al reparar en que eran precisamente los más abandonados e indefensos, sin que nadie los tuviera en cuenta.

Trataba a los enfermos con el mayor cariño. Ya estaba acostumbrado a ello desde que estuvo en el hospital de los Incurables de Venecia. Vencido por una gran compasión, se sobreponía al asco y no dejaba de cuidar a los que más sucios se veían, causando la repugnancia de todo el mundo por las pústulas supurantes o los excrementos que llevaban pegados a cuenta de permanecer durante días tumbados en los rincones sin asistencia. Aseaba sus cuerpos emporcados y les daba friegas con ungüentos que les proporcionaban un inmenso alivio.

—Dios se lo pagará, padre Francisco —decían agradecidos.

—No, no, no… —replicaba él—. Esto es lo que debe hacerse, ni más ni menos.

A última hora de la tarde, cuando quedaba rendido por no darse un solo momento de descanso en estas tareas, no se retiraba a dormir, sino que aprovechaba las primeras horas de la noche para predicar a los malogrados viajeros, ayudándoles a sobrellevar la fatalidad de aquella situación. Recitaba oraciones muy sonriente, y les hablaba con calma, para serenarles e infundirles aliento:

«Hay veces en la vida en que todo se queda detenido, a pesar del fluir del tiempo en sus horas y sus días. Lo cual constituye una gran oportunidad para vencerse a sí mismos, y lanzar de sí todos los temores que impidan tener fe, esperanza y confianza en Dios. Al vernos aquí, parados en mitad de este mar, sin poder continuar nuestro viaje, podemos tomar enseñanza en vez de pensar que Dios nos ha abandonado. Pues suele transcurrir nuestra vida como lanzada hacia un no se sabe dónde, sin que nos paremos a meditar en lo que de verdad queremos, en lo que de verdad creemos. Y aunque toda fe, esperanza y confianza sean don de Dios, el Señor la da a quien le place, pero de ordinario se la da a aquellos que se esfuerzan venciéndose a sí mismos, tomando medios para ello».

—Pero, padre Francisco —observó uno de aquellos rudos marineros, muy respetuosamente—, si es Dios mismo quien quiere que vayamos allá, a la lejana India, para convertir infieles, ¿por qué no manda aire harto enérgico y constante para llevarnos prestos? ¿Por qué estamos detenidos de esta manera? ¿No es él quien gobierna en su Providencia a los vientos?

—Bien dices, muchacho, Él es quien gobierna el universo. Mas respeta el orden de las cosas y la libertad de los hombres lo mismo que la de los vientos. Si deja que el demonio nos mortifique de esta manera, es porque habremos de sacar buenas enseñanzas de esto. Nada, absolutamente nada, sucede sin que Dios lo consienta en su gran poder. Él sabe sacar bienes de todos los males.

—¿Y qué podemos hacer? —dijo otro—. ¡Estamos deshechos a causa del calor, la fiebre y la sed! ¡Que nos alivie El! ¡Válganos Dios!

—¡Vivid en total esperanza! El mayor peligro que tenemos no es la falta de viento, ni la fiebre, ni el calor, ni la sed… El mayor peligro es dejar de esperar y confiar en la misericordia de Dios. Desconfiar de su misericordia y de su poder, por los peligros en que nos vemos, es mucho mayor peligro que los males que pueden recaer sobre nosotros. ¡Vamos a ocuparnos de los hermanos que están sufriendo enfermedad, hambre y sed! ¡Y vamos a confiar en Dios!

Muy conmovidos, algunos recios marineros hicieron caso de este consejo y esa misma noche se pusieron a socorrer a sus compañeros enfermos, compartiendo con ellos su ración de agua, impartiendo cuidados o simplemente dándoles compañía. Otros, en cambio, siguieron a lo suyo, buscando sólo la manera de escapar egoístamente de situación tan difícil. Como suele suceder en momentos de infortunio, había quienes robaban el agua o las raciones de comida, aprovechándose de la debilidad de los enfermos. También se daban peleas, enfrentamientos muy violentos, abusos por parte de los más fuertes y todo tipo de miserias humanas.

—Aquí es precisamente —no se cansaba de insistir Xavier—, en la dificultad, donde se ha de ver a los hijos de Dios. ¡Comportaos como tales, hermanos; no como alimañas!

Capítulo 28

Océano Atlántico, aguas calmas de Guinea, 2 de junio de 1541

—¡Moriremos! ¡Todos moriremos! —se escuchó gritar de repente, en alguna parte de la popa de la Santiago—. ¡Válganos Dios, que moriremos!

Era noche cerrada, y el gentío de a bordo malvivía en la cubierta, intentando conciliar el sueño. Los cuerpos estaban trasudados, doloridos, tendidos encima de las húmedas maderas, vencidos por el agotamiento de tantos días de espera, deshechos por enfermedades, mala alimentación, falta de ejercicio y sed constante. Como algunos deliraban, despertándose en plena noche creídos que estaban en tierra, en sus casas, con sus parientes, nadie hacía caso ya a las voces que se alzaban en plena oscuridad, a los lamentos, a los suspiros ni a los amargos llantos de desesperación.

Francisco estaba despierto cuando se escuchó una voz. Alzó la cabeza y no percibió la más ligera brizna de aire en movimiento. Se oía el crujir de los palos allá arriba y el chirrido de la tablazón en los costados de la nao. Fuera de eso, todo era silencio. El mar no emitía rumor alguno, obstinado en mantener aquella calma que les tenía sumidos en tan duro infierno.

Durante aquellas largas y asfixiantes noches, Francisco meditaba, oraba intensamente o se evadía en pos de sus recuerdos. Estaba tan fatigado como el resto de los viajeros, pero sacaba energía de su gran fuerza interior. «Esto es una prueba —se decía—, sólo es eso, una prueba más». Aunque algunos veteranos marineros empezaban a decir que morirían allí todos, en la inmovilidad, presas del escorbuto, las fiebres o la sed, él no veía las cosas de tan funesta manera. Entre la tripulación circulaban historias que ponían a todos los pelos de punta. Se contaba que con frecuencia se encontraron en esas aguas verdaderos barcos fantasmas; naos que habían quedado detenidas en la calma chicha durante cuatro, cinco o incluso más meses. Agotadas las provisiones, sin agua, los desdichados tripulantes habían ido muriendo uno a uno, hasta el último, de manera que la embarcación quedaba a la deriva, impulsada por las corrientes. Levantándose finalmente el viento, era arrastrada hacia las rutas de navegación, donde surgían en medio del mar repentinamente, como la aparición de un espectro flotante, delante de otras naves que seguían su rumbo; cuyos marineros, sorprendidos, saltaban a bordo de los fantasmagóricos barcos que cruzaban su camino. Entonces descubrían espantados una verdadera tumba en mitad de las aguas, con sus tripulantes diseminados por las cubiertas, convertidos en esqueletos.

Todo el mundo había escuchado esa historia en la Santiago. Corría por ahí de boca en boca. Y se iba haciendo realidad en las mentes a medida que diariamente se arrojaban cada vez más difuntos al mar. El miedo a la muerte inminente se cernía sobre la flota de la India. Las esperanzas comenzaban a desfallecer.

Ante esta realidad, Francisco meditaba en su interior. Comenzaban a faltarle las fuerzas físicas, pero no las espirituales. Estaba preparado para esto, como para muchas otras cosas. Durante meses había estado mentalizándose para vivir las circunstancias más adversas, peligros, hambre, sed, enfermedad, incluso la proximidad de la muerte.

Ahora sus voces interiores, muy alertas a consecuencia de este entrenamiento, comenzaban a hablarle.

En la total oscuridad de aquella noche de vaporosas brumas tropicales, sin la más pequeña estrella en el cielo, parecía que la atmósfera densa pesaba sobre la mente. Se respiraba un aire espeso, viciado, que fatigaba el cuerpo sin refrescarlo lo más mínimo. Empapado en sudor, con la piel lacerada por los voraces insectos, Xavier yacía boca arriba, con las manos juntas y los dedos entrelazados sobre el pecho. Le agitaba una gran ansiedad y trataba a toda costa de serenarse.

Le asaltaban ideas sombrías. Se le pintaban las más penosas imágenes: los rostros de los enfermos que había atendido durante toda una larga jornada, las heridas supurantes, los miembros inflamados y amoratados, la agonía de los moribundos… Trataba de apartar de sí la posibilidad de acabar allí sus días, en mitad del calmazo de un mar que parecía plomo derretido. Era absurdo. ¿Cómo Dios podía permitir eso? Pero la evidencia estaba ahí, tan amenazante y real como la misma muerte que cada día se llevaba a dos o tres viajeros al fondo de las inmóviles aguas. Todo el empeño y las ilusiones de los meses anteriores podían acabar en un par de semanas, todo lo más, si el aire permanecía tan quieto como hasta ahora.

No contó con esto. Nadie le habló de esta suerte de peligro en Roma, ni en Lisboa. Siempre imaginó que la oposición a su tarea evangelizadora vendría de otra forma. Supuso una lucha contra los elementos. La violencia de una tormenta era mucho más aceptable, más comprensible. Como en el relato evangélico de «la tempestad calmada», cuando los discípulos acudieron al Señor suplicando: «¡Sálvanos, que perecemos!». Nunca había descartado la posibilidad de un naufragio. La misma imagen de la nave sacudida por las aguas, subiendo hasta las alturas de las feroces olas y bajando después al abismo, estaba en los Salmos. También soñó con viento impetuoso, truenos y relámpagos. Con frecuencia temió que la nao hiciese agua y se fuera a pique. Le habían hablado de amenazantes arrecifes, de piratas, de tribus de salvajes que lanzaban mortíferas flechas, de moros dispuestos a segar los cuellos de cuantos cristianos se adentrasen en las lejanísimas tierras del Oriente, de la crueldad de algunos reyes indios…

Esta quietud resultaba desconcertante como prueba. Aun siendo tan real como el más fiero peligro. Al verse inmerso en la desesperante dificultad, inmerecida, la mente de Xavier giraba en círculos que no le conducían a parte alguna. Todo aquello parecía absurdo, carente de sentido. ¿Qué buscaba Dios dejando que la prueba tomara aquella extraña forma de paralización? ¿Qué enseñanza podía extraerse de una lucha contra la nada más absoluta?

Pero guardaba en lo más hondo de su alma las determinaciones adquiridas al ejercitarse espiritualmente. Estaba preparado para la prueba, fuera de la clase que fuera. Ante la más dura y frustrante realidad, acudían en su ayuda, nítidamente, como un bálsamo, las explicaciones precisas que daban forma a sus pensamientos. Parecía que todo lo que brotó en él durante la trepidante experiencia ideada por Íñigo de Loyola estuviera orientado hacia este momento de dificultad ofuscadora. Buscó serenarse. Se relajaron sus músculos tensos y fue como si su alma se retirase para mirar desde fuera su situación. El dolor, la incomodidad, el calor, la oscuridad, seguían ahí, pero dejaban de ser tan amenazantes al contemplarlos desde la distancia reflexiva. Francisco meditaba en calma.

El sufrimiento es un misterio que se esconde en la propia esencia de la vida, esperando saltar a cada paso del camino. Ante la prueba, ante el dolor, cada uno siente la tentación de sucumbir como si todo estuviera perdido. Se apagan repentinamente las luces de la razón y del espíritu, y la vida empieza a adquirir un color oscuro y triste. Si el dolor crece hasta llenar el corazón, puede arrebatar todas las energías que seguían vivas y vaciar el ser de todos sus planes, proyectos, trabajos y esperanzas.

Francisco sabía que la respuesta al sufrimiento es siempre personal, intransferible. Cada uno tiene que encontrarla. Los demás podemos acompañar a quien vive la agonía más atroz o la tristeza más profunda. Pero su diálogo último con el dolor es íntimo, y de él brotará la necesidad de hallar el encuentro con Dios. El es el motivo de toda confianza, el manantial de toda esperanza en el día de la oscuridad y de la prueba. Dios no es indiferente ante el bien y el mal, es un Dios bueno y no un hado oscuro, indescifrable y misterioso.

Aun así, siempre se da una especie de desaliento en el fiel que se siente solo e impotente ante la irrupción del mal. Tiene la sensación de que se sacuden los fundamentos de su alma. Pero el sentimiento firme y seguro de que Dios es bueno le hará recobrar la esperanza. Por eso, aunque el aparente triunfo de la dificultad puede inducir a desfallecer, al desaliento, el verdadero creyente sabe que Dios le librará de todo mal, pues ama el bien. Es entonces cuando recobra la energía y se recupera el espíritu, sobreviniendo la paz de quien acoge el dolor con la fe en el corazón y la sonrisa en los labios.

Ahora Francisco empezaba a vibrar sintiendo esa presencia muy próxima. «Estás ahí —oraba—, lo sé. Muy cerca, más cerca de mí que yo mismo. Estoy deshecho y confundido. Mas no me importa. Sólo sé que estás ahí». En el gran silencio de la noche, en la total oscuridad, sentía un misterioso fluir de pensamientos, no formulados en ideas concretas; una especie de efluvio que fortalecía su ánimo. Percibía nítidamente el sentido extraño del parón de la nao en las aguas calmas, pero no podía explicárselo a sí mismo. De alguna manera, sabía que debía caminar hacia delante, que traspasaría aquella frontera, que todo pasaría pronto. Estaba brotando dentro de él la verdadera oración: la de la total confianza, la del abandono en sus manos.

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