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Authors: Juan Ignacio Carrasco

Tags: #Terror

Entre nosotros (2 page)

BOOK: Entre nosotros
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—Bien, Mary, antes de seguir, ¿puedes definirme el término acabar?

—Pues está bien claro, ¿no?

—Sí, puede, pero por si acaso…

—Pues que hemos de romper nuestra relación, dejar de ser novios, olvidarnos de un futuro común.

—Sí, es lo que había entendido. Pero ¿por qué?

—Es por tu bien.

—¿Por mi bien?

—Sí, te quiero tanto que no deseo hacerte daño.

Entonces se puso a llorar como si tuviera
lloritis aguda y convulsa
, mientras yo intentaba asimilar lo que estaba sucediendo. No tenía dudas de que me estaba dejando y de que las palabras que había utilizado coincidían con las definiciones que de las mismas aparecían en el diccionario. No, ahora la asimilación consistía en que lo que estaba ocurriendo rompía totalmente mis esquemas vitales. Desde hacía dos años tenía clarísimo que iba a ser propietario de la ferretería John M. Young & Son y que me iba a casar con Mary Quant. Ferretería y Mary, eso estaba escrito en algún sitio y ahora me salía ella con que debíamos dejarlo por mi bien. Era una tragedia que no podía permitir que sucediera. No tenía mucho tiempo para ensayar un rescate adecuado, infinitamente menos tiempo que el que utilicé en el ensayo de la petición de matrimonio, así que improvisé.

—Mary, es que yo te quiero.

—Esto es muy duro para mí, Abel —contestó Mary mientras se secaba las lágrimas con la manga del suéter—, por favor, no lo empeores.

—Es que no lo acabo de entender.

—¿El qué no acabas de entender?

—¿Tú me quieres?

—Muchísimo, más que a mi vida.

—Entonces ¿por qué me dejas?

—Para no hacerte daño después.

—¿Después de qué?

—Después de dejarte.

—Pero es que me estás dejando ahora.

—Pero es por tu bien.

—¿Y en qué me beneficia que me dejes?

—En que si te dejo después, lo pasarás peor.

—O sea, me dejas ahora porque si me dejas después lo pasaré peor que ahora.

—Sí, por eso. ¿Te das cuenta de cuánto te quiero?

Se abalanzó sobre mí, me besó como nunca lo había hecho y salió del coche. Yo me quedé mirando cómo se alejaba de mí, literal y metafóricamente, sin acabar de entender aún muy bien sus argumentos altruistas sobre la ruptura de nuestro sagrado compromiso de patio de colegio. Mary se volvió antes de abrir la puerta de su casa y, al parecer, vio en mi rostro el reflejo del desconcierto vital en el que me hallaba. Por eso, antes de desaparecer de mi vista, me envió un beso y con él unas palabras de consuelo: «Es por tu bien, Abel».

Sé que hay tipos que cuando sus novias les dejan superan el trauma liándose con otras más guapas y, si puede ser, más pechugonas que las chicas que han roto con ellos. A otros les da por tirarse a la bebida y así, emborrachándose, olvidan que son unos gilipollas que en vez de beber deberían estar liándose con chicas más guapas y pechugonas que sus ex novias. Los hay que cuando les sucede esto, sienten que les ha tocado la lotería, ya que se dan cuenta de que a partir de ese momento tendrán más tiempo para jugar a juegos de rol on-line. Algunos espabilados utilizan la táctica del despiste y no se dan por aludidos; parece mentira pero a veces resulta efectiva, yo tengo a tres primos que nacieron años después de que mi tía dejara a mi tío. Y luego hay tipos como yo, gente que no asimila bien la ruptura y que, bueno, le da por llorar.

«¡Qué nenaza! ¡Tírate a pedorras pechugonas, bebe hasta perder el conocimiento, mata a bichos por Internet o hazte el tonto, pero nunca llores! ¡Joder, eres un hombre!» Supongo que esto es lo que habrán pensado muchos al leer lo que acabo de decir sobre que me dio por llorar, pero es que no pude evitarlo. Una rubia preciosa de ojos azules me había arrancado el corazón y lo había metido en el microondas. Además no era una chica cualquiera, era la persona con la que había pensado casarme, tener hijos y puede que divorciarme y volver a casarme. Era mi vida o, al menos, lo que quería que fuera mi vida.

Lo único que puedo decir en mi favor es que pese a ver a Mary todos los días, evité llorar delante de ella y del resto de la gente del instituto. Eso sí, por no llorar, lo que sentía todo el tiempo era una cosa que podríamos definir como «angustia de la lágrima no derramada». Creo que es una angustia que las mujeres no padecen, pero que los hombres suelen experimentar muchas veces a lo largo de la vida y que consiste, básicamente, en un ahogo suave, como si alguien con manos de mantequilla intentara estrangularte. Sientes que te falta el aire, pero ello no impide que puedas hablar, por ejemplo. Al parecer, la nuez es la que se encarga de compensar el efecto de la angustia de no llorar, por eso en el caso de los hombres esta es más grande y abultada que en el de las mujeres. La historia y la tradición cultural han dictado que llorar en público es cosa de niñas y gays alterados. A los hombres se les puede permitir llorar en casos de fallecimientos de familiares cercanos, pero muy cercanos, nada de tíos, primos o abuelos. También se les permite llorar en público en el caso de que sean rociados con algún producto lacrimógeno, sin importar si es en una manifestación o intentando violar a alguien. Pueden llorar de risa, pero ha de ser con una película que no sea inglesa o comedia romántica y preferiblemente después de que algún personaje se haya tirado un pedo o haya recibido un balonazo en sus partes. No queda muy claro si se puede llorar cortando cebollas si eres hombre. Se han dado casos de hombres que han aprovechado cortar cebollas para dejar salir su lado femenino reprimido. En una entrevista que vi un día por casualidad en la tele, un chef francés muy famoso entre los aficionados a comer cosas pequeñas y extranjeras dijo que su película favorita era
El príncipe de las mareas
. Lo de cortar cebollas, sumado al delantal y al sombrerito ese en forma de tubo, deja bien claro por qué hay tantos hombres grandes cocineros. Es cierto que hay cocineros ultramachotes que cortan cebollas, pero si ven a uno de esos, tengan por seguro que si se le cae algún producto al suelo lo vuelve a cocinar sin limpiarlo, que considera que el queso enmohecido es una variante americana del rochefort y que suele escupir en el aceite de la freidora para saber si ya está lo suficientemente caliente. Lo de llorar de rabia tampoco se considera masculino desde la abolición de la esclavitud, pues solamente se permite después de haber recibido treinta latigazos sin venir a cuento. En resumen, un hombre, a no ser que sea un esclavo afroamericano que esté siendo azotado en el entierro de su madre, solo puede llorar en público en caso de que esté viendo un determinado producto cinematográfico.

Que la historia y la tradición cultural digan que los hombres no deben llorar no quiere decir que eso sea correcto. Lo digo porque yo eso de no llorar delante de nadie sencillamente no pude hacerlo. Fue superior a mis fuerzas, que es cierto que nunca he tenido muchas, pero al menos para no llorar sí. En el instituto no lloraba por dignidad. Todo el mundo sabía que Mary me había dejado porque, según la explicación del populacho, yo era un
pringao
. Además decían que era algo que se veía venir. No sé, a lo mejor aparte de ser un
pringao
era miope, porque yo estuve en primera fila todo el tiempo y no me enteré hasta que ella me lo dijo. También al parecer se vio venir que Mary, a la que los deportes le parecían la cosa más tonta de la galaxia, empezase a asistir con asiduidad a los partidos del equipo de fútbol americano del instituto porque le gustaba un tipo que jugaba con esos desgraciados. Por eso, aunque todos me daban motivos, no lloré nunca en el instituto, nunca en público. Eso sí, nada más salir y alejarme del instituto, rompía a llorar como si fuera tan necesario como respirar. Tampoco me contenía en casa, cosa que captó el interés de mi padre, pero no creo que fuera por gusto, sino porque vivíamos bajo el mismo techo.

Mi padre, que tuvo la mala suerte de que mi madre muriese justo al iniciar mi pubertad, entró una noche en mi habitación a preguntarme cómo me iba. Yo le miré y le dije, llorando por supuesto: «Mary ya no me quiere y yo… Yo me quiero morir». Mi padre puso la cara que pondría cualquier tipo que sospechase que un interino de un hospital tailandés se había dejado instrumental oxidado en su ano y dijo algo así como: «Las mujeres, aunque no sé por qué, a veces hacen lo contrario de lo que quieren hacer. No te preocupes». Entonces le dije que en esta ocasión me había asegurado que la acción correspondía con la intención, aunque aún no tenía claro el beneficio que se suponía que me debía reportar todo aquello. El pobre me dijo entonces no sé qué de que había muchos peces en el mar, sin especificar en cuál, y se fue.

Doy por hecho que mi padre, del que heredé la falta de valentía, echó mucho de menos a mi madre durante las semanas posteriores a mi crisis
maryniana
, ya que de haber estado ella no dudo que le hubiese endosado el problema. Él era incapaz de saber qué decir o qué hacer cuando me veía tan triste; como mucho repetía aquello de los peces, aunque jamás me explicó qué significaba eso. Hubo momentos en los cuales me llegaba a rehuir, no sé, como si le diera miedo. Una vez incluso se me quedó mirando cuando nos cruzamos en el pasillo de casa y, al ver que estaba secándome los ojos después de uno de mis lloros matutinos, empezó nervioso a buscar una salida de emergencia que no existía. El pobre hombre no sabía dónde meterse. Le vi tan asustado que me hizo hasta gracia, siendo la primera vez desde la ruptura con Mary que me reía de mi tragedia. Mi padre sudaba atrapado en aquel minúsculo pasillo y yo le rescaté. «Papá, ya sé que hay muchos peces en el mar». Mi padre suspiró aliviado al no tener que volver a hacer algo para lo que se sabía impotente, y se dibujó una gran sonrisa en su cara. Creo que pensó que al repetir yo su mítica frase estaba ya curado. Por supuesto se equivocaba al pensar eso y esa misma tarde, en la ferretería, se rindió definitivamente.

Como todos los sábados, yo recibía lecciones de primera mano de cómo atender a la clientela y dirigir nuestro mini imperio comercial. Entró en la tienda un señor que estaba construyendo un pequeño granero en la parte trasera de su casa y que se había quedado sin clavos. Por estas cosas del marketing innato, mi padre, explicándole lo mal que lo debió de pasar Noé al construir su arca, le convenció para que probase una pistola de clavos, producto que, como todos los que teníamos, estaba de oferta desde el día que se inauguró la ferretería. «Anda, Abel, tráeme la pistola de clavos para que este señor compruebe su eficacia y su insultante relación calidad-precio», me pidió mi padre. Yo me quedé mirándole, completamente petrificado, y me puse a llorar.

—¿Qué te pasa ahora? —me preguntó.

—No puedo traerte la pistola de clavos. No puedo, papá —contesté ahogándome en mi propio llanto.

—¿Y eso?

—Es que la pistola de clavos me recuerda a Mary.

—¿En qué?

—¡En todo, papá, en todo!

—¡La madre que lo parió!

El señor que había venido a comprar clavos y se tenía que llevar la pistola ni compró clavos ni se llevó la pistola, y mi padre me llevó a rastras a una psicóloga. La primera visita fue una pérdida de tiempo y de dinero porque yo no paraba de llorar y la mujer consideró que eso era lo mejor. Mi padre le dijo que eso ya lo había logrado hacer él sin necesidad de haber estudiado psicología y que precisamente por mi llorera incontrolable estábamos en su consulta. En la segunda visita, la psicóloga no dejó entrar a mi padre, pero los resultados fueron los mismos, eso sí, justo antes de abandonar la consulta me dijo: «Es normal que te sientas así, pero piensa que hay muchos peces en el mar». La tercera, y última visita, fue más normal. La psicóloga me pidió que me relajara y que siguiera en todo momento sus instrucciones.

—Hay dos tipos de personas, tú y los demás. Repito, tú y los demás. Ahora dilo tú.

—Hay dos tipos de personas, tú y los demás.

—No, no, lo que tienes que decir es «yo y los demás».

—Hay dos tipos de personas, los demás y yo.

—No, «yo y los demás».

—Es que eso está mal dicho.

—Vale, es una construcción incorrecta, pero aquí no estamos en clase de lengua, sino en la consulta de una psicóloga y has de decir «yo y los demás». Es por tu bien.

En ese momento comprendí que esa mujer era una eminencia, una futura premio Nobel de lo que ella quisiera. Aún no le había contado nada de lo acontecido en la ruptura con Mary y ella ya lo sabía. Eso de decir una cosa al revés de cómo debía decirse me llevaba a afrontar los problemas de comunicación que tuve con Mary, y el hecho de añadir después un «es por tu bien» era para crear la atmósfera adecuada para atacar el problema de raíz.

—De acuerdo, ahora lo entiendo —dije—. Hay dos tipos de personas, yo y los demás.

—Muy bien, y ahora piensa un momento y dime por qué crees que te hago decir la frase de esa manera.

—Es para recrear mi trauma con Mary.

—¿Mary? ¿Quién es Mary?

—Mi prometida. Bueno, ya no lo es. Por eso no puedo dejar de llorar porque ella me rompió el corazón después de ver una película de Renée Zellweger.

—Anda, pensaba que estabas aquí porque se te había muerto tu pececito Nemo.

—Yo no tengo ningún pez, ni siquiera me gustan. A mi padre sí, a él le entusiasman, pero yo les he cogido manía últimamente.

La psicóloga abrió la carpeta que tenía sobre su regazo y después de comprobar que yo no me llamaba Charlie Hendersson y que no tenía seis años, se levantó y abrió otra carpeta que había encima de su mesa. «Abel, ¿verdad?», me preguntó y, como yo asentí, se sentó aliviada otra vez frente a mí.

—Muy bien, Abel, hay dos tipos de personas, tú y los demás.

—A mí no me gustan los peces, ya se lo he dicho.

—Ya lo sé, pero es que este ejercicio también sirve para tu caso.

—¿Es como un comodín?

—Sí, podríamos decir que sí. Por favor, repite la frase.

—Hay dos tipos de personas, los demás… No, perdón, yo y los demás.

—Muy bien, ahora dime, ¿por qué te hago decir la frase de esa manera?

—Ni idea. Tenía una teoría, pero se ve que la psicología no es lo mío.

—En eso te equivocas, Abel, tú puedes hacer lo que desees. Es por eso por lo que te hago poner el «yo» delante en esa frase, para que te des cuenta de que tú eres lo primero.

—Pero yo no quiero ser psicólogo.

—No, Abel, no, esto también es un comodín. ¿Entiendes? Es bueno que quieras a los demás, que sientas esa pena que sientes por Nemo…

BOOK: Entre nosotros
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