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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (26 page)

BOOK: Expatriados
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—¡Hola! —dijo Dexter en un tono seco y poco convincente que no tenía nada de conciliador.

Kate miró alternativamente a los dos, a su marido y a su supuesta amiga. Aquí pasaba algo, y algo que Kate no se esperaba. Desde luego, no de Dexter.

Se quedaron allí en el pasillo, los tres, mientras cada segundo parecía durar una eternidad. Julia no dijo nada más, tampoco Dexter. Cada milésima de segundo los hacía parecer más y más culpables.

—¿Qué estáis tramando vosotros dos? —preguntó por fin Kate.

Julia y Dexter intercambiaron una mirada y Julia rio de nuevo. De repente parecían hermanos o viejos amigos, y no una pareja de adúlteros.

—Ven —dijo Dexter tomando a Kate de la mano.

La cocina era amplia y con aspecto profesional, una encimera grande en el centro, varios fogones, campanas extractoras de humos, estantes, barras para colgar cazos, botellas con boquillas antigoteo y cacerolas grandes y desgastadas.

Julia se dirigió hacia un cajón, lo abrió y sacó algo.

—Mira —dijo.

Kate estaba confusa. Miró lo que Julia le enseñaba y después a esta.

Dexter caminó hasta el otro extremo de la estancia, donde había un electrodoméstico de gran tamaño y puertas metálicas, un congelador o una nevera. También él estaba sacando algo, cerrando la puerta, volviéndose hacia Kate.

Esta miró lo que su marido le ofrecía y también a lo que le ofrecía su amiga. Helado y una cuchara.

Kate no podía quitarse de encima la sensación de que los había descubierto haciendo algo ilícito. No comiendo helado, eso era lo obvio. Otra cosa.

Hoy, 12.41 H

Kate deambula por las calles de Saint Germain-des-Pres, perdida en sus pensamientos, tratando de desentrañar el significado de su descubrimiento, de encontrar una explicación a la prueba incontrovertible del anuario de la universidad. La prueba de que Dexter y la mujer que ahora se hace llamar Julia no se conocieron hace dos años, en Luxemburgo, sino dos décadas atrás en la universidad.

La lluvia de la mañana ha dado paso a nubes altas e intermitentes que avanzan por el cielo a gran velocidad, dejando tras de sí ráfagas de sol muy brillante y un viento racheado que hace rodar los montones de hojas caídas.

Atraviesa la terraza del Flore, donde toda la familia hizo un alto después de la entrevista en el colegio de los niños y antes de decidirse a toda prisa por un apartamento el año pasado. Un café famoso cuya porcelana verde y blanca todo el mundo reconoce. El París de las guías de viaje, el París de Picasso, el hogar de Kate.

Nunca había pensado que llevaría esta clase de vida.

El último año en París había supuesto una mejoría considerable respecto al anterior en Luxemburgo. Y el año que viene, lo sabe, será todavía mejor. Le gustan los nuevos amigos que Dexter y ella han hecho durante el año anterior e imagina que este le gustarán aún más. Y además habrá gente nueva. Se ha dado cuenta de que le gusta la gente nueva.

Tuerce por la Rue Apollinaire a la altura de los alegres toldos de rayas del Bonaparte.

A Kate también le gusta el tenis. Empezó a jugar hace cosa de un año, primero con un agotador ritmo de tres clases a la semana, con el fin de avanzar rápido para poder unirse al grupo de madres del colegio que juegan en los Jardins du Luxemburg. Para finales del año se había convertido en una de las mejores jugadoras. Pero no es ni joven ni alta ni rápida, y nunca lo va a ser, de manera que nunca llegará a ser una gran jugadora. Solo buena. Y puede jugar con Dexter.

Ahora que este ya no trabaja tanto y no necesita viajar, tienen tiempo —y dinero— de sobra para hacer juntos cosas agradables, todo el rato. Son turistas permanentes en París. Su vida es, de alguna manera, como un sueño hecho realidad.

Pero Kate no puede negar que sigue necesitando algo más. O quizá algo distinto. Nunca será una de esas mujeres que abre una tienda de calzado infantil o de artículos de decoración para el hogar y se dedica a importar elegantes objetos de plástico de Estocolmo y Copenhague. Tampoco va a ponerse a estudiar a los grandes pintores clásicos ni a los existencialistas. No va a pasearse con un bloc de dibujo y una caja de pinturas al óleo; tampoco con un portátil, tomando notas para una novela sin interés… No se imagina haciendo visitas guiadas de la ciudad para jubilados, pasando de las mejores pastelerías a las mejores tiendas de quesos, descubriendo los mercados cubiertos, estrechando la mano de los propietarios que simulan ser simpáticos pero no lo son.

Son muchas las cosas que Kate sabe que no quiere hacer.

Aunque la suya es, se mire como se mire, una buena vida, no puede negar que se aburre, otra vez. Ya ha pasado por esto antes, y en esta ocasión se conoce mejor, lo que la ha llevado a convencerse de que solo existe una solución a su problema. Y esta tarde es consciente de que la solución puede estar a su alcance, cortesía de lo que el anuario ha revelado. Ahora podrá hacer uso de esta nueva información.

A Kate no le sorprende que un agente secreto le mintiera. Era algo que cabía esperar y que no la ofendió demasiado. Pero la traición de su marido es otra cosa. Nunca le ha cabido la menor duda de que Dexter la quiere, a ella y a sus hijos. No le preocupa su naturaleza: es un buen hombre, su buen hombre. Cualquiera que sea la explicación a la tremenda hipocresía de Dexter y Julia, debe por fuerza ser compatible con la realidad indiscutible de que Dexter es bueno, no malo.

Kate ya ha imaginado media docena de explicaciones y las ha descartado todas. Empieza de cero, a partir del mensaje de Julia, que escuchó hace unas horas: «El coronel ha muerto».

Gira a la altura de la puerta elegante y biselada de Le Petit Zinc, cuyo aroma a
art nouveau
llega hasta la acera, mientras la cálida luz del atardecer ilumina las piedras color arena de los edificios de la Rue Saint Benoit.

Es un rincón elegante, una esquina elegante. Una elegante…

Kate se detiene en seco con la mirada fija mientras sus pensamientos trazan un círculo que la devuelve al principio del todo, a la certeza, a la confirmación, a lo inteligente que ha sido todo.

Por fin entiende lo que ha pasado.

20

Kate se encajó el sombrero para protegerse de una ráfaga de viento gélido que soplaba desde el Mont Blanc, que se distinguía amenazador en la distancia, los Alpes de blancas cumbres doblándose sobre sí mismos, Alpe tras Alpe hasta Ginebra bordeando las orillas del lago Leman.

Lo del helado era una explicación plausible. Habían bebido demasiado, la mayoría de la comida del comedor había desaparecido y no les apetecía más jamón. A nadie le apetecía el jamón, en realidad. Dondequiera que fueran siempre había sándwiches de jamón. En panaderías y carnicerías, supermercados y cafés. En los quioscos de comida de los centros comerciales, en las máquinas expendedoras, bajo campanas de cristal en las cafeterías de los gimnasios, en los aviones. Malditos sándwiches de jamón que estaban por todas partes.

Así que habían ido a la cocina en busca de algo para comer que no fuera jamón. Algo cuestionable, eso de colarse en los espacios privados de la embajada. Una travesura inspirada por el alcohol. Completamente creíble.

Kate caminó entre pakistaníes, cerca de la estación de tren, de norteafricanos y árabes, restaurantes de cuscús y tiendas de regalos, prostitutas turcas entradas en carnes fumando a la puerta de edificios de hormigón, hombres delgados vestidos con pantalones vaqueros holgados acechando en las sombras. Aquel sería un buen sitio donde comprar un arma; la clase de vecindario adonde acudiría a hacer algo así. Kate estaba empezando a pensar que debería tener un arma.

Cruzó el Ródano por el Pont du Mont Blanc y entró en el Jardin Anglais, desangelado, desierto. El viento era tan frío que le lloraban los ojos.

Tenía que recordarse todo el tiempo que no había descubierto nada que pudiera considerarse malo en la oficina de Dexter. Todo el material que había allí podía formar parte legítima de su trabajo. Kate no entendía su trabajo y nunca lo había hecho. No tenía ni idea de en qué consistía.

Pero, madre mía, esa cámara de vídeo. ¿Cómo iba a explicarle por qué había entrado en su despacho? ¿Y cómo?

Por suerte —o por desgracia, ¿cómo saberlo?— parecía que Dexter no tenía todavía noticia del allanamiento. Y si la tenía, entonces estaba claro que no era el hombre con el que creía haberse casado.

Se cruzó en la acera con una mujer que le resultaba familiar, alta, de pelo oscuro y largas pestañas. No conseguía identificarla y después sí lo hizo: la azafata del vuelo de por la mañana. Las auxiliares de vuelo de LuxAir, con sus alegres pañuelos azules, prácticamente lanzaban sándwiches de jamón a los pasajeros en cuanto el avión despegaba, ansiosas por poner en marcha el servicio de aperitivos dada la brevedad del vuelo. Los de LuxAir eran todos vuelos breves.

Empezó a subir la colina hacia la Rue Verdaine, mientras la arquitectura empezaba a incorporar fragmentos de piedras medievales, estrechas calles empedradas, un paseo a lo largo de un parque, fortificaciones, arcadas, aceras escalonadas. Aquella parte de Ginebra le recordaba a Luxemburgo, a Arlon, a todas partes.

Empezaron a caer copos de nieve que descendían con suavidad hasta la calle jalonada por
hôtels particuliers
del siglo XVIII, puertas abovedadas que daban paso a patios interiores, un conjunto de tres edificios imponentes apoyados los unos contra los otros, como modelos en un posado homoerótico, piel sobre piel sobre piel.

Desde luego, también era posible que Dexter y Julia estuvieran teniendo una aventura. Quizá se veían en el apartamento de Julia las mañanas de diario mientras Bill estaba en su extraña oficina haciendo pesas o follándose a Jane con maestría —posiblemente las dos cosas— y Kate pasaba el rato en alguna cafetería sentada con un puñado de mujeres que se quejaban de las continuas ausencias de sus maridos mientras el suyo estaba a poca distancia de allí, en la cama con su mejor amiga.

O tal vez solo se habían colado en la cocina, se habían puesto cachondos y se habían besado durante cinco minutos.

También podía tratarse de un coqueteo sin importancia, una diversión, por aquello de mantenerte joven, a salvo de la vejez, de la muerte.

En la Rue de l’Hôtel de Ville casi todas las tiendas de antigüedades estaban cerradas, con pulcros letreros escritos a mano que informaban de las vacaciones,
fermé
hasta enero. No podía comprar regalos. Algo inimaginable en Estados Unidos, que alguien cerrara un comercio dos días antes de Navidad.

¿Y si estuvieran de verdad liados? ¿Qué haría entonces? ¿Sería capaz de entenderlo, de ignorarlo, de perdonarlo? ¿La seguiría queriendo Dexter? ¿Estaría aburrido, curioso, salido, se habría vuelto egoísta, le habría entrado miedo a la muerte? ¿Estaba atravesando una crisis de la mediana edad? ¿Había hecho antes algo así? ¿Acaso era un mujeriego empedernido? ¿Es que al final iba a resultar que era un cabrón con pintas y que ella no se había dado cuenta? ¿Durante casi diez años?

¿O era aquella infidelidad resultado de las circunstancias? ¿Había sido Dexter seducido con malas artes? ¿Julia le había emborrachado y, en cierto momento, se había insinuado, una oferta que Dexter no había podido rechazar?

En la cima de la colina la calle se abría a la Place du Bourg-de-Four, cafés y una fuente en el centro de una extensión amplia e irregular de suelo empedrado. Kate comprobó su reloj —las 14.58— y se sentó en una de las sillas de mimbre, cerca de una estufa de propano que dejaba salir aire caliente, escupiéndolo en dirección al océano. Pidió un café con leche a un camarero atractivo y con aspecto de estar satisfecho de sí mismo.

¿O se trataba de algo más siniestro que el sexo?

A otro lado de la
terrase
, una madre y una hija con gorros de piel a juego fumaban cigarrillos idénticos, largos y estrechos como mondadientes. La madre acariciaba un perro enano que estaba sentado en su regazo, una bola peluda de color blanco. La hija dijo algo que Kate no pudo oír. Estaban demasiado lejos; mejor.

Llegó su café con una galleta envuelta en papel de plata, como siempre, en todas partes.

El camarero atendió a continuación a la hija y a la madre, que se rieron por algo que dijo mientras se apoyaba sobre el respaldo de una silla, inclinado, coqueteando. Kate escuchó pisadas a su espalda, suelas de zapatos de hombre sobre las piedras. No se volvió. El hombre se sentó en la mesa contigua, separado de Kate por la estufa y la tapa de esta, con forma de platillo volante.

El camarero volvió. El hombre pidió un chocolate caliente. Abrió su periódico,
Le Monde
, y lo dobló con cuidado hasta formar un pulcro paquete. Llevaba abrigo gris, bufanda roja, zapatos negros de punta con cordones verdes. Su piel lucía limpia y brillante, señal de que apuraba el afeitado, mucho más que Dexter. El mismo aspecto que los chicos de Dupont Circle, que tenían algo en sus rostros que retransmitía su orientación sexual.

Kate puso su bolsa sobre la mesa y sacó una guía de Suiza y un mapa de Ginebra mal plegado, además de un bolígrafo y un pequeño bloc.

El camarero trajo el chocolate caliente.

Kate sacó la cámara del bolsillo, la sujetó en alto y se inclinó hacia el hombre.


Excusez moi
—dijo—.
Parlez-vous anglais
?

—Sí, hablo inglés.

—¿Le importaría hacerme una foto?

—Claro que no.

El hombre acercó su silla y cogió la cámara.

Kate miró a su alrededor en busca del fondo más apropiado: una fuente, un edificio bonito, nieve sobre la hierba. Movió un poco su silla, apartó la guía para que no saliera en la fotografía.

—¿Está de visita en Ginebra o de camino a esquiar?

—A esquiar. Nos vamos mañana a pasar una semana a Avoriaz.

El hombre le indicó que se moviera hacia la derecha y sacó otra fotografía. El camarero salió de nuevo, preguntó al hombre y a Kate si querían algo más y después volvió con la madre y la hija. Probablemente iban a ese café por verle a él.

El hombre se levantó de la silla, se inclinó alargando la cámara y la dejó sobre la guía de Kate. Al retirar la mano, sacó una fotografía de entre las páginas y se la metió en el bolsillo. Después cogió su taza y dio un largo sorbo de chocolate.

—Tres días —dijo—. Quizá cuatro.

Después dejó una moneda gigante sobre la mesa; algunas de las monedas suizas parecían más bien artículos deportivos. ¿Para qué necesitaban una moneda diferente? Joder con los suizos.

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