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Authors: Chris Pavone

Tags: #Intriga

Expatriados (32 page)

BOOK: Expatriados
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Dexter era ahora más competente que antes. Ahora sabía aparcar.

Cruzaron el puente. A ambos lados del canal había lujosas casas de ladrillo, enormes ventanales de cristal iluminado, puertas brillantes todas pintadas del mismo tono de verde oscuro, casi negro. Kate imaginaba la conversación: «Dexter —diría—, Julia y Bill son agentes del FBI que trabajan para la Interpol. Creen que has robado cincuenta millones de euros. Sé que tienes una cuenta secreta y sospecho que eres culpable. Pero lo importante ahora es cómo evitar que te cojan».

Dexter le preguntaría: «¿Cómo sabes lo de la cuenta secreta?».

Entonces Kate le contaría cómo había desmontado el escritorio y encontrado el trozo de papel.

«¿Y qué pasa, que de la noche a la mañana te ha dado por espiarme?».

Llegado este punto de la conversación, era cuando su imaginación le fallaba. Esa era la pregunta que no se imaginaba contestando, un tema sobre el que no concebía hablar. «No exactamente», diría. Y después ¿qué? ¿Cómo empezar a contar la historia que inexorablemente conduciría a «He sido agente de la CIA durante quince años»?

Apartó el pensamiento de la cabeza —¿cuántas veces lo había hecho ya?, había perdido la cuenta— mientras caminaba por aquella calle de Ámsterdam, con frío, cansada y hambrienta.

—¿Qué tal aquí? —Dexter estaba a la puerta de un café de los que llaman en Ámsterdam marrones, con paredes forradas de madera, mesas sin mantel, grandes espejos ahumados y estanterías llenas de botellas en hilera. Todo era de madera rústica y de color marrón. De ahí el nombre.

Les ofrecieron una mesa en el comedor principal, la última que quedaba, pues el resto estaban ocupadas por parejas y grupos con aspecto de estar divirtiéndose. Todo en la carta tenía buena pinta y los platos especiales que les describió la camarera sonaban deliciosos. Estaban muertos de hambre. Deberían haber comido algo por el camino, pero cuando se decidieron a hacerlo era demasiado tarde y todas las áreas de descanso quedaban a las afueras de la ciudad.

Los niños habían comido chocolatinas, que siempre llevaban en la guantera del coche.

La camarera trajo cervezas y refrescos de colores marrón y naranja servidos en gruesos vasos que hicieron ruido al posarse sobre la mesa. Los niños estaban coloreando sus cuadernos de actividades, como de costumbre. Los adultos habían aprendido a aparcar en ciudades extranjeras y los niños, a divertirse en los restaurantes, lejos de casa. A estar como en casa fuera de casa.

—¿Qué hacías con la caja de herramientas?

Sin venir a cuento. Un ataque por sorpresa cinco horas después de ocurridos los hechos.

Kate no contestó mientras pensaba a gran velocidad.

Dexter no añadió nada ni repitió la pregunta, lo que le habría dado una excusa para retrasar la respuesta.

No lograba recordar la lista que había hecho antes mentalmente, para cuando tuvieran la conversación.

—Esto…, la ventana.

Reparó en que Ben escuchaba con atención. No estaba claro si aquello le parecía divertido o serio; si la iba a delatar o no. El niño esbozó una sonrisa.

—Tenía que arreglar la contraventana. —Y enseguida añadió—: Niños, a lavarse las manos.

—Yo los llevo —dijo Dexter—. Vamos, Ben, Jake.

Se puso de pie, cogió a los niños de la mano y se los llevó. A medio camino Ben se giró y dirigió a su madre una sonrisa cómplice.

Puesto que habían ido a Ámsterdam para que Dexter viera a su amigo —la idea del viaje había sido suya—, este había elegido el hotel y hecho las reservas. Parecía algo más caro de lo normal. Cuatro estrellas, pero más cerca de las cinco que de las tres.

Mientras Dexter daba los datos en recepción, Kate y los niños esperaron en el vestíbulo, sentados en un tú y yo con tapicería de terciopelo y estructura de madera tallada rodeados de recargado papel estampado. En la intersección de las paredes de cinco metros de altura con el techo había gruesas molduras de escayola.

—Ben —susurró Kate—, ¿le has contado a papá lo que estaba haciendo?

—¿Cuándo?

—En casa. Arriba, en vuestra habitación.

—Digo que cuándo se lo he contado.

—Cuando fuisteis al cuarto de baño en el restaurante. O, no sé, cuando sea. ¿Se lo has contado?

Ben miró a su hermano mayor como buscando una explicación o un gesto de apoyo, pero Jake estaba agarrado a su oso de peluche y chupándose el pulgar, casi dormido. Nada que hacer.

—¿Lo de que había montado mal el mueble? —preguntó Ben.

—Eso. ¿Se lo has contado?

Dexter se volvió hacia ellos, sonrió a Ben y siguió hablando con el recepcionista.

—No —dijo Ben. Él también sonreía.

—Ben, ¿me estás diciendo la verdad?

—Sí, mamá. —Continuaba sonriendo.

—¿Entonces por qué sonríes, cariño?

—No lo sé.

Los niños se quedaron dormidos de inmediato en el sofá cama, cerca el uno del otro, separados solo por el oso de peluche de aspecto jovial, raído y flaco, demacrado y deslucido.

Kate sabía ahora que había sido absurdo negarse a sospechar de Dexter, pero al menos era consciente de por qué se había comportado de forma absurda: una mentirosa no quiere enterarse de que los demás también lo son, porque entonces estos sospecharán de ella, porque lo es, y terminará por ser descubierta.

Dexter salió del cuarto de baño vestido solo con calzoncillos y camiseta blanca. Mechones de vello le cubrían la piel de piernas y brazos, que estaba pálida, casi pastosa. Un hombre pálido en las profundidades de un invierno sin sol.

Se tumbó en la cama con las manos dobladas sobre el vientre. No cogió nada para leer ni dijo nada.

Jake gruñó, como un animal en celo, y acto seguido empezó a roncar. Dexter seguía inmóvil, inactivo. Kate no quería mirarle, no quería ver la expresión de su cara, imaginar lo que estaba pensando. No quería empezar una discusión, no quería discutir.

Y al mismo tiempo sí quería. Necesitaba que aquello —que algo— saliera a la luz. Necesitaba dejar de acumular secretos, de generar más preguntas.

Cerró la guía de viajes en un arrebato de decisión mientras los pensamientos resonaban en su cabeza, ensordeciéndola. Se volvería hacia él, abriría la boca, el pulso se le aceleraría, empezaría a hablar, dispuesta a contarlo todo, o al menos algo, de eso no estaba segura, pero tenía que hablar.

—Dexter —dijo—, te…

Se detuvo a mitad de la frase, a mitad de idea, a mitad de todo. Dexter dormía como un tronco.

Fueron al museo Van Gogh y al mercado de las flores, donde, al ser invierno, no había demasiado que ver. Podían comprarse bulbos, palas de jardinería, paquetes de semillas. Decidieron que el museo Anna Frank daría lugar a temas desagradables y preguntas incontestables, así que se lo saltaron.

Cuando llegó el momento de darles un capricho a los niños, entraron en una tienda de juguetes y les dijeron que eligieran la caja de Lego que quisieran. Cualquiera que fuera pequeña.

—Yo me ocupo —dijo Dexter, apenas consciente de las discusiones, deliberaciones y negociaciones que se avecinaban.

Así que Kate salió a Hartenstraat, que, como cada sábado por la tarde, estaba atestada. Todo el mundo iba abrigado y con la cabeza cubierta, fumaban y reían, en bicicleta y a pie. Entonces, por el rabillo del ojo, vio una silueta que le resultaba familiar, al final de la manzana. Eran una postura y un porte que reconocía, esa altura, ese peso bajo un sombrero negro de gran tamaño y una capa de lana. La mujer estaba vuelta hacia un escaparate, un gran panel de cristal inmaculado.

Aquella mujer no esperaba que Kate saliera tan rápido de la tienda, solo diez segundos después de haber entrado. No había contado con ello. Así que se había permitido el lujo de relajarse, parcialmente a la vista y sin estar en guardia. Y Kate la había pillado.

Hoy, 13.01 H

Kate abre con llave el cajón y la caja de seguridad. Coge la Beretta, que pesa mucho menos sin la recámara. El metal suave y negro está frío al contacto con su mano.

Mira la fotografía sobre el escritorio, una instantánea de pequeño tamaño en un marco de piel antiguo de los niños riendo entre las olas de Saint Tropez. Hace algo más de un año y están bronceados y con el pelo más rubio por el sol de verano, sus dientes blancos brillan y la luz del Mediterráneo se refleja en el agua en una tarde de finales de julio.

Al final Dexter dejó la decisión de adónde ir en manos de Kate. Afirmó que prefería el campo o una ciudad pequeña, en Toscana, Umbría, la Provenza o la Costa Azul, incluso la Costa Brava. Pero Kate sospechaba que Dexter no quería en realidad vivir en el campo, sino salir perdiendo en la discusión. Quería hacerle sentir que había ganado algo, que aquella decisión había sido suya, en contra de lo que él quería.

No podía evitar sospechar que la había estado manipulando en todo y todo el tiempo. Un cambio total, después de tantos años convencida de que Dexter era la persona menos manipuladora que conocía.

Su argumento, probablemente superfluo, a favor de París lo había hecho pensando en los niños. Para que crecieran educados y cosmopolitas en lugar de superprotegidos y mimados; no quería que sus únicas destrezas fueran el tenis y la vela. Y ellos siempre podrían trasladarse a Provenza una vez que los niños estuvieran en la universidad.

Kate se reclina en la silla, pistola en mano, pensando en esa gente: esa otra pareja, extraños que creía que eran amigos que fingían ser enemigos. Y en su sorprendentemente diabólico marido. Y en su propio comportamiento, tan cuestionable como justificado. Y en lo que está a punto de hacer.

Coloca la recámara de la pistola y saca el fondo rígido de su bolso, muy similar al compartimento en el viejo portafolios de Dexter, donde guardaba su teléfono secreto. Coloca el arma y la tapa con la lengüeta.

Alarga el brazo hasta una estantería atestada y desenchufa un móvil de su cargador. Lleva más de un año y medio sin encender este teléfono, pero lo mantiene cargado. Lo enciende y marca un número largo. Esta clase de números no los guarda en ninguna agenda.

No reconoce la voz al otro lado de la línea —una mujer que dice
Bonjour
—, pero tampoco esperaba hacerlo.


Je suis 602553
—dice Kate.


Un moment, madame
.

Kate mira por la ventana, hacia los tejados inclinados de Saint Germaine, el Sena y el Louvre quedan a la derecha, las cúpulas acristaladas del Grand Palais, más adelante, y la torre Eiffel, a la izquierda. El sol se asoma entre nubes situadas a su espalda, no las puede ver, y tiñe de dorado la ciudad, poniendo el colofón a la belleza del espectáculo, que casi resulta demasiado perfecto.

—Sí,
madame
. El aseo de señoras en el Bon Marché. Quince minutos.

Kate consulta su reloj.
Merci
, dice, y sale corriendo hacia la puerta otra vez, baja el ascensor y sigue corriendo por el vestíbulo y el pasaje que lleva hasta la calle, la Rue du Bac, que se junta con el Boulevard Raspail, abriéndose paso hacia el sur entre la multitud que llena las calles a la hora del almuerzo y hasta los grandes almacenes, la escalera mecánica, rozando al pasar a mujeres que deambulan mirando cosas y hasta la antesala del cuarto de baño, donde suena un teléfono público.

—¿Sí? —contesta mientras cierra la puerta detrás de ella.

—Me encanta oír tu voz —dice Hayden—. Ha pasado demasiado tiempo.

—Lo mismo te digo —dice Kate—. Tenemos que hablar, en persona.

—¿Hay algún problema?

—En realidad lo que hay es una solución.

Hayden no contesta.

—¿Podemos vernos a las cuatro? —pregunta Kate.

—¿En París? Me temo que no. No estoy… demasiado cerca.

—Pero tampoco lejos y, si no me equivoco, puedes coger un avión.

Hayden fue ascendido el año pasado a pesar de una larga carrera en el servicio activo y no en la administración. Ahora es, sorpresa, subdirector para Europa. Esta clase de puesto viene con derecho a avión privado, así como personal de libre disposición, desde los jóvenes agentes en Lisboa o Cataluña hasta los jefes de área en Londres o Madrid. París también.

Hayden no contesta.

—¿Te acuerdas de los cincuenta millones de euros que le fueron robados a un serbio? —pregunta Kate.

Pausa.

—Ya veo.

—¿A las cuatro?

—Mejor a las cinco.

24

A Kate le maravillaba hasta qué punto había escondido la cabeza debajo del ala. Cómo había ignorado algo que saltaba a la vista desde hacía mucho tiempo: que los Maclean llevaban meses vigilando cada uno de los movimientos de los Moore.

Jake la saludó desde el otro lado del escaparate y Kate le devolvió el saludo. Dexter había entrado con los niños en otra tienda, de chocolates, mientras ella los esperaba fuera. Veía sus ojos muy abiertos y sus dedos señalando, todo su cuerpo en actitud de súplica. Niños en una tienda de caramelos.

Había decidido hacer como que no había visto a Julia. Había echado a andar en dirección contraria por Hartenstraat y mirado para otro lado, dando así la oportunidad a la agente del FBI de escabullirse sin saber con seguridad si había sido descubierta.

Ahora Kate estaba en otra
straat
pensando a gran velocidad, recordando lo que identificaba como el momento en que empezó la vigilancia. Aquel día lluvioso —superlluvioso, de hecho; una cortina de lluvia— a finales de septiembre en el aparcamiento del centro comercial Belle Étoile en Strassen. Julia había dicho que se había olvidado el móvil en el coche de Kate y había insistido en ir a buscarlo ella sola, para que Kate no se mojara. Había ido sola al coche, instalado algo discreto e imperceptible y después se había reunido con ella esbozando la media sonrisa de la victoria. La sonrisa de Mona Lisa.

Desde aquel momento Bill y Julia habían sabido siempre dónde se encontraba Kate.

De manera que, en la tarde del viernes siguiente, cuando Kate y Dexter cogieron la A-3 en dirección sur cruzando la frontera con Francia, dejando atrás los reactores nucleares de Thionville y tomando el desvío en Metz para incorporarse a la A-4 en dirección Reims, los Maclean estaban al tanto de sus movimientos. En aquel desvío fue probablemente cuando Julia y Bill decidieron seguirlos y, así, se habrían subido a su BMW deportivo y habrían salido a darles caza, acercándose a ellos mientras proseguían su viaje de tres horas hasta París, reduciendo la velocidad a 140 kilómetros por hora solo cuando su GPS les avisaba de que había videocontroles. O tal vez ni siquiera eso. ¿Qué le importaban al FBI las multas de tráfico de la Unión Europea?

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