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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, ciencia-ficción

Fragmentos de honor (30 page)

BOOK: Fragmentos de honor
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—Gracias. Comprendo.

Él se la quedó mirando cuando salió del recinto amurallado y empezó a ascender por el serpenteante camino. Estaba protegido por árboles, la mayoría importados de la Tierra, y alguna otra vegetación que tenía que ser local. El seto de arbustos con flores (ella supuso que eran flores, Dubauer lo habría sabido) que parecían plumas rosa de avestruz era particularmente llamativo.

El pabellón era una estructura de madera ajada y aspecto vagamente oriental, que dominaba el chispeante lago. Estaba recubierto de enredaderas que parecían reclamarlo al suelo de roca, abierto por cuatro lados y amueblado con un par de sillas de mano, un gran sillón y un taburete, todo de aspecto muy viejo, y una mesita con dos escanciadores, algunos vasos y una botella de espeso líquido blanco.

Vorkosigan estaba tumbado en el sillón, los ojos cerrados, los pies descalzos sobre el taburete, un par de sandalias caídas al lado. Cordelia se detuvo para estudiarlo con una especie de delicada diversión. Llevaba unos pantalones negros de uniforme, muy viejos, y una camisa civil, de estampado floreado chillón e inesperado. Obviamente no se había afeitado esa mañana. Ella advirtió que los dedos de sus pies tenían una pelusa de pelo negro, como el dorso de sus manos. Decidió que le gustaban sus pies; de hecho,

podía aficionarse fácilmente a cualquier parte de él. Su aspecto, generalmente imponente, era menos divertido. Parecía cansado, y más que cansado. Enfermo.

Él entreabrió los ojos y extendió la mano hacia un escanciador de cristal lleno de un líquido ambarino, pero luego pareció cambiar de opinión y tomó la botella blanca. Al lado había una tacita para medir, pero la ignoró, y prefirió engullir un buen trago del líquido blanco directamente a morro. Contempló un instante la botella, y luego la cambió por el escanciador de cristal y dio un trago. Se volvió a acomodar en el sillón, un poco más recto que antes.

—¿Desayuno líquido? —preguntó Cordelia—. ¿Es tan sabroso como las gachas y la salsa de queso azul?

Él abrió los ojos de golpe.

—Tú —dijo roncamente después de un momento—. No eres una alucinación.

Empezó a levantarse, y luego pareció pensárselo mejor y se hundió en el pesimismo.

—No quería que vieras…

Ella subió los escalones hasta la sombra, acercó una silla y se sentó.
Rayos
, pensó,
lo he avergonzado al pillarlo desprevenido de esta forma. ¿Cómo tranquilizarlo? Lo prefiero tranquilo, siempre

—Intenté llamar con antelación, cuando aterricé ayer, pero te echaba de menos. Si lo que esperas son alucinaciones, eso que bebes debe de ser bien fuerte. Sírveme una copa, por favor.

—Creo que preferirías lo otro. —Le sirvió del segundo escanciador, con aspecto aturdido. Curiosa, ella dio un sorbito.

—¡Puaf! No es vino.

—Coñac.

—¿A esta hora?

—Si empiezo después del desayuno —explicó él—, normalmente puedo conseguir estar totalmente inconsciente a la hora del almuerzo.

Ella advirtió que ya faltaba muy poco para esa hora. Su forma de hablar la había confundido al principio, pues parecía perfectamente clara, aunque algo más lenta y vacilante que de costumbre.

—Debe de haber anestésicos generales menos nocivos. —El licor pajizo que le había servido era excelente, algo seco para su gusto—. ¿Haces esto todos los días?

—Dios, no. —Él se estremeció—. Dos o tres veces a la semana como mucho. Un día bebiendo, el día siguiente enfermando… una resaca es casi tan buena como emborracharte para apartar tu mente de otras cosas… y el día siguiente haciendo encarguitos para mi madre. Ha bajado mucho el ritmo en los últimos años.

Él conseguía concentrarse gradualmente, a medida que su terror inicial a resultarle repulsivo iba menguando. Se enderezó y se frotó la cara con la mano en un gesto familiar, como para disolver el abotargamiento, y trató de iniciar una conversación más ligera.

—¡Qué bonito vestido! Una gran mejora sobre esos monos naranja.

—Gracias —dijo ella, siguiéndole inmediatamente la corriente—. Lamento no poder decir lo mismo de tu camisa… ¿representa por casualidad tu nuevo gusto?

—No, fue un regalo.

—Menos mal.

—Una especie de broma. Algunos de mis oficiales se reunieron y la compraron con motivo de mi primer ascenso a almirante, antes de Komarr. Siempre pienso en ellos, cuando me la pongo.

—Bueno, eso está bien. En ese caso supongo que podré acostumbrarme.

—Tres de los cuatro están ahora muertos. Dos cayeron en Escobar.

—Ya veo.

Se acabó la charla animada. Ella agitó el licor en el fondo de su copa.

—Tienes un aspecto espantoso, ¿sabes? Hinchado.

—Sí, dejé de hacer ejercicio. Bothari está bastante ofendido.

—Me alegro de que Bothari no tuviera muchos problemas con lo de Vorrutyer.

—Fue peliagudo, pero conseguí librarlo. El testimonio de Illyan ayudó.

—Sin embargo, lo dieron de baja en el Ejército.

—Honorablemente. Por motivos de salud.

—¿Hiciste que tu padre lo contratara?

—Sí. Me pareció lo más adecuado. Nunca será normal, tal como nosotros consideramos la normalidad, pero al menos tiene un uniforme, un arma y una serie de reglas que seguir. Parece que eso le proporciona un asidero. —Pasó lentamente un dedo por el borde de la copa de coñac—. Fue el conejillo de indias de Vorrutyer durante cuatro años, ¿sabes? No estaba demasiado bien cuando lo asignaron a la
General Vorkraft
. A punto de desarrollar doble personalidad… separando memorias, todas esas cosas. Da miedo. Ser soldado parece el único papel humano que es capaz de desempeñar, le permite una especie de autorespeto. —Le sonrió—. Tú, por otro lado, tienes un aspecto magnífico. ¿Puedes, ah… quedarte una temporada?

Había una expresión ansiosa en su rostro, deseo nervioso reprimido por la incertidumbre.
Hemos vacilado demasiado tiempo
, pensó ella,
se ha convertido en una costumbre
. Entonces se dio cuenta de que él temía que sólo estuviera de visita.
Es un viaje demasiado largo para venir a charlar, mi amor. Sí que estás borracho
.

—Cuanto quieras. Descubrí, cuando regresé a casa… que había cambiado. O que había cambiado yo. Nada encajaba ya. Ofendí a casi todo el mundo, y me marché pitando antes de, ejem, causar más problemas. No puedo volver. Dimití de mi cargo (lo envié desde Escobar) y todo lo que poseo está en la parte trasera de ese volador de ahí fuera.

Cordelia saboreó el placer que encendió los ojos de Aral mientras hablaba, cuando finalmente comprendió lo que quería decir. Se sintió satisfecha.

—Me levantaría —dijo él, deslizándose hasta el lado de su sillón—, pero por algún motivo mis piernas van primero y mi lengua después. Preferiría caer a tus pies de manera más controlada. Mejoraré dentro de poco. Mientras tanto, ¿quieres venir a sentarte aquí?

—Con mucho gusto. —Ella cambió de asiento—. ¿Pero no te apretujaré? Soy más bien alta.

—Ni pizca. Aborrezco a las mujeres pequeñitas. Ah, eso está mejor.

—Sí.

Ella se acurrucó a su lado, rodeando su pecho con los brazos, la cabeza apoyada en su hombro, y enganchando también una pierna sobre él, para completar su captura de manera más enfática. El cautivo emitió algo a caballo entre el suspiro y la risa. Ella deseó que pudieran permanecer así sentados eternamente.

—Tendrás que renunciar a este asunto del suicidio por el alcohol, ya sabes.

Él ladeó la cabeza.

—Creí que estaba siendo sutil.

—No demasiado.

—Bueno, me parece bien. Es algo extraordinariamente incómodo.

—Sí, tienes preocupado a tu padre. Me dirigió una mirada muy peculiar.

—Espero que no fuera su famosa mirada abrasadora, perfeccionada a lo largo de toda una vida.

—En absoluto. Sonrió y todo.

—Santo Dios. —Una sonrisa arrugó las comisuras de sus ojos.

Ella se echó a reír y dobló el cuello para mirarlo a la cara. Eso estaba mejor…

—También me afeitaré —prometió él en un arrebato de entusiasmo.

—No te pases por causa mía. También he venido a retirarme. Una paz separada, como dicen.

—Paz, en efecto. —Él le acarició el pelo, saboreando su olor. Sus músculos se disolvieron bajo ella como un arco demasiado tenso que se afloja de golpe.

Unas semanas después de su matrimonio hicieron su primer viaje juntos. Cordelia acompañó a Vorkosigan en su peregrinación periódica al Hospital Militar Imperial de Vorbarr Sultana. Viajaron en un vehículo de tierra proporcionado por el conde, con Bothari ejerciendo lo que era evidentemente su función principal como combinación de conductor y guardaespaldas. A Cordelia, que estaba empezando a conocerlo lo bastante bien como para ver a través de su taciturna fachada, le pareció tenso. Sentado entre ella y Vorkosigan, miraba inseguro por encima de su cabeza.

—¿Se lo ha dicho, señor?

—Sí, todo. No pasa nada, sargento.

Cordelia añadió, tranquilizadora:

—Creo que está haciendo usted lo adecuado, sargento. Yo, hum, estoy muy satisfecha.

Él se relajó un poco, y casi sonrió.

—Gracias, milady.

Cordelia estudió su perfil con disimulo, recordando la gama de dificultades que pasaría la aldeana contratada ese día en Vorkosigan Surleau, dudando de su habilidad de enfrentarse a ellas. Se arriesgó a sondear un poco.

—¿Ha pensado usted en… lo que va a contarle sobre su madre, cuando sea mayor? Tarde o temprano querrá saberlo.

Él asintió, guardó silencio y luego habló.

—Voy a decirle que está muerta. Le diré que estábamos casados. No es buena cosa tener a una bastarda por aquí. —Su mano se tensó sobre los controles—. Así que ella no lo será. Nadie debe llamarla así.

—Ya veo.

Buena suerte
, pensó Cordelia. Pasó a una pregunta más ligera.

—¿Sabe qué nombre le va a poner?

—Elena.

—Qué bonito. Elena Bothari.

—Era el nombre de su madre.

Cordelia se sorprendió.

—¡Creí que no recordaba usted nada de Escobar!

Pasó un buen rato, y luego él dijo:

—Se puede derrotar a las drogas contra la memoria, a algunas, si sabes cómo.

Vorkosigan alzó las cejas. Evidentemente, esto era nuevo también para él.

—¿Cómo lo consigue, sargento? —preguntó, cuidadosamente neutral.

—Alguien a quien conocí una vez me dijo…: Se anota lo que quieres recordar, y piensas en ello. Luego lo escondes, igual que solíamos esconder sus archivos secretos a Radnov, señor… nunca los encuentran tampoco. Entonces, lo primero que haces cuando vuelves, antes de que tu estómago deje de dar vueltas siquiera, es sacarlo y mirarlo. Si puedes recordar una cosa de la lista, normalmente puedes recordar el resto, antes de que vuelvan a por ti. Entonces haces lo mismo una y otra vez. Y otra más. Ayuda también tener un objeto.

—¿Tenía usted, ah, un objeto? —preguntó Vorkosigan, claramente fascinado.

—Un mechón de pelo.

Guardó silencio durante largo rato, y luego confesó:

—Ella tenía el pelo largo y negro. Olía bien.

Cordelia, aturdida y divertida por lo que implicaba su historia, se acomodó y contempló el dosel del vehículo. Vorkosigan parecía levemente iluminado, como un hombre que encuentra una pieza clave en un rompecabezas. Ella contempló el variado paisaje, disfrutando de la clara luz del sol, el aire de verano tan fresco que no hacían falta artilugios protectores, y los pequeños destellos de verde y agua en los huecos de las colinas. También advirtió algo más. Vorkosigan vio la dirección de su mirada.

—Ah, los has visto, ¿no?

Bothari sonrió levemente.

—¿El volador que no nos adelanta? —dijo Cordelia—. ¿Sabes quién es?

—Seguridad Imperial.

—¿Siempre te siguen a la capital?

—Siempre me siguen a todas partes. No ha sido fácil convencer a esa gente de que me quería retirar en serio. Antes de que vinieras, me divertía esquivándolos. Hacía cosas como emborracharme y conducir mi volador de noche por esos cañones del sur. Es nuevo. Muy rápido. Eso hacía que condujeran con cuidado.

—¡Cielos, eso parece letal! ¿De verdad que hacías eso?

Él pareció moderadamente avergonzado de sí mismo.

—Me temo que sí. No pensaba que fueras a venir, entonces. Era muy excitante. No había buscado una descarga de adrenalina semejante desde que era adolescente. El Servicio suministró ese tipo de necesidad.

—Me sorprende que no tuvieras un accidente.

—Lo tuve, una vez —admitió él—. Sólo un choque sin importancia. Eso me recuerda que debo atender las reparaciones. Parece que tardan una eternidad. El alcohol me dejaba flácido como un trapo, supongo, y nunca tuve valor para conducir sin el arnés de seguridad. No hubo daños, excepto para el volador y los nervios de los agentes del capitán Negri.

—Dos veces —comentó de pronto Bothari.

—¿Cómo dice, sargento?

—Tuvo usted dos accidentes. —Los labios del sargento se retorcieron—. No se acuerda de la segunda vez. Su padre dijo que no le sorprendía. Le ayudamos, hum, a sacarlo de la jaula de seguridad. Estuvo inconsciente durante un día.

Vorkosigan pareció sobresaltado.

—¿Me está tomando el pelo, sargento?

—No, señor. Puede usted buscar las piezas del volador. Están repartidas por un kilómetro y medio a la redonda en el Barranco Dendarii.

Vorkosigan se aclaró la garganta, y se hundió en su asiento.

—Ya veo. —Permaneció en silencio, y luego añadió—: Qué… desagradable, tener un agujero así en la memoria.

—Sí, señor —coincidió Bothari.

Cordelia miró el volador a través de una abertura en las montañas.

—¿Nos han estado vigilando todo el tiempo? ¿A mí también?

Vorkosigan sonrió ante la expresión de su rostro.

—Desde el momento en que pusiste los pies en el espaciopuerto de Vorbarr Sultana, supongo. Después de lo de Escobar, soy materia importante desde el punto de vista político. La prensa, que es la tercera mano de Ezar Vorbarra en esto, me ha calificado como una especie de héroe en la retirada, capaz de arrancar la victoria espontáneamente en las fauces de la derrota y todo eso… absolutamente ridículo. Hace que me duela el estómago, incluso sin el coñac. Sabiendo lo que sabía de antemano, tendría que haber podido hacer un trabajo mejor. Sacrifiqué demasiados cruceros para cubrir a las tropas de tierra… tuvo que ser así, porque la pura aritmética lo exigía, pero…

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