Guía del autoestopista galáctico (3 page)

BOOK: Guía del autoestopista galáctico
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—¿Qué estás diciendo? —le preguntó Arthur, pero Ford le dio con el pie para que guardara silencio.

—¿Quiere usted —preguntó Prosser, deletreando para sí aquella idea nueva— que vaya a tumbarme ahí…?

—Sí.

—¿Delante del
bulldozer
?

—Sí.

—En el puesto de mister Dent.

—Sí.

—En el barro.

—En el barro, tal como dice usted.

En cuanto mister Prosser comprendió que, después de todo, iba a ser el verdadero perdedor, fue como si se quitara un peso de los hombros: eso se parecía más a las cosas del mundo que él conocía. Exhaló un suspiro.

—¿A cambio de lo cual se llevará usted a mister Dent a la taberna?

—Eso es —dijo Ford—; eso es exactamente.

Mister Prosser dio unos pasos nerviosos hacia delante y se detuvo.

—¿Prometido? —preguntó.

—Prometido —contestó Ford. Se volvió a Arthur.

—Vamos —le dijo—, levántate y deja que se tumbe este señor.

Arthur se puso en pie con la sensación de que estaba soñando.

Ford hizo una seña a Prosser que, con expresión triste y maneras torpes, se sentó en el barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño, preguntándose a quién pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El barro le envolvió el trasero y los brazos y penetró en sus zapatos.

Ford le lanzó una mirada severa.

—Y nada de derribar a escondidas la casa de mister Dent mientras él está fuera, ¿entendido? —le dijo.

—Ni siquiera he empezado a especular —gruñó mister Prosser, tendiéndose de espaldas— con la más mínima posibilidad de que esa idea se me pase por la cabeza.

Vio acercarse al representante sindical de los conductores de los
bulldozers
, dejó caer la cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus pensamientos para demostrar que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba muy seguro, porque le parecía tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de humo y del hedor de la sangre. Eso le ocurría siempre que se sentía confundido o desdichado, y nunca se lo había podido explicar a sí mismo. En una alta dimensión de la que nada conocemos, el poderoso Kan aulló de rabia, pero mister Prosser sólo se quejó y sufrió un leve temblor. Empezó a sentir un escozor húmedo detrás de los párpados. Errores burocráticos, hombres furiosos tendidos en el barro, desconocidos incomprensibles infligiendo humillaciones inexplicables y un extraño ejército de jinetes que se reían de él dentro de su cabeza… ¡vaya día!

¡Vaya día! Ford sabía que no importaba lo más mínimo que derribaran o no la casa de Arthur.

Arthur seguía muy preocupado.

—Pero ¿podemos confiar en él? —preguntó.

—Yo confío en él hasta que la Tierra se acabe —le contestó Ford.

—¿Ah, sí? —repuso Arthur—. ¿Y cuánto tardará eso?

—Unos doce minutos —sentenció Ford—. Vamos, necesito un trago.

2

Esto es lo que la
Enciclopedia Galáctica
dice respecto al alcohol. Afirma que es un líquido incoloro y evaporable producido por la fermentación de azúcares, y asimismo observa sus efectos intoxicantes sobre ciertos organismos basados en el carbono.

La
Guía del autoestopista galáctico
también menciona el alcohol. Dice que la mejor bebida que existe es el detonador gargárico pangaláctico.

Dice que el efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico es como que le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor de un gran lingote de oro.

La
Guía
también indica en qué planetas se prepara el mejor detonador gargárico pangaláctico, cuánto hay que pagar por una copa y qué organizaciones voluntarias existen para ayudarle a uno a la rehabilitación posterior.

La
Guía
señala incluso la manera en que puede prepararse dicha bebida:

»Eche el contenido de una botella de aguardiente añejo Janx.

»Añada una medida de agua de los mares de Santraginus V. ¡Oh, el agua del mar de Santraginus! ¡¡¡Oh, el pescado de las aguas santragineas!!!

»Deje que se derritan en la mezcla (debe estar bien helada o se perderá la bencina) tres cubos de megaginebra arcturiana.

»Agregue cuatro litros de gas de las marismas falianas y deje que las burbujas penetren en la mezcla, en memoria de todos los felices vagabundos que han muerto de placer en las Marismas de Falia.

»En el dorso de una cuchara de plata vierta una medida de extracto de Hierbahiperbuena de Qualactina, saturada de todos los fragantes olores de las oscuras zonas qualactinas, levemente suaves y místicos.

»Añada el diente de un suntiger algoliano. Observe cómo se disuelve, lanzando el brillo de los soles algolianos a lo más hondo del corazón de la bebida.

»Rocíela con Zamfuor.

»Añada una aceituna.

»Bébalo…, pero… con mucho cuidado…»

La
Guía del autoestopista galáctico
se vende mucho más que la
Enciclopedia Galáctica
.

—Seis pintas de cerveza amarga —pidió Ford Prefect al tabernero del Horse and Groom—. Y dese prisa, por favor, el mundo está a punto de acabarse.

El tabernero del Horse and Groom no se merecía esa forma de trato: era un anciano digno. Se alzó las gafas sobre la nariz y parpadeó hacia Ford Prefect, que lo ignoró y miró fijamente por la ventana, de modo que el tabernero observó a Arthur, quien se encogió de hombros con expresión de impotencia y no dijo nada. Así que el tabernero dijo:

—¡Ah, sí! Hace buen tiempo para eso, señor.

Y empezó a tirar la cerveza. Volvió a intentarlo.

—Entonces, ¿va a ver el partido de esta tarde?

Ford se volvió para mirarle.

—No, no es posible —dijo, y volvió a mirar por la ventana.

—¿Y eso se debe a una conclusión inevitable a la que ha llegado usted, señor? —inquirió el tabernero—. ¿No tiene ni una posibilidad el Arsenal?

—No, no —contestó Ford—, es que el mundo está a punto de acabarse.

—Claro, señor —repuso el tabernero, mirando esta vez a Arthur por encima de las gafas—, ya lo ha dicho. Si eso ocurre, el Arsenal tendrá suerte y se salvará.

Ford volvió a mirarle con auténtica sorpresa.

—No, no se salvará —replicó frunciendo el entrecejo.

El tabernero respiró fuerte.

—Ahí tiene, señor, seis pintas —dijo.

Arthur le sonrió débilmente y volvió a encogerse de hombros.

Se dio la vuelta y lanzó una leve sonrisa a los demás clientes de la taberna por si alguno de ellos había oído algo de lo que pasaba.

Ninguno de ellos se había enterado, y ninguno comprendió por qué les sonreía.

El hombre que se sentaba frente a la barra al lado de Ford miró a los dos hombres y luego a las seis cervezas, hizo un rápido cálculo aritmético, llegó a una conclusión que fue de su agrado y les sonrió con una mueca estúpida y esperanzada.

—Olvídelo, son nuestras —le dijo Ford, lanzándole una mirada que habría enviado de nuevo a sus asuntos a un suntiger algoliano.

Ford dio un palmetazo en la barra con un billete de cinco libras.

—Quédese con el cambio —dijo.

—¡Cómo! ¿De cinco libras? Gracias, señor.

—Le quedan diez minutos para gastarlo.

El tabernero, simplemente, decidió retirarse un rato.

—Ford —dijo Arthur—, ¿querrías decirme qué demonios pasa, por favor?

—Bebe —repuso Ford—, te quedan tres pintas.

—¿Tres pintas? —dijo Arthur—. ¿A la hora del almuerzo?

El hombre que estaba al lado de Ford sonrió y meneó la cabeza de contento. Ford le ignoró.

—El tiempo es una ilusión —dijo—. Y la hora de comer, más todavía.

—Un pensamiento muy profundo —dijo Arthur—. Deberías enviarlo al
Reader’s Digest
. Tiene una página para gente como tú.

—Bebe.

—¿Y por qué tres pintas de repente?

—La cerveza relaja los músculos; vas a necesitarlo.

—¿Relaja los músculos?

—Relaja los músculos.

Arthur miró fijamente su cerveza.

—¿Es que he hecho hoy algo malo? —dijo—, ¿o es que el mundo siempre ha sido así y yo he estado demasiado metido en mí mismo para darme cuenta?

—De acuerdo —dijo Ford—. Trataré de explicártelo. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?

—¿Cuánto tiempo? —Arthur se puso a pensarlo—. Pues unos cinco años, quizá seis. En su momento, la mayoría de ellos parecieron tener sentido.

—Muy bien —dijo Ford—. ¿Cómo reaccionarías si te dijera que después de todo no soy de Guilford, sino de un planeta pequeño que está cerca de Betelgeuse?

Arthur se encogió de hombros con cierta indiferencia.

—No lo sé —contestó, bebiendo un trago de cerveza—. ¡Pero bueno! ¿Crees que eso que dices es propio de ti?

Ford se rindió. En realidad no valía la pena molestarse de momento, ahora que se acercaba el fin del mundo. Se limitó a decir:

—Bebe.

Y con un tono enteramente objetivo, añadió:

—El mundo está a punto de acabarse.

Arthur lanzó a los demás clientes otra sonrisa débil. Le miraron con el ceño fruncido. Un hombre le hizo señas para que dejara de sonreírles y se dedicara a sus asuntos.

—Debe ser jueves —dijo Arthur para sí, inclinándose sobre la cerveza—. Nunca puedo aguantar la resaca de los jueves.

3

Aquel jueves en particular, una cosa se movía silenciosamente por la ionosfera a muchos kilómetros por encima de la superficie del planeta; varias cosas, en realidad, unas cuantas docenas de enormes cosas en forma de gruesas rebanadas amarillas, tan grandes como edificios de oficinas y silenciosas como pájaros. Planeaban con desenvoltura, calentándose con los rayos electromagnéticos de la estrella Sol, esperando su oportunidad, agrupándose, preparándose.

El planeta que tenían bajo ellos era casi absolutamente ajeno a su presencia, que era precisamente lo que ellos pretendían por el momento. Las enormes cosas amarillas pasaron inadvertidas por Goonhilly, sobrevolaron Cabo Cañaveral sin que las detectaran; Woomera y Jodrell Bank las miraron sin verlas, lo que era una lástima porque eso era exactamente lo que habían estado buscando durante todos aquellos años.

El único sitio en el que se registró su paso fue en un pequeño aparato negro llamado Subeta Sensomático, que se limitó a hacer un guiño silencioso. Estaba guardado en la oscuridad, dentro de un bolso de cuero que Ford Prefect solía llevar colgado al cuello. Efectivamente, el contenido del bolso de Ford Prefect era muy interesante, y a cualquier físico terrestre se le habrían saltado los ojos de las órbitas sólo con verlo, razón por la cual su dueño siempre lo ocultaba poniendo encima unos manoseados guiones de obras que supuestamente estaba ensayando. Aparte del Subeta Sensomático y de los guiones, tenía un Pulgar Electrónico: una varilla gruesa, corta y suave, de color negro, provista en un extremo de dos interruptores planos y unos cuadrantes; también tenía un aparato que parecía una calculadora electrónica más bien grande. Estaba equipada de un centenar de diminutos botones planos y de una pantalla de unos diez centímetros cuadrados en la que en un momento podía verse cualquier cara de su millón de «páginas». Tenía un aspecto demencialmente complicado, y ésa era una de las razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de plástico que lo tapaba las palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables. La otra razón consistía en que tal aparato era el libro más notable que habían publicado las grandes compañías editoras de Osa Menor: la
Guía del Autoestopista galáctico
. El motivo por el que se publicó en forma de micro submesón electrónico, era porque, si se hubiera impreso como un libro normal, un autoestopista interestelar habría necesitado varios edificios grandes e incómodos para transportarlo.

Debajo del libro, Ford Prefect llevaba en el bolso unos biros, un cuaderno de notas y una amplia toalla de baño de Marks y Spencer.

La
Guía del autoestopista galáctico
tiene varias cosas que decir respecto a las toallas.

Dice que una toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de Jaglan Beta; se puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún está lo suficientemente limpia.

Y lo que es más importante: una toalla tiene un enorme valor psicológico. Por alguna razón, si un estraj (estraj: no autoestopista) descubre que un autoestopista lleva su toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en posesión de cepillo de dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de galletas, frasca, brújula, mapa, rollo de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de lluvia, traje espacial, etc. Además, el estraj prestará con mucho gusto al autoestopista cualquiera de dichos artículos o una docena más que el autoestopista haya «perdido» por accidente. Lo que el estraj pensará es que cualquier hombre que haga autoestop a todo lo largo y ancho de la galaxia, pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios bajos, luchando contra adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello, y sabiendo todavía dónde está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.

De ahí la frase que se ha incorporado a la jerga del autoestopismo:
«Oye, ¿sass tú a ese jupi Ford Prefect? Es un frud que de verdad sabe dónde está su toalla»
. (Sass: conocer, estar enterado de, saber, tener relaciones sexuales con; jupi: chico muy sociable; frud: chico sorprendentemente sociabilísimo.)

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