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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (53 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Oh, sí, claro que puedo. Y Levy Pants se irá a la basura. Pero no a causa de uno de tus jueguecitos —el señor Levy miró las dos cartas—. Este asunto de Abelman me ha hecho pensar en un montón de cosas. Por qué no compra nadie nuestros pantalones. Porque son muy malos. Porque siguen haciéndose con la misma hechura con que los hacía mi padre hace veinte años, con la misma tela. Porque aquel viejo tirano no quiso cambiar nada en la fábrica. Porque destruyó todo mi espíritu de iniciativa.

—Tu padre era un hombre inteligente. No le faltes al respeto en mi presencia.

—Cállate. La carta de Trixie me dio una idea. De ahora en adelante, sólo haremos bermudas. Menos problemas. Dan más beneficios y menos gastos. Quiero que la fábrica lance una nueva línea de prendas inarrugables. Levy Pants se convierte en Bermudas Levy.

—«Bermudas Levy.» Qué bonito. No me hagas reír. Quebrarás en un año. Eres capaz de cualquier cosa con tal de mancillar la memoria de tu padre. Eres incapaz de dirigir un negocio. Eres un fracasado, un
playboy
.

—¡Silencio! Son ustedes muy molestos. Si esto es la jubilación, preferiría volver a Levy Pants —la señorita Trixie avanzó hacia ellos con su caja de pastas—. Salgan de mi casa y envíenme mi cheque.

—Levy Pants no podía dirigirlo, es verdad. Pero creo que podré dirigir Bermudas Levy.

—Vaya, de repente te vuelves engreído —dijo la señora Levy en un tono que bordeaba la histeria. ¿Gus Levy dirigiendo una empresa? ¿Gus Levy dominante? ¿Qué podría decirles a Susan y a Sandra? ¿Qué podría decirle a Gus Levy? ¿Qué sería de ella? La Fundación se irá al garete, también, imagino.

—No, ni hablar —el señor Levy sonrió para sí; por fin su mujer andaba a la deriva, intentando orientarse en un mar de confusiones, pidiéndole instrucciones—. Estableceremos un premio. ¿Qué será lo que premiemos, hechos meritorios y valor?

—Sí —dijo humildemente la señora Levy.

—Mira. He aquí un rasgo de valor —cogió el periódico y señaló al negro que estaba de pie junto al idealista caído—. El primer premio será para él.

—¿Qué? ¿Para un delincuente con gafas oscuras? ¿Un personaje de la Calle Bourbon? Por favor, Gus. Esto no. León Levy ha muerto hace sólo unos años, déjale descansar en paz.

—Es muy práctico, es el tipo de maniobra que habría hecho sin duda el viejo. La mayoría de nuestros obreros son negros. Es una operación perfecta de relaciones públicas. Y puede que dentro de poco yo necesite más y mejores obreros. Esto creará un buen ambiente de trabajo.

—Pero yo no pensaba en eso —parecía como si a la señora Levy le dieran náuseas—. Los premios son para gente agradable.

—¿Dónde está ese idealismo que tanto pregonabas? Creí que te interesabas por los grupos minoritarios. Al menos, es lo que siempre me has dicho. En fin, lástima que echásemos a Reilly. El fue quien me condujo al verdadero culpable.

—No puedes vivir el resto de tu vida lleno de rencor.

—¿Quién habla de rencor? Estoy haciendo por fin cosas constructivas. Señorita Trixie, ¿dónde tiene el teléfono?

—¿Quién? —la señorita Trixie estaba contemplando un carguero de Monrovia que zarpaba con una carga de tractores International Harvester—. No tengo. Hay uno en la tienda de la esquina.

—Muy bien, señora Levy. Baje usted a la tienda. Llame al médico de Lenny y llame al periódico para que nos digan si saben cómo localizar a Jones, aunque esa gente no suele tener teléfono. Llama también a la policía, puede que ellos lo sepan. Dame el número. Llamaré yo personalmente.

La señora Levy se quedó perpleja mirando a su marido, las coloreadas pestañas inmóviles.

—Si va usted a la tienda, podría comprarme de paso ese jamón de Pascua —dijo la señorita Trixie—. Quiero ver ese jamón inmediatamente aquí en mi casa. Esta vez no quiero mentiras. Si quieren ustedes una confesión mía, será mejor que empiecen a corresponder.

Y le soltó un bufido a la señora Levy, enseñando los dientes como un símbolo, como un gesto de desafío.

—Venga —dijo el señor Levy a su mujer—. Ahora tienes tres motivos para ir a la tienda —le entregó un billete de diez dólares—. Te espero aquí.

La señora Levy cogió el dinero y dijo a su marido:

—Ahora debes sentirte feliz. Me he convertido en tu criada. Mantendrás esto como una espada sobre mi cabeza. Un pequeño desliz y tengo que sufrir este calvario.

—¿Un pequeño desliz, dices? Un desliz que casi nos cuesta medio millón de dólares. ¿Y de qué calvario hablas? Sólo tienes que bajar a la tienda de la esquina.

La señora Levy dio la vuelta y se abrió camino por el pasillo. Se oyó un portazo y, como si le hubieran quitado de encima un gran peso, la señorita Trixie cayó en un sueño juvenil. El señor Levy escuchó sus ronquidos y vio salir el carguero de Monrovia del puerto y enfilar río abajo, hacia el Golfo.

Se sentía tranquilo por primera vez en varios días, y algunos de los acontecimientos relacionados con la carta comenzaron a desfilar por su conciencia. Pensó en la carta a Abelman y luego fue recordando otro lugar donde había oído expresiones similares. Era en el patio de aquel chiflado de Reilly hacía una hora. «Habría que azotarla.» «Ese subnormal de Mancuso.» Así que era él en realidad quien la había escrito. El señor Levy contempló con ternura a la parte acusada, que roncaba sobre la caja de pastas holandesas. Por el bien de todos, pensó, tendrá que ser declarada incompetente y tendrá que confesar, señorita Trixie. La han hecho caer en una trampa. El señor Levy soltó una carcajada. ¿Por qué habría confesado tan sinceramente la señorita Trixie?

—¡Silencio! —masculló la señorita Trixie, despertando de repente.

En realidad, aquel chiflado de Reilly tenía cierto mérito. Se había salvado él, había salvado a la señorita Trixie y había salvado también al señor Levy. Y aquel Burman Jones fuera quien fuera, se había merecido un premio generoso... o una generosa recompensa. Ofrecerle un trabajo en la nueva empresa Bermudas Levy sería aún mejor desde el punto de vista de las relaciones públicas. Un premio y un puesto de trabajo. Con una buena publicidad periodística que acompañaría a la apertura de Bermudas Levy, ¿Era un buen truco o no lo era?

El señor Levy contempló el carguero que cruzaba la boca del Canal Industrial. La señora Levy estaría pronto en un barco, con destino a San Juan. Podía visitar a su madre en la playa, reír y cantar y bailar. La señora Levy, realmente, no encajaba en el plan de Bermudas Levy.

CATORCE

Ignatius se pasó el día en su habitación durmiendo y dándole a su guante de caucho durante sus frecuentes y angustiosos momentos de vigilia. El teléfono había estado sonando toda la tarde en el pasillo, y cada timbrazo le hacía sentirse más nervioso y angustiado. Arremetía contra el guante, desflorándolo, apuñalándolo, conquistándolo. Como cualquier celebridad, Ignatius había atraído a sus admiradores: los desdichados parientes de su madre, vecinos, gente a la que la señora Reilly llevaba años sin ver Habían llamado todos. A cada timbrazo del teléfono, Ignatius se imaginaba que era el señor Levy que volvía a llamar, pero siempre oía a su madre decir a quien llamaba las frases que estaban convirtiéndose lacrimosamente en fórmula genérica: «¿Verdad que es horrible? ¿Qué voy a hacer yo? Qué desgracia.» Cuando ya no podía soportarlo más, Ignatius salía de la habitación en busca de un Dr. Nut. Si encontraba por casualidad a su madre en el pasillo, ella no le miraba sino que fijaba la vista en las lanudas esferas de pelusa que se alzaban en el suelo tras la estela de su hijo. Parecía no interesarle nada de lo que su hijo pudiera decirle.

¿Qué haría el señor Levy? Abelman, por desgracia, era un individuo bastante quisquilloso, un tipo demasiado mezquino para aceptar una pequeña crítica, una hipersensible molécula de ser humano. Había escrito al destinatario inadecuado; había lanzado aquella andanada valerosa y militante a un público inadecuado. En aquel momento, su sistema nervioso no podía afrontar un proceso judicial. Se desmoronaría ante el juez. Se preguntó cuánto tardaría el señor Levy en caer de nuevo sobre él. ¿Qué enigma senil estaría soltándole la señorita Trixie al señor Levy? El señor Levy volvería furioso y confuso, decidido esta vez a meterle en la cárcel de inmediato. Esperar su regreso era como esperar una ejecución. La intensa jaqueca persistía. El Dr. Nut le sabía a hiél. Abelman exigía mucho dinero, sin duda, debía haberse sentido ofendidísimo. Cuando se descubriese al verdadero autor de la carta, ¿qué exigiría Abelman en vez de quinientos mil dólares? ¿Una vida?

El Dr. Nuts era como un ácido que bajase gorgoteando hasta su intestino. Se llenó de gas, pues la válvula sellada lo atrapaba igual que un globo cerrado por la boca. De su garganta brotaban grandes eructos que ascendían saltando hacia el cuenco lleno de desechos de la lámpara de cristal opalino. Desde el momento en que se le pedía a uno que entrase en este siglo brutal, podía suceder cualquier cosa. Por todas partes acechaban trampas como Abelman, los insípidos Cruzados por la Dignidad Mora, el cretino de Mancuso, Dorian Greene, periodistas, bailarinas de striptease, pájaros, fotografías, delincuentes juveniles, pornógrafas nazis. Y, especialmente, Myrna Minkoff. Los productos de consumo Y, sobre todo, Myrna Minkoff. Había que darle su merecido a aquella mozuela almizcleña. Fuese como fuese. Algún día. Tenía que pagar. Pasase lo que pasase, debía darle su merecido, aunque la venganza tardase años en llegar y tuviera que acecharla durante décadas, de café en café, de una orgía de canciones folk a otra, de metro a piso, de algodonal a manifestación. Ignatius lanzó una complicada maldición isabelina sobre Myrna y, dándose la vuelta, abusó frenéticamente del guante una vez más.

¿Cómo se atrevía su madre a pensar en matrimonio? Sólo alguien tan simplón como ella podría ser tan desleal. El vejestorio fascista iniciaría una caza de brujas tras otra, hasta que el previamente intacto Ignatius J. Reilly quedara reducido a la condición de un fragmentado y balbuciente vegetal. El viejo fascista prestaría testimonio en favor del señor Levy, con el objeto de que su futuro hijastro fuera encerrado y quedara él en libertad para satisfacer sus arcaicos y depravados deseos con la ingenua Irene Reilly, para realizar sus prácticas conservadoras sobre Irene Reilly con libertad de empresa. La Seguridad Social y los sistemas de compensación de los parados no protegían a las prostitutas. Sin duda, ésa era la causa de que el libertino de Robichaux se sintiera atraído por ella. Sólo Fortuna sabía lo que habría aprendido en sus manos.

La señora Reilly escuchaba los chirridos y eructos que emanaban de la habitación de Ignatius y se preguntaba si, para colmo de males, le iría a dar un ataque. Pero no quería ver a Ignatius. Siempre que oía abrirse su puerta, corría a su habitación para evitarle. Quinientos mil dólares era una suma que ella ni siquiera podía imaginar. Tampoco podía imaginar el castigo que se administraba al individuo que hubiera hecho algo tan horroroso como para costar quinientos mil. Si el señor Levy tenía dudas, ella no las tenía. Ignatius era capaz de haber escrito cualquier cosa. ¡Qué horror! Ignatius en la cárcel. Sólo había un medio de salvarle. Arrastró el teléfono por el pasillo todo lo que dio el cable y, por cuarta vez en aquel día, marcó el número de Santa Battaglia.

—Vaya por Dios, mujer, pues sí que estás preocupada —dijo Santa—. ¿Qué ha pasado ahora?

—Me temo que Ignatius está metido en un lío que es mucho peor que una simple foto en el periódico —cuchicheó la señora Reilly—. No puedo hablar por teléfono. Tenías toda la razón, Santa. Hay que meter a Ignatius en el Hospital de Caridad.

—Vaya, por fin. Te lo he estado diciendo hasta quedarme ronca. Claude llamó hace un momento. Dice que Ignatius hizo una gran escena en el hospital cuando se encontraron. Dice que Ignatius le da miedo, que es muy grande.

—Qué horror, mujer. Lo del hospital fue horroroso. Ya te expliqué que Ignatius se puso a chillar. Con todas las enfermeras allí y los enfermos. Yo me moría de vergüenza. Claude no está muy enfadado, ¿verdad?

—No está enfadado, no, pero no le gusta que estés sola en esa casa. Me pregunto si no sería mejor que fuésemos él y yo ahí a estar contigo.

—No lo hagáis, mujer, no —se apresuró a decir la señora Reilly.

—¿Pero en qué lío se ha metido Ignatius ahora?

—Ya te contaré luego. Ahora sólo puedo decirte que he estado todo el día pensando en lo del Hospital de Caridad y que por fin he tomado una decisión. Ahora es el momento. Es mi hijo, pero tenemos que hacer que le traten, por su propio bien —la señora Reilly intentó recordar la frase que se utilizaba siempre en los dramas con juicio de la tele—: Tenemos que conseguir declararle temporalmente loco.

—¿
Temporalmente
? —refunfuñó Santa.

—Tenemos que ayudarle antes de que se lo lleven.

—¿Pero quién va a llevárselo?

—Al parecer, hizo una patochada cuando trabajaba en Levy Pants.

—¡Oh, Señor! No esperes más. ¡Irene! Cuelga y llama a esa gente del Hospital de Caridad ahora mismo, querida.

—No, escucha. No quiero estar aquí cuando vengan. En fin, Ignatius es muy grandote. Podría armar un lío. Yo no podría soportarlo. Ya tengo los nervios bastante destrozados.

—Grandote sí que es, sí. Sería como capturar a un elefante salvaje. Esa gente haría mejor llevando una red bien grande —dijo ávidamente Santa—. Irene, es la mejor decisión que podías haber tomado. Te diré algo. Voy a llamar ahora mismo al Hospital de Caridad. Tú vente a casa. Le diré a Claude que venga también. Estoy segura de que se alegrará. ¡Puf! En una semana, estarás enviando las invitaciones de boda. Y antes de que termine el año, vas a tener propiedades, ya verás, querida. Y tendrás una pensión del ferrocarril.

Todo esto le sonaba muy bien a la señora Reilly, pero aun así, preguntó, un tanto vacilante:

—¿Y de los comunistas qué?

—Tú no te preocupes por eso, mujer. Ya nos libraremos de ellos. Claude estará muy ocupado preparando la casa. Le dará mucho trabajo convertir la habitación de Ignatius en un cuartito decente.

Santa rompió en un jocoso repiqueteo de barítono.

—La señorita Annie se morirá de envidia cuando vea la casa arreglada. Lo que tienes que decirle es esto, mujer: «Salga usted también por ahí y muévase un poco. Verá cómo también le arreglan la casa —Santa soltó una risotada—. Bueno, chica, cuelga el teléfono y vente para acá. Ahora mismo llamaré al Hospital de Caridad. ¡Sal inmediatamente de esa casa!

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