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Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (30 page)

BOOK: La decisión más difícil
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Hojeo el folleto de una tienda de comestibles, una revista de deportes y un anuncio de precios para llamadas a larga distancia antes de abrir una carta de nuestro fondo de inversiones. No es algo a lo que preste mucha atención. Brian suele manejar las finanzas que requieren más que hacer un balance básico del talonario. Además, los tres fondos de inversiones que tenemos están destinados a la educación de los niños. No somos el tipo de familia con suficiente liquidez para jugar en bolsa.

Apreciada señora Fitzgerald:

La presente es para confirmar su reciente extracción del fondo #323456, Brian D. Fitzgerald, custodio de Catherine S. Fitzgerald, la cantidad de 8 369,56 dólares. Tal desembolso cierra definitivamente la cuenta.

Es el mayor error bancario que hemos tenido. Alguna vez nos hemos quedado en números rojos por cuestión de centavos, pero nunca hemos perdido ocho mil dólares. Salgo de la cocina hacia el patio, donde Brian está enrollando la manguera del jardín.

—Bueno, o alguien del fondo de inversiones la ha cagado —digo pasándole la carta— o la segunda mujer a quien mantienes ya no es un secreto.

Tarda bastante en leerla, tanto que me doy cuenta de que no es un error. Brian se seca la frente con el reverso de la muñeca.

—Yo saqué el dinero —dice.

—¿Sin decírmelo?

No me imagino a Brian haciendo eso. Ha habido momentos, en el pasado, en que hemos sacado algo de las cuentas de los niños, pero sólo porque puntualmente no llegábamos a fin de mes pagando el gasoil y el alquiler, o porque necesitábamos el pago a cuenta del nuevo coche cuando el viejo estaba demasiado viejo. Nos quedábamos despiertos en la cama sintiendo que la culpa nos pesaba como otro edredón, prometiéndonos mutuamente que devolveríamos el dinero a su sitio tan rápidamente como fuese posible.

—Los chicos del parque de bomberos han intentado aportar algo de dinero, como te dije. Tenían diez mil dólares. Con eso, el hospital acepta hacernos un plan de pago.

—Pero dijiste…

—Sé lo que dije, Sara.

Sacudo la cabeza, aturdida.

—¿Me mentiste?

—Yo no…

—Zanne ofreció…

—No dejaré que tu hermana asuma el cuidado de Kate —dice Brian—. Tengo que hacerlo yo.

La manguera cae al suelo, goteando y chorreando a nuestros pies.

—Sara, no va a vivir lo suficiente para necesitar ese dinero para la universidad.

El sol brilla. El aspersor se mueve en la hierba, creando un arco iris. Es un día demasiado bonito para palabras como ésas. Me doy la vuelta y me meto corriendo en casa. Me encierro en el lavabo.

Un momento después, Brian golpea la puerta.

—¿Sara? Sara, lo siento.

Hago como si no lo oyera. Hago como si no hubiese oído nada de lo que ha dicho.

En casa, todos llevamos máscaras para que Kate no tenga que llevarla. Mientras se lava los dientes o se sirve cereales, le miro las uñas para ver si las estrías oscuras de la quimioterapia han desaparecido, señal del éxito del trasplante de médula ósea. Dos veces al día pongo a Kate inyecciones de factor de crecimiento en el muslo, necesarias hasta que el número de neutrófilos llegue a mil. En ese punto, la médula se estará regenerando a sí misma.

Todavía no puede volver a la escuela, así que hacemos que nos envíen los deberes a casa. Una o dos veces ha venido conmigo a recoger a Anna del jardín de infancia, pero se niega a salir del coche. Va y viene del hospital para el recuento sanguíneo rutinario, pero si luego sugiero desviarnos un momento al videoclub o al Dunkin’ Donuts, no quiere.

Un sábado por la mañana, la puerta de la habitación de las chicas está entreabierta. Llamo con educación.

—¿Quieres ir al centro comercial?

—Ahora no —responde Kate.

—Estaría bien salir de casa —digo apoyándome en el marco.

—No quiero.

Sé que no se da cuenta de que lo está haciendo, pero se pasa la mano por la cabeza y mete la mano en el bolsillo trasero.

—Kate —empiezo.

—No lo digas. No me digas que nadie se me va a quedar mirando, porque lo harán. No me digas que no importa, porque importa. Y no me digas que tengo buen aspecto porque es mentira.

Los ojos, sin pestañas, se le llenan de lágrimas.

—Soy un monstruo, mamá. Mírame.

Lo hago y veo los puntos donde antes tenía las cejas, la inclinación de su frente interminable y los pequeños bultos y protuberancias que normalmente se esconden bajo el pelo.

—Bueno —digo sin alterar la voz—, podemos arreglarlo.

Sin decir más, salgo de la habitación, sabiendo que Kate me seguirá. Paso por el lado de Anna, que deja el cuaderno de colorear y sigue a su hermana. En el sótano, saco una maquinilla eléctrica antigua que encontramos cuando compramos la casa. Entonces me la paso justo por el centro de mi cabellera.

—Mamá —exclama Kate.

—¿Qué?

Una cascada de olas color castaño cae sobre el hombro de Anna. Ésta la recoge con cuidado.

—No es más que pelo.

Con otra pasada de la maquinilla, Kate se pone a sonreír. Señala un punto que me he olvidado, donde un mechón pequeño sobresale como un bosque. Me siento sobre una caja de leche del revés y le dejo que me afeite el otro lado de la cabeza. Anna se sube a mi regazo.

—Luego yo —me pide.

Una hora después, paseamos por el centro comercial cogidas de la mano, un trío de chicas malas. Nos quedamos varias horas. Por donde pasamos, las cabezas se dan la vuelta y las voces susurran. Somos tres veces más bonitas.

F
IN DE SEMANA

Por el humo se sabe dónde está el fuego.

J
OHN
H
EYWOOD

Proverbios

J
ESSE

No lo niegues. Has pasado al lado de una excavadora o de otra máquina aparcada en el arcén de la autopista, tras horas, y te preguntaste por qué los operarios de la carretera dejan allí el equipamiento, donde cualquiera, y quiero decir yo, podía robarlo. El primer robo de camión lo cometí hace muchos años: desmonté una hormigonera y la tiré cuesta abajo, mientras me quedaba mirando cómo rodaba hasta estamparse contra el remolque de una compañía de construcción. Ahora mismo hay un camión de la basura a un kilómetro y medio de mi casa. Lo he visto durmiendo como un bebé elefante junto a una pila de barreras en la I-195. No es que lo haga por gusto, pero los pobres no tenemos elección. Debido a mi primer enfrentamiento con la ley, mi padre se ha quedado mi coche y lo guarda en el parque de bomberos.

Conducir un camión de basura es algo muy distinto a conducir mi coche. Primero, ocupas toda la puta carretera. Segundo, es como conducir un tanque o, al menos, como creo que sería conducir un tanque si, para conducir uno, no tuvieses que alistarte en un ejército lleno de gilipollas mojigatos locos por el poder. Tercero (y menos apetecible), la gente te ve venir. Cuando llego al paso subterráneo donde Duracell Dan construye su casa de cartón, se esconde entre sus filas de bidones de ciento cincuenta litros.

—Oye —digo saliendo de la cabina del camión—, soy yo.

Dan tarda todavía un minuto en asegurarse de que le digo la verdad.

—¿Te gusta mi trasto? —le pregunto.

Se levanta con cuidado y se apoya en el lado rayado del camión. Entonces se ríe.

—Tu jeep ha estado tomando esteroides, chico.

Cargo la parte trasera de la cabina con los materiales que necesito. ¡Qué bonito sería llevar el camión hasta una ventana, vaciar varias botellas de mi Especial Pirómano e irme viendo todo arder en llamas! Dan llega hasta la puerta del conductor. «Lávame», escribe en el polvo.

—Eh —digo, y le pregunto si quiere venir sólo porque nunca antes lo he hecho.

—¿De verdad?

—Claro. Pero con una condición. Nada de lo que veas o hagamos debe salir de aquí.

Con un gesto hace como si se cerrara la boca con un candado y tirase la llave. Cinco minutos después, estamos de camino hacia una cabaña que solía utilizar un colega para guardar su barco. Dan juega con los controles del camión, subiendo y bajando el mecanismo trasero mientras conduzco. Me digo a mí mismo que lo he invitado para añadir emoción al asunto. Cuando haces participe a otra persona es más excitante. Pero en realidad es porque hay noches en que sólo quieres saber si hay alguien más en este planeta inmenso.

A los once años me regalaron un monopatín. Nunca pedí uno. Fue un regalo por remordimiento. Con los años me cayeron algunos más, normalmente en relación con algún episodio de Kate. Mis padres la llenaban de regalos siempre que tenían que hacerle algo, y dado que Anna solía estar implicada, también le hacían regalos increíbles. Pero luego, al cabo de una semana, mis padres se sentían mal por la falta de equidad y me compraban algún juguete para asegurarse de que no me sintiera al margen.

En cualquier caso, no voy a contar ahora lo increíble que era ese monopatín. En el reverso tenía una calavera que brillaba en la oscuridad, y de los dientes caía sangre verde. Las ruedas eran de color amarillo neón y, cuando saltaba encima de la gruesa tabla con las zapatillas de deporte, chirriaba como una estrella de rock aclarándose la garganta. Iba arriba y abajo por la carretera, por las aceras, aprendiendo a hacer
wheelies
,
kickflips
y
ollies
. Sólo existía una regla: no meterse en medio de la calle porque podía pasar un coche en cualquier momento. Los niños nos podemos hacer daño en un instante.

Bueno, no hace falta que os diga que chalados de once años y normas paternas son como el aceite y el agua. Al final de mi primera semana con el monopatín ya hubiese preferido tirarme de cabeza al alcohol que seguir circulando por la acera con todos los capullos.

Suplicaba a mi padre que me llevara a sitios como el aparcamiento de Kmart, a la cancha de baloncesto de la escuela o a algún sitio donde pudiese pasármelo un poco mejor. Me prometió que el viernes, después de la aspiración rutinaria de médula ósea de Kate, iríamos todos a la escuela. Yo llevaría el monopatín, Anna la bicicleta y si Kate tenía ganas, los patines en línea.

Dios mío, qué impaciente me puse. Engrasé las ruedas, limpié la tabla y practiqué una doble hélice en el camino de entrada, en la rampa que yo mismo había construido con trozos de madera contrachapada y un tronco grueso. Tan pronto como vi el coche en el que mi madre y Kate llegaban del hematólogo, corrí hacia el porche sin perder tiempo.

Pero mi madre también parecía tener prisa. Porque se abrió la puerta de la furgoneta y vi a Kate cubierta de sangre.

—Llama a tu padre —ordenó sosteniendo un fajo de pañuelos en la cara de Kate.

No era una simple hemorragia nasal. Mi madre siempre me decía, cuando me ponía nervioso, que la sangre es más llamativa de lo que parece en realidad. Fui a buscar a mi padre y los dos llevaron a Kate al cuarto de baño consolándola para que no llorara, ya que eso lo haría lodo más difícil.

—Papá —dije—, ¿cuándo nos vamos?

Pero estaba demasiado ocupado taponando la nariz de Kate con montones de papel higiénico.

—¿Papá? —repetí.

Mi padre me miró, pero no contestó. Tenía los ojos nublados, y miraba a través de mí como si yo estuviese hecho de humo.

Ésa fue la primera vez que pensé que quizá lo fuese de verdad.

Lo que más me gusta del fuego es que es insidioso. Repta, lame, le mira por encima del hombro y suelta una carcajada. Y, joder, es hermoso. Como una puesta de sol devorando todo lo que encuentra en su camino. Por primera vez, alguien admira mi obra. A mi lado, Dan suelta un pequeño sonido gutural desde el fondo de la garganta. De respeto, sin duda. Pero cuando lo miro, orgulloso, lo veo con la cabeza metida en el cuello grasiento de la chaqueta militar. Le caen lágrimas por la cara.

—Dan, tío, ¿qué te pasa?

Es cierto que está loco, pero tampoco me lo explico. Le pongo la mano en el hombro y, por su reacción, dirías que le has puesto un escorpión.

—¿Te da miedo el fuego, Danny? No hay por qué temerlo. Aquí no hay nadie, estamos a salvo.

Le muestro lo que espero que sea una sonrisa alentadora. ¿Y si de repente se asusta, empieza a gritar y aparece algún poli?

—Esa cabaña —dice Dan.

—Tranquilo, nadie la echará en falta.

—Pero ahí es donde vive la rata.

—Ya no —respondo.

—Pero la rata…

—Los animales huyen cuando sienten el fuego. Te lo digo yo. La rata estará perfectamente bien. Relájate.

—Pero ¿y los periódicos? En uno está la noticia del asesinato del presidente Kennedy…

Se me pasa por la cabeza que la rata no es un roedor sino otro mendigo. Alguien que usa esa casa abandonada para guarecerse.

—Dan, ¿pretendes decirme que vive alguien allí?

Mira las llamas con lágrimas en los ojos. Después, repitiendo mis propias palabras, dice:

—Ya no.

Como decía, tenía once años, y aún no sé cómo me las apañé para ir de mi casa en Upper Darby hasta el centro de Providence. Supongo que tardé horas. Supongo que pensé que con mi capa de superhéroe que me hacía invisible, podría desaparecer y aparecer de repente en cualquier otro lado.

Me puse a prueba. Me paseé por el centro financiero, mientras la gente iba pasando junto a mí, segura de sí misma, con los ojos clavados en el suelo o la vista al frente como ejecutivos muertos. Pasé ante una pared de espejos de cristal de un edificio en el que veía mi imagen reflejada. Pero ninguna de las caras que hacía ni el largo rato que pasé allí llamaron la atención de la gente.

Acabé en medio de un cruce, justo bajo el semáforo, con los taxis pitando y un coche girando a la izquierda mientras un par de polis corrían para salvarme de morir atropellado. Cuando llegó mi padre a la comisaría, me preguntó en qué demonios estaba pensando.

De hecho, no pensaba nada. Sólo quería encontrar un lugar donde alguien me hiciese caso.

Primero me quito la camiseta y la meto en un charco que hay a un lado de la carretera. Después me la enrollo en la cabeza y la cara. El humo ya crea furiosas nubes negras. En mi oído resuenan sonidos de sirenas. Pero se lo he prometido a Dan.

Lo primero que siento es el calor, un muro de fuego más sólido de lo que parece. La estructura de la cabaña aún resiste, como rayos X de color naranja. Una vez dentro, no veo absolutamente nada.

—Rata —grito mientras ya siento las consecuencias del humo que me van secando la garganta—. ¡Rata!

BOOK: La decisión más difícil
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