Read La decisión más difícil Online

Authors: Jodi Picoult

Tags: #Drama

La decisión más difícil (44 page)

BOOK: La decisión más difícil
4.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Pero, bueno, Campbell, por el amor de Dios. Si no es capaz de enfrentarse a su madre en la sala de estar de su casa, mucho menos en un interrogatorio. ¿Qué esperabas?

Levanta la vista, penetrante.

—¿Qué piensas decirle a DeSalvo?

—¿Me lo preguntas por Anna o porque tienes miedo de perder el caso?

—Gracias, pero ya descargué mi conciencia en Cuaresma.

—¿No vas a preguntarte por qué una chica de trece años se ha ido de tu lado con tal berrinche?

Hace una mueca.

—Oye, Julia, ¿por qué no dejas de meterte donde no te llaman y me arruinas el caso, que es lo que pensabas hacer antes que nada y en primer lugar?

—Éste no es tu caso, sino el de Anna. Aunque entiendo muy bien por qué tú ves las cosas de otro modo.

—¿Qué se supone que pretendes decir con eso?

—Sois unos cobardes. Tenéis los dos una endemoniada tendencia a huir de vosotros mismos —le digo—. Comprendo cuáles son las consecuencias de las que Anna tiene tanto miedo. Pero ¿y tú?

—No sé de qué me estás hablando.

—Ah, ¿no? ¿Qué se ha hecho de tus gracias? ¿O es que es demasiado difícil bromear sobre algo que te toca tan de cerca? Huyes cada vez que alguien se te acerca demasiado. Eso está muy bien si Anna no es más que un cliente, pero, en el mismo momento en que se convierte en alguien que te importa, ya te ves en un aprieto. Y en cuanto a mí, ¡ja!, un polvo rápido está muy bien, pero dejarte implicar emocionalmente, eso ya es otro cantar. La única relación que tienes es con tu perro e incluso eso es un enorme secreto de Estado.

—Te estás pasando de la raya, Julia…

—No, ni hablar, probablemente sea la única persona cualificada para hacerte saber con detalle el mequetrefe que eres. Pero eso ya te va bien, ¿no? Porque si todos piensan que eres un cretino, nadie se va a molestar en acercarse demasiado. —Me quedo mirándole un poco más—. Es desalentador saber que alguien más es capaz de ver en tu interior, ¿no es así, Campbell?

Se levanta, con expresión adusta.

—Tengo un caso que defender.

—Adelante —le digo—. Pero asegúrate de que separas la justicia del cliente que la necesita. Si no, ¡Dios nos libre!, a lo mejor descubres que tienes un corazón que late.

Me marcho, antes de ponerme en evidencia más aún, y oigo la voz de Campbell a mis espaldas.

—Julia. Eso no es verdad.

Cierro los ojos, y contra mi primer impulso, me vuelvo.

Se queda dubitativo.

—El perro. Yo…

Pero, sea lo que sea lo que está a punto de reconocer, se ve interrumpido por la aparición de Vern en la puerta.

—Tienes al juez DeSalvo en pie de guerra —interrumpe—. Llegas tarde, y la máquina se ha quedado sin café con leche.

Miro a Campbell a los ojos, esperando que acabe la frase.

—Eres mi próximo testigo —dice sin alterar la voz, y el momento se ha desvanecido antes de que pueda recordar siquiera que ha existido.

C
AMPBELL

Es cada vez más y más duro ser un hijo de puta.

Cuando entro en la sala me tiemblan las manos. En parte es, por supuesto, por la misma historia de siempre. Pero en parte tiene que ver también con el hecho de que mi cliente está tan receptiva como un pedrusco a mi lado y con que la mujer por la que estoy loco es la persona a la que estoy a punto de hacer subir al estrado. Lanzo una mirada a Julia al entrar el juez. Ella mira ostensiblemente a otro lado.

Se me cae rodando el bolígrafo de la mesa.

—Anna, ¿me lo puedes coger?

—No sé. Quizá sea una pérdida de tiempo y de recursos humanos, ¿no? —dice, y el maldito bolígrafo se queda en el suelo.

—¿Está preparado para llamar a su siguiente testigo, señor Alexander? —me pregunta el juez DeSalvo, pero antes de poder pronunciar siquiera el nombre de Julia, Sara Fitzgerald solicita acercarse al banquillo.

Me preparo para una nueva complicación, convencido de que mi abogada rival no va a defraudarme.

—La psiquiatra a la que he solicitado llamar como testigo tiene un compromiso en el hospital esta tarde. ¿Le parece bien a este tribunal si nos saltamos el orden para escuchar su testimonio?

—¿Señor Alexander?

Me encojo de hombros. Para mí viene a ser un aplazamiento de la sentencia, así que me siento junto a Anna, mientras veo subir al estrado a una pequeña mujer de piel oscura con un moño retorcido, diez grados demasiado tenso para su rostro.

—Díganos por favor su nombre y dirección, para el registro —comienza Sara.

—Doctora Beata Neaux —dice la psiquiatra—, 1250 Orrick Way, Woonsocket.

«Doctora No
[22]
». Miro en torno, pero al parecer soy el único fan de James Bond. Cojo un cuaderno de notas oficial y le escribo una nota a Anna: «Si se casa con el doctor Chance, será la doctora Neaux-Chance
[23]
».

Una sonrisa aflora en la comisura de los labios de Anna. Recoge el bolígrafo caído en el suelo y me escribe como respuesta: «Si se divorcia y se casa luego con el señor Buster, será la doctora Neaux-Chance-Buster
[24]
».

Nos reímos los dos, y el juez DeSalvo carraspea y nos mira.

—Perdón, señoría —digo.

Anna me pasa otra nota: «Todavía estoy muy enfadada contigo».

Sara se acerca a su testigo.

—¿Podría explicarnos, doctora, cuál es su especialidad?

—Soy psiquiatra infantil.

—¿Cómo conoció a mis hijos?

La doctora Neaux mira a Anna.

—Hace unos siete años trajo usted a su hijo Jesse por ciertos problemas de conducta. Después fui conociendo a los demás, los he visto en varias ocasiones y he hablado con ellos sobre diversas cuestiones que han ido surgiendo.

—Doctora, le llamé la semana pasada y le pedí que preparara un informe en el que expresara su opinión de experta acerca de los daños psicológicos que podría sufrir Anna si su hermana muriera.

—Sí. De hecho he realizado una pequeña investigación. Hubo un caso similar en Maryland en el que se le pidió a una niña que fuera donante en beneficio de su hermana gemela. El psiquiatra que examinó a las gemelas descubrió que había una identificación tan grande entre ambas que si se obtenía el éxito esperado, redundaría en un beneficio inmenso para el donante. —Mira a Anna—. En mi opinión, se enfrentan en este caso a una serie de circunstancias similar. Entre Anna y Kate existe una afinidad muy estrecha, y no sólo genéticamente hablando. Viven juntas. Pasan tiempo juntas. Han pasado su vida juntas, literalmente. El hecho de que Anna done un riñón que sirva para salvar la vida de su hermana es un regalo extraordinario… y no sólo para Kate. Porque Anna continuará formando parte de la familia intacta que la define, en lugar de convertirse en una familia que haya perdido a uno de sus miembros.

Es tal la cantidad de tonterías y de verborrea psicológica que apenas puedo seguir escuchando, pero, ante mi asombro, el juez parece estar tomándoselo con mucha seriedad. También Julia inclina la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. ¿Seré la única persona en la sala con el cerebro en buen estado?

—Es más —continúa la doctora Neaux—, hay varios estudios que señalan que los niños que han sido donantes tienen una mayor autoestima y se sienten más importantes en el seno de la estructura familiar. Se consideran a sí mismos superhéroes, porque han sido capaces de hacer algo que nadie más era capaz de hacer.

Es la descripción más alejada a la realidad de Anna Fitzgerald que he oído en mi vida.

—¿Cree que Anna es capaz de tomar sus propias decisiones en materia de salud? —pregunta Sara.

—Rotundamente no.

Vaya una sorpresa.

—Sea cual sea la decisión que tome, influirá en la familia entera —dice la doctora Neaux—. Es algo en lo que no dejará de pensar mientras reflexione sobre su decisión, por lo cual ésta nunca será por completo independiente. Además, sólo tiene trece años. Desde el punto de vista de su desarrollo personal, su cerebro aún no está preparado para ver las consecuencias a tan largo plazo, por lo que cualquier decisión que tome se basará en consideraciones acerca del futuro más inmediato.

—Doctora Neaux —interviene el juez—, ¿cuál sería su consejo en el caso que nos ocupa?

—Anna necesita la guía de otra persona con más experiencia en la vida… alguien que piense en lo mejor para ella. Estoy contenta de trabajar con la familia, pero los padres necesitan ser padres; en este caso… porque los hijos no pueden asumir ese papel.

Cuando Sara me cede el turno de su testigo, entro a matar.

—¿Está pidiéndonos que creamos que donar un riñón va a reportarle a Anna toda una serie de fabulosos beneficios psicológicos?

—Correcto —dice la doctora Neaux.

—¿No es razonable también pensar entonces que si después de donar el riñón su hermana muere como resultado de la operación, entonces Anna sufrirá un trauma psicológico muy importante?

—Creo que sus padres le ayudarían a racionalizarlo.

—¿Qué me dice del hecho que Anna diga que no quiere seguir siendo donante? —señalo—. ¿No le parece importante?

—Sí, desde luego. Pero, como ya he dicho, el estado actual de la mente de Anna está orientado hacia las consecuencias a corto plazo. Ella no sabe valorar el alcance real de tal decisión.

—¿Quién lo sabe? —le pregunto—. La señora Fitzgerald no tiene trece años, pero, por lo que se refiere a la salud de Kate, vive cada día que pasa sin saber lo que sucederá al siguiente, ¿no le parece?

La psiquiatra asiente a regañadientes.

—Podría decirse que ella define su propia capacidad para ser una buena madre en función de cuidar de la salud de Kate. De hecho, si sus acciones mantienen a Kate con vida, ella se beneficia también psicológicamente.

—Por supuesto.

—La señora Fitzgerald estaría mucho mejor en una familia que incluyera a Kate. Es más, me aventuraría a decir que no todas las decisiones que toma en su vida son independientes, sino que están matizadas por los temas que conciernen a la salud de Kate y a sus cuidados.

—Es probable.

—Entonces, y siguiendo su propio razonamiento —concluyo—, ¿no es cierto que Sara Fitzgerald aparece, siente y actúa como una donante para Kate?

—Bueno…

—Sólo que ella no ha donado su propia médula y su propia sangre, sino las de Anna.

—Señor Alexander —me avisa el juez.

—Y si Sara encaja en el perfil psicológico de la personalidad de un donante estrechamente relacionado con el paciente que no puede tomar decisiones independientes, entonces, ¿por qué va a ser ella más capaz de tomar esa decisión en lugar de Anna?

Por el rabillo del ojo puedo ver el rostro estupefacto de Sara. Oigo al juez golpear con el martillo.

—Tiene usted razón, doctora Neaux… los padres necesitan ser padres —digo—. Pero en ocasiones no basta con eso.

J
ULIA

El juez DeSalvo estipula un descanso de diez minutos. Dejo en el suelo mi pequeña mochila de tela guatemalteca y me pongo a lavarme las manos cuando se abre la puerta de uno de los compartimentos de los servicios. Sale Anna, que se queda dudando unos segundos, hasta que abre el grifo del lavabo junto al mío.

—Hey —le digo.

Anna coloca las manos bajo el secador. El aire no sale, el sensor no ha detectado sus manos, no sé por qué. Ella vuelve a mover los dedos bajo el aparato, mirándolos, como si quisiera cerciorarse de que no es invisible. Le da un golpe al utensilio de metal.

Al inclinarme yo y poner la mano debajo, un chorro de aire caliente irrumpe contra mi palma. Compartimos esa modesta calidez, como vagabundos alrededor de una caldera panzuda.

—Campbell me ha dicho que no quieres testificar.

—No tengo ganas de hablar del tema —dice Anna.

—Verás, a veces para conseguir lo que más quieres, tienes que hacer lo que menos te gusta.

Ella apoya la espalda contra la pared del lavabo y se cruza de brazos.

—¿Murió alguien y te reencarnaste en Confucio? —Anna se vuelve y se agacha para recogerme la mochila—. Me gusta. Cuántos colores.

La cojo y me la paso por el hombro.

—Cuando estuve en Sudamérica vi muchas ancianas tejiendo este tipo de cosas. Hacen falta veinte carretes de hilo diferentes para hacer este diseño.

—Me encanta, de verdad —dice Anna, o eso es lo que me ha parecido entender, porque cuando ha acabado de decirlo ya ha salido del cuarto de baño.

Observo las manos de Campbell. Las mueve mucho cuando habla, casi parece como si se sirviera de ellas para puntualizar lo que está diciendo. Pero le tiemblan un poco, lo que atribuyo al hecho de que no sabe lo que yo voy a decir.

—Como tutora ad litem —me pregunta—, ¿cuál sería su recomendación en el caso que nos ocupa?

Hago una profunda inspiración y miro a Anna.

—Lo que veo aquí es a una joven que se ha pasado la vida sintiendo una responsabilidad enorme por el bienestar de su hermana. De hecho, ella sabe que la trajeron a este mundo para cargar con esa responsabilidad. —Miro a Sara, sentada a su mesa—. Creo que su familia, cuando concibieron a Anna, tenían la mejor de las intenciones. Querían salvar la vida de su hija mayor, pensando que Anna sería un nuevo y valioso miembro para la familia, no tan sólo por su aportación desde el punto de vista genético, sino también porque querían amarla también a ella y velar por su crecimiento. —Me vuelvo entonces hacia Campbell—. También comprendo el modo en que esta familia convirtió en algo crucial el hecho de hacer cualquier cosa, todo lo humanamente posible, por salvar la vida de Kate. Cuando quieres a alguien, harías cualquier cosa por que siguiera a tu lado.

De pequeña solía despertarme en mitad de la noche y me ponía a recordar los sueños más locos: que volaba, que me quedaba encerrada en una fábrica de chocolate, que era la reina de una isla del Caribe. Me despertaba con el olor a frangipani en el pelo o con nubes atrapadas en el dobladillo del camisón, hasta que me daba cuenta de que estaba en otro lugar diferente. Y por mucho que me esforzara, aunque volviera a dormirme, no conseguía regresar a la fábrica del sueño que acababa de tener.

En una ocasión, la noche en que Campbell y yo estuvimos juntos, me desperté entre sus brazos. Él dormía aún. Tracé la geografía de su rostro: desde los riscos de los pómulos hasta el torbellino de la oreja, pasando por las marcas de reír junto a la boca. Entonces cerré los ojos y por vez primera en mi vida volví a sumirme en el mismo sueño, en el mismo lugar que acababa de abandonar.

BOOK: La decisión más difícil
4.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Naked Singularity: A Novel by De La Pava, Sergio
Riley by Susan Hughes
Proof of Intent by William J. Coughlin
Killer Scents by Adelle Laudan
Self-Sacrifice by Struan Stevenson
Island in the Dawn by Averil Ives