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Authors: F. Paul Wilson

Tags: #Terror

La fortaleza (9 page)

BOOK: La fortaleza
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Se volvió hacia la pintura, pero encontró que la luz había cambiado. Limpió sus pinceles. No tenía ninguna esperanza real de capturar al asesino esta noche, pero todavía podía ser el momento clave. Con todos de guardia y en parejas, tal vez sobrevivirían todos. Y eso haría maravillas para levantar la moral. Entonces, un pensamiento desagradable lo invadió cuando colocó los tubos con pigmento en su estuche: ¿Qué tal si uno de sus hombres era el asesino?

Lunes, 28 de abril

La medianoche había llegado y se había ido y todo estaba bien. El sargento Oster colocó un puesto de inspección en el centro del patio y todavía no había desaparecido nadie. Las luces extra en el patio y sobre la torre reforzaron la confianza de los hombres, a pesar de las largas sombras que emitían. Mantener a todos ellos despiertos durante toda la noche había sido una medida drástica, pero iba a funcionar.

Woermann se asomó por una de las ventanas que daban al patio. Podía ver a Oster en su mesa y a los hombres caminando en parejas por el perímetro del patio y los muros. Los generadores emitían su ruido por sobre los vehículos estacionados. Los reflectores extras fueron instalados en la escarpada superficie, a un costado de la montaña que formaba el muro posterior de la fortaleza, a fin de evitar que alguien se deslizara desde arriba. Los hombres en los terraplenes mantenían los ojos alertas en las paredes exteriores, para ver que nadie las escalara. Las puertas del frente estaban cerradas y había un escuadrón haciendo guardia en la grieta del subsótano.

La fortaleza era segura.

Mientras estaba de pie allí, Woermann se dio cuenta de que era el único hombre, en toda la estructura, que se encontraba solo y sin guardia. Esto lo hizo vacilar al mirar tras él, hacia las sombrías esquinas de su cuarto. Mientras miraba, la bombilla disminuyó más y más hasta que se apagó. Su pensamiento inmediato fue que algo había roto el cable, pero tuvo que descartar esa idea cuando vio que todas las demás bombillas brillaban todavía. Entonces, debía ser una bombilla mala. Eso era todo. Pero qué extraña forma de apagarse de una bombilla. Por lo general, primero emitían un resplandor blanco azulado y luego se apagaban. Ésta simplemente pareció desvanecerse.

Uno de los guardias asignado abajo en la pared sur, también lo notó y ya venía a investigar. Woermann estuvo tentado a llamarlo y decirle que trajera con él a su compañero, pero decidió no hacerlo. El segundo hombre estaba a la vista junto al parapeto. De todos modos, era una esquina sin salida. No existía peligro posible.

Miró mientras el soldado desaparecía en la sombra… en una sombra peculiarmente profunda. Y quizá, después de quince segundos, Woermann miró hacia otro lado, pero fue atraído por un gorgoteo ahogado que provenía de abajo, seguido por el estruendo de la madera y el acero en la piedra; era un arma que había caído.

Saltó al escuchar el sonido, sintiendo que las palmas de las manos se le ponían resbalosas al apoyarlas en el antepecho de la ventana, mientras miraba hacia abajo.

Y aún no podía ver nada en el interior de la sombra.

El otro guardia, el compañero del primero, también debió haber oído, pues ya se acercaba a ver qué andaba mal.

Woermann vio una chispa roja y opaca que comenzaba a brillar en la oscuridad. Mientras se hacía lentamente más brillante, se dio cuenta de que era la bombilla que volvía a alumbrar. Entonces vio al primer soldado. Yacía de espaldas, con los brazos en jarras, las piernas dobladas bajo el cuerpo y la garganta convertida en una ruina sangrienta. Sus ojos ciegos miraban hacia Woermann, acusándolo. No había nada más, nadie más en la esquina.

Mientras el otro soldado comenzaba a gritar pidiendo ayuda, Woermann regresó a la habitación y se recargó contra la pared, atragantándose con la bilis mientras ésta surgía de su estómago. No podía moverse ni hablar.
Dios mío, Dios mío
.

Se tambaleó hasta la mesa que le habían fabricado hacía sólo dos días y tomó un lápiz. Tenía que sacar de aquí a sus hombres, fuera de la fortaleza, fuera del paso Dinu si era necesario. No había defensa contra lo que acababa de atestiguar.

Y no haría contacto con Ploiesti. Este mensaje iría directo al Alto Comando.

Pero ¿qué decir? Miró las cruces burlonas para inspirarse, pero no se le ocurrió nada. ¿Cómo hacerle comprender al Alto Comando sin sonar como si fuera un loco? ¿Cómo decirles que él y sus hombres debían abandonar la fortaleza, que algo pavoroso los amenazaba, algo que era inmune al poder militar de Alemania?

Comenzó a garabatear frases, tachando cada una mientras pensaba en otra mejor. Despreciaba la idea de entregar cualquier posición, pero pasar otra noche aquí sería invitar al desastre. Los hombres estaban casi incontrolables ahora. Y a la velocidad actual de las muertes, sería un oficial sin comando si se quedaba durante mucho tiempo más.

Comando
… su boca se torció sardónicamente con esa palabra. Ya no estaba al mando de la fortaleza. Algo oscuro y horrible había tomado el control.

7

Los Dardanelos

Lunes, 28 de abril

02:44 horas

Estaban a mitad del camino a través del estrecho cuando percibió que el lanchero empezaba a hacer su jugada.

No había sido una jornada fácil. El pelirrojo navegó a través de Gibraltar en la oscuridad, yendo hasta Marbella en donde alquiló la lancha de motor de diez metros que ahora vibraba a su alrededor. Era bruñida y baja, con dos motores excesivamente grandes. Su dueño no era un capitán de fin de semana. Él pelirrojo reconocía a un contrabandista cuando lo veía.

El propietario regateó sobre los honorarios hasta que supo que le iban a pagar en dobles águilas de oro norteamericanas: la mitad al partir y el resto cuando llegaran a salvo a la playa norte del mar de Mármara. Para atravesar la longitud del Mediterráneo, el patrón insistió en contratar tripulantes. El pelirrojo estuvo en desacuerdo, pues él sería suficiente tripulación.

Navegaron durante seis días por el estrecho y cada hombre tomaba el timón durante ocho horas y descansaba las siguientes ocho, manteniendo el barco a una velocidad constante de veinte nudos las veinticuatro horas del día. Sólo se habían detenido en lugares aislados donde la cara del propietario parecía ser bien conocida y sólo durante el tiempo necesario para llenar los tanques de combustible. El pelirrojo pagó todos los gastos.

Y ahora, por la lentitud del barco, esperó que Carlos, el propietario, bajara y tratara de matarlo. Carlos había estado alerta buscando una oportunidad desde qué dejaron Marbella, pero no hubo ninguna. Ahora que se acercaban al final dé la travesía, Carlos sólo contaba con esta noche para conseguir el cinturón con dinero. El pelirrojo sabía lo que Carlos perseguía. Varias veces notó que lo rozaba para asegurarse de que su pasajero lo usaba todavía. Carlos sabía que allí tenía oro y por su volumen era evidente que había mucho. También parecía estar consumido por la curiosidad acerca del largo y plano estuche que el pasajero conservaba siempre a su lado.

Era una vergüenza. Carlos había sido un buen compañero durante los últimos seis días. También un buen marinero. Bebía bastante, comía en exceso y no se bañaba ni siquiera lo necesario. El pelirrojo se encogió de hombros mentalmente. Él había olido peor en sus días. Mucho peor.

La puerta de la cubierta posterior se abrió permitiendo el paso de una corriente de aire frío; Carlos fue enmarcado brevemente por la luz de las estrellas antes de cerrar la puerta tras de sí.

Lástima, pensó el pelirrojo cuando escuchó el leve roce del acero al ser sacado de una funda de cuero. Una buena travesía estaba llegando a un final triste. Carlos los había guiado expertamente por Sardinia, atravesando rápidamente la clara y azul agua entre la punta norte de Túnez y Sicilia y luego al norte de Creta y a través de las Cícladas, para entrar al Egeo. Actualmente cruzaban los Dardanelos, el estrecho canal que conectaba el Egeo con el mar de Mármara.

Lástima.

Vio que la luz se reflejaba en la hoja de acero mientras ésta se elevaba sobre su pecho. Su mano izquierda salió disparada y agarró la muñeca antes de que el cuchillo pudiera descender, y la derecha aferró la otra mano de Carlos.

—¿Por qué, Carlos?

—¡Déme el oro! —chasqueó Carlos.

—Te hubiera dado más si me lo hubieses pedido. ¿Por qué tratar de matarme?

Carlos, estimando la fuerza de las manos que lo sujetaban, intentó un plan de acción diferente.

—Sólo iba a cortar el cinturón. No iba a lastimarlo —mintió.

—El cinturón está alrededor de mi cintura; el cuchillo, sobre mi pecho.

—Está oscuro aquí —replicó Carlos.

—No tan oscuro. Pero está bien… —concedió aflojando la presión sobre las muñecas—. ¿Cuánto más quieres?

Carlos liberó la mano que tenía el cuchillo y la disparó hacia abajo, exclamando:

—¡Todo!

El pelirrojo aferró la muñeca nuevamente antes de que la hoja pudiera caer.

—Me habría gustado que no hubieras hecho eso, Carlos.

Con una deliberación constante e inexorable, el pelirrojo dobló el cuchillo del asaltante dirigiéndolo hacia su pecho. Las coyunturas y ligamentos chasquearon y crujieron en protesta cuando fueron forzadas hasta el límite. Carlos gruñó de dolor y miedo mientras sus tendones se rompían y el crujido era reemplazado por el enfermante tronar de huesos rotos. La punta del cuchillo estaba ahora directamente encima del costado izquierdo de su pecho.

—¡No! ¡Por favor… no!

—Te di una oportunidad, Carlos —recriminó el pelirrojo. Su propia voz sonó dura, monótona y extraña a sus oídos—. La desperdiciaste.

La voz de Carlos se elevó hasta convertirse en un grito que terminó abruptamente cuando el puño se estrelló contra sus costillas, clavando el cuchillo en su corazón. Su cuerpo se aflojó y el pelirrojo dejó que cayera al suelo.

Se mantuvo quieto durante un momento, escuchando los latidos de su corazón. Trató de sentir remordimiento, pero no lo hubo. Había pasado un largo tiempo desde la última vez que mató a alguien. Debía sentir algo, pero no experimentó nada. Carlos era un asesino a sangre fría. Recibió lo que pretendía dar. No quedaba lugar para remordimiento en el pelirrojo, sólo una urgencia desesperada por llegar a Rumania.

Se puso en pie y asió el estuche largo y plano. Caminó hacia la puerta de la cubierta posterior y tomó el timón. Los motores estaban funcionando a la mínima potencia. Los puso a toda marcha.

Los Dardanelos. Había pasado por aquí antes, pero nunca durante la guerra y tampoco a toda velocidad en la oscuridad. El agua iluminada por las estrellas era una extensión gris frente a él, y la costa era una mancha oscura a la izquierda y a la derecha. Estaba en una de las secciones más angostas del estrecho, que se convertía en un embudo de más de kilómetro y medio de largo. Aun en su parte más ancha, no llegaba a exceder nunca los siete kilómetros. Viajó guiado por la brújula y por el instinto, sin encender las luces, en un limbo de oscuridad.

No había modo de saber lo que se encontraría en estas aguas. La radio decía que Grecia había caído, y eso podía ser cierto o no. Podría haber alemanes en los Dardanelos ahora, o británicos o rusos. Él debía evitarlos a todos. Este viaje no había sido planeado y no tenía papeles para explicar su presencia. Y el tiempo estaba en su contra. Necesitaba cada nudo de velocidad que le pudieran dar los motores.

Una vez en el amplio mar de Mármara, treinta kilómetros más adelante, tendría espacio para maniobrar y correría tan lejos como el combustible lo permitiera. Cuando éste escaseara, se dirigiría a la playa y viajaría por tierra hacia el mar Muerto. Le costaría un tiempo precioso, pero no había otro modo. Aun si tuviese suficiente combustible, no podía arriesgarse a pasar el Bósforo. Allí habría tantos rusos como moscas en un cadáver.

Empujó los aceleradores para ver si podía obtener más velocidad de los motores. No lo logró.

Deseó tener alas.

8

Bucarest, Rumania

Lunes, 28 de abril

09:50 horas

Magda sostenía la mandolina con una facilidad practicada, con la púa oscilando rápidamente en su mano derecha y los dedos de la izquierda recorriendo el mástil de arriba abajo, saltando de cuerda en cuerda y de traste a traste. Sus ojos estaban concentrados en una hoja de música manuscrita: era una de las melodías gitanas más hermosa que había trasladado al papel.

Estaba sentada en el interior de una carreta brillantemente pintada, en las inmediaciones de Bucarest. El interior era estrecho y el espacio para vivir había sido reducido por los estantes llenos de hierbas exóticas y especias en cada pared, por los cojines radiantemente coloreados que estaban amontonados en cada esquina, por lámparas y cordeles con ajos que colgaban del bajo techo. Tenía las piernas cruzadas para sostener la mandolina pero, incluso entonces, su falda gris de lana apenas mostraba sus tobillos. Un holgado suéter gris que se abotonaba al frente cubría una simple blusa blanca. Una pañoleta escondía su cabello café. Pero lo monótono de su ropa no podía robar el brillo de sus ojos o el color de sus mejillas.

Magda se dejó llevar por la música. La distanció durante un rato, lejos de un mundo que se estaba volviendo cada vez más hostil para ella con cada día que pasaba. Ellos estaban allí: los que odiaban a los judíos. Le robaron a su padre su puesto en la universidad y ordenaron a ambos salir de su eterno hogar. Además, quitaron a su rey. No era que el rey Carol hubiera merecido su lealtad alguna vez, pero de cualquier modo había sido el rey; y lo reemplazaron por el general Antonescu y la Guardia de Hierro. Pero nadie le podía quitar su música.

—¿Está bien? —preguntó cuando la última nota se desvaneció dejando nuevamente en silencio el interior de la carreta.

La vieja que estaba sentada en el extremo más alejado de la pequeña mesa redonda de cedro sonrió, arrugando la oscura piel que rodeaba sus negros ojos, gitanos.

—Casi —respondió—. Pero la parte media va así.

La mujer depositó un bien barajado mazo de cartas sobre la mesa y tomó un
naiou
de madera. Parecía un Dios Pan marchito al llevarse la flauta a los labios y comenzar a soplar. Magda tocó también hasta que escuchó que sus propias notas se agriaban y luego las cambió en el papel.

—Creo que esto es —comentó Magda reuniendo sus papeles en un montón, con una pequeña sensación de regocijo—. Muchas gracias, Josefa.

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