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Authors: Cees Nooteboom

La historia siguiente (6 page)

BOOK: La historia siguiente
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Intenté acordarme de lo que habíamos hablado aquella noche; si he de fiarme de mi memoria no habíamos hablado de nada, habíamos estado sentados allí mudos, entre la misma gente que estaba ahora sentada: el vendedor de lotería dormido, los cuchicheantes marineros al borde del agua, el hombre solitario con el volumen de la radio tan bajo y las dos muchachas con sus secretos. No, esta noche no devolvía las palabras, estaban suspendidas en algún lugar alrededor del mundo, fueron robadas para otras bocas, otras frases; se habían convertido en el accesorio de mentiras, noticias de periódicos y cartas, o yacían en una u otra playa al otro lado del mundo: arrojadas por la marea, vacías, incomprensibles.

Me puse en pie, pasé los dedos por las ya casi borradas palabras de la columna que hablaban del imperio que nunca sucumbiría, vi cómo el agua fluía hacia fuera en la oscuridad y dejaba la ciudad tras de sí como un esqueleto durmiente, una funda en la que me ocultaría como si mi cama no estuviera en otra ciudad, en otras aguas septentrionales. El portero de noche me saludó como si también me hubiera visto ayer y anteayer, y me dio la llave de la habitación sin que tuviera que pedírsela. No di la luz e hice todo a tientas, como quien es ciego por primera vez. No quería verme en el espejo y ya no quería leer más. Las palabras ya no servían. No sé cuánto tiempo dormí, pero volvió a ser como si una fuerza inimaginable me arrastrara, como si entrara en una resaca contra la que el mediocre nadador que soy se hallara indefenso, una gran ola engullidora que me arrojó en una playa abandonada. Allí yacía yo muy quieto, el agua goteaba por mi cara y a través de las lágrimas me vi acostado en la habitación de Amsterdam. Dormía y volvía la cabeza llorando; en la mano izquierda todavía tenía la foto del
NRC
. Miré el pequeño despertador japonés rojo que siempre está junto a mi cama. ¿Qué tiempo es ese en el que no se mueve el tiempo? El tiempo no había pasado desde que me había acostado. La figura oscura a mis pies debía de ser Búho, el sucesor de Murciélago. Vi que el hombre de Amsterdam quería despertarse, se movía como si luchara con alguien, su mano derecha buscaba las gafas; pero él no fue quien dio la luz, fui yo, aquí en Lisboa.

This is, I believe,
it
: not the crude anguish of physical death but the incomparable pangs of the mysterious mental maneuver needed to pass from one state of being to another.

Easy, you know, does it, son.

[Esto es, creo,
eso
: no la cruda congoja de la muerte física, sino las incomparables punzadas de las misteriosas maniobras mentales necesarias para pasar de un estado de ser a otro.

Créeme, hijo, ve con cuidado.]

Vladimir Nabokov,
Transparent Things
.

2

Quien está acostumbrado a bregar con una clase de treinta alumnos ha aprendido a mirar con rapidez. Un joven, dos viejos, dos hombres de mi edad. A la mujer, que estaba algo apartada, con el rostro como el de un mascarón de proa, no podía definirla; quizá fuera esta primera impresión la mejor: un mascarón de proa. Hacía señas en dirección al pequeño bote que nos llevaría al barco mayor anclado más lejos en el río. Aún era temprano; una ligera niebla, el barco una forma negra, como cubierta de crespones. Lo que más me llamó la atención fue la seriedad del muchacho: sus dos ojos como cañones de fusil. Conozco este tipo de ojos, pueden verse en la meseta española. Son ojos que pueden mirar a la lejanía, a la blanca luz del sol. Por el momento nadie hablaba. Inmediatamente supimos que formábamos parte los unos de los otros. Mis sueños se han parecido siempre de un modo desagradable a la vida, como si yo mismo no pudiera inventarme nada cuando duermo; pero ahora era al contrario, ahora mi vida se parecía finalmente a un sueño. Los sueños son sistemas cerrados dentro de los cuales todo casa. Miraba la ridícula estatua de Cristo que se alzaba en la orilla sur: los brazos abiertos de par en par, preparado para saltar. «Preparado para saltar», había dicho ella. Ahora que volvía a ver la estatua supe de repente de qué habíamos hablado aquella noche a la orilla del agua. Me había querido explicar todo: cerebros, células, los impulsos, el tronco, la corteza, toda esa refinada carnicería que, según dicen, gobierna y dirige nuestra conducta, y le dije que tenía una aversión sanguinaria a palabras como «materia gris»; que las células me hacían pensar en la clandestinidad, y que había dado de comer regularmente a Murciélago un flan lleno de venillas sangrientas; en resumen, había dejado claro que para mi línea de pensamientos no era esencial saber en qué tipo de esponjosas cavernas ocurría esto exactamente. A ello me había respondido que yo era mucho peor que un hombre medieval, que el cuchillo de Vesalio había liberado —hace ya algunos siglos— a pobretones espirituales como yo de su cerrado cuerpo, y luego, naturalmente, yo había replicado que todos sus afiladísimos cuchillos y rayos láser nunca habían encontrado el reino oculto del recuerdo, y que Mnemosina para mí era muchísimo más real que la idea de que todos mis recuerdos —también los recuerdos que tendría luego, alguna vez, de ella— debían ahorrarse en una hucha de materia esponjosa y considerablemente babosa, de color gris, beige o crema; después ella me había besado y yo había farfullado aún algo contra esos labios compulsivos, escrutantes y gozosos, pero ella simplemente me había cerrado la boca —esta eterna fanfarrona— con un mordisco, y habíamos seguido allí sentados hasta que la aurora con sus rosados dedos nos mostró la estatua de Cristo en la otra orilla.

El viejo balsero que nos transportaría arrancó el motor; la ciudad se alejaba detrás de nosotros bamboleándose. También en el barco mayor permanecimos juntos; los sirvientes nos enseñaron los camarotes, y unos cuantos minutos más tarde estábamos de nuevo en la cubierta de popa, cada uno en el lugar por él elegido junto a la barandilla de cubierta: una curiosa Pléyade, una constelación en la que el joven constituía la estrella más lejana porque se había colocado en el punto más extremo de popa, como si su estrecha espalda hubiera de indicar el punto de fuga del mundo. Cuando él volvía la vista yo sabía a quién veía: era el perfil del Ícaro en el relieve de la Villa Albani en Roma; el cuerpo aún era casi el de un niño, la cabeza demasiado grande, la mano derecha apoyándose en el ala de la fatalidad que su padre casi había terminado. Y como si leyera mis pensamientos, el joven pone ahora la mano en el mástil de la bandera sin bandera que señala el mundo que nos deja. Porque así era, nosotros seguíamos parados, y la Torre de Belém, las colinas de la ciudad, la ancha desembocadura del río, la pequeña isla con el faro, todo fue aspirado hacia un solo punto; el tiempo hizo algo con el mundo visible hasta que éste no fue más que una cosa pasajera y prolongada que cada vez se dejaba estirar más perezosamente; una pereza que era velocidad; esto lo sabes tú mejor que nadie, por tener que vivir siempre en este tiempo de sueño en el que encoger y estirar se neutralizan a conveniencia. Lejos, ya había desaparecido el último suspiro de tierra, y todavía estábamos allí inmóviles; sólo la espuma tras el barco y el primer baile del gran oleaje negaban el estancamiento. El agua del océano parecía negra. Se alejaba agitándose, ondulando y navegando en sí misma, quería cubrirse cada vez más consigo misma: placas de metal líquidas y brillantes que se hundían silenciosamente, se cruzaban entre sí, cavaban fosas las unas para las otras y se vaciaban en ellas; la inexorable e interminable constante transformación en siempre lo mismo. Todos clavábamos la vista en ellas, todos esos diversos ojos que tan bien llegaría a conocer los días venideros parecían hechizados por esa agua. Días; ahora que digo la palabra en voz alta oigo lo efímero que suena. Si se me preguntara qué es lo más difícil diría que la despedida de la mesura. No podemos prescindir de nada. La vida es para nosotros demasiado vacía, demasiado abierta; hemos inventado de todo para aferrarnos a ella: nombres, épocas, medidas, anécdotas. Pero tienes que permitírmelo, no tengo otra cosa que mis convenciones y así sigo diciendo día y hora, aunque nuestro viaje parecía hacer caso omiso de su régimen de terror. Los sioux no tenían ninguna palabra para el tiempo, pero yo todavía no he llegado tan lejos, aunque aprendo pronto. A veces todo era una noche interminable, y entonces los días volvían a correr como momentos fugaces a lo largo del horizonte, justo lo suficiente para teñir el océano dos veces de toda clase de rojos y, luego, volver a entregarla a la oscuridad. Las primeras horas no nos dirigimos la palabra. Un sacerdote, un aviador, un niño, un profesor, un periodista, un erudito. Éste era el grupo; alguien o nadie había decidido que nos reflejáramos en este espejo. Sabías adónde íbamos y estaba bastante bien que tú lo supieras. Pero así no puedo hablar contigo, no puedes estar al mismo tiempo dentro y fuera de esta historia. Y yo no soy todopoderoso, así que no sé lo que ocurría en los pensamientos ocultos de los demás. Si tuviera que medirlo en mí mismo, se trataba de una tranquilidad que al menos yo nunca había conocido. Todo el mundo parecía estar ocupado en algo, rumiando algún pensamiento o recuerdo interior; a veces desaparecían durante largo tiempo en algún lugar del barco o veías a lo lejos a alguien hablando con algún miembro de la tripulación o paseando por el puente. El joven estaba con frecuencia en el castillo de proa, allí nadie le molestaba; el sacerdote leía en un rincón del salón, el erudito se quedaba a menudo en su camarote, el aviador miraba por la noche a través del telescopio junto al camarote del timonel, el periodista jugaba a los dados con el camarero y bebía, y yo observaba, por encima de estos lienzos eternamente ondulantes, y reflexionaba, y traducía las mordaces odas del libro III. Sí, de Horacio, ¿de quién si no? La decadencia de Roma, la lascivia, la ruina: degeneración.
Quid non imminuit dies?
¿Qué no es destruido por el tiempo? «¿Por qué traduce usted
dies
por 'tiempo'?», me había preguntado Lisa d'India. Aun ahora, en este viaje, no puedo más que reírme por su pregunta. Sus días habían pasado; hacía ya mucho que ella ya no tenía ningún tiempo, y sin embargo, por aquel entonces, un día, habíamos estado los dos de pie junto a mi mesa; ella con su traducción en verso de James Michie de la Penguin Classics; yo con mis propias líneas rasgadas, e incluso aquí puedo oír aún su voz, el buril de esas cinco palabras latinas,
damnosa quid non imminuit dies?
, seguidas por el verso septentrional que necesitaba nueve palabras para decir lo mismo: «Time corrupts all. What has it not made worse?». Hubiese querido decir algo brillante sobre el singular de un único día que puede estar en lugar de la abundancia del tiempo en el que se encuentran almacenados todos los días, y me había enrollado con todo tipo de disparates acerca del calendario como ábaco de lo que no se puede contar y de repente había visto en sus ojos el desengaño, el momento en el que el alumno nota que su profesor se anda por las ramas y tampoco sabe la respuesta. Seguí fluctuando todavía algo sobre hora y duración, pero ya había delatado mi impotencia. Cuando se marchó —como una mujer— supe que había desengañado a una niña, y esto también forma parte de mi profesión: la corrupción de menores. A través de la demolición de tu propia autoridad los remites a un mundo sin respuestas. No es agradable convertir en adultas a las personas, sobre todo si aún resplandecen. Pero hace ya mucho tiempo que no soy profesor.

El sacerdote paseaba a lo largo de la barandilla de cubierta. Visto así, parecía no tener peso; flotaba un poco a causa del movimiento del barco. «Dom Antonio Fermi», así se había presentado y, al levantar yo los ojos un tanto sorprendido por ese DOM, dijo: «
Dominus
, de la orden de los benedictinos». Fermi, Harris, Deng, Mussert, Carnero, Dekobra: estas palabras eran nuestros nombres. Nos habíamos administrado unos a otros jirones de nuestras vidas, y ahora todos juntos llevamos sobre el océano estos trozos extraños y todavía no digeribles. Habían podido ser también otras vidas, otras formas de casualidad. Si no viajas solo, en cualquier viaje estás con extraños.

—Le vi hablando para sus adentros —dijo.

Otra vez, pero ahora en voz alta, pronuncié el último verso de la oda sexta; este lujo no lo dejaba escapar, no me encuentro todos los días con alguien para quien el latín es aún una lengua viva. En el segundo verso se sumó a mí con su tenue voz de hombre viejo; dos garzas romanas sobre el mar.

—No sabía que los benedictinos leyeran a Horacio —se rió.

—Uno es siempre algo diferente antes de hacerse benedictino —y volvió a irse bailando. Ahora sabía algo más de él, pero ¿qué haría con toda esta información? ¿No era éste un viaje que tenía que hacer yo solo? ¿Qué tenía yo en común con ellos?, ¿y ellos conmigo? «Tenía miles de vidas y sólo cogí una», lo había leído una vez en algún sitio. ¿Quería esto decir, en este caso, que yo también había podido tener esas vidas? Naturalmente, yo no había tomado la determinación de nacer en el siglo XX en los Países Bajos como tampoco el profesor Deng había optado por China. La probabilidad del padre Fermi de haber nacido católico había sido sin duda en Italia mayor que en cualquier otra parte, pero incluso en Italia, o en el siglo XX en lugar del III o el LIII, eso pertenecía, naturalmente, a las leyes de la casualidad. Insoportable. Uno existía ya, en gran parte, antes de que tuviera algo que ver con ello. Alonso Carnero no podía evitar que su abuela fuera fusilada por los fascistas en la guerra civil española, y así podíamos continuar unos con otros enseñando el espejo de nuestra ejemplar casualidad. Si yo hubiera tenido que decir «yo» a la persona de Peter Harris no sólo habría sido un inútil borracho y un cazador de mujeres, sino también un experto en la deuda del Tercer Mundo; y si hubiera sido el capitán Dekobra no sólo habría tenido el cuerpo derecho como una vela y los taladradores ojos azules de hielo —algo que siempre había deseado—, sino que entonces también habría cruzado innumerables veces con un DC-8 este mismo océano por encima del que me arrastraba ahora en la envoltura metálica de este barco anónimo. Si profundizara en sus vidas necesitaría una vida tan larga como las suyas, y ya que esto no podía ser, te quedabas con fragmentos absurdos:
faits
diverso El profesor Deng se había doctorado en su tiempo con una comparación entre la temprana astronomía occidental y la china. Magnífico. A Harris no le gustaban las mujeres rubias y por ello vivía en Bangkok. Felicidades. Viajaba como periodista por el Tercer Mundo. «Sus deudas son mi pan.» Sin duda alguna. Y el padre Fermi había sido sencillamente un sacerdote secular, adscrito a la catedral de Milán.

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