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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

La Maldicion de la Espada Negra (5 page)

BOOK: La Maldicion de la Espada Negra
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—¿Cuál? ¿Cómo? Elric, si cuentas con algún plan, debes decírmelo.

Elric tragó con dificultad y balbuceó:

—Está bien, Moonglum, te lo diré. Pero escúchame bien, porque no tendré fuerzas para repetírtelo.

Moonglum era un adorador de la noche, pero sólo cuando la iluminaban las antorchas de las ciudades. Le desagradaba la noche en campo abierto, y tampoco le gustaba demasiado cuando ésta envolvía un castillo como el de Nikorn, pero siguió adelante y rogó porque todo saliera bien.

Si Elric no se había equivocado en su interpretación, entonces todavía se podía ganar la batalla, y tomar el palacio de Nikorn. Pero aun así, aquello representaba un peligro para Moonglum, y él no era un hombre al que le gustara exponerse deliberadamente al peligro.

Al divisar las aguas estancadas del foso sintió un inmenso disgusto y pensó que poner a prueba de aquel modo su amistad era excesivo. Con filosofía, se metió en las aguas y atravesó el foso a nado.

El musgo que cubría la fortaleza no constituía un firme asidero, pero le permitiría alcanzar la hiedra, un medio más seguro. Moonglum comenzó a trepar lentamente el muro. Deseó con todas sus fuerzas que Elric estuviera en lo cierto y que Theleb K'aarna necesitase descansar antes de poner en marcha más conjuros. Fue por eso que Elric le había sugerido que se diera prisa. Moonglum continuó trepando, y al cabo de un rato, llegó a la ventana sin barrotes que buscaba. Un hombre de complexión normal no habría sido capaz de entrar, pero la figura pequeña de Moonglum resultaba sumamente útil en esas circunstancias.

Logró colarse por la ventana, no sin un cierto esfuerzo, mientras temblaba de frío, y aterrizó sobre la piedra dura de una estrecha escalera que corría pegada al muro interior de la fortaleza. Moonglum frunció el ceño, y comenzó a subir la escalera. Elric le había dado una somera idea de cómo llegar a su destino.

Esperando lo peor, subió sigilosamente los escalones de piedra. Se dirigió hacia los aposentos de Yishana, Reina de Jharkor.

Al cabo de una hora, Moonglum había regresado, temblando de frío y chorreando agua. En sus manos llevaba a Tormentosa. Sujetaba la espada rúnica con sumo cuidado, inquieto ante la maldad consciente del arma. Volvía a estar viva y llena de unas energías oscuras y palpitantes.

—Gracias a los dioses que no me he equivocado —murmuró Elric débilmente desde donde yacía, rodeado por dos o tres imnyrianos, incluido Dyvim Tvar que, preocupado, contemplaba fijamente al albino—. Rogué no equivocarme en mi deducción y resultó que Theleb K'aarna descansaba para recuperarse después de los esfuerzos que hiciera para vencerme...

Se movió y Dyvim Tvar le ayudó a sentarse. Elric tendió una mano larga y blanca hacia la espada, como el adicto de una terrible droga.

—¿Le has dado mi mensaje? —inquirió al tiempo que aferraba el pomo, agradecido.

—Sí —respondió Moonglum sin dejar de temblar—, y ha estado de acuerdo. Tampoco te equivocaste en la otra interpretación, Elric. No tardó mucho en engatusar a Theleb K'aarna para quitarle la llave. El brujo estaba exhausto y Nikorn se estaba poniendo nervioso de sólo pensar que podía producirse un ataque mientras Theleb K'aarna se encontraba momentáneamente incapacitado. Ella misma se dirigió al armario y me trajo la espada.

—Algunas veces las mujeres resultan de utilidad —dijo Dyvim Tvar, cortante— . Aunque en circunstancias como éstas, son un obstáculo. —Resultaba evidente que a Dyvim Tvar le preocupaban otros problemas además de la inmediata conquista del castillo, pero a nadie se le ocurrió preguntarle de qué se trataba. Parecía un asunto personal.

—Estoy de acuerdo contigo, Amo de los Dragones —dijo Elric con tono casi alegre. Los hombres que le rodeaban advirtieron cómo la fuerza volvía a fluir por las venas del albino, dotándolo de una vitalidad de naturaleza infernal—. Ha llegado la hora de nuestra venganza. Pero recordad..., no hagáis daño a Nikorn. Le he dado mi palabra.

Con la diestra asió firmemente la empuñadura de Tormentosa y dijo:

—Y ahora, a calmar la sed de mi espada. Creo que seré capaz de obtener la ayuda de los aliados que necesitamos para mantener ocupado al brujo mientras nos apoderamos del castillo. ¡No me hará falta una estrella de cinco puntas para conjurar a mis amigos del aire!

Moonglum se pasó la lengua por los labios y dijo:

—De modo que recurrirás otra vez a la magia. En verdad, Elric, este país comienza a apestar con tanta hechicería y tanto esbirro del Infierno.

—No son seres del Infierno —murmuró Elric al oído de su amigo—. Sino espíritus honestos, igualmente poderosos en muchos sentidos. Contén tus temores, Moonglum... unos cuantos conjuros más y a Theleb K'aarna no le quedarán deseos de tomar represalias.

El albino frunció el entrecejo al recordar los pactos secretos de sus antepasados. Inspiró profundamente y cerró sus doloridos ojos carmesíes. Comenzó a balancearse con la espada rúnica apenas asida en la mano. Su cántico era quedo, como el lamento lejano del viento. Su pecho subía y bajaba rápidamente, y algunos de los guerreros más jóvenes, aquellos que jamás habían sido del todo iniciados en el antiguo saber popular de Melniboné, se revolvieron, inquietos. La voz de Elric no se dirigía a los seres humanos; sus palabras iban destinadas a lo invisible, lo intangible, lo sobrenatural. Una rima antigua inició el encantamiento con las runas...

Oíd la decisión del malhadado ser oscuro,

dejad que se oiga el lamento del Gigante del Viento;

los quejidos de Graoll y Misha

cual pájaro enviad a mi enemigo.

Por las tórridas piedras escarlata,

por la maldición de mi negra espada, por el plañido solitario del Lasshaar, permitid que se forme un viento sin igual.

Veloz cual rayos de sol de su tierra natal, más ligeros que la demoledora tormenta, veloz cual flechas hacia el venado disparadas, dejad que así sea el hechicero transportado.

A Elric se le quebró la voz al gritar con fuerza:

—¡Misha! ¡Misha! ¡En nombre de mis padres te conjuro, Señor de los Vientos!

Casi de inmediato, los árboles del bosque se doblaron de pronto como si una mano gigantesca los hubiera hecho a un lado. Una voz terrible y suspirante surgió de la nada. Todos se estremecieron menos Elric, que estaba sumido en un profundo trance.

—Elric de Melniboné —rugió la voz cual tormenta lejana—, conocimos A vuestros padres. Os conozco a vos. La deuda que tenemos con la línea de elric ha sido olvidada por los mortales, pero graoll y misha, reyes del viento, la recuerdan. ¿cómo puede el lasshaar auxiliaros?

La voz parecía casi afable, aunque sonara orgullosa, distante e inspirara un temor reverencial.

Completamente abandonado en su estado de trance, Elric se sacudió, presa de las convulsiones. De su garganta surgió un grito penetrante; las palabras eran extrañas, inhumanas, violentamente molestas para el oído y los nervios de los humanos allí presentes. Elric habló brevemente y después, la gran voz del Gigante del Viento rugió y suspiró:

—Haré lo que vos deseéis. —Los árboles volvieron a doblarse y el bosque quedó sumido en el silencio.

Uno de los hombres allí reunidos estornudó aparatosamente y aquello fue aprovechado por todos para comenzar a hablar y a especular.

Elric siguió presa del trance durante bastante tiempo y después, de repente, abrió sus ojos enigmáticos y miró a su alrededor con aire serio e intrigado. Aferró con firmeza a Tormentosa, se inclinó hacia adelante y se dirigió a los hombres de Imrryr.

—¡Amigos míos, muy pronto tendremos a Theleb K'aarna en nuestro poder, así como el botín que contiene el palacio de Nikorn!

Dyvim Tvar se estremeció y dirigiéndose a Elric le dijo en voz baja:

—Yo no soy tan hábil como tú en las artes esotéricas. Pero en el fondo de mi alma, veo tres lobos al frente de una manada dispuesta a la matanza, y uno de esos lobos debe morir. Creo que mi fin está cercano.

—No te inquietes, Amo de los Dragones —le dijo Elric, incómodo—. Vivirás para burlarte de los cuervos y gastar los despojos de Bakshaan.

Pero no sonó convincente. 

5

Theleb K'aarna se movió y despertó en su lecho de seda y armiño. Tuvo la vaga sospecha de que se acercaban dificultades y recordó que horas antes, agotado por el cansancio, le había concedido a Yishana más de lo aconsejable. No recordaba qué era y en ese momento presintió el peligro..., su inminencia ensombrecía un tanto los recuerdos de cualquier indiscreción pasada. Se levantó apresuradamente, se puso la túnica y se dirigió hacia un espejo extrañamente azogado, que colgaba de una pared de sus aposentos y no reflejaba imagen alguna.

Con la vista nublada y las manos temblorosas, comenzó los preparativos. De uno de los muchos recipientes de barro alineados sobre una mesa, junto a la ventana, vertió una sustancia que parecía sangre seca, mezclada con el veneno endurecido de la serpiente negra, originaria del lejano Dorel, situado en el confín del mundo. Sobre todo ello murmuró un encantamiento, lo echó todo en un crisol y lo lanzó sobre el espejo, al tiempo que se cubría los ojos con un brazo. Se oyó un fuerte sonido de cristales rotos, seguido por una intensa luz verde que desapareció de inmediato. El fondo del espejo se agitó; el azogado pareció ondular y brillar, y entonces comenzó a formarse una imagen.

Theleb K'aarna sabía que las imágenes que contemplaba habían ocurrido en el pasado inmediato. Le mostraron a Elric invocando a los Gigantes del Viento.

El rostro sombrío de Theleb K'aarna reflejó un temor inmenso. Sus manos se agitaron cuando fue presa de los espasmos.

Mascullando frases inconexas, se precipitó hacia su mesa, tendió las manos sobre ella, se asomó a la ventana y contempló fijamente la noche. Sabía lo que se avecinaba.

Se había desatado una furiosa tormenta, y él era el objeto del ataque del Lasshaar. Era preciso que tomase represalias, de lo contrario, los Gigantes del Viento le arrancarían el alma y la lanzarían a los espíritus del aire, para que la transportaran por los siglos de los siglos en los vientos del mundo. Si así ocurría, su voz aullaría eternamente como un espíritu errante, en lo alto de los fríos picos de las montañas cubiertas de hielos... perdida y sola. Su alma estaría condenada a vagar, llevada por los cuatro vientos adonde ellos lo desearan, y no conocería el descanso.

Theleb K'aarna sentía un respeto, nacido del miedo, por los poderes del aeromante, el raro hechicero capaz de controlar los espíritus del viento, y la aeromancia era sólo una de las artes que Elric y sus antepasados dominaban. Fue entonces cuando Theleb K'aarna se dio cuenta contra qué luchaba: diez mil años y cientos de generaciones de hechiceros que habían arrancado sus conocimientos de la Tierra y de otros sitios lejanos, y los habían transmitido al albino a quien él, Theleb K'aarna, había pretendido destruir. En ese momento, Theleb K'aarna lamentó profundamente sus actos. Pero ya era demasiado tarde.

El brujo no poseía control alguno sobre los poderosos Gigantes del Viento. Su única esperanza radicaba en combatir un elemento con otro. Debía conjurar de inmediato a los espíritus del fuego. Harían falta todos los poderes pirománticos de Theleb K'aarna para hacer frente a la voracidad de los vientos sobrenaturales que no tardarían en sacudir el aire y la tierra. Hasta el Infierno se sacudiría ante el sonido y los truenos de la ira de los Gigantes del Viento.

Theleb K'aarna reordenó rápidamente sus pensamientos y, con manos vacilantes, comenzó a realizar unos extraños pases en el aire y a cerrar degradantes pactos con cualquiera de los poderosos espíritus ígneos que desearan asistirle en aquel trance. Se ofreció a la muerte eterna a cambio de unos cuantos años más de vida.

Al reunirse los Gigantes del Viento surgieron el trueno y la lluvia. Los relámpagos estallaban esporádicamente, pero no de forma letal. Jamás alcanzaban la Tierra. Elric, Moonglum y los hombres de Imrryr notaron los movimientos de la atmósfera, pero sólo Elric, con su vista de brujo, alcanzó a divisar algo de lo que ocurría. Los Gigantes de Lasshaar eran invisibles a los ojos.

Las máquinas de guerra que los imrryrianos comenzaban a construir a partir de piezas prefabricadas eran endebles comparadas con la fuerza de los Gigantes del Viento. Pero la victoria dependía de esas máquinas, ya que el Lasshaar se enfrentaría a lo sobrenatural y no a lo natural.

Los arietes y las escaleras para el asedio comenzaban a tomar forma a medida que los guerreros trabajaban a velocidad frenética. La hora de la tormenta se acercaba; el viento soplaba con más fuerza y el trueno restallaba en el cielo. La luna se ocultó detrás de negros nubarrones, y los hombres trabajaban a la luz de las antorchas. La sorpresa no era un elemento indispensable en un ataque como el que planeaban lanzar.

Todo estuvo dispuesto dos horas antes del amanecer.

Finalmente, los hombres de Imrryr, con Elric, Dyvim Tvar y Moonglum cabalgando al frente, avanzaron hacia el castillo de Nikorn. Al hacerlo, Elric lanzó un grito impío; el trueno le respondió con un rugido. Un relámpago potentísimo surcó el cielo en dirección al palacio y todo el edificio se sacudió y tembló cuando una bola de fuego malva y anaranjada apareció sobre el castillo y absorbió el relámpago. Había comenzado la batalla entre el fuego y el aire.

Los campos circundantes se llenaron de extraños chillidos y malignos plañidos que ensordecieron a los hombres. Notaron que estaban rodeados por el conflicto y que sólo alcanzaban a ver una pequeña parte.

El castillo aparecía rodeado de un brillo sobrenatural que iba y venía, para defender a un hechicero farfullante que sabía que estaría perdido si los Señores de las Llamas cedían, aunque fuese por un breve instante, ante los arrasadores Gigantes del Viento.

Elric sonrió amargamente mientras contemplaba la guerra. En el plano sobrenatural poco tenía que temer. Pero todavía quedaba el palacio, y no contaba con más apoyo mágico para poder apoderarse de él. La habilidad en el manejo de la espada y en la batalla eran la única esperanza contra los feroces guerreros del desierto que se agolpaban ante las almenas, preparándose para destruir a los doscientos hombres que avanzaban sobre ellos.

Se alzaron los Estandartes de los Dragones, la bandera dorada que ondeaba en medio del brillo fantasmal. Desplegados y avanzando despacio, los hijos de Imrryr se dispusieron a presentar batalla. Se alzaron también las escaleras para el asedio cuando los capitanes ordenaron a los guerreros comenzar el asalto. Los rostros de los defensores eran como manchas blancas contra la piedra oscura; de las bocas surgían gritos ahogados, pero resultaba imposible entender lo que decían.

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